11/10/19

Lo importante es cómo afrontamos la crisis y construimos una respuesta eficaz

MÁS ALLÁ DEL DECRECIMIENTO Y DEL COLAPSO

No está claro que hayamos salido de la crisis del 2008: se mantiene el riesgo de crisis y la democracia cede protagonismo. Sin embargo, crece la conciencia de la necesidad de avanzar hacia otro modelo económico y empresarial más sensible a la exigencia de democratización de las empresas y la economía, en el doble sentido de participación de las partes interesadas, incluidos claro está los trabajadores, y a la orientación social y solidaria de los objetivos de la producción de riqueza (1).

Nos centramos en la orientación social y solidaria, rasgo necesario de toda democracia, abordando dos ideas, o metáforas, de fondo que condicionan profundamente cualquier intento de orientación democrática de las políticas económicas. Por un lado, existe una oposición entre los partidarios del crecimiento y quienes destacan los límites del crecimiento y proponen el decrecimiento. Por otra parte, ante acuciantes riesgos globales y existenciales algunos adoptan una postura optimista, fuertemente tecnológica, que prevé un mundo mejor, y quienes consideran que el colapso es inevitable y que lo más que podemos hacer es gestionar el fracaso.


Parece necesario superar planteamientos dilemáticos (optimismo-pesimismo, crecimiento-decrecimiento) que en definitiva limitan considerablemente la capacidad de ofrecer alternativas positivas y eficaces.

UNA ÉPOCA CRÍTICA

Todo indica que nos encontramos en una época crítica de la humanidad, una crisis además de gran envergadura que puede tener consecuencias muy nefastas según algunos estudios proyectivos. Decir esto, sin embargo, no significa gran cosa, puesto que de algún modo la humanidad ha pasado por situaciones críticas muy duras con cierta frecuencia. En algunos ámbitos muy concretos, esas crisis han provocado un auténtico colapso de una civilización, como sucedió en la Isla de Pascua y el Imperio Maya, dos culturas sólidamente asentadas que prácticamente desaparecieron. En otras ocasiones, tras un período nefasto, se logró una recuperación.

Eso ocurrió en la Europa de principios del siglo XIV: los éxitos obtenidos en los dos siglos precedentes condujeron a una crisis de exceso de población y escasez de recursos que, sumados a otros factores no ajenos a los anteriores, como la peste y la Guerra de los Cien Años, provocaron la muerte de millones de personas, y no se superó el descalabro hasta los inicios del siglo XVl (Gómez Cadenas, 2009). Jared Diamond publicó un interesante estudio sobre el colapso de las civilizaciones en el que llegó a la conclusión que era posible encontrar ocho factores fundamentales que, mal afrontados, provocaban los colapsos.

Es interesante señalar que casi todos ellos, por no decir todos, tienen que ver con el modo de gestionar los recursos naturales para alimentar a la población; por eso mismo, Diamond analiza casos de sociedades que fracasaron y otras que tuvieron éxito y evitaron el colapso. Su objetivo es buscar en el pasado sugerencias proporcionadas por sus errores y sus aciertos para poder afrontar mejor nuestro futuro (Diamond, 2005).

Así pues, no basta con hablar de crisis, puesto que parece ser una constante de la especie humana, una especie con relaciones complejas con el medio ambiente y con una fuerte necesidad de energía. Como todo ser vivo, el ser humano es neguentrópico y necesita incorporar energía del exterior para frenar su entropía; como ser profundamente social, logra articular sistemas organizativos sintrópicos que maximizan sus posibilidades de subsistencia. 
Sus capacidades le permiten modificar ese medio para mejorar sus condiciones de existencia, lo que consigue mediante la tecnología, entendida en sentido general como el conjunto de conocimientos y técnicas (instrumentos y formas organizativas) que permiten una relación más eficiente con el medio ambiente y unas formas organizativas más capaces de satisfacer las necesidades de los seres humanos.

Esa específica competencia tecnológica ha proporcionado a la especie humana un potente éxito ecológico, con un crecimiento enorme de su población, asentada en todos los rincones del planeta. Con los altibajos señalados por Diamond a lo largo de la historia, en estos momentos parece que hemos llegado a una situación crítica que puede desbordarnos y, paradójicamente, hacernos morir de éxito.

