13/10/16

Ni crecer ni decrecer, sino construir un desarrollo sostenible.

EL DECRECIMIENTO Y EL DESARROLLO SOSTENIBLE

El decrecimiento no es una buena alternativa al desarrollo sostenible. El término “decrecimiento” es introducido por Serge Latouche a mediados de la década de los 2000. Con él se quiere reivindicar la necesidad de que el Producto Interior Bruto (PIB) de los países industrializados se contraiga y así se reduzca el impacto ambiental que las actividades económicas de esos países producen. De paso se abandona el paradigma del crecimiento, que es la guía económica de estos países y del capitalismo.

El decrecimiento es solo un elemento más del esquema mental de este autor posmoderno. Más importante en el pensamiento de Latouche es la oposición a un elemento del pensamiento occidental que él considera clave. Para él, el principal problema reside en el continuo que va desde el pensamiento científico hasta el desarrollo industrial. Nuestra ciencia, basada en el método científico, produciría de forma ciega desarrollo tecnológico, que da lugar, a su vez, al desarrollo industrial, que marca nuestra forma de vida y tiene efectos opresores.


Él critica todos estos elementos como un continuo inseparable, que es imposible embridar por la política o por cualquier institución, con un resultado siempre negativo para nuestras vidas y para el medio.

Latouche introduce otro término que es también importante en su pensamiento y que ha tenido menos predicamento: la “tecnomáquina”. Con esta palabra se refiere a una gigantesca construcción en la que todos participamos y en la que estamos prisioneros. Nuestras vidas formarían parte de un engranaje que engloba ciencia, tecnología, industria, actividad económica y cultura occidental. Latouche no rechaza las aportaciones de culturas indígenas para remediar estos problemas que nos trae la tecnomáquina. 

Contrasta esta construcción tan “moderna” –en el sentido de que posee una ordenación grande en la que participan sujetos claros con intereses definidos– con el desarrollo general de su pensamiento, de índole relativista. 

Recientemente, el término se ha extendido a más países –entre ellos, España– y se ha popularizado en los sectores ecologistas y, también, en algunos sectores de izquierdas y libertarios. Con esta extensión se amplía el significado del término de lo estrictamente económico a una filosofía de vida que debería extenderse a toda la sociedad para evitar el colapso ecológico.

La rápida asunción del término “decrecimiento”. 

Pronto se produce una asunción de este concepto por parte del movimiento ecologista y de algunos pensadores de izquierdas.

Una buena parte del ecologismo era crítica en el fin de la década de los noventa del siglo pasado con un concepto clave que había servido de guía a los pasos de este movimiento: el “desarrollo sostenible”. En esa época se producen interesantes debates en torno a este concepto, que se tratarán a continuación. Este sector, disconforme con la construcción del “desarrollo sostenible”, y ante el desgaste del término, busca nuevas explicaciones globales que le puedan servir de guía. 

Asimismo, esta corriente ecologista tiene el objetivo prioritario de derribar el capitalismo. Buscaría, por tanto, propuestas que resulten inasumibles para este sistema económico. Si el desarrollo sostenible ha sido asumido por el sistema capitalista, hay que buscar un concepto que resulte inasumible. Y ciertamente, el decrecimiento lo es en un sistema cuyo fin es el crecimiento.

Los grupos “decrecentistas-ambientalistas” suelen tener como objetivo final la construcción de un mundo donde la vida se desarrolle en comunidades pequeñas, autocentradas y casi sin necesidades de transporte. Algo a lo que desde luego no tienden ni las sociedades de los países industrializados, ni de los emergentes. 

Por extensión, el término decrecimiento es adoptado por algunas tendencias de pensamiento de izquierdas a la búsqueda de construcciones y teorías globales para una sociedad alternativa. Estas teorías asumirían las propuestas ecologistas, especialmente si ponen al capitalismo en un brete insalvable: si el capitalismo necesita crecimiento, defendamos el decrecimiento. 

