5/11/24

El verdadero 'carpe diem' no está en exprimir cada segundo, sino en saber habitarlo

LA CEBOLLA ELÍPTICA                          

UNA NUEVA TEORÍA DEL TIEMPO

«La vida es como una caja de bombones», nos dijo Forrest Gump hace ahora treinta años, y el mundo hizo bandera de esta metáfora de lo impredecible. Pero quizás, hoy, mientras respondemos emails, durante una videollamada, monitorizamos nuestro sueño con un smartwatch y sufrimos de FOMO galopante por no estar en tres eventos simultáneos, necesitamos una metáfora más jugosa.

Forrest Gump tropieza con Pablo Neruda. El chileno, que sabía mucho de metáforas y de verdades cotidianas, ya lo vio claro: «Redonda rosa de agua, sobre la mesa eres belleza pura».

La cebolla, ese humilde vegetal que nos hace llorar —a los pobres, que a los ricos les llega ya pochada—, marca también nuestras diferencias de clase. Mientras unos pueden comprar tiempo externalizando las tareas lacrimógenas, otros acumulan capas y capas de tiempo ajeno en sus manos. El tiempo libre de unos se construye sobre el tiempo cautivo de otros: riders, cuidadoras, trabajadores nocturnos…

Miguel Hernández, otro poeta del sur, la convirtió en símbolo de resistencia en sus desgarradoras Nanas de la cebolla: «En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de cebolla se amamantaba».

Y no es casualidad que fueran del sur quienes mejor entendieron a la allium cepa. Como señaló el antropólogo  Robert Levine en su fascinante estudio sobre las geografías del tiempo, el sur vive/vivimos a otro ritmo. Mientras el norte industrializado corre tras la eficiencia del bombón empaquetado, el sur sabe/sabemos que la vida se construye capa a capa, sobremesa a sobremesa… y lágrima a lágrima.

Chronos vs. Horae: Cuando los dioses se disputaron el tiempo

Porque hablamos mucho de las guerras por el territorio, por el petróleo, pero hay un conflicto silencioso que se libra cada día. Y es por nuestro tiempo. Ya lo vio venir Jeremy Rifkin en 1987, y hoy, en plena era push, su advertencia viene cargada de trazas de Lorazepam, Diazepam y otros múltiples pam, las armas químicas con las que intentamos forzar el descanso que el tiempo mecánico nos roba.

En un bando, el tiempo mecánico: lineal, productivo, imparable como una línea de montaje. En el otro, el natural: cíclico, orgánico, que respira con las estaciones, pero que cada vez necesita más ayuda farmacéutica para mantener su ritmo.

Y aquí es donde volvemos a Forrest Gump, porque hay otra escena que merece nuestra atención. Durante tres años, dos meses, catorce días y dieciséis horas, Forrest atraviesa América de costa a costa.

Todo muy protestante —porque sí, el tiempo también entiende de religiones— y las religiones lo manejan a su antojo, como casi todo. Fíjate que hasta empiezan a contarlo desde donde y cuando su dios respectivo les dio a entender. Y tras la rebelión de Calvino contra el lujo de la Iglesia católica, no deja de subyacer esa crítica al dolce far niente de los papas, tan latinos ellos —bueno, niente, lo que se dice niente, tampoco, que entre envenenar y yacer con hembra y/o varón se les iba el papado —. De las teorías de la predestinación viene lo de: el tiempo es oroperder el tiempo…  tan lineal y opuesto a los santos y fiestas de guardar católicos, pegados a las cosechas y fases lunares.

Peeeero, la precisión contrasta con su respuesta cuando le preguntan por qué lo hace: «Tenía ganas de correr». Y ahí se descolocan periodistas y seguidores, tan tayloristas y utilitaristas; tan de retorno de la inversión, van y se encuentran con alguien que les habla de Return On Desire.

Quizás la explicación venga de quién puso a correr a Forrest Gump: Robert Zemeckis, apellido cuanto menos sospechoso, visto lo visto. Un director obsesionado con subvertir el tiempo lineal. El mismo que en Regreso al futuro nos mostró que el tiempo puede ser un laberinto de paradojas; que en Quién engañó a Roger Rabbit jugó con el tiempo como un collage de realidades, y que en Contact exploró cómo 18 horas pueden caber en un segundo.