Las crisis, por tanto, forman parte de la historia de la humanidad por lo que es importante señalar lo que caracteriza la crisis actual, precedida por dos siglos con unos logros sorprendentes. Si nos centramos en esos dos últimos siglos, una observación inicial importante: algunos autores, siguiendo en parte el análisis de Karl Marx, sostienen que las relaciones sociales de producción implantadas por el capitalismo van acompañadas de crisis cíclicas que permiten que el sistema económico y sus relaciones sociales de producción, se sostenga y crezca. Eso lleva a algunos analistas a intentar reducir esta crisis a una más del modelo y, por lo tanto, a minimizar los presagios negativos y a considerar que esta nueva crisis, sin duda profunda, permitirá salir adelante en mejores condiciones.

Ciertamente estamos ante una situación compleja con multitud de aspectos que se deben tener en cuenta. Es plausible sustentar que el primer rasgo de nuestra crisis es el fenómeno de la globalización: estamos hablando de problemas que afectan a unos 7.500 millones de personas que, además, viven intensamente interconectadas, pero también separadas, con algunos intereses comunes y otros contrarios. De ahí las enormes dificultades para alcanzar acuerdos sobre estrategias fundamentales ante la diversidad de países, con intereses, tradiciones y expectativas bien distintas.

El segundo rasgo, siguiendo los análisis de Bostrom, es que se trata de un riesgo existencial que amenaza la extinción prematura de la vida inteligente originaria de la Tierra o la destrucción permanente y drástica de su potencial de vida deseable (Bostrom, 2013). Hay una conciencia epocal muy extendida, algo que ya ha ocurrido en otras etapas de la historia de la humanidad, pero que ahora tiene unas dimensiones planetarias y está avalada por evidencias científicas importantes.

Dos son los ejes que caracterizan la crisis existencial. El primero de ellos es el exponencial cambio tecnológico que está afectando a la sociedad en todas sus dimensiones, con un impacto específico en el mundo del trabajo: fenómenos como la robotización, la llamada economía cooperativa, el mercado continuo y universal, o la economía de los macro datos y algoritmos, pueden ser ejemplos claros de que el impacto está siendo fuerte.

Se puede mantener una posición positiva, quizá visionaria, de este impacto, como hace Rifkin (2011), quien ve un buen futuro de economía colaborativa y poderes laterales, percepción que no comparten los trabajadores de Deliveroo o Glovo, pero tampoco personas importantes de Sillicon Valley (Fowler, 2018). Dado el objetivo de este artículo, dejo al margen el impacto que está teniendo en el propio ser humano, fenómeno englobado bajo el término genérico de Transhumanismo, por más que está provocando un imaginario colectivo que puede dificultar un enfoque sensato de la salida de la crisis, sobre todo porque puede alimentar tanto el miedo como las expectativas de cambios positivos espectaculares.

El segundo factor está estrechamente vinculado a la crisis de la energía fósil, en concreto el petróleo, en la que se ha basado el enorme aumento del consumo de energía demandado por una humanidad creciente y por un específico modelo de crecimiento económico. La aparición de sociedades complejas exigió un incremento en el consumo de energía ya en el neolítico; más recientemente, la máquina de vapor en la primera revolución industrial a finales del XVIII; las nuevas fuentes de energía y los modelos de organización industrial provocaron la segunda, revolución a finales del s. XIX: junto al carbón, apareció el gas, el petróleo y, derivadamente, la electricidad, y al final la energía nuclear (Smil, 2004). Entonces, aparecieron los primeros avisos de alarma, iniciados con claridad en el famoso informe al club de Roma de 1972 sobre los límites del crecimiento, y esos avisos parece que se están cumpliendo. La fase actual de capitalismo ha sido denominada por algunos “capitalismo fósil”, por su dependencia del combustible fósil, y la llamada tercera (algunas personas hablan ya de la cuarta) revolución industrial, exige un crecimiento fuerte del consumo de energía que, a pesar de las incipientes renovables, sigue dependiendo totalmente de las fósiles. Y lo mismo ocurre con la incorporación de miles de millones de personas al escenario mundial, exigiendo igualmente la satisfacción de sus necesidades.

