20/4/21

Ocurre con los mitos que tienen una forma asombrosa de desmoronarse ante la realidad

EL PROGRESO Y SUS CONTRARIEDADES

El mundo nunca ha estado mejor. Todos los indicadores, desde la pobreza global hasta la desigualdad entre naciones, reflejan un cierto progreso. Es una narrativa reconfortante, popularizada por personas de la talla de Bill Gates y Steven Pinker, pero ¿es real? Jason Hickel analiza el auge del llamado nuevo optimismo, el “grito de batalla del statu quo”.

Después de la crisis financiera global de 2008, el discurso político de Norteamérica y Europa comenzó a cambiar. La recesión había dejado un reguero de destrucción a su paso: los embargos hipotecarios, el desempleo y el desplome de los salarios se vieron agravados por unas medidas de austeridad brutales y unos recortes abismales del gasto público. La población estaba dolida y furiosa, aún más sabiendo que el dinero de los contribuyentes salía (a borbotones) de las arcas públicas para rescatar a los propios bancos cuya corrupción imprudente había causado todo el desastre en primer lugar. Era una injusticia absoluta e insoportable. En los siguientes años irrumpieron movimientos de protesta en varias ciudades, como Occupy Wall Street o los Indignados, que hacían hincapié en el problema de la desigualdad.

El tratado de Thomas Piketty sobre este tema (El capital en el siglo XXI) se convirtió en un éxito de ventas instantáneo tras su publicación en 2013. Y Oxfam recalcó con su ya famosa afirmación que el 1% más rico había acaparado más riqueza del mundo que el resto de la población mundial.

Todo esto supuso un ataque sin precedentes al consenso neoliberal dominante, y en algunos casos incluso al propio capitalismo, cuya legitimidad se vio mermada hasta alcanzar mínimos históricos. Políticos de izquierdas como Bernie Sanders, Elizabeth Warren y Jeremy Corbyn dieron un paso al frente para llenar ese vacío, prometiendo afrontar las desigualdades sin ambages. Sus ideas se hicieron populares de una manera en que nadie podría haber previsto tan solo unos años atrás.

Al mismo tiempo se urdía el contraataque y un grupo destacado de multimillonarios, gurús y analistas empezó a congregarse en torno a una nueva narrativa. Esta miseria y desolación no son ciertas, decían: coge perspectiva para reparar en que el progreso humano está en realidad acelerando. Se han producido mejoras extraordinarias en indicadores como la esperanza de vida y la mortalidad infantil, reducciones espectaculares en la prevalencia de enfermedades y, lo que es aún más importante, la pobreza global está desapareciendo a pasos agigantados ya que los países pobres están alcanzando poco a poco a los ricos. Nunca nos hemos visto en una mejor situación.

En un abrir y cerrar de ojos, esta narrativa optimista estaba por todas partes y en primera instancia se basaba en el contenido del difunto Hans Rosling, un académico popular que cada vez era más conocido por sus brillantes presentaciones profesionales, con gráficos que apuntaban hacia una muy buena dirección. Gapminder, una organización sueca sin ánimo de lucro que “lucha contra los prejuicios e ideas falsas sobre el desarrollo global”, había creado los gráficos de Rosling y estos se difundieron rápidamente por Internet. El modelo de Gapminder fue replicado poco después por otra comunidad llamada Our World in Data (Nuestro mundo en datos), de Max Roser, que concentra las tendencias de datos históricos en imágenes sencillas y coloridas para facilitar su circulación por las redes sociales.

Las plataformas de Internet Vox y Buzzfeed se convirtieron en los principales canales de difusión de estas infografías optimistas, publicando numerosos artículos con titulares como “23 gráficos y mapas que demuestran cómo el mundo está mejorando y mucho” o “9 razones por las que el mundo está mejorando continuamente”. El columnista Nicholas Kristof empezó a replicar esta narrativa en las páginas de The New York Times con artículos como “2016 fue el mejor año de la historia de la humanidad”. En 2018 Steven Pinker publicó el superventas En defensa de la Ilustración, un artículo de Buzzfeed en formato de libro con una recopilación de gráficos en apoyo a la majestuosa metanarrativa del progreso. Lingüista de profesión, Pinker se ha labrado un nombre en los últimos años como analista de tendencias históricas globales, sobre todo por sus célebres charlas TED, y se ha constituido como personaje destacado del movimiento ideológico conocido como “nuevo optimismo”.