Además de este hecho, el decrecimiento proporciona una explicación sencilla y compacta de lo que hay que hacer. Y el término resulta lo bastante ambiguo para acoger en su seno ideas y teorías diversas. No es extraño encontrar autores que se declaran hoy “decrecentistas” tras haber sido defensores del desarrollo sostenible.

Críticas al “desarrollo sostenible”. 

El desarrollo sostenible es un concepto que se extendió rápidamente en los años noventa. El término fue introducido por la entonces primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, autora del informe a la ONU titulado “Nuestro futuro común”. El desarrollo sostenible es aquel que permite satisfacer nuestras necesidades sin comprometer la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras.

Esta formulación resulta muy interesante, puesto que introduce el concepto de la solidaridad intergeneracional, pero tiene todavía algunos problemas que resolver. Estos problemas han hecho que muchos autores abandonen el término y declaren que no vale la pena trabajar para aclarar esos puntos más oscuros. 

El primer debate atañía al término en sí mismo. ¿Son “desarrollo” y “sostenible” términos compatibles? Algunos autores decían que es imposible desarrollarse sin causar impactos ambientales y sin consumir recursos no renovables. Para empezar es necesaria una buena definición de desarrollo. Otra vez según la ONU, “desarrollo” es el proceso de ampliar la gama de opciones de las personas. Formulado así, es posible desligar el desarrollo de los requerimientos materiales del consumo. 

Y es también posible distinguir desarrollo de crecimiento. Desde el punto de vista ambiental es muy sugerente poder distinguir calidad de cantidad: no todos los modelos de crecimiento económico son igual de destructivos. No es lo mismo aumentar el consumo de energía a base de renovables que a base de carbón o nuclear. Tampoco es igual desarrollar una industria de la construcción para enladrillar el territorio que para rehabilitar el parque de viviendas ya existente.

Aparece también un debate en torno al concepto de necesidad. ¿Cuáles de nuestras necesidades deben satisfacerse lícitamente? Una forma interesante de resolverlo es aceptar la postura de Manfred Max-Neef, según la cual, en todas las sociedades y épocas las necesidades humanas son muy parecidas. Tenemos nueve: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, identidad, libertad, ocio, participación y creación. Cuando alguna necesidad no se ve cubierta nos enfrentamos con la pobreza, que puede ser material, cultural, social, espiritual… Lo que cambia de época en época y de cultura en cultura son los satisfactores, las formas de satisfacer las necesidades. De esta manera podemos buscar satisfactores que impacten lo menos posible contra el medio.

También hay que tener en cuenta la previsión del futuro. ¿En cuántas generaciones hay que pensar? Hay que reconocer que no sabemos cómo será el futuro y qué acontecimientos importantes cambiarán el mundo, y en qué sentido. ¿Cómo saber cómo será el mundo y de qué satisfactores se dispondrá?
Además, hay que considerar los tres pilares de la sostenibilidad: ambiental, social y económico. ¿A cuál se le da más peso? ¿Qué ocurre cuando entran en contradicción? A menudo nos toca elegir entre un beneficio social a corto plazo, que implica un cierto impacto ambiental, o bien, la explotación de un bien natural que permite el desarrollo económico.

Por si esto fuera poco, el término ha sido asumido por numerosos agentes económicos y políticos que en absoluto se plantean la necesidad de un respeto al medio ambiente. Todo se torna en sostenible y ecológico, incluidos el automóvil privado o la energía nuclear. Se llega a acuñar el término de crecimiento sostenible, que sí resulta contradictorio, o, peor aún, crecimiento sostenido. 

Desde mi punto de vista, el desarrollo sostenible, como otros términos que nos han resultado muy operativos, no debería abandonarse y deberíamos luchar por su construcción y su interpretación, y porque conserve el significado original.

El crecimiento y los límites. 

