Por
El
gran silencio, de Philip
Groning, es
un documental de 162 minutos, sin palabras, que describe el paso del
tiempo y la soledad. En la era de la abundancia de palabras y
el exceso
de ruidos,
el silencio se
antoja esencial para discernir lo importante de lo inútil y
superficial. No es casualidad que en todas las religiones y
espiritualidades se cultive el silencio con pasión. Pero hoy
es muy escaso.
Estamos
inmersos en un universo
fragmentado,
con un horizonte desnudo de verdades. La religión es sustituida por
una espiritualidad práctica, egocéntrica, en un cóctel de
tendencias, con cientos de fármacos y muchos libros
de autoayuda.
El mito de la lámpara de aceite de Diógenes en
la plaza de Atenas,
describe esa búsqueda del sentido, la construcción de la identidad
que caracteriza esta época de ansiedad.
Con
acierto, Lyotard observó
que el rasgo dominante de la posmodernidad es la caída de las
grandes narrativas que habían caracterizado la cultura moderna. La
cultura posmoderna, todavía muy viva, rechaza los valores
universales y las grandes narrativas históricas, fundamentos de la
existencia humana.
Todo
ocurre muy deprisa. Proliferan los “no-lugares” que describe Marc
Augé,
producto del exceso y la dislocación del hiperpresente.
Esos no-lugares, espacios para el tránsito y el flujo, que
sustituyen al lugar antropológico, como las aldeas, las plazas y los
patios, en los que se conversaba, se conocía a la gente, donde
existía una identidad comunitaria.
Esos espacios con personalidad se disuelven en otras zonas de paso, como las grandes superficies comerciales, estaciones, aeropuertos, grandes avenidas, autopistas. Espacios para la circulación rápida, para el automóvil, carentes de identidad histórica y territorial, llenos de ruido y brevedad.
Nos
empujan en la puerta del metro o el tranvía, en el cambio de
semáforo. No aguantamos siete segundos cuando descargamos una página
web. Hay prisa en la espera de una llamada, para cocinar, para
cumplir los proyectos, para la relación de pareja. Aunque lo
insoportable es el silencio. El ruido en
sus múltiples versiones, acústica,
visual o mental impera
e impide las pausas y los silencios
que necesita la persona y la conciencia.Esos espacios con personalidad se disuelven en otras zonas de paso, como las grandes superficies comerciales, estaciones, aeropuertos, grandes avenidas, autopistas. Espacios para la circulación rápida, para el automóvil, carentes de identidad histórica y territorial, llenos de ruido y brevedad.
Herman
Melville escribió
que “todas
las cosas profundas y las emociones de las cosas están precedidas y
atendidas por el silencio”.
Diferentes estudios confirman que el
cerebro necesita el silencio,
que permanece activo porque internaliza y evalúa la información en
esos tiempos de calma. Un estudio publicado en la
revista Brain,
Structure and Function,
demuestra que los ratones descansaban de la exposición del ruido (en
las dos horas de silencio que tenían), y que durante ese tiempo
desarrollaban nuevas células en el hipocampo, que es el área del
cerebro que asocia la memoria, el aprendizaje y las emociones.
La
carga del ruido
En
2011, la Organización
Mundial de la Salud intentó
cuantificar la carga del ruido sobre la salud en Europa. Obtuvo
como conclusión que los 340 millones de residentes de Europa
occidental, más o menos la misma población que los Estados Unidos,
perdieron anualmente un millón de años de vida sana a causa
del ruido.
Junto
a la velocidad, encontramos el exceso de información, que produce
otro tipo de ruido. Por un lado están los
sobreinformados, aquellos
que ven imágenes y leen titulares con la creencia
de que están informados,
pero lo que hacen es colocarse delante de una pantalla
que oculta y proyecta una realidad,
por otro, los sobreinformados que viven en el exceso
de datos, desorientados
en el marasmo
informativo.