El mejor de los mundos posibles

No hay nada malo en celebrar el progreso: la humanidad ha conseguido alcanzar algunos hitos maravillosos en la historia reciente que merecen nuestro reconocimiento. Pero eso no es de lo que trata el nuevo optimismo. El argumento central de este movimiento no es solo que las cosas hayan mejorado, sino que la expansión mundial del capitalismo ha sido el motor de aquel progreso. En palabras de Pinker: “El capitalismo industrial impulsó la gran evasión de la pobreza universal en el siglo XIX y está rescatando al resto de la humanidad en una gran convergencia en el XXI”. Algunas personalidades importantes del movimiento van más allá y sostienen que no solo debemos agradecérselo al capitalismo en general, sino en particular a la variedad neoliberal que ha dominado la economía mundial desde la década de 1980.

No debería sorprendernos que la narrativa del nuevo optimismo haya atraído la atención de donantes acaudalados. De entre ellos, goza de un apoyo fundamental una persona en particular: Bill Gates. Our World in Data está financiado por la Fundación Gates, Gates es uno de los principales patrocinadores de Gapminder y también es un gran inversor en Vox y Buzzfeed. De hecho, FAIR, un organismo de control de los medios de comunicación estadounidenses, ha señalado a Vox por funcionar como una especie de brazo propagandístico de Gates y Microsoft. Pero Gates no es el único que se ha aprovechado del poder en esta cuestión. Los hermanos Koch, unos magnates del petróleo conocidos por promover el negacionismo climático y la desregulación extrema del mercado, también han entrado al juego, costeando su participación a golpe de talonario, financiando medios de comunicación como Reason and Human Progress, un proyecto del Instituto libertario Cato, cuyos escritores promueven el nuevo optimismo como parte de una agenda manifiestamente de derechas.

Es una historia impactante. En el contexto político actual, el nuevo optimismo se utiliza de forma sistemática como arma arrojadiza para aquellos que defienden un modelo económico que ha ido perdiendo credibilidad. Se ha convertido en una especie de grito de batalla desesperado en pos del statu quo.

Los nuevos optimistas cuidan mucho su apariencia racional y científica: simplemente “se ciñen a los hechos”, como le gusta decir a Roser. Y los hechos no se pueden negar. Esta postura aparece en la portada del libro de Hans Rosling de 2018, publicado póstumamente como Factfulness: diez razones por las que estamos equivocados sobre el mundo y por qué las cosas están mejor de lo que piensas. Para subrayar esta posición, algunos han adoptado el nombre de optimistas racionales, tomando prestado el título del manifiesto de Matt Ridley, un aristócrata y emprendedor británico. La idea es que, si eres una persona racional, tienes que admitir que el capitalismo de libre mercado está haciendo un gran bien a la humanidad y que así debe continuar. Pensar cualquier otra cosa es ideología.

A pesar de su insistencia en “la razón”, los nuevos optimistas se muestran a menudo poco interesados en los matices de la evidencia histórica a la que tanto apelan. Según ellos, la historia del progreso humano se ha distorsionado hasta convertirse en una narrativa caricaturesca y simplista en la que el capitalismo es responsable de prácticamente todo lo bueno que ha ocurrido en la historia moderna y de nada de lo malo. Nunca reconocen el hecho de que los avances más importantes en cuanto a bienestar humano se hayan conseguido gracias a los sindicatos y a los movimientos sociales, facilitados por la investigación financiada con fondos públicos y asegurados por los sistemas públicos de educación y sanidad; aunque haya supuesto tener que enfrentarse casi siempre a una resistencia firme e incluso violenta por parte de la clase capitalista. 

Las indignantes disparidades en los parámetros sociales entre clases y naciones quedan ocultas tras el velo de las tendencias agregadas. Y los aspectos claramente retrógrados del capitalismo se minimizan o ignoran por completo: la colonización, el genocidio, la esclavitud, las guerras por el petróleo, los ataques continuados a los derechos de los trabajadores y a los sistemas del bienestar y, quizás de forma aún más flagrante, el cambio climático y el colapso ecológico.

No es de extrañar que los nuevos optimistas hayan sido a menudo el objeto de críticas de científicos e historiadores por su uso selectivo de datos empíricos. Para ser personas que se jactan de abogar por la ciencia, resultan ser increíblemente poco científicos, pues sacrifican un análisis sólido por el bien de la conveniencia política. Y no hay lugar en el que esta tendencia sea más palpable que en la piedra angular de la narrativa del nuevo optimismo: la cuestión de la pobreza global.

