DE LA POLICÍA A LA POLÍTICA
SIN POLI: Cómo
hacerse cargo del conflicto
Una investigación militante explora las formas de gestión
vecinal de problemas y conflictos sociales colonizados por el poder policial
En octubre de 2022 comenzó un curso titulado Policía vs. Política. De la
policialización de lo social a unas políticas de confianza, impartido desde
el eje formativo de la Fundación de los Comunes a partir de su particular
propósito de co-crear conocimiento crítico y políticamente posicionado.
El curso partía de una propuesta reflexiva sobre experiencias cotidianas cada vez más normalizadas, como la de la presencia policial constante en la calle o el recurso al teléfono de emergencias para resolver cualquier problema en el vecindario.
Una cotidianeidad asimismo relacionada con la extensión del aparataje policial y sus lógicas a otros ámbitos de nuestras vidas, como las escuelas, los servicios sociales o las instituciones de salud mental.Estas experiencias ordinarias terminan de consolidar la
permeación del sentido común securitario en nuestras vidas, así como la entrega
de nuestra capacidad para la gestión de nuestros problemas a una institución
que impone su interés político. Es lo que ocurre cuando se aumenta el número de
policías en un barrio en lugar de plantear una redistribución de las riquezas o
cuando se construye a ciertos colectivos desde el peligro y
la amenaza en lugar de abrir puentes de convivencia y diálogo. En este sentido,
las medidas policiales y el derecho penal están ocupando el vacío que el
neoliberalismo deja en su ataque a lo colectivo y a las medidas sociales para
atajar las desigualdades políticas y económicas.
Esta tendencia es una cuestión palpable en la mayoría de los
contextos urbanos del Estado español, donde, con sus matices y particularidades
territoriales, las formas de gestión de problemáticas sociales son construidas
cada vez más desde la lógica de la prevención policial del riesgo y de la
inseguridad ciudadana. Estos marcos de sentido nos despojan de toda capacidad
de enfrentar y gestionar nuestros conflictos y nos imponen modos de hacer
basados en la desconfianza, la rivalidad y la construcción del “otro” como
enemigo, algo que tiene consecuencias nefastas en forma de división y
enfrentamiento entre los sujetos, grupos y poblaciones que componen el cuerpo
social.
Saberes comunes sobre lo policial
Sabemos que el poder policial cada vez ocupa más espacio y
tenemos cada vez más herramientas para detectarlo e identificar sus efectos. El
curso Policías vs. Política se
propuso con el objetivo de enfrentar esta tendencia a la securitización de
nuestros espacios y problemas, con una voluntad de repensar y co-construir una
posición propia ante ella.
Con estas premisas, durante algo más de un mes, participaron
en el abordaje de la problemática distintas personas y colectivos que fueron
presentando la particularidad del fenómeno en su ámbito —las escuelas, los
barrios, los espacios públicos, los servicios sociales—, enriqueciendo, de esta
forma, el conocimiento sobre el proceso de securitización de la
vida.
El conocimiento compartido durante el curso siempre fue
acompañado de reflexiones y experiencias alternativas que se interrogaban sobre
formas de recuperar cotidianamente la gestión de los conflictos, calles y
plazas. Así es como los malestares sociales se iban alejando de las
construcciones simbólicas en torno al riesgo y al peligro, para repensarlos en
clave de políticas de confianza y de herramientas para la gestión de los
desencuentros cotidianos.
A partir de estas reflexiones y experiencias, empezó a
gestarse la posibilidad de darle forma a un proyecto que buscase un camino
alternativo a la policialización de nuestras vidas, conflictos y convivencias.
Pero a la hora de plantearse qué hacer con el enorme poder policial fraguado en
las últimas décadas en medio de un contexto cultural que lo naturaliza, surgen
dudas razonables: ¿cómo vamos a hacernos cargo de los robos, asesinatos,
violaciones, mafias o bandas que se matan a machetazos? ¿Seremos más eficaces
que la Policía? Estas preguntas derivan en un temor lógico: carecemos de
conocimientos técnicos en desescalada, mediación, prevención y, además, no
conocemos a nadie que los tenga, por lo que no nos atrevemos a
responsabilizarnos de la inseguridad.