Un auténtico terrorista del espacio-tiempo que, con Forrest, nos dio su manifiesto definitivo: una historia aparentemente lineal que es, en realidad, una burla a la idea misma de progreso. Forrest avanza en línea recta solo para mostrarnos que el verdadero viaje es circular, que todo tiempo es simultáneo, que cada momento contiene todos los momentos.

Aunque, al fin y al cabo, es la misma aparente contradicción que encontramos en la cebolla: precisión matemática en sus capas concéntricas y, al mismo tiempo, crecimiento orgánico, natural, que sigue su propio ritmo. Tal vez por eso los antiguos egipcios, además de utilizarlas como parte del salario de los constructores de las pirámides, las colocaban en las tumbas de los faraones.

Las capas como símbolo del paso a la otra vida y los círculos concéntricos como eternidad y que, durante el proceso de momificación, rellenaban con ellas ojos, pecho y pelvis. Sí, como ese pavo de Thanksgiving que empezó muriendo para celebrar la primera cosecha de los colonos y ha acabado como pistoletazo de salida del Black Friday.

Paradojas de la vida. Y de la muerte.

La vida encebollá. De órbitas planetarias y cebollas terrenales

Kepler revolucionó nuestra comprensión del cosmos cuando descubrió que los planetas no se movían en círculos perfectos. Pero esa misma verdad estuvo en su cocina todo el tiempo: la discreta cebolla, en su sabiduría vegetal, nunca fue perfectamente redonda. Su forma natural es elíptica, más alta que ancha, con un eje vertical que desafía la perfección circular.

No es casualidad. Como si la naturaleza quisiera dejarnos una pista sobre la verdadera forma del tiempo, la cebolla crece exactamente como funciona nuestra vida: en capas elípticas. Y cada una de estas capas, como la Tierra alrededor del Sol, tiene dos centros de gravedad: uno natural y otro cultural, uno que tira hacia el ritmo orgánico y otro hacia el digital. La misma estructura que encontramos en nuestro día a día, oscilando entre el ping de las notificaciones y el ritmo del corazón.

Los filósofos llevan siglos rompiéndose la cabeza tratando de explicar esta dualidad. Bergson lo llamaba durée réelle; Benjamin hablaba de tiempo mesiánico (la religión otra vez); Weber nos mostró cómo el protestantismo convirtió el tiempo en oro y la pereza en pecado, y Prigogine ganó un Nobel intentando descifrar este baile entre orden y caos.

¡Ay, Kepler!, tan alemán, tan protestante y nosotros tan siempre que llegas a casa, me pillas en la cocina.

El tiempo no está hecho del mismo material que los relojes

«Vas por la ruta más corta», te dice Google Maps, y por un momento crees en la precisión absoluta del tiempo lineal. Pero cualquiera que haya conducido por el sur de Italia o haya quedado para tomar un café en Ciudad de México sabe que hay otras formas de medir el tiempo. «Ahorita llego», dice el mexicano, y ese ahorita puede ser tan elástico como las capas de una cebolla, de sus raíces y del huerto entero.

Robert Levine lo comprobó científicamente: las ciudades tienen diferentes velocidades. En Nueva York, la gente camina como si cada segundo fuera dinero. En Praga, el reloj astronómico de la plaza marca un tiempo que es más arte que ciencia. Y en Java, existe el jam karet (literalmente, ‘el tiempo de goma’ en indonesio), tan flexible como la vida misma.

Cuando una siesta es más subversiva que el Bella Ciao

Jonathan Crary nos advierte que el capitalismo digital quiere conquistar el último refugio del tiempo natural: el sueño.

La siesta, ese acto aparentemente inocente de cerrar los ojos después de comer, se ha convertido en un acto de resistencia política. Mientras Silicon Valley vende apps para optimizar  microsiestas de 20 minutos exactos, en el sur defendemos el derecho a la pausa indefinida, al tiempo no productivo, a la desconexión real.