¿Qué dicen las cifras?

En 2015, cuando los datos sobre la desigualdad de Oxfam se hicieron virales, The Spectator  respondió con el titular “Lo que Oxfam no quiere que sepas: el capitalismo global significa menos pobreza que nunca”. El autor sostenía que toda la atención centrada en la desigualdad y en el 1% más rico era infundada: quizás tengan más riqueza que el resto de la población mundial en su conjunto, pero esto es legítimo en tanto que el propio sistema que los ha hecho ricos también ha reducido la pobreza en los países en vías de desarrollo. Merece la pena citar el texto, ya que muestra a la perfección la narrativa del nuevo optimismo:

“Ahora mismo estamos viviendo la época dorada de la reducción de la pobreza. Cualquiera que se tome en serio la lucha contra la pobreza global debe aceptar que, sea lo que sea que estamos haciendo, está funcionando; por eso tenemos que seguir haciéndolo. Estamos a punto de conseguir un objetivo increíble: la abolición de la pobreza tal y como la conocemos. Quienes se preocupan más por ayudar a los pobres que por perjudicar a los ricos celebrarán este acontecimiento y apremiarán a los líderes para que aseguren la expansión continuada del libre comercio y del capitalismo global. Es la verdadera y única vía para conseguir que la pobreza pase a la historia”.

Esta línea argumental se ha repetido hasta la saciedad en los años sucesivos. El psicólogo conservador Jordan Peterson la utilizó en su mediático debate con el filósofo Slavoj Žižek, y Bill Gates la volvió a sacar a colación en 2019, cuando los líderes mundiales y las élites empresariales se reunieron en Davos para celebrar el Foro Económico Mundial. Gates tuiteó un gráfico sobre la pobreza global, creado por Our World in Data, para recordar a sus 46 millones de seguidores que el mundo cada vez mejora más, y para anticiparse a las críticas habituales sobre la desigualdad que siempre surgen en estos eventos en Davos. El gráfico en cuestión mostraba una cuestión sorprendente: la pobreza ha disminuido vertiginosamente durante los últimos 200 años, desde el 94 % de la humanidad en 1820 hasta el 10 % actual (unos 730 millones de personas), experimentando una mejora particularmente rápida desde que empezó la globalización neoliberal en la década de 1980. El mensaje de Gates queda claro: antes de criticar el sistema económico, hay que recordar que ha traído consigo un progreso humano extraordinario.

Es una narrativa convincente, aunque tiene múltiples defectos. Por un lado, la historia con final feliz se basa en un umbral de pobreza extremadamente bajo: 1,90 dólares al día. Quizás no parezca un problema a primera vista porque estamos acostumbrados a escuchar esta cifra que el Banco Mundial y las Naciones Unidas han normalizado durante las últimas décadas. Pero curiosamente no existe ninguna base empírica que establezca que estos 1,90 dólares satisfagan las necesidades básicas humanas: es una medida de pobreza global arbitraria y sin sentido. De hecho, tenemos gran cantidad de pruebas que demuestran que las personas que viven justo por encima de esta línea siguen siendo pobres en todos los aspectos, con unos niveles terriblemente altos de desnutrición, mortalidad infantil y baja esperanza de vida.

Pensemos en esta paradoja tan extraña. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) afirma que hoy en día hay 815 millones de personas en el mundo que no tienen acceso a suficientes calorías para siquiera llevar a cabo una actividad humana “mínima”, que cerca de 1500 millones de personas padecen inseguridad alimentaria y no pueden obtener las calorías necesarias para llevar a cabo una actividad humana “normal” y que 2100 millones de personas sufren desnutrición. Es más, según la FAO, estas cifras van en aumento. En otras palabras, el umbral difundido por Gates y Pinker de 1,90 dólares nos haría creer que cada vez hay menos pobres que personas hambrientas y desnutridas, y que el número de pobres está disminuyendo aun cuando el número de hambrientos está aumentando.