Por un lado, eso plantea el problema de los límites de disponibilidad que, más allá de algunas divergencias sobre tiempos y plazos (Gómez Cadenas, 2009), son claros. Posiblemente uno de los mejores y más rigurosos análisis de ese agotamiento del capitalismo fósil es el de Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes (2018), que da por completamente seguro el final de este modelo de consumo de energía y de la sociedad que lo hace posible.
Por otro lado, tras largas discusiones y debates al respecto, queda claro que el uso creciente de fuentes fósiles de energía está ocasionando una alteración seria y profunda del equilibrio ecológico de la Tierra.

Los dos síntomas más evidentes son, por un lado, el calentamiento global, que ya está provocando fenómenos atmosféricos de dimensiones e impacto superiores a los habituales, y por otro la disminución, incluso desaparición, de especies animales y vegetales. Todo ello con un ritmo acelerado que permite prever que en las próximas décadas se va a producir un descalabro importante que, como decíamos antes, puede terminar disminuyendo seriamente las posibilidades de subsistencia de una parte no despreciable de la humanidad.

En otras épocas se han dado alteraciones naturales, incluso catástrofes, de gran impacto, incluidos calentamientos y enfriamientos del clima. Lo específico en nuestro caso es que se trata de una alteración provocada por el ser humano, no es “natural”, sin olvidar que la tecnología es producida por las capacidades del propio ser humano como producto de la evolución y hay indicios de la misma en otras especies, si bien con diferencias cualitativas respecto al ser humano; además, tiene un alcance global que afecta, eso sí, de manera desigual, a todos los países (194) y a todos sus habitantes (en torno a 7.500 millones).

DILEMAS MAL PLANTEADOS

Durante un tiempo excesivo la discusión se centró en dos polos: el negacionismo, sustentado por quienes negaban que los datos fueran correctos y relevantes, que las predicciones negativas fueran fiables y que la causa de las esos cambios fueran debidas la acción humana; por otro lado, quienes desde posiciones llamadas genéricamente ecologistas, mantenían que esas proyecciones pesimistas eran correctas y que la causa era fundamentalmente el modelo de desarrollo y crecimiento impuesto por la economía política vigente, la del capitalismo, con rasgos específicos de ser capitalismo financiero y especulativo, llamado en general capitalismo neoliberal. En cierto sentido esta polémica puede darse por cerrada.

La evidencia empírica proporcionada por grupos de trabajo independientes y solventes, es abrumadora. Así lo avalan los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) o el más reciente del Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services cuyo último informe de mayo de 2016 certifica la acelerada extinción de especies (IPBES, 2019). Este dilema está prácticamente resuelto si bien todavía hay negacionistas que influyen en personas de mucho poder, como es el caso de Donald Trump (Krugman, 2018) y grupos de poder muy importantes que también avalan esa negación, aunque quizá sabiendo que no es sostenible.

Entre quienes aceptan que hay un serio riesgo existencial se plantean en estos momentos dos posiciones enfrentadas que no parece que puedan llegar a un acuerdo. Por un lado están quienes son partidarios del crecimiento, entendido además en general tal y como lo entiende el neoliberalismo, y por otro lado quienes consideran que es imprescindible decrecer, en el sentido de frenar un incremento constante del consumo y del consiguiente gasto energético. La polarización se hace algo más complicada porque entran en juego actitudes personales, pesimismo y optimismo, y también porque incide el papel que la tecnología pueda desarrollar en el afrontamiento de la crisis.

Se suele dar el optimismo entre quienes defienden el crecimiento, para quienes el modelo neoliberal es el adecuado y además la tecnología va a ser capaz de resolver los problemas. Se suele dar el pesimismo entre quienes dan por seguro el colapso y consideran que no va a ser resuelto por la tecnología pues incluso consideran que la tecnología es parte del problema. Es más, algunos de los optimistas tecnológicos admiten, con cierto pesimismo, pues el gran bienestar prometido no llegará a toda la humanidad, sino solo a sus élites; y algunos pesimistas tecnológicos mantienen el optimismo esperanzado de quienes piensan que, sea cual sea el escenario, la humanidad tiene capacidad de afrontarlo solidariamente minimizando los daños.

