LA CEBOLLA ELÍPTICA
UNA NUEVA TEORÍA DEL TIEMPO
«La vida es como una caja de bombones», nos dijo Forrest
Gump hace ahora treinta años, y el mundo hizo bandera de esta metáfora de lo
impredecible. Pero quizás, hoy, mientras respondemos emails, durante
una videollamada, monitorizamos nuestro sueño con un smartwatch y
sufrimos de FOMO galopante por no estar en tres eventos
simultáneos, necesitamos una metáfora más jugosa.
Forrest Gump tropieza con Pablo Neruda. El chileno, que sabía mucho de metáforas y de verdades cotidianas, ya lo vio claro: «Redonda rosa de agua, sobre la mesa eres belleza pura».
La cebolla, ese humilde vegetal que nos hace llorar —a los pobres, que a los ricos les llega ya pochada—, marca también nuestras diferencias de clase. Mientras unos pueden comprar tiempo externalizando las tareas lacrimógenas, otros acumulan capas y capas de tiempo ajeno en sus manos. El tiempo libre de unos se construye sobre el tiempo cautivo de otros: riders, cuidadoras, trabajadores nocturnos…
Miguel Hernández, otro poeta del sur, la convirtió en
símbolo de resistencia en sus desgarradoras Nanas de la cebolla:
«En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de cebolla se amamantaba».
Y no es casualidad que fueran del sur quienes mejor
entendieron a la allium cepa. Como señaló el antropólogo Robert
Levine en su fascinante estudio sobre las geografías del tiempo, el
sur vive/vivimos a otro ritmo. Mientras el norte industrializado corre tras la
eficiencia del bombón empaquetado, el sur sabe/sabemos que la vida se construye
capa a capa, sobremesa a sobremesa… y lágrima a lágrima.
Chronos vs. Horae: Cuando los dioses se disputaron el
tiempo
Porque hablamos mucho de las guerras por el territorio, por
el petróleo, pero hay un conflicto silencioso que se libra cada día. Y es por
nuestro tiempo. Ya lo vio venir Jeremy
Rifkin en 1987, y hoy, en plena era push, su advertencia
viene cargada de trazas de Lorazepam, Diazepam y otros múltiples pam,
las armas químicas con las que intentamos forzar el descanso
que el tiempo mecánico nos roba.
En un bando, el tiempo mecánico: lineal, productivo,
imparable como una línea de montaje. En el otro, el natural: cíclico, orgánico,
que respira con las estaciones, pero que cada vez necesita más ayuda
farmacéutica para mantener su ritmo.
Y aquí es donde volvemos a Forrest Gump, porque hay otra
escena que merece nuestra atención. Durante tres años, dos meses, catorce días
y dieciséis horas, Forrest atraviesa América de costa a costa.
Todo muy protestante —porque sí, el tiempo también entiende
de religiones— y las religiones lo manejan a su antojo, como casi todo. Fíjate
que hasta empiezan a contarlo desde donde y cuando su dios respectivo les dio a
entender. Y tras la rebelión de Calvino contra el lujo de la Iglesia católica,
no deja de subyacer esa crítica al dolce far niente de los
papas, tan latinos ellos —bueno, niente, lo que se dice niente,
tampoco, que entre envenenar y yacer con hembra y/o varón se les iba el papado
—. De las teorías de la predestinación viene lo de: el tiempo es oro,
perder el tiempo… tan lineal y opuesto a los santos y fiestas de
guardar católicos, pegados a las cosechas y fases lunares.
Peeeero, la precisión contrasta con su
respuesta cuando le preguntan por qué lo hace: «Tenía ganas de correr». Y ahí
se descolocan periodistas y seguidores, tan tayloristas y utilitaristas; tan de
retorno de la inversión, van y se encuentran con alguien que les habla de Return
On Desire.
Quizás la explicación venga de quién puso a correr a Forrest
Gump: Robert Zemeckis, apellido cuanto menos sospechoso, visto lo visto. Un
director obsesionado con subvertir el tiempo lineal. El mismo que en Regreso
al futuro nos mostró que el tiempo puede ser un laberinto de
paradojas; que en Quién engañó a Roger Rabbit jugó con el
tiempo como un collage de realidades, y que en Contact exploró
cómo 18 horas pueden caber en un segundo.