Si 1,90 dólares no es suficiente para alcanzar una nutrición básica y mantener un nivel de actividad humana normal, podríamos concluir de manera razonable que se trata de un parámetro demasiado bajo como para emplearse como medida de referencia de la pobreza, una conclusión a la que han llegado la mayoría de investigadores sobre el tema.  Quienes defienden este parámetro insisten en que recoge la pobreza “extrema”, pero recordemos que 1,90 dólares es el equivalente de lo que esa cantidad de dinero podría comprar en Estados Unidos en 2011. El economista David Woodward calculó en su día que vivir a ese nivel sería como si 35 personas intentaran sobrevivir en Gran Bretaña “con un único salario mínimo, sin prestaciones de ningún tipo, sin regalos ni préstamos, sin rebuscar, sin mendigar y sin ahorros a los que poder recurrir (ya que todo esto se cataloga como «ingresos» en los cálculos de la pobreza)”. Esto sobrepasa cualquier definición de “extremo”. Es un insulto a la humanidad. Y el simple hecho de calificar esa línea como “extrema” no justifica su uso como herramienta analítica.

De hecho, incluso el Banco Mundial ha declarado en numerosas ocasiones que el umbral de 1,90 dólares es demasiado bajo como para ser utilizado en cualquier país que no forme parte de los más desfavorecidos y no debería utilizarse para conformar políticas. En 2016, el informe Atkinson sobre la pobreza global criticó de manera contundente el umbral de 1,90 dólares y el Banco se vio forzado a responder creando nuevos umbrales para los países de renta media baja (3,20 dólares al día) y países de renta media alta (5,50 dólares al día). En estos escenarios más realistas, cerca de 2400 millones de personas se encuentran en situación de pobreza actualmente, una cifra tres veces superior a lo que los nuevos optimistas quieren hacernos creer.

Pero ni siquiera estos umbrales de pobreza actualizados tienen una base empírica válida. Las pruebas que tenemos sugieren que se necesita mucho más para satisfacer las necesidades humanas más básicas. El Departamento de Agricultura de Estados Unidos ha calculado que se necesitan al menos 6,70 dólares al día para tener una nutrición decente, por no hablar de la vivienda, la ropa, el transporte y otras necesidades. El economista británico Peter Edwards estima que se necesitan 7,4 dólares para alcanzar una esperanza de vida normal. La New Economics Foundation concluye que son necesarios aproximadamente 8 dólares para reducir la mortalidad infantil de forma significativa. El economista de Harvard Lant Pritchett sostiene que, dado que el umbral de la pobreza se basa en el poder adquisitivo de Estados Unidos, este debería estar vinculado al umbral de pobreza de este mismo país, por lo que serían necesarios 15 dólares al día.

La bibliografía sobre este tema es muy amplia hoy en día, pero curiosamente los nuevos optimistas como Gates y Pinker nunca la han abordado.

La trama cambia por completo cuando medimos la pobreza global empleando umbrales de pobreza basados en la evidencia. Si aplicamos el umbral de 7,40 dólares diarios (que sigue estando en la parte inferior de las cifras propuestas por los académicos), vemos que el número de personas en situación de pobreza no ha disminuido en absoluto. Todo lo contrario: ha crecido de forma apabullante desde 1981, pasando de 3200 millones a 4200 millones, según datos del Banco Mundial. En otras palabras, seis veces más que los 730 millones que Gates y Pinker nos quieren hacer creer.

Esos 4200 millones de personas representan el 58% de la población mundial, un porcentaje abrumador. Esta cifra es inferior al 71% de 1981, y sí, el descenso se agradece, pero dista mucho del desplome radical que afirman los nuevos optimistas. En un abrir y cerrar de ojos, la grandiosa historia sobre el progreso parece tenue, mediocre y completamente inaceptable en un mundo tan rico como el nuestro. Es más, la inmensa mayoría de los avances alcanzados en este periodo provienen de una región: China y los tigres de Asia Oriental. Aun dejando a China fuera de la ecuación, la proporción de personas en situación de pobreza hoy en día sigue siendo casi la misma que en 1981, lo que supone que no se ha progresado para nada.

Se trata de una cuestión decisiva, ya que el éxito económico de China y los tigres de Asia Oriental no se debe a las políticas neoliberales que tanto aclaman los nuevos optimistas, sino a las políticas estatales en la industria, el proteccionismo y la regulación. Claro que estos países se han integrado en la economía mundial, pero han establecido sus propias condiciones. Al contrario que la narrativa del nuevo optimismo, estos países no pueden ser reclutados en defensa del neoliberalismo del Consenso de Washington. Esto sería deshonesto desde un punto de vista intelectual. Después de todo, las políticas empleadas por China tales como los controles de capital, las subvenciones industriales y las transferencias forzosas de tecnologías llevan mucho tiempo enfureciendo a los defensores del libre mercado, incluido a Gates.