Existe una corriente muy potente, que cuenta con el apoyo ciertos grupos que ostentan el poder que, siguiendo las posiciones de algunos visionarios como Rifkin o Kurzweil, confían en la capacidad de la tecnología para resolver las graves dificultades que se nos vienen encima. Procuran, además, exaltar reiteradamente las enormes posibilidades que la naturaleza pone ante nosotros, posibilidades que depararán un futuro con una mayor esperanza de vida y una vida de calidad.

Es más, ese mismo desarrollo tecnológico, llegado el caso de un deterioro total de la Tierra, permitiría ir a colonizar otros planetas, lo cual sería un destino inevitable de la especie humana, por más que todavía parece más producto de la ciencia ficción que de las posibilidades reales al alcance de la tecnología. Entre tanto, aunque eso no suelen decirlo públicamente, se puede garantizar el mantenimiento de zonas acotadas de la Tierra en la que las élites podrán vivir una vida de calidad, mientras alrededor subsistirán en condiciones muy duras y precarias la mayoría de la población (Rushkoff, 2018).

Es un modelo que aparece en bastantes películas del cine distópico (Los juegos del hambreElysium...) e incluso en otras más optimistas, más eu-tópicas (HerInterstellar…). Es un futuro posible, sin duda (García Moriyón, 2017). Quizá los dos rasgos notables es que son optimistas (al menos parcialmente) y se centran en la tecnología como el gran remedio. Y por descontado no cuestionan el crecimiento entendido al modo neoliberal, como objetivo permanente.

Hay una vía intermedia que la ha puesto en valor Ocasio Cortés-Valdez, el llamado Nuevo Pacto Verde, una reelaboración actualizada del New Deal de Roosevelt, siendo en este caso una propuesta que pretende lanzar un nuevo pacto social, movilizando una cantidad ingente de recursos, que de hecho existe, para lograr afrontar la crisis que se avecina, e incluso revertirla (Heron,2019). Rifkin también habló en su día de un pacto verde, vinculado al concepto de desarrollo sostenible y más adelante a la teoría de la economía de coste marginal cero y enfoque solidario y colaborativo (Rifkin, 2014).

Este enfoque propone un cambio radical del modelo de producción actualmente existente, basado en los combustibles fósiles, pero también es cierto que no queda del todo claro si no terminará pasando lo que pasó con la experiencia de Roosevelt, que realmente logró sus objetivos gracias a una guerra brutal que exigió una movilización masiva de recursos de todo tipo y luego un plan Marshall igualmente exigente de reconstrucción avalado por un gran pacto social. Y lo consiguió con un coste desmesurado de vidas humanas y sufrimiento, cuyo efecto positivo fue la creación de las Naciones Unidas, basadas en una Carta fundacional fundada en la cooperación pacífica de todos los Estados y en una Declaración Universal de Derechos Humanos que dotaba de un código ético exigente para orientar la conducta de países e instituciones.

Fruto de aquello fueron treinta años fructíferos, no exentos de tensiones, pero al mismo tiempo se consolidaron y reforzaron las relaciones sociales de producción capitalistas. Pero en esto lo importante no es tanto si la humanidad será capaz de salir de la crisis, que es sin duda importante y puede admitir cierto optimismo, sino el coste de la solución y quién cargará con las consecuencias más negativas. Por el momento, está claro que los efectos negativos de la crisis están recayendo sobre todo sobre los sectores más vulnerables de la sociedad, de todas las sociedades. El optimismo en este sentido, no es tan claro.