Un auténtico terrorista del espacio-tiempo que, con Forrest,
nos dio su manifiesto definitivo: una historia aparentemente lineal que es, en
realidad, una burla a la idea misma de progreso. Forrest avanza en línea recta
solo para mostrarnos que el verdadero viaje es circular, que todo tiempo es
simultáneo, que cada momento contiene todos los momentos.
Aunque, al fin y al cabo, es la misma aparente contradicción
que encontramos en la cebolla: precisión matemática en sus capas concéntricas
y, al mismo tiempo, crecimiento orgánico, natural, que sigue su propio ritmo.
Tal vez por eso los antiguos egipcios, además de utilizarlas como parte del
salario de los constructores de las pirámides, las colocaban en las tumbas de
los faraones.
Las capas como símbolo del paso a la otra vida y los
círculos concéntricos como eternidad y que, durante el proceso de momificación,
rellenaban con ellas ojos, pecho y pelvis. Sí, como ese pavo de Thanksgiving
que empezó muriendo para celebrar la primera cosecha de los colonos y ha
acabado como pistoletazo de salida del Black Friday.
Paradojas de la vida. Y de la muerte.
La vida encebollá. De órbitas
planetarias y cebollas terrenales
Kepler revolucionó nuestra comprensión del cosmos cuando
descubrió que los planetas no se movían en círculos perfectos. Pero esa misma
verdad estuvo en su cocina todo el tiempo: la discreta cebolla, en su sabiduría
vegetal, nunca fue perfectamente redonda. Su forma natural es elíptica, más
alta que ancha, con un eje vertical que desafía la perfección circular.
No es casualidad. Como si la naturaleza quisiera dejarnos
una pista sobre la verdadera forma del tiempo, la cebolla crece exactamente
como funciona nuestra vida: en capas elípticas. Y cada una de estas capas, como
la Tierra alrededor del Sol, tiene dos centros de gravedad: uno natural y otro
cultural, uno que tira hacia el ritmo orgánico y otro hacia el digital. La
misma estructura que encontramos en nuestro día a día, oscilando entre el ping de
las notificaciones y el ritmo del corazón.
Los filósofos llevan siglos rompiéndose la cabeza tratando
de explicar esta dualidad. Bergson lo llamaba durée réelle;
Benjamin hablaba de tiempo mesiánico (la
religión otra vez); Weber nos mostró cómo el protestantismo convirtió el tiempo
en oro y la pereza en pecado, y Prigogine ganó un Nobel intentando descifrar
este baile entre orden y caos.
¡Ay, Kepler!, tan alemán, tan protestante y nosotros tan siempre
que llegas a casa, me pillas en la cocina.
El tiempo no está hecho del mismo material que los
relojes
«Vas por la ruta más corta», te dice Google Maps, y por un
momento crees en la precisión absoluta del tiempo lineal. Pero cualquiera que
haya conducido por el sur de Italia o haya quedado para tomar un café en Ciudad
de México sabe que hay otras formas de medir el tiempo. «Ahorita llego», dice
el mexicano, y ese ahorita puede ser tan elástico como las
capas de una cebolla, de sus raíces y del huerto entero.
Robert Levine lo comprobó científicamente: las ciudades
tienen diferentes velocidades. En Nueva York, la gente camina como si cada
segundo fuera dinero. En Praga, el reloj astronómico de la plaza marca un
tiempo que es más arte que ciencia. Y en Java, existe el jam karet (literalmente,
‘el tiempo de goma’ en indonesio), tan flexible como la vida misma.
Cuando una siesta es más subversiva que el Bella
Ciao
Jonathan Crary nos advierte que el capitalismo digital
quiere conquistar el último refugio del tiempo natural: el sueño.
La siesta, ese acto aparentemente inocente de cerrar los
ojos después de comer, se ha convertido en un acto de resistencia política.
Mientras Silicon Valley vende apps para optimizar microsiestas
de 20 minutos exactos, en el sur defendemos el derecho a la pausa
indefinida, al tiempo no productivo, a la desconexión real.