Al contrario que la narrativa del nuevo optimismo, estos países no pueden ser reclutados en defensa del neoliberalismo del Consenso de Washington.En cambio, el resto del Sur Global se convirtió en el epicentro del experimento neoliberal, obteniendo unos resultados muy distintos. Durante las décadas de 1980 y 1990, el FMI y el Banco Mundial impusieron unas políticas de libre mercado radicales en todo el Sur en forma de programas de ajuste estructural: recortaron los aranceles y las subvenciones, revirtieron la reforma agraria, privatizaron los bienes públicos y desmantelaron la sanidad y educación públicas, enfrentándose a menudo a una resistencia popular masiva.

Las consecuencias fueron devastadoras. El número de personas en situación de pobreza se disparó y aumentó en 1300 millones durante el periodo de ajuste estructural, e incluso la proporción de personas en situación de pobreza incrementó, pasando del 62% al 68%. Son unas cifras alarmantes que revelan que la globalización neoliberal durante esas dos décadas empeoró la situación de pobreza, no la mejoró. Y es importante entender que este proceso no solo se debió a la desafortunada implementación de una versión demasiado entusiasta del capitalismo. Los historiadores económicos sostienen que el ajuste estructural era una estrategia deliberada por parte de los Estados occidentales y de los líderes empresariales para restablecer sus márgenes de beneficios mediante la apertura de nuevas fronteras a las inversiones en el extranjero. La liberalización forzosa del Sur, junto con todos sus terribles costes humanos, se perpetró para mantener la maquinaria del capitalismo occidental a todo gas.

Desde luego que la situación de la pobreza ha mejorado un poco desde 2000, pero los datos del Banco Mundial muestran que los progresos más imponentes (fuera de Asia Oriental) se han producido en Latinoamérica. Estas mejoras han coincidido con la Marea Rosa, los gobiernos de izquierdas que han llegado al poder en gran parte del continente desde inicios de siglo, que han desafiado en muchas ocasiones al poder económico de Estados Unidos en la región. Sus avances contra la pobreza se han visto impulsados por políticas de bienestar social, no por políticas de libre mercado. Con independencia de la opinión que se tenga sobre estos gobiernos (y hay muchas críticas que hacerles), todo esto no encaja con el argumento de los nuevos optimistas. Es una realidad incómoda que nunca han reconocido.

Reescribir la historia

Hay otro problema importante con la narrativa de la reducción de la pobreza que Gates y Pinker defienden, un problema quizás más grave que los defectos que hemos identificado anteriormente y que está relacionado con las afirmaciones sobre el periodo colonial.

El gráfico de la pobreza en el largo plazo que tuiteó Gates (creado por Roser) se remonta a 1820 y da a entender claramente que la tasa de pobreza global mejoró de forma significativa durante la era colonial, lo que resulta una afirmación bastante extraña por distintos motivos. En primer lugar, los datos reales sobre la pobreza se han recogido únicamente a partir de 1981, cuando empiezan mis gráficos. Es bien sabido entre los investigadores sobre la pobreza que cualquier información previa a esta fecha es demasiado incompleta como para ser útil y no tiene sentido remontarse hasta 1820. No hay datos que respalden las tendencias de la pobreza a largo plazo. Simplemente estos datos no existen.

El gráfico de Roser se basa en dos conjuntos de datos distintos: uno comprende el periodo 1820-1970 y el otro de 1981 hasta hoy. El segundo está basado en encuestas reales sobre la pobreza, mientras que el primero no tiene nada que ver con la pobreza, sino con el PIB, ya que proporciona información sobre las cuentas nacionales de producción de productos básicos. Ahora bien, esto conlleva varios problemas. El primero es que el conjunto de datos es muy incompleto, ya que se centra casi exclusivamente en los países occidentales. De los continentes enteros de Asia o Latinoamérica solamente incluye datos previos a 1900 de tres países. En el caso de África, no cuenta con datos de antes de 1900 y tan solo de tres países antes de 1950. En otras palabras, no existen datos de gran parte de la población mundial durante la gran mayoría del periodo en cuestión. No hace falta ser estadístico para reconocer que esta no es una base empírica suficiente a partir de la cual extraer conclusiones de peso sobre tendencias globales.