Hay otro tipo de pesimismo muy duro que en absoluto considera que vaya salvar la tecnología, sino que nos acercamos a una catástrofe que ya no se puede evitar. Cuando Fernández Durán y González Reyes escribieron su libro, todavía se podía hablar de una ventana de oportunidad que permitiera evitar el colapso tras tomar las adecuadas medidas tanto tiempo solicitadas por los expertos. Dado que la comunidad internacional no ha hecho los deberes, se ha cruzado el umbral y ya no hay esa ventana por lo que nos acercamos al colapso y será necesario tomar medidas de otro tipo (Muiño, 2019). Eso mismo es lo que opina Jorge Riechman, quien también considera que ya se ha avanzado demasiado por lo que resulta necesario replantearse cómo vamos a gestionar ese descalabro que se avecina ya pronto, sin caer en soluciones que serían todavía más duras (Riechman, 2011).

Uno de los últimos informes sobre el tema, publicado por un instituto australiano es, si cabe, más pesimista pues anuncia el colapso definitivo para dentro de una o dos décadas, con una situación posterior realmente conflictiva porque fallarían recursos básicos de subsistencia (Elcacho, 2019). Al final de su informe, su pesimismo entreabre una ligera esperanza, que en realidad consiste en hacer de la necesidad virtud. Lo que proponen es similar a la versión más dura del Nuevo Pacto Verde: una auténtica movilización de toda la sociedad centrada en el objetivo de lograr una economía con cero emisiones de CO2 (Spratt y Dunlop, 2019).

Entre los pesimistas están surgiendo con cierta fuerza otras propuestas bien diferentes, más guiada por una especie de “sálvese el que pueda” que por una propuesta solidaria y colectiva de afrontamiento del problema. Por un lado están los fenómenos como los Preppers, grupos de personas o individuos que se están preparando ante catástrofes que consideran inevitables (construyen bunkers o viviendas autosuficientes, acaparan desde comida liofilizada hasta armamento, aprenden primeros auxilios avanzados y técnicas de supervivencia). Desde los inicios de la Guerra Fría no había existido un auge tan grande de este tipo de iniciativas, que están siendo retratadas por la serie de documentales del National Geographic Doomsday Prepper, en la que vemos una pluralidad de casos que van desde el hippismo enternecedor a las milicias filofascistas y otros grupos muy distintos que prevén una situación más parecida a la descrita por la novela The Road de Cormac McCarthy. El escenario del futuro es un mundo devastado en el que la supervivencia parece garantizada solo para los grupos que muestren ser más fuertes, un escenario hobbesiano en el que se aplica un duro darwinismo social. La pretensión de crecimiento es substituida por el simple objetivo de sobrevivir y en ese escenario vae victis [¡Ay de los vencidos!].

Otras posiciones son pesimistas con la civilización que ha dado lugar a esta situación y creen que no tiene solución. En su radicalismo, consideran que el único remedio es renunciar completamente a los “logros” y “avances” de la humanidad, y buscar un futuro que no puede ser más que una vuelta a la vida primitiva de los seres humanos nómadas, recolectores y cazadores, en la que no había ni jerarquías ni poder, ni división del trabajo, y renunciar a entrar en la espiral del desarrollo tecnológico iniciada por la revolución de neolítico (Zerzan, 2001).

Son corrientes llamadas anarcoprimitivistas, que hunden sus raíces en las aportaciones de Jacques Ellul, uno de los primeros autores que plantearon una ecología política con carácter radical (Ellul, 2003); en algunos casos, el rechazo de la actual civilización puede llegar a una peculiar forma de acción directa terrorista, como la de Unabomber (Kacinsky, 1995). Evidentemente, tampoco se plantean un crecimiento, sino todo lo contrario, una vida más “natural”, y desde luego más sencilla y frugal.

UN PLANTEAMIENTO GLOBAL

Los dilemas sucintamente expuestos en el apartado anterior no constituyen un buen enfoque. En general, cuando se abordan los problemas de todo tipo y en especial los que tienen un fondo moral, no es prudente plantearlos como dilemas, pues, por definición, suelen reducir la situación a dos alternativas contradictorias de tal modo que optar por una implica negar la otra, con el inconveniente profundo de que en ambos lados hay aspectos (valores, medios, consecuencias…) positivos y negativos. Generan lo que podemos llamar controversias destructivas en las que alguien pierde, frente a controversias constructivas en las que no se trata de saber quién gana o pierde, sino de encontrar soluciones (Johnson, 2016) lo que permite sopesar con más cuidado ventajas e inconvenientes y alcanzar propuestas que, sin llegar a la suma cero, pues es probable que siempre haya pérdidas, permitan encontrar y aplicar respuestas que sean aceptables para todas las partes afectadas.