Es evidente que la Tierra es un sistema finito y que, a pesar de la energía que permanentemente le llega del Sol, posee límites: el terreno, la cantidad de ciertos materiales, etc. Por tanto, resulta extraño construir una teoría económica y un sistema económico basado en el crecimiento perpetuo, sin reparar en que esté basado en el consumo de recursos naturales limitados. 

Es necesario introducir el concepto de límite en la teoría económica y mirar a los ecosistemas como abiertos, pero finitos. Los bienes naturales deben ser evaluados de alguna manera. El reciclaje, los procesos cíclicos en que los productos de uno son los insumos de otro, debería estar en la base de nuestra producción. 

La sostenibilidad implica consumir solo recursos renovables a un ritmo menor que el que tardan en regenerarse, siempre que sea posible. Y también implica sustituir los recursos no renovables por otros renovables.

Pero, además, es preciso introducir el concepto de límite en las mentalidades. Seguimos viviendo y consumiendo como si el mundo fuera infinito, como si los tanques de las gasolineras se llenaran de combustible de forma mágica y siempre fuéramos a tener combustible disponible para nuestros coches. Es curioso que, a pesar de la finitud de nuestra vida, consumamos y vivamos como si todo fuera ilimitado. 

Crítica al PIB como indicador. 

La forma de medir el rendimiento económico de un país, el Producto Interior Bruto (PIB), adolece de graves problemas que lo invalidan como un buen indicador económico. El PIB a menudo no tiene en cuenta los recursos naturales, y no cuenta la riqueza económica que estos suponen, bien cuando se destruyen o cuando se consumen. Esto hace que se falseen los precios de los bienes y servicios, puesto que no cuentan de forma íntegra el valor de lo que se consume.

Esto es lo que se conoce como externalidades: el valor de los productos y de los servicios no reconocido en su precio final. La forma de corregir este problema, de “internalizar las externalidades”, es introducir ecotasas que, al menos, lancen señales del valor ambiental y social de lo que se consume.

El PIB aumenta cuando se realiza una actividad que daña el medio, sin descontar los daños que esta actividad produce. Sorprendentemente, los trabajos encaminados a descontaminar o a restaurar el medio también contribuyen al PIB. ¿No sería más sensato restar ambas contribuciones? 

Las sinergias entre diferentes impactos o acciones tampoco se tienen en cuenta en el PIB. Nos limitamos a sumar, cuando muy a menudo el producto final es más que la suma de los términos. Esto sucede, por ejemplo, con la contaminación atmosférica en la que se cuentan por separado los diferentes contaminantes sin considerar el daño combinado que producen. 

Otro problema es que no se pueden contar cabalmente algunos bienes naturales: ¿cuánto costaría, por ejemplo, la última pareja de ballenas? Se dice que el valor es el que los consumidores estén dispuestos a pagar (willing to pay); pero esto no es satisfactorio, por resultar totalmente subjetivo. Es imposible conocer el valor económico de esas especies.

¿Cuánto cuesta la vida humana? Según las evaluaciones económicas, la prima que uno obtendría en un seguro de vida. Ni qué decir tiene que se trata de una evaluación totalmente insuficiente.

El PIB debe ser reformado para incorporar paulatinamente los costes naturales en la contabilidad. Pero, además, se hace imprescindible la protección de algunos bienes naturales con la regulación y la planificación.

Un binomio maldito: crecimiento y PIB.

Es necesaria otra teoría económica. En efecto, el problema viene de la construcción de un binomio maldito: crecimiento y PIB. 

En la economía realmente existente, el éxito se mide en crecimiento del PIB, lo que resulta muy negativo, dados los problemas que, como se ha visto, tienen ambos conceptos. Es necesario criticar el crecimiento del PIB como medida del éxito económico. No es posible el crecimiento indefinido del PIB sin ponerle numerosos adjetivos. Habría que señalar dónde y cómo se puede crecer y dónde no se puede, porque tarde o temprano se chocará con algún límite si no se tiene cuidado en cómo se crece. El desarrollo implica añadir el término de “calidad” a la forma de crecer.