Sin embargo, la irregularidad de los datos es irrelevante, dado que, aunque la información sobre el PIB comprendiera el periodo 1820-1970 de forma certera, esto no nos diría nada sobre los medios de vida de las personas pobres durante ese tiempo. Esto se debe a que el PIB no contabiliza los bienes y servicios que las personas obtienen de las actividades de subsistencia y de los comunes, como por ejemplo, la caza y recolección de los bosques comunales, el agua de los sistemas de riego comunes, las gallinas y los vegetales de consumo doméstico, los regalos de vecinos, etc. Todos estos elementos se incluyen normalmente en las encuestas que miden la pobreza.

Esto es importante porque para los países colonizados, la mayor parte del periodo comprendido entre 1820 hasta su independencia a mediados del siglo XIX se caracterizó por un proceso de cercamientos y expolios masivos que destruyó de forma violenta las economías de subsistencia y restringió el acceso de la población a los comunes. Las personas fueron expulsadas de sus tierras y forzadas a incorporarse en el sistema laboral capitalista para trabajar en minas, fábricas y plantaciones en manos europeas. Se sabe que en la mayoría de los casos los ingresos que se recibían en esta nueva economía asalariada (unos céntimos diarios) no compensaban ni por asomo la pérdida de tierras y otros recursos, que fueron fagocitados por los colonizadores.

Si un bosque se cerca y se vende su madera, el PIB aumenta. Si se queman granjas de subsistencia y la tierra se convierte en plantaciones de algodón, el PIB aumenta. Sin embargo, esta contabilidad no refleja lo que las comunidades locales pierden en términos del uso de ese bosque o de su acceso a los alimentos. El impacto en sus medios de vida y en su bienestar se esconden bajo la alfombra de las estadísticas. Por eso, el PIB no es un indicador legítimo para medir la pobreza, especialmente en una época caracterizada por los cercamientos y el expolio.

Tomemos el caso de la India. En el siglo XIX, los británicos se dedicaron a cercar bosques comunitarios (que usaban para construir sus barcos), a privatizar las vías navegables comunales, a destruir los graneros colectivos, etc. El objetivo de estas medidas era evidente: poner a los agricultores a merced del hambre para que no tuvieran otra opción que intensificar la producción agricultora para la exportación (a Londres) si es que querían sobrevivir. Y funcionó, la producción aumentó y con ella las exportaciones. Todo esto está reflejado en las cuentas nacionales. Pero durante ese mismo periodo, 30 millones de indios murieron innecesariamente de hambre como resultado de las políticas agrícolas británicas, una catástrofe que relata el historiador Mike Davis, con unos detalles que ponen los pelos de punta, en su libro Los holocaustos de la era victoriana tardía. Durante el periodo comprendido entre 1870 y 1920, la esperanza de vida en la India se redujo en un 20 %.

La misma historia se repitió una y otra vez por todo el Sur Global. La colonización del Congo destruyó por completo las economías locales de subsistencia y desembocó en la muerte de 10 millones de personas, la mitad de la población del país. La colonización de Sudáfrica arrebató a la población negra el 90 % de las tierras del país. La colonización de Sudamérica se organizó en torno a la esclavitud masiva y a un genocidio que borró del mapa a la gran mayoría de la población indígena. La miseria seguía los pasos de las aspiraciones coloniales allá donde fueran.

Todo esto no figura en el gráfico de Roser. La infografía favorita de Gates toma la violencia de la colonización y la reinventa como una historia feliz de progreso mediante el uso creativo de estadísticas irrelevantes.

¿Una marea creciente?

Hay quien trata de exponer un relato totalmente distinto cuando se presentan estas críticas a las cifras de la pobreza. “Quizás los ingresos de la población pobre no hayan aumentado lo suficiente como para sacarlos de la pobreza real, pero al menos han ido aumentando”. Este hecho se convierte en un punto de referencia muy valioso para aquellos que pretenden defender el sistema económico. Y a pesar de que sea cierto que los ingresos medios de la población pobre hayan aumentado desde 1981, existen dos salvedades esenciales que debemos reconocer.

En primer lugar, el crecimiento no ha sido constante. De hecho, durante la imposición del neoliberalismo en las décadas de 1980 y 1990, los ingresos de los pobres disminuyeron y se estancaron en gran parte del Sur Global, en ocasiones durante largos periodos de tiempo. En el África subsahariana, por ejemplo, los ingresos descendieron en la década de 1980 y no recuperaron su nivel anterior hasta 2005, más de dos décadas después. Una vez más, este dato es devastador para cualquier narrativa a favor de la globalización neoliberal como principal motor del progreso.