No es casualidad que las dictaduras siempre empiecen cambiando los ritmos temporales: nuevos calendarios, nuevos horarios, nuevas fiestas. Controlar el tiempo es controlar al pueblo. Por eso, mantener nuestros propios ritmos —las sobremesas largas, las fiestas populares, los momentos de pérdida de tiempo— es una forma de resistencia. Como nuestras abuelas, que siguen cocinando a fuego lento en la era del microondas, como esos pueblos que mantienen sus horarios frente a la tiranía del prime time global.

Esta resistencia del sueño frente al tiempo productivo ha inspirado no solo movimientos sociales, sino también visiones artísticas que oscilan entre lo cómico y lo terrorífico.

En El dormilón, aquella distopía cómica de Woody Allen, la siesta se convierte en hibernación y la resistencia, en huida hacia adelante. El protagonista despierta después de 200 años en un mundo donde todo está automatizado y controlado. Allen jugaba con el tiempo a lo Chaplin, haciendo comedia con nuestros miedos futuros. Pero mientras su Miles Monroe escapa del control total mediante una hibernación accidental, otros visionarios veían un futuro más oscuro para nuestros sueños.

Ya en los años 60, cuando Silicon Valley era apenas un puñado de garajes con sueños de revolución digital, Philip K. Dick anticipó la historia que inspiró Desafío total: un futuro donde ni siquiera nuestros sueños nos pertenecen, donde las corporaciones pueden implantar recuerdos y experiencias mientras dormimos. 

Lo que en los 90 parecía ciencia ficción hoy se parece incómodamente a nuestro presente: apps que prometen optimizar nuestros ciclos de descanso, monitorizando, midiendo y mejorando hasta nuestros momentos más íntimos de inconsciencia.

¿Cuánto falta para Coca-Cola sin cafeína patrocina este sueño?

Pero necesitamos esas capas que protegen los espacios de oscuridad donde germina lo nuevo: la creatividad, que no existiría sin las desconexiones que nos permiten crear nuevas conexiones. Al fin y al cabo, perder el tiempo es el más lujoso de los derroches; Wilde, siempre Wilde, ese experto en convertir el derroche en arte.

Y aquí es donde nuestra humilde cebolla nos enseña algo revolucionario. Sus capas no son prisiones concéntricas, sino órbitas de posibilidades. Cada capa es un viaje elíptico: a veces más cerca del WhatsApp; a veces más cerca del latido. A veces en modo productivity ninja, corriendo como Forrest, o como pollos descabezaos; a veces en modo Montaña mágica, donde el tiempo se dilata hasta perder su tiranía en un sanatorio suizo (otro alemán jugando con el tiempo).

En la novela, los personajes descubren que el tiempo arriba  es diferente al tiempo del valle. No es casualidad que Mann situara su exploración del tiempo en Suiza, el país de los relojes precisos, para demostrar que incluso allí, en el corazón del tiempo medido, puede existir un tiempo diferente, un tiempo que se estira y se contrae como nuestras siestas con esas películas alemanas que la televisión pública emite religiosamente los sábados y domingos después de comer, un acto de resistencia temporal que lleva décadas desafiando las métricas de audiencia y el tiempo productivo.

Hoy es siempre todavía

Machado entendía el presente no como un recurso para optimizar, sino como un regalo para vivir. Mientras el norte corre tras eslóganes motivacionales incubados en Silicon Valley, donde el tiempo se mide en sprints de dos semanas y la vida se optimiza en iterations, donde los programadores duermen en cápsulas para maximizar su productividad y las apps de meditación te recuerdan que respires entre notificación y notificación.

Ese Silicon Valley que primero nos vendió el move fast and break things y ahora nos vende apps de mindfulness para reparar lo que rompimos moviéndonos tan rápido. La última paradoja del capitalismo digital: crear el problema y vender la solución, convertir incluso la desconexión en un producto optimizable.

Y perdón por la autocita, pero hace unos años imaginé en «Traperos del tiempo», un relato publicado en mi libro  Ultramarinos y coloniales, un futuro donde una start-up  comerciaba con las horas no usadas de las personas: ocio, trabajo, comidas, incluso sexo. Todo tenía un precio fluctuante en el mercado. Lo que entonces era distopía —un técnico que robaba momentos ajenos para vivir otras vidas— hoy parece un modelo de negocio viable en la era de la economía bajo demanda. ¿No es acaso nuestro tiempo lo que vendemos en pequeños fragmentos a las apps, las redes sociales, los servicios de streaming?