¿Por qué no sabemos, o no sabemos que sabemos, resolver
los conflictos?
Como provincia europea llamada España, nos atraviesan las
consecuencias de varios procesos históricos que también afectan a cercanos y
lejanos rincones de la aldea global. Estos procesos serían, principalmente, la
forma política Estado-nación y su declinación concreta en democracias liberales
de representación parlamentaria, el ecosistema capitalista que estas
instituciones políticas sustentan y la evolución de las ciudades que es
resultado de todo lo anterior.
Conjugadas, estas operaciones institucionales y
político-económicas han ido generando sociedades más y más despojadas de su
capacidad de autogestionar los asuntos colectivos, y más y más propensas a
delegarlos en formas representativas centradas en la reproducción de las clases
dirigentes en vez de en los intereses de “sus” representados. Las relaciones
sociales capitalistas, al poner en el centro la apropiación, la explotación, la
acumulación y la competencia, nos han abocado a una crisis que actualmente
parece terminal.
Nuestros entornos de convivencia inmediatos, pueblos,
barrios y ciudades, en vez de espacios de encuentro, de exploración de formas
singulares de vida, de experimentación de prácticas de solidaridad y apoyo
mutuo, han ido mutando a contenedores de supervivencias cada vez más
individualizadas, aisladas, desconfiadas y ajenas las unas de las otras. Como
se pregunta Marco d'Eramo, “¿desde
cuándo la ciudad es el reino de la soledad y de la alienación?”.
En este contexto, las violencias y enfrentamientos
inevitables en las relaciones humanas nos resultan, cuando estallan, algo a lo
que «no nos atrevemos a» o ante lo cual «no sabemos cómo» actuar. Por eso, de
forma general, llamamos a la Policía. La llamamos cuando vemos a una persona
tirada en la calle, porque dudamos de si está viva o muerta y no nos atrevemos
a acercarnos. Recurrimos a ella cuando somos testigos de una crisis —a alguien
se le va aparentemente la perola en un andén de metro— y nos da miedo lo que
pueda ocurrir. La llamamos cuando escuchamos una pelea violenta entre vecinos a
cuenta de la celebración de una fiesta. Acudimos a ella cuando una amiga nos
desvela que su compañero la maltrata físicamente.
No se trata de culpabilizarse, las vidas son complejas:
además de las preocupaciones por las condiciones materiales de vida, la orfandad
respecto del hacer colectivo y la escasez de tiempo nos urgen a mirar hacia
otro lado las más de las veces. Y cuando nos atrevemos a mirar de frente,
tendemos a delegar en el Estado, a llamar a la Policía. ¿Pero de verdad nos
creemos que lo mejor que le puede ocurrir a una yonqui sin techo, a una persona
con diversidad mental, a un vecino que celebró su cumpleaños o a una mujer que
teme por su vida es terminar su día en una comisaría? Nuestra hipótesis es que
no pero que no tenemos tiempo, capacidad, deseo o voluntad política de hacernos
cargo.
Hacernos las preguntas adecuadas
Las primeras preguntas sobre si sabremos hacernos cargo de
los conflictos están mal planteadas, pues parten de la doble premisa de que
vamos a sustituir a la Policía de la noche a la mañana y de que lo vamos a
hacer con la misma lógica y objetivos que la Policía (solo que con formas no
violentas).
¿Y si, para empezar, en lugar de plantearnos la intervención
en las situaciones más violentas nos fijamos en la enorme cantidad de intervenciones
de la Policía que nada tienen que ver con la violencia ni con el delito, sino
con el tratamiento policial de problemas sociales, educativos, convivenciales,
etc.? ¿Y si en lugar de movernos en los estrechos marcos de la “eficacia
policial” —que puede traducirse en una completa ineficacia social en términos
de reducción de desigualdades y afrontamiento de las causas últimas—, ponemos
el foco en la propia eficacia performativa de hacer algo muy distinto de lo
esperado y hacerse cargo de los conflictos como modo de producir nuevos
sentidos de justicia?