En segundo lugar, cualquier aumento que haya tenido lugar lo ha hecho a una lentitud pasmosa. Según el Banco Mundial, los ingresos diarios de la población pobre han aumentado unos dos céntimos al año de media desde 1981, fuera de Asia Oriental. A este ritmo, tardaremos unos 200 años en conseguir que la población mundial supere el umbral de la pobreza de 7,40 dólares diarios.

La razón de que sea tan lento no es que vivamos en un mundo pobre en el que la pobreza sea una condición natural e inevitable. Todo lo contrario, vivimos en un mundo extraordinariamente rico. El problema es que la economía global se ha diseñado para canalizar la gran mayoría de los ingresos hacia los bolsillos de los ricos. Cabe destacar que solo el 5 % de toda la nueva riqueza generada por el crecimiento global va a parar al 60 % más pobre de la humanidad. Es una cifra que impacta, sobre todo teniendo en cuenta que estas personas son las que proporcionan la gran mayoría de los recursos y la mano de obra, y obtienen a cambio son literalmente las migajas. Por alguna razón, los nuevos optimistas consideran oportuno defender este sistema como el mejor de todos los mundos posibles.

Resulta muy ingenuo catalogar todo esto como “progreso”, sea cual sea su definición, sobre todo cuando disponemos de los recursos necesarios para acabar con creces con la pobreza global. Para conseguir que todas las personas del mundo superen el umbral de pobreza de 7,40 dólares, solo sería necesario transferir a los pobres 6 billones de dólares de los ingresos mundiales existentes. Por ponerlo en perspectiva, esa cifra supone cerca del 7 % de los ingresos del 10 % más rico del planeta. Si cambiáramos las reglas de la economía global para permitir que los pobres se hicieran con esta diminuta fracción (con leyes salariales y reglas comerciales más justas, entre otras medidas), podríamos poner fin a la pobreza global para siempre.

Esto nos lleva a una cuestión importante. A Steven Pinker le agrada decir que los progresistas que critican su discurso optimista repleto de buenas noticias del tipo “odian el progreso” porque cualquier mejora que haya traído consigo el capitalismo es “humillante para su visión del mundo”. Es una afirmación extraña y solo tiene sentido si se acepta una definición muy limitada de progreso. Los nuevos optimistas se contentan con medir el progreso como cualquier mejora con respecto al pasado. Desde este punto de vista, un aumento en los ingresos de incluso 2 céntimos al año se considera una gran hazaña.

Pero para los progresistas esto no es suficiente. En la tradición progresista, el progreso no se mide con respecto a un estado anterior, sino en comparación con lo que es justo. Desde la perspectiva de la justicia, no es aceptable que el 60 % de la humanidad esté sumida en la pobreza mientras un cambio minúsculo en la riqueza global actual de los (más) ricos podría acabar con ese sufrimiento de un plumazo. Este es el tipo de avances que los progresistas quieren ver: que la mayoría del mundo reciba unos salarios decentes, unos precios justos por sus recursos y una distribución equitativa de los rendimientos globales a los que contribuyen de forma desproporcionada. Estas demandas no son radicales y serían fáciles de llevar a cabo, pero por alguna razón Pinker y otros nuevos optimistas rechazan de forma activa ese futuro. Para ellos la distribución desigual de la riqueza global es aceptable y, de hecho, debe celebrarse siempre y cuando los pobres reciban un céntimo o dos más cada año.

Ahí es donde queda reflejada la depravación de la cosmovisión del nuevo optimismo. Su visión no tiene nada de imaginativa ni optimista. Por el contrario, es endeble y cobarde: una resignación pesimista al statu quo.

Problemas relativos

La cuestión de la desigualdad surge una y otra vez como un escollo para los nuevos optimistas. Muchos han intentado sostener que la desigualdad global está disminuyendo y que los países pobres se están poniendo a la altura de los ricos para intentar camuflar este problema. Los gráficos creados por Gapminder y Our World In Data dan la impresión de que la brecha ya casi se ha cerrado en las últimas dos décadas, lo que habría abolido la antigua división colonial entre norte y sur. Es la “gran convergencia” de la que habla Pinker. “Los países más pobres se han puesto al día”, dice Max Roser. Y Bill Gates afirma que “el mundo ya no está dividido entre Occidente y el resto”.