Si mantenemos el PIB como está, casi ciego al capital natural y a los impactos ambientales, el crecimiento nos lleva a la superación de límites importantes del planeta y a producir daños ambientales globales que pueden incluso poner en  cuestión nuestra civilización. El cambio climático es el principal desafío al que nos enfrentamos. A pesar de que conocemos lo que se debe hacer para limitar el calentamiento global, las dinámicas políticas y económicas, junto con los enormes intereses que rodean las emisiones de gases de invernadero, impiden dar pasos más eficaces en la dirección apropiada.

Es imprescindible levantar otra teoría económica que corrija el indicador PIB para evitar los problemas que hoy conlleva, que pueda tener en cuenta los límites que la naturaleza impone y que valore de alguna manera los recursos naturales. En este marco, el decrecimiento no tendría lugar.

Recapitulando. 

Tras todo lo dicho, en mi opinión el “decrecimiento” no puede ser una propuesta a añadir al programa ecologista. Supone, en realidad, desenfocar el debate. No es buena idea centrarnos en si hay que crecer o decrecer, sino en construir una forma de desarrollo sostenible. 

Las propuestas ecologistas de aumentar la austeridad privada, disminuir el consumo de recursos, construir unos valores basados más en el ser que en el tener, primando la calidad sobre la cantidad, siguen siendo vigentes y no es preciso buscar nuevos conceptos. 

Más aún, un programa de políticas ecologistas podría producir crecimiento en el corto plazo, incluso en los países industrializados. Habría que cambiar el modelo energético, lo que implicaría detener las centrales nucleares, y proceder a su desmantelamiento, y aumentar la producción e instalación de sistemas para explotar las energías renovables; todo ello supondría actividad económica que sumar al PIB. 

Habría, también, que proceder a la rehabilitación del parque de viviendas para que fueran más eficientes energéticamente, lo que produciría actividad en el sector de la construcción y crecimiento del PIB. Lo mismo habría que decir de la modificación del urbanismo, etc. Todas estas actividades, por cierto, suponen la creación de numerosos puestos de trabajo.

Es cierto que, a largo plazo, el respeto con el medio ambiente implicaría un estancamiento secular e, incluso, decrecimiento económico. Pero aún falta camino que recorrer para llegar ahí.

La aceptación del decrecimiento como guía supone abandonar el trabajo para reformar la teoría económica y el PIB como índice. Habría que explicar que, en realidad, no nos importaría crecer en algunos aspectos: economía inmaterial, o basada en energía y productos renovables, y servicios sociales.

Encerrarnos en el decrecimiento nos mete en un callejón sin salida. Renunciamos a reformar el desarrollo realmente existente y lo impugnamos, en lugar de buscar estrategias que permitan combinar la mejora de las condiciones de vida de las sociedades, urbanas y rurales, con la protección ambiental.

El decrecimiento no es ni siquiera un buen eslogan en época de crisis. En estos momentos, la sociedad asocia decrecimiento a crisis y a problemas económicos. Sería necesario explicar que el decrecimiento económico habría de venir acompañado de un sinnúmero de medidas de emergencia social, de redistribución de los recursos y de cambios en el modelo energético y productivo. Algunos autores hablan de “decrecimiento sostenible” para tener en cuenta todos estos problemas.

En mi opinión, es mejor seguir trabajando por perfeccionar el concepto “desarrollo sostenible” e intentar pulirlo para librarlo de los problemas que conlleva. También es preciso seguir luchando por la interpretación del término, despojándolo de lecturas interesadas. 

El desarrollo sostenible puede funcionar como un sistema normativo que se vaya introduciendo en los valores sociales y en la forma de vida, para que, además, influya en las políticas y en los procesos económicos.

Paco Castejón
(Página Abierta, 244, mayo-junio de 2016)

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