Hay experiencias que nos vienen de otras geografías,
distintas formas de vida o diferentes apuestas. Estas experiencias ensanchan
nuestros horizontes de cambio y nos llenan de inspiración. Por ejemplo,
cuando Alicia
Hopkins nos habla de una justicia entendida como acuerdo —y no como
castigo—. Esto es, cuando se actúa desde la premisa de que cuando una violencia
golpea, es la comunidad al completo la que se ve afectada. O que ante un daño
toca, de entrada, buscar formas de reparación. O que la violencia desatada es
inmanente a lo comunitario en vez de algo extraño que cabe solucionar mediante
una expulsión.
Abordar lo que agrede a un entramado humano como asunto que
atañe a toda la comunidad y de la que esta ha de hacerse cargo es asimismo el
enfoque explorado en las prácticas de cuidado de la seguridad y de la justicia
comunitaria en las comunidades zapatistas de Chiapas,
las comunas de Rojava o
la comunidad de Acapatzingo.
En el mundo occidental y en el mundo a secas, pues el
capitalismo y su destrucción de los lazos comunitarios y sociales es una
realidad que atraviesa la aldea global la existencia de comunidades de apoyo
mutuo que se reconozcan como tales es algo prácticamente inexistente. Nada más
lejos de la priorización de lo común, por ejemplo, en eso que llamamos
«comunidad de vecinos» y que es la suma de propietarios que se juntan una tarde
al año para velar por sus muy respectivos intereses de valorización de su
propiedad.
Tampoco los barrios, pese a la pervivencia de ciertos
reconocimientos identitarios que beben de la memoria de antiguas luchas
vecinales y formas de vida antaño compartidas, pueden considerarse hoy
topografías comunitarias. Las comunidades o, tomando la expresión de Raquel Gutiérrez,
los entramados comunitarios, se presentan en la actualidad más como desafíos
que como realidades preexistentes. Empeños de urdimbres de lo común que surgen
en las luchas concretas —por el agua, la vivienda, el barrio, la tierra, la
libertad de movimiento—; se reinventan en espacios de cooperación y encuentro,
como los centros sociales de pueblos y ciudades; se tejen a partir de
estructuras barriales creadas y sostenidas desde tanteos de sindicalismo
social.
Además de esa ambición política por lo común que se traduce
en algunas prácticas concretas y próximas, indispensables pues prefiguran
formas de organizarnos asentadas en nuestra interdependencia, también nos
parece importante detenernos en actitudes individuales y cotidianas que nos
recuerdan que sí contamos con capacidades de respuesta más allá de la llamada a
la Policía.
Pensemos en todas aquellas veces que no la llamamos.
Rescatando los ejemplos citados más arriba: ¿y si nos acercamos a la persona
sin techo para preguntarle si se encuentra bien o si necesita asistencia
médica? ¿Y si buscamos la complicidad de otras personas para atender a aquella
otra que parece estar en medio de una crisis? ¿Y si intentamos mediar entre los
vecinos enfrentados? ¿Y si acompañamos a nuestra amiga, con el tiempo y el
calor suficientes, en las decisiones que decida tomar?
Este cambio de preguntas nos permite salir del paradigma de
los saberes técnicos para adentrarnos en el de la experimentación. Sin
renunciar a algunos de esos saberes en mediación o desescalada, pero
apropiándonos de ellos y recombinándolos con una apuesta política. No tenemos
seguridad sobre los resultados, estamos ante la pura incertidumbre, pero si compartimos
la hipótesis firme de que esa práctica no policial ya está reduciendo por sí
misma la violencia urbana, transmitiendo otras formas de hacer y, como
presumimos, dando una respuesta a la situación en forma de acompañamiento
vecinal allí donde está ausente.