Enfocado de manera distinta, hay que tener en cuenta lo que George Lakoff llama marcos de comunicación, tan peligrosos como necesarios. Estos generan estructuras narrativas que activan estructuras mentales más bien emocionales e inconscientes que condicionan nuestro comportamiento y nuestras decisiones (Nacher, 2018). Teniendo en cuenta que estamos hablando de problemas políticos, es decir, que afectan a la vida de la comunidad humana, es claro que hay que tener mucho cuidado con las emociones que pueden nublar el entendimiento, pero sin las cuales es difícil movilizar a la gente.

Visto lo anterior, es, por tanto, necesario igualmente superar el enfrentamiento entre pesimismo y optimismo, sin olvidar por otra parte que el optimismo favorece la creación de marcos conceptuales que provocan la actuación, pero también pueden llevar a la desidia de la cigarra, mientras que el pesimismo provoca más bien lo contrario, pasividad o agudización del ingenio. 
Contraponer pesimismo a optimismo es, por tanto, equivocado (Runciman and Cohen, 2018). Aquí hablamos de política, y en concreto de políticas económicas, no de temperamentos personales y ya hemos visto que, si bien no están igualmente distribuidos, el optimismo y el pesimismo son transversales, es decir afectan tanto a quienes consideran que estamos en el buen camino y todo es cuestión de tecnología y ajustes del modelo, como a quienes consideran que la crisis es radical y exige un cambio de modelo; las élites, que creen poder salvarse, pueden ser pesimistas, y las clases bajas, que se temen que van a pagar el precio más alto en caso de colapso, tienden a ser pesimistas.

Lo que parece ser cierto es que el pesimismo, si es acentuado, conduce a posiciones poco constructivas, como hemos apuntado en algunas soluciones propuestas por ambas partes. Y solo quienes son optimistas en el sentido de que es posible hacer las cosas mejor y resolver problemas pueden afrontar con decisión los esfuerzos que son necesarios para afrontar la crisis existencial (Ventoso, 2018). En el peor de los casos, adoptemos un pesimismo lúcido o un optimismo cauto.

Ahora bien, retomando la idea de los marcos de referencia de Lakoff. Las etiquetas “crecimiento” y “decrecimiento” juegan como marcos de movilización social a favor de los primeros: crecer es algo más apetecible, por positivo, que decrecer, con fuerte carga negativa. Si leemos los datos proporcionados por Rosling (Rosling, 2018), no se puede negar que sigue habiendo un crecimiento importante: por ejemplo la disminución de la pobreza, el incremento de la esperanza de vida o el número de personas que tienen acceso a agua corriente.

Quizá esa idea de decadencia pesimista, con presencia en el mundo occidental desde los inicios del siglo XX, sea algo propio de las clases medias occidentales (en sentido lato del término) que ven que las cotas de bienestar alcanzadas pueden perderse, mientras que no es igual en las clases pobres de los antiguamente llamados países dependientes que ven mejorar sus condiciones de vida: en las últimas décadas, por ejemplo, cerca de 600 millones de chinos han salido de la situación de pobreza crónica.

Superar la pobreza energética de cuatro millones de españoles o de cerca de seiscientos millones de indios, exige un incremento de la disponibilidad de energía, mientras que en otros contextos es obvio que hay un exceso de energía, constando que a partir de un determinado nivel de gasto energético por persona no se incrementa la calidad de vida. (González Cadenas, 2009).