Quizás lo que haya que hacer sea alejarse de la cultura neoliberal del triunfo, utilizar el garaje para guardar los cachivaches de la playa, de la montaña, en lugar de para montar una startup. Porque el verdadero carpe diem no está en exprimir cada segundo, sino en saber habitarlocaminante, no hay camino, se hace camino al andar.

La cebolla nos hace llorar, sí, pero quizás necesitamos esas lágrimas. Llorar por el tiempo perdido persiguiendo notificaciones. Llorar por las siestas no dormidas. Llorar por los momentos que quisimos optimizar en lugar de vivir. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. No acumular, no optimizar, no convertir cada puto instante en una inversión de futuro.

El futuro huele a cebolla

En este mundo obsesionado con las métricas, donde cada paso se cuenta y cada parpadeo se optimiza, la cebolla nos recuerda que la vida debe construirse capa a capa, que el tiempo más valioso a veces es el perdido y que en los desvíos a veces se encuentra el verdadero camino.

Porque no, la vida no es una caja de bombones con sorpresas aleatorias. Es una cebolla que crece en capas. Elípticas, como la Tierra alrededor del Sol, como Forrest corriendo por América, como el tiempo mismo, que a veces fluye y a veces se arruga.

A veces nos hace llorar, otras veces nos alimenta, y siempre, siempre, nos recuerda que el tiempo más sabio es el que sabe bailar entre el cronómetro y el corazón, entre el ping y la pausa, entre el norte y el sur de nuestros relojes internos.

Pero una teoría sin práctica es como una cebolla sin capas. Si queremos que esta metáfora trascienda lo poético y se convierta en herramienta de cambio, necesitamos un manual de aplicación, una guía para la resistencia cotidiana. Como las abuelas que transmitían sus recetas de generación en generación, aquí va el nuestro.

Manual de resistencia cebollil. Táctica y estrategia

1 - Capas protectoras. El arte de construir refugios temporales.

  • Crea espacios libres de notificaciones. El dormitorio, la mesa, el baño…
  • Establece rituales de desconexión. Apaga notificaciones una hora antes de dormir, desayuna sin pantallas, lee en papel.
  • Defiende tiempos no productivos. Contempla sin hacer fotos, pasea sin contar pasos.

2 - Tiempo elíptico: Danzando entre dos centros.

  • Alterna los períodos de hiperconectividad con días en modo avión.
  • Combina deadlines con agenda liberada. Programa lo importante, no todo lo posible.
  • Mantén un pie en el tiempo digital y otro en el real. Un pie en WhatsApp, otro en el parque.

3 - Resistencia colectiva: La fuerza del tiempo compartido.

  • Recupera espacios de tiempo compartido sin foto para el Insta, sin stories y sin hashtags.
  • Queda sin prisas y sin es que mañana madrugo, sin ya si eso.
  • Crea zonas temporales autónomas en formato sobremesas infinitas y venga, otro capítulo más.

4 - Sabotaje temporal: Pequeñas revoluciones cotidianas.

  • Llega tarde a lo innecesario, distingue urgencia de emergencia.
  • No perdones una siesta.
  • Defiende tu derecho a la improductividad, reivindica el aburrimiento, di no a la multitarea.

Porque la revolución no solo consiste en tomar los medios de producción, también hay que tomar los medios de medición del tiempo. Como decía aquel grafiti del 68: «La révolution du temps ou ne sera pas». Porque no se trata de una revolución temporal, sino de revolucionar el tiempo mismo.

Este artículo nació en tiempo elíptico: entre el tiempo lento de un verano en el Miño portugués, la maduración pausada en las riberas del Najerilla y la charla de uno de los 50 exploradores más influyentes del mundo. Pero sus capas, como las de nuestra cebolla, han ido creciendo también entre búsquedas apresuradas, bibliografías condensadas y notificaciones push. Como la vida misma.

Oscar Bilbao

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