Mediar en los conflictos, muchas veces complejos, que se
cruzan en nuestras vidas, no siempre desemboca en finales felices o en
soluciones reales susceptibles de bloquear o desviar las violencias o
conflictos que nos empujaron a intervenir. Pero el propio intento nos sitúa ya
en una casilla de salida mucho más emancipadora. Porque hemos decidido actuar
en vez de delegar. Porque hemos empezado a tejer lazo social. Porque hemos
optado por descorrer los opacos telones del miedo para ensayar otras formas de
entender y practicar seguridades, acompañamientos, acuerdos.
Cuándo no llamamos a la Policía
¿Y cómo empezar semejante empresa en ciudades tan grandes,
en las que intervienen más de 500 policías por cada 100 mil habitantes (una de
las tasas más altas de Europa, por cierto, solo después de Rusia y Chipre)?
Nuevamente, la pregunta es fallida. Según tomábamos la palabra, sesión tras
sesión del citado curso afloraban ejemplos de situaciones en las que habíamos
—o sabíamos de alguien que había— gestionado un problema de convivencia, e incluso
de violencia, sin la intervención policial, produciendo unos efectos
inesperados.
Todas esas anécdotas personales a las que nunca habíamos prestado
mayor atención, cuando son escuchadas de manera consecutiva permiten trazar
vínculos que van conformando una trama y componiendo algo más grande. Más que
ante anécdotas individuales, estábamos ante lógicas culturales subterráneas e
invisibles nutridas de cuidados y de un arraigado sentido pro-común.
Cambio de pregunta: ¿y si en lugar de pensar las
alternativas, miramos a nuestro alrededor, incluso nos miramos al espejo, y nos
fijamos en lo que ya hacemos sin Policía? En lugar de idear una nueva tecnología
sobre la nada, se trata de prestar atención a las prácticas prefigurativas que
ya funcionan —llevan milenios haciéndolo de formas muy diversas y culturalmente
situadas— de afrontar el conflicto sin Policía (una institución con solo unos
pocos siglos, ni más ni menos que los que tiene el capitalismo). Esas prácticas
son creadoras de nueva realidad en la ciudad neoliberal en la medida en que
desestructuran las posiciones de partida: en lugar de seguir una lógica
policial, producen política.
“SinPoli”
¿Cuál es el objetivo de nuestra iniciativa, a la que hemos
llamado SinPoli, y qué primeros pasos pretendemos transitar?
Nuestro propósito principal es ampliar tanto el campo de conocimiento y
discursivo, como la red de personas y colectivos aliados en prácticas y
apuestas despolicializadoras y antipunitivas en la resolución de desacuerdos,
conflictos y violencias que, inevitablemente, generamos en nuestras relaciones
sociales y comunitarias. Aspiramos firmemente a ir construyendo una red
abolicionista de la policía y de las cárceles.
Y para ir adoquinando el camino en esa dirección, la idea es
arrancar con una encuesta en redes sociales. Esta encuesta nos debería servir
para lanzar una primera interpelación a grupos y colectivos, pero también a
personas individuales, sobre todas las ocasiones en que apostaron por tomar las
riendas de aquel conflicto o violencia que se atravesó en sus vidas. A partir
de esta primera recogida, analizaremos el feed back obtenido y
lo devolveremos a la arena pública en forma de hipótesis, nuevas preguntas y
propuestas con vocación de extender y profundizar en saberes y debates.
Además, estamos llevando a cabo talleres y participando en
seminarios y jornadas de conversación abiertas en centros sociales y
estructuras populares dispuestas a pensar una relación con lo represivo y lo
punitivo que avance desde la denuncia hacia la producción de alternativas.
No hemos hecho más que empezar y nos queda todo por delante.
Pero pensamos que en esta apuesta nos jugamos algo importante, la posibilidad
de inventar formas de hacer que contrarresten la ofensiva
neoliberal-securitaria y su policialización de las desigualdades.
https://www.elsaltodiario.com/metropolice/politica-vs-policia-(o-hacerse-cargo-del-conflicto-poli)
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