El problema es, por tanto, complejo, pero sobre todo tiene que ver con un uso habitual simplista y tendencioso del concepto de crecimiento, habitualmente vinculado a otros dos igualmente complicados, desarrollo y progreso. En general sigue siendo el PIB el índice básico del crecimiento, por más que el Índice de Desarrollo Humano de la ONU lleva décadas enriqueciendo sus índices de desarrollo humano, o por más que plantee 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible con 169 metas de carácter integrado e indivisible que abarcan las esferas económica, social y ambiental. Está claro que tanto el IDH como los OCD son criticables, tanto metodológicamente como en su planteamiento, que parece quedarse en pura retórica (Gómez Gil, 2017).

Por eso está en gran parte justificada la etiqueta “decrecimiento” e incluso “colapso”, pero sigo pensando que hay que buscar otras etiquetas, una vez que “desarrollo sostenible” o “responsabilidad social corporativa” están ya algo desgastados, en parte porque se usan con cierta frecuencia como estricta retórica ideológica, es decir, empleada para ocultar la realidad, más que para desvelar lo que ocurre de fondo.

En ese sentido, es cierto que se están manejando muchas, quizá en la estela de un libro pionero, Lo pequeño es hermoso de Ernst Friedrich Schumacher, de 1973, una fecha que ya hemos indicado que puede ser considerada como de nacimiento del problema específico que ahora tenemos.

Aunque siguen teniendo fuerza términos como colapso, catástrofe, decrecimiento, austeridad…, aunque está claro que en muchos ámbitos hace falta gastar menos energía y consumir menos, es importante insistir en que el objetivo es tratar de que todo el mundo viva mejor, lo que exige ir al corazón de la crisis que no es precisamente el cambio climático, ni los límites de la energía ni siquiera el profundo cambio tecnológico.

Por eso las nuevas etiquetas deben resaltar el hecho de que la felicidad que nos ofrecen es vacía, que los satisfactores de nuestras necesidades no lo son tanto y que el modelo de bienestar vigente (vinculado al consumo casi compulsivo) no satisface las exigencias de una vida plena que tenemos los seres humanos. Y, desgraciadamente, eso exige cambiar la mentalidad de una gran parte de la población que ha aceptado la oferta del sistema como modelo de vida.

Estamos haciendo frente a una crisis eco-social, y esos tres problemas son los síntomas de la crisis, no las causas, como bien dicen muchos, desde el papa Francisco en su encíclica sobre el tema hasta Jorge Riechman.

No podemos olvidar que 1973 es también el año en que se inicia un programa político neoliberal encabezado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que tiene como objetivo desmontar el pacto social previo y recuperar la capacidad de extracción de plusvalía y el control sobre la toma de decisiones. Es entonces cuando se lanza un ataque total contra el sindicalismo, que sufre una gran derrota, y cuando se plantea el problema de los excesos de democracia, que conducen a un incremento de las demandas de la población que no pueden ser satisfechas, pues exigiría un reparto diferente de la riqueza generada.

Y es entonces también cuando se comprueba que quizá el capitalismo y la democracia no son tan compatibles como parece (Spitz, 2018) y que la colaboración de quienes controlan los medios de producción con regímenes autoritarios o simplemente fascistas no son excepciones históricas, sino más bien una tendencia intrínseca: al capitalismo en esta fase neoliberal, centrada en la extracción desmesurada de la plusvalía, no le importa en exceso cómo van languideciendo las democracias que estuvieron en auge justo en los inicios de esta etapa (Runcinan, oc.; Abramowitz, 2018).

Es más, podemos decir que el modelo de relaciones sociales de producción propio del capitalismo, en especial en esta fase neoliberal, es intrínsecamente contradictorio con las aspiraciones democráticas. La empresa actual es un modelo organizativo más próximo a la dictadura, e incluso al modelo de organización del trabajo de las plantaciones esclavistas, que a una organización con atisbos de democracia (Anderson, 2017). Las relaciones de dominación que rigen la vida cotidiana en las empresas carecen de controles, por lo que terminan siendo papel mojado la mayor parte de los acuerdos que se hacen a nivel mundial o las orientaciones realizadas desde serios centros de estudios: ni las cúpulas empresariales, ni los políticos que suelen depender de esas cúpulas mucho más de lo que debieran, están realmente interesados en replantearse su responsabilidad social, ni la participación en la gestión de las empresas de las partes interesadas, empezando por los propios trabajadores, quienes son los que más intereses pueden tener (García Moriyón, 2019). La democratización de la empresa solo ha cuajado en una variante que poco tiene que ver con el meollo de le democracia: la democracia a partir de la participación accionarial, modelo más próximo a la plutocracia que a la democracia.