No es casualidad que las dictaduras siempre empiecen
cambiando los ritmos temporales: nuevos calendarios, nuevos horarios, nuevas
fiestas. Controlar el tiempo es controlar al pueblo. Por eso, mantener nuestros
propios ritmos —las sobremesas largas, las fiestas populares, los momentos
de pérdida de tiempo— es una forma de resistencia. Como
nuestras abuelas, que siguen cocinando a fuego lento en la era del microondas,
como esos pueblos que mantienen sus horarios frente a la tiranía del prime
time global.
Esta resistencia del sueño frente al tiempo productivo ha
inspirado no solo movimientos sociales, sino también visiones artísticas que
oscilan entre lo cómico y lo terrorífico.
En El dormilón, aquella distopía cómica de Woody Allen,
la siesta se convierte en hibernación y la resistencia, en huida hacia
adelante. El protagonista despierta después de 200 años en un mundo donde todo
está automatizado y controlado. Allen jugaba con el tiempo a lo Chaplin,
haciendo comedia con nuestros miedos futuros. Pero mientras su Miles Monroe
escapa del control total mediante una hibernación accidental, otros visionarios
veían un futuro más oscuro para nuestros sueños.
Ya en los años 60, cuando Silicon Valley era apenas un puñado de garajes con sueños de revolución digital, Philip K. Dick anticipó la historia que inspiró Desafío total: un futuro donde ni siquiera nuestros sueños nos pertenecen, donde las corporaciones pueden implantar recuerdos y experiencias mientras dormimos.
Lo que en los 90 parecía ciencia
ficción hoy se parece incómodamente a nuestro presente: apps que
prometen optimizar nuestros ciclos de descanso, monitorizando, midiendo y mejorando hasta
nuestros momentos más íntimos de inconsciencia.
¿Cuánto falta para Coca-Cola sin cafeína patrocina
este sueño?
Pero necesitamos esas capas que protegen los espacios de
oscuridad donde germina lo nuevo: la creatividad, que no existiría sin las
desconexiones que nos permiten crear nuevas conexiones. Al fin y al cabo, perder
el tiempo es el más lujoso de los derroches; Wilde, siempre Wilde, ese
experto en convertir el derroche en arte.
Y aquí es donde nuestra humilde cebolla nos enseña algo
revolucionario. Sus capas no son prisiones concéntricas, sino órbitas de
posibilidades. Cada capa es un viaje elíptico: a veces más cerca del WhatsApp;
a veces más cerca del latido. A veces en modo productivity ninja,
corriendo como Forrest, o como pollos descabezaos; a veces en
modo Montaña mágica, donde el tiempo se dilata hasta perder su
tiranía en un sanatorio suizo (otro alemán jugando con el tiempo).
En la novela, los personajes descubren que el tiempo arriba es
diferente al tiempo del valle. No es casualidad que Mann situara su exploración
del tiempo en Suiza, el país de los relojes precisos, para demostrar que
incluso allí, en el corazón del tiempo medido, puede existir un tiempo
diferente, un tiempo que se estira y se contrae como nuestras siestas con esas
películas alemanas que la televisión pública emite religiosamente los
sábados y domingos después de comer, un acto de resistencia temporal que lleva
décadas desafiando las métricas de audiencia y el tiempo productivo.
Hoy es siempre todavía
Machado entendía el presente no como un recurso para
optimizar, sino como un regalo para vivir. Mientras el norte corre tras
eslóganes motivacionales incubados en Silicon Valley, donde el tiempo se mide
en sprints de dos semanas y la vida se optimiza en iterations,
donde los programadores duermen en cápsulas para maximizar su productividad y
las apps de meditación te recuerdan que respires entre
notificación y notificación.
Ese Silicon Valley que primero nos vendió el move
fast and break things y ahora nos vende apps de mindfulness para
reparar lo que rompimos moviéndonos tan rápido. La última paradoja del
capitalismo digital: crear el problema y vender la solución, convertir incluso
la desconexión en un producto optimizable.
Y perdón por la autocita, pero hace unos años imaginé en
«Traperos del tiempo», un relato publicado en mi libro Ultramarinos
y coloniales, un futuro donde una start-up comerciaba con
las horas no usadas de las personas: ocio, trabajo, comidas, incluso sexo. Todo
tenía un precio fluctuante en el mercado. Lo que entonces era distopía —un
técnico que robaba momentos ajenos para vivir otras vidas— hoy parece un modelo
de negocio viable en la era de la economía bajo demanda. ¿No es acaso nuestro
tiempo lo que vendemos en pequeños fragmentos a las apps, las redes
sociales, los servicios de streaming?
