13/4/18

La felicidad depende de la capacidad de disfrutar cada vez de menos

EL VALOR DEL SILENCIO EN UNA SOCIEDAD DE RUIDOS
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El gran silencio, de Philip Groning, es un documental de 162 minutos, sin palabras, que describe el paso del tiempo y la soledad. En la era de la abundancia de palabras y el exceso de ruidos, el silencio se antoja esencial para discernir lo importante de lo inútil y superficial. No es casualidad que en todas las religiones y  espiritualidades se  cultive el silencio con pasión. Pero hoy es muy escaso.
Estamos inmersos en un universo fragmentado, con un horizonte desnudo de verdades. La religión es sustituida por una espiritualidad práctica, egocéntrica, en un cóctel de tendencias, con cientos de fármacos y muchos libros de autoayuda. El mito de la lámpara de aceite de Diógenes en la plaza de Atenas, describe esa búsqueda del sentido, la construcción de la identidad que caracteriza esta época de ansiedad.
Con acierto, Lyotard observó que el rasgo dominante de la posmodernidad es la caída de las grandes narrativas que habían caracterizado la cultura moderna. La cultura posmoderna, todavía muy viva, rechaza los valores universales y las grandes narrativas históricas, fundamentos de la existencia humana.
Todo ocurre muy deprisa. Proliferan los “no-lugares” que describe Marc Augé, producto del exceso y la dislocación del hiperpresente. Esos no-lugares, espacios para el tránsito y el flujo, que sustituyen al lugar antropológico, como las aldeas, las plazas y los patios, en los que se conversaba, se conocía a la gente, donde existía una identidad comunitaria. 

Esos espacios con personalidad se disuelven en otras zonas de paso, como las grandes superficies comerciales, estaciones, aeropuertos, grandes avenidas, autopistas. Espacios para la circulación rápida, para el automóvil, carentes de identidad histórica y territorial, llenos de ruido y brevedad.
Nos empujan en la puerta del metro o el tranvía, en el cambio de semáforo. No aguantamos siete segundos cuando descargamos una página web. Hay prisa en la espera de una llamada, para cocinar, para cumplir los proyectos, para la relación de pareja. Aunque lo insoportable es el silencio. El ruido en sus múltiples versiones, acústica, visual o mental impera e impide las pausas y los silencios que necesita la persona y la conciencia.
Herman Melville escribió que “todas las cosas profundas y las emociones de las cosas están precedidas y atendidas por el silencio”. Diferentes estudios confirman que el cerebro necesita el silencio, que permanece activo porque internaliza y evalúa la información en esos tiempos de calma. Un estudio  publicado en la revista Brain, Structure and Function, demuestra que los ratones descansaban de la exposición del ruido (en las dos horas de silencio que tenían), y que durante ese tiempo desarrollaban nuevas células en el hipocampo, que es el área del cerebro que asocia la memoria, el aprendizaje y las emociones.
La carga del ruido
En 2011, la Organización Mundial de la Salud intentó cuantificar la carga del ruido sobre la salud en Europa. Obtuvo como conclusión que los 340 millones de residentes de Europa occidental, más o menos la misma población que los Estados Unidos,  perdieron anualmente un millón de años de vida sana a causa del ruido.
Junto a la velocidad, encontramos el exceso de información, que produce otro tipo de ruido. Por un lado están los sobreinformados, aquellos que ven imágenes y leen titulares con la creencia de que están informados, pero lo que hacen es colocarse delante de una pantalla que oculta y proyecta una realidad, por otro, los sobreinformados que viven en el exceso de datos, desorientados en el marasmo informativo.
El ruido que nos rodea no va a menos. Mientras escribo estas líneas, según el reciente informe Mobile Word Congress de Barcelona, hay más de 7.800 millones de tarjetas SIM para 7.600 millones de personas. Nos levantamos con ruido, el catálogo de sonidos, silbidos, alarmas es continuo. Estamos permanentemente ocupados, siempre buscando algo que hacer, siempre conectados.
El exceso y la velocidad son un excitante cóctel que hiperestimula los sentidos. Jóvenes y no tan jóvenes experimentan un hiperpresente en el que la gratificación inmediata no perdona la espera. Las cosas tienen que ser para ya. Las redes sociales alimentan ese “no-lugar”, en el que las relaciones son efímeras, las emociones intensas y las identidades múltiples. Que el teléfono móvil se quede sin batería o no haya wifi provoca ansiedad y estrés. Nunca la tecnología fue tan obsolescente, sus manecillas, auténticas prótesis, que dijera McLuhan, marcan nuestras horas y minutos.
El miedo al silencio ahuyenta la atención, un bien muy escaso y muy difícil de cultivar en esta era ruidosa. Impera la memoria flotante, parcial, discontinua, que precisa grandes dosis de estimulación para atender y retener. ¿Por qué sorprende tanto el fracaso escolar?, ¿es posible el aprendizaje y el rendimiento académico en un entorno permanente ruidoso, con una atención débil, y una motivación casi nula?  Cada vez son necesarias más cargas de dopamina para activar el cerebro.
Surgen diferentes iniciativas para recuperar el silencio, como el mindfulness que recoge técnicas de meditación, relajación y respiración para el control emocional y del estrés. O el yoga y el tai chi en sus múltiples adaptaciones para Occidente. En muchos colegios se ha introducido el ajedrez como disciplina que ayude a desarrollar la atención y concentración, entre otras habilidades. Es paradójico que mientras aparecen con mucha autocomplacencia y visos de modernidad e innovación estas tendencias, al mismo tiempo se arrincone la religión, cuyo fundamento es la meditación, y se pretendan conseguir “adaptaciones” de milenarias técnicas orientales en un cursillo exprés.
Ansiolíticos y antidepresivos
En ningún momento de la historia de la humanidad hemos sido más felices tomando todo tipo de pastillas, fármacos y sucedáneos. La epidemia de opiáceos que sacude EE.UU no es un caso aislado, ni una anécdotaLa Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito presentó en su Informe Mundial sobre Drogas de 2017, que unos 250 millones de personas, es decir 5% de la población adulta mundial, consumieron drogas al menos una vez en 2015. Con un incremento en el consumo y producción de opio, en 2016 la producción mundial aumentó en un tercio respecto al año anterior.
Parece que vivir con prisas y “a toda pastilla” es una buena mezcla. Muchas personas creen haber encontrado la solución a sus problemas con ansiolíticos, de los que los españoles somos los terceros consumidores en Europa por detrás de irlandeses y portugueses. Crece con rapidez el consumo de antidepresivos: en apenas una década se ha duplicado su venta en España.
Por un lado, nos venden el escaparate de la felicidad, el cuerpo 10, el “vive el presente a tope”, del beneficio rápido y la emoción inmediata, y por el otro, se ofrece una tienda pública y abierta permanente para tomar una píldora que adelgaza, otra para dormir bien, y por si acaso, una más para estar contento y animado. Vivimos en una sociedad medicalizada, buscando siempre fuera, lo que no encontramos dentro.
Sin tiempo para el silencio, para aceptar el dolor y el paso del tiempo, para reconocer el aburrimiento como oportunidad, para no hacer nada. Una era “sin-tiempo-y-sin-lugar” cuando todo está conectado y siempre tenemos a mano una píldora para ser un poco más felices. Imbéciles pero felices,“lejos queda aquello de  Sócrates  de que la felicidad depende de la capacidad de disfrutar cada vez de menos, especialmente desde que lo material y emocional ha sustituido a lo espiritual y racional

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