Por otra parte, no estamos ante un problema tecnológico, o que pueda ser resuelto con una mejora e incremento de la tecnología. Esta va a seguir siendo muy necesaria, como lo ha sido siempre, pero lo importante es tener en cuenta que la tecnología es versátil. Es decir, no se trata de si es neutral o está siempre sesgada, se trata de que puede ser utilizada de diversas maneras, del mismo modo que se pueden diseñar con diferentes objetivos. 
Cuando el ser humano inventó el arco y las flechas, pudo utilizarlo para cazar, y también como arma de combate. Cuando el ser humano inventó la espada, lo hizo para ser más eficiente, esto es, más mortífero, en los combates. Son las decisiones humanas las que determinan qué tecnología queremos diseñar (en un momento histórico muy preciso, por ejemplo, decidieron en España que el modelo prioritario de transporte ferroviario sería el tren de alta velocidad), lo cual tiene unas implicaciones políticas determinadas por los objetivos que queremos conseguir y los medios que vamos a emplear para conseguirlo.

Al optar por el AVE sabían bastante bien a quiénes favorecían y a quiénes perjudicaban y qué objetivos buscaban. Esas decisiones, regidas por opciones y preferencias, son las que determinan el valor que tiene la tecnología, ya se trate de instrumentos o a formas organizativas. Son opciones que sin duda tienen riesgos, pues ante problemas complejos nunca hay respuestas del todo seguras, pero se toman sabiendo bien el valor moral de las mismas (West, 2016).

Los problemas que debemos afrontar son muy complejos. Las resistencias a abordarlos en serio han ido complicando la situación de tal modo que cada retraso incrementa el riesgo de que la solución sea más difícil. En ese sentido, vuelvo a insistir en que, siendo importante ser optimistas, lo que necesitamos es lucidez y energía para afrontar la situación y atajar el mal de fondo, si bien, tal y como le hemos visto, estamos ante una controversia más bien destructiva en el sentido de que alguna de las partes debe perder, al menos debe dejar de ganar como está ganando ahora.

El eje de lo que hagamos debe situarse en una manera específica de afrontar la eu-topia que buscamos, es decir, la clase de mundo en el que queremos vivir. Siguiendo a Bloch (1997) si admitimos que nada es posible, la vida se ha detenido, por lo que debemos explorar lo posible objetivamente real, para distinguirlo de lo que es solo formalmente posible, o lo que se basa en quimeras irrealizables. Que ese otro mundo es posible, parece claro, y de ello dan fe no solo los múltiples análisis y propuestas de solución, por más que no sean atendidos. También lo muestran las muchas experiencias que de algún modo ponen en práctica modelos radicalmente alternativos de organizar las políticas económicas (Moreno, 2018).

Y en cierto sentido, lo importante, con serlo y mucho, no es tanto si lograremos resolver el problema, incluso ayudados por un hipotético e improbable Cisne Negro, posiblemente tecnológico, que nos ayude a salir adelante, sino que lo importante es cómo afrontamos la crisis y como construimos entre todos una respuesta eficaz y solvente. Para ello, el primer paso es sin duda cambiar el enfoque global, para a continuación prefigurar (poner en práctica) en la sociedad actual formas de organización y de colaboración que se opongan a las negativas formas actualmente vigentes, y de ese modo contribuyan a consolidar el convencimiento de que la transformación es ya posible. Los detalles serán el resultado del conocimiento para desvelar la causas, de la imaginación necesaria para diseñar estrategias y de encontrar las tecnologías (medios) adecuadas para los fines buscados y la pericia exigida para aplicarlas con decisión y coraje.

(1) Agradezco a Javier González Vela la lectura del texto y las sugerencias aportados que han permitido mejorar la versión final del mismo.

Doctor en filosofía. Profesor honorario UAM. Miembro fundador de la plataforma por la democracia económica

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