Quizás lo que haya que hacer sea alejarse de la cultura
neoliberal del triunfo, utilizar el garaje para guardar los cachivaches de la
playa, de la montaña, en lugar de para montar una startup. Porque
el verdadero carpe diem no está en exprimir cada segundo, sino
en saber habitarlo, caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
La cebolla nos hace llorar, sí, pero quizás necesitamos esas
lágrimas. Llorar por el tiempo perdido persiguiendo notificaciones. Llorar por
las siestas no dormidas. Llorar por los momentos que quisimos optimizar en
lugar de vivir. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar.
No acumular, no optimizar, no convertir cada puto instante en una inversión de
futuro.
El futuro huele a cebolla
En este mundo obsesionado con las métricas, donde cada paso
se cuenta y cada parpadeo se optimiza, la cebolla nos recuerda que la vida debe
construirse capa a capa, que el tiempo más valioso a veces es el perdido y
que en los desvíos a veces se encuentra el verdadero camino.
Porque no, la vida no es una caja de bombones con sorpresas
aleatorias. Es una cebolla que crece en capas. Elípticas, como la Tierra
alrededor del Sol, como Forrest corriendo por América, como el tiempo mismo,
que a veces fluye y a veces se arruga.
A veces nos hace llorar, otras veces nos alimenta, y siempre,
siempre, nos recuerda que el tiempo más sabio es el que sabe bailar entre el
cronómetro y el corazón, entre el ping y la pausa, entre el
norte y el sur de nuestros relojes internos.
Pero una teoría sin práctica es como una cebolla sin capas.
Si queremos que esta metáfora trascienda lo poético y se convierta en
herramienta de cambio, necesitamos un manual de aplicación, una guía para la
resistencia cotidiana. Como las abuelas que transmitían sus recetas de
generación en generación, aquí va el nuestro.
Manual de resistencia cebollil. Táctica
y estrategia
1 - Capas protectoras. El arte de construir refugios
temporales.
- Crea
espacios libres de notificaciones. El dormitorio, la mesa, el
baño…
- Establece
rituales de desconexión. Apaga notificaciones una hora antes de dormir,
desayuna sin pantallas, lee en papel.
- Defiende
tiempos no productivos. Contempla sin hacer fotos, pasea sin contar pasos.
2 - Tiempo elíptico: Danzando entre dos centros.
- Alterna
los períodos de hiperconectividad con días en modo avión.
- Combina deadlines con
agenda liberada. Programa lo importante, no todo lo posible.
- Mantén
un pie en el tiempo digital y otro en el real. Un pie en
WhatsApp, otro en el parque.
3 - Resistencia colectiva: La fuerza del tiempo
compartido.
- Recupera
espacios de tiempo compartido sin foto para el Insta, sin stories y
sin hashtags.
- Queda
sin prisas y sin es que mañana madrugo, sin ya si eso.
- Crea zonas
temporales autónomas en formato sobremesas infinitas y venga,
otro capítulo más.
4 - Sabotaje temporal: Pequeñas revoluciones cotidianas.
- Llega
tarde a lo innecesario, distingue urgencia de emergencia.
- No
perdones una siesta.
- Defiende
tu derecho a la improductividad, reivindica el aburrimiento, di no a la
multitarea.
Porque la revolución no solo consiste en tomar los medios de
producción, también hay que tomar los medios de medición del tiempo. Como decía
aquel grafiti del 68: «La révolution du temps ou ne sera pas». Porque no
se trata de una revolución temporal, sino de revolucionar el tiempo mismo.
Este artículo nació en tiempo elíptico: entre el tiempo
lento de un verano en el Miño portugués, la maduración pausada en las riberas
del Najerilla y la charla de uno de los 50 exploradores más influyentes del
mundo. Pero sus capas, como las de nuestra cebolla, han ido creciendo también
entre búsquedas apresuradas, bibliografías condensadas y notificaciones push.
Como la vida misma.
Oscar Bilbao
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