El
ruido que nos rodea no va a menos. Mientras escribo estas líneas,
según el reciente informe Mobile
Word Congress de Barcelona,
hay más de 7.800 millones de tarjetas SIM para 7.600 millones de
personas. Nos levantamos con ruido, el catálogo de sonidos,
silbidos, alarmas es continuo. Estamos permanentemente ocupados,
siempre buscando algo que hacer, siempre conectados.
El
exceso y la velocidad son un excitante cóctel que hiperestimula los
sentidos. Jóvenes y no tan jóvenes experimentan un hiperpresente en
el que la gratificación inmediata no perdona la espera. Las cosas
tienen que ser para ya. Las redes
sociales alimentan
ese “no-lugar”, en el que las
relaciones son efímeras, las emociones intensas y las identidades
múltiples. Que
el teléfono móvil se quede sin batería o no haya wifi provoca
ansiedad y estrés. Nunca la tecnología fue tan obsolescente, sus
manecillas, auténticas prótesis, que dijera McLuhan,
marcan nuestras horas y minutos.
El miedo
al silencio ahuyenta
la atención, un bien muy escaso y muy difícil de cultivar en esta
era ruidosa. Impera la memoria
flotante,
parcial, discontinua, que precisa grandes dosis de estimulación para
atender y retener. ¿Por qué sorprende tanto el fracaso escolar?,
¿es posible el aprendizaje y el rendimiento académico en un entorno
permanente ruidoso, con una atención débil, y una motivación casi
nula? Cada vez son necesarias más cargas
de dopamina para
activar el cerebro.
Surgen
diferentes iniciativas para recuperar
el silencio,
como el mindfulness que recoge técnicas de meditación, relajación
y respiración para el control emocional y del estrés. O el yoga y
el tai chi en sus múltiples adaptaciones para Occidente. En muchos
colegios se ha introducido el ajedrez como
disciplina que ayude a desarrollar la atención y concentración,
entre otras habilidades. Es paradójico que
mientras aparecen con mucha autocomplacencia y visos de modernidad e
innovación estas tendencias, al mismo tiempo se
arrincone la religión,
cuyo fundamento es la meditación, y se pretendan conseguir
“adaptaciones” de milenarias
técnicas orientales en
un cursillo
exprés.
Ansiolíticos
y antidepresivos
En
ningún momento de la historia de la humanidad hemos sido más
felices tomando todo tipo de pastillas, fármacos y sucedáneos. La
epidemia de opiáceos que sacude EE.UU no es un caso aislado, ni una
anécdota. La
Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito presentó en su
Informe Mundial sobre Drogas de 2017, que unos 250 millones de
personas, es decir 5% de la población adulta mundial, consumieron
drogas al menos una vez en 2015. Con un incremento en el consumo
y producción de opio, en 2016 la producción mundial aumentó en un
tercio respecto al año anterior.
Parece
que vivir con prisas y “a
toda pastilla”
es una buena mezcla. Muchas personas creen haber encontrado la
solución a sus problemas con ansiolíticos, de los que los españoles
somos los terceros consumidores en Europa por detrás de
irlandeses y portugueses. Crece con rapidez el consumo de
antidepresivos: en apenas una década se ha duplicado su venta en
España.
Por
un lado, nos venden el escaparate de la felicidad, el cuerpo 10, el
“vive el presente a tope”, del beneficio rápido y la emoción
inmediata, y por el otro, se ofrece una tienda pública y abierta
permanente para tomar una píldora que adelgaza, otra para dormir
bien, y por si acaso, una más para estar contento y animado. Vivimos
en una sociedad
medicalizada, buscando
siempre fuera, lo que no encontramos dentro.
Sin
tiempo para el silencio, para aceptar el dolor y el paso del tiempo,
para reconocer el
aburrimiento como oportunidad,
para no hacer nada. Una era “sin-tiempo-y-sin-lugar” cuando todo
está conectado y siempre tenemos a mano una píldora para ser un
poco más felices. Imbéciles
pero felices,“lejos
queda aquello de Sócrates de
que la felicidad depende de la capacidad de disfrutar cada vez de
menos, especialmente desde que lo
material y emocional ha sustituido a lo espiritual y racional”
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