Esta narrativa funciona porque se basa en un parámetro muy específico de la desigualdad, un parámetro que no se centra en la brecha real de ingresos, sino en tasas de variación relativas. De esta forma, si los ingresos de un país pobre aumentan a una velocidad mayor con relación a su punto de partida que los de un país rico, esto se percibe como una reducción de la desigualdad, a pesar de que la brecha entre ambos haya aumentado. Tomemos por ejemplo un país pobre en el que la renta media aumente de 500 a 1000 dólares (un aumento del 100 %) y un país rico en el que la renta aumente de 50 000 a 75 000 dólares (un aumento del 50 %). La renta del país pobre ha crecido dos veces más rápido que la del país rico con relación al punto de partida, pero la brecha entre ambos se ha disparado, pasando de una diferencia de 45 500 a 74 000 dólares. Desde cualquier definición de sentido común, la desigualdad ha empeorado.

Los parámetros relativos son útiles para ciertos fines analíticos, pero ignorar la brecha de ingresos absoluta (como hacen los nuevos optimistas) es sencillamente erróneo. Y la diferencia en ingresos ha ido aumentando de forma drástica. Los países pobres no están alcanzando a los países ricos en absoluto. En realidad, la diferencia real de ingresos per cápita entre el norte y el sur casi se ha cuadriplicado durante las últimas décadas, pasando de 9000 dólares en 1960 a 35 000 dólares en la actualidad. Esa “convergencia” que los nuevos optimistas nos quieren hacer creer no existe. Es una divergencia. Una divergencia brutal.

¿Por qué ocurre todo esto? Porque las reglas de la economía global se han diseñado de manera que beneficien al Norte Global a expensas de la gran mayoría del resto de la humanidad. El norte domina una parte sumamente desproporcionada del poder de voto en el Banco Mundial y el FMI, y ejerce una parte desproporcionada del poder de negociación en el Organización Mundial del Comercio. Controla las decisiones sobre las políticas económicas de los países más pobres mediante la deuda y la financiación condicionada. Gestiona prácticamente todas las jurisdicciones secretas del mundo, permitiendo que las empresas internacionales extraigan beneficios libres de impuestos de los países más pobres de manera ilegal. El norte tiene la capacidad de derrocar a gobiernos extranjeros cuyas políticas económicas sean contrarias a sus propios intereses, y ocupa los países que considera estratégicos en términos de recursos y posicionamiento geográfico.

Estos desequilibrios de poder geopolítico mantienen y reproducen una brecha de clases global que ha empeorado (no mejorado) desde el final del colonialismo.

Nuestro sistema económico no ha conseguido alcanzar ningún progreso significativo contra la pobreza y no porque el problema sea difícil de manejar en sí mismo, sino porque los rendimientos de nuestra economía están retenidos en lo alto de la pirámide. El filósofo de Yale Thomas Pogge sostiene que en lo que a la pobreza global se refiere, los parámetros del progreso moralmente relevantes no son las cifras absolutas ni las proporciones, ni siquiera la trayectoria de los ingresos de las personas pobres, sino el alcance de la pobreza en comparación con nuestra capacidad para acabar con ella. Argumenta que, según este criterio, estamos haciéndolo peor que en cualquier otro momento de la historia, ya que nuestra capacidad para acabar con la pobreza ha aumentado rápidamente mientras que la propia pobreza sigue siendo generalizada. En términos morales, hemos retrocedido.

Pero no tiene por qué ser así. Podemos cambiar las reglas de nuestra economía global para que sea más justa con la mayoría de la población mundial. En mi libro The Divide [“La brecha”] (2017) exploro cómo abordar esta cuestión: democratizando las instituciones de gobernanza económica mundial, introduciendo un sistema de salario mínimo global de forma que los trabajadores puedan reclamar una parte justa de los ingresos que producen, cancelando las deudas impagables para liberar a los gobiernos de los controles de la política exterior, y un largo etcétera. No obstante, como ocurre con toda forma de progreso en la historia de la humanidad, para alcanzar estas medidas es necesaria una lucha política contra aquellos que tanto se benefician del statu quo.

En definitiva, esto es lo que la mitología del nuevo optimismo trata de eludir. Pero lo que ocurre con los mitos es que tienen una forma asombrosa de desmoronarse ante la realidad. Y cuando los mitos se desmoronan, surgen nuevos mundos.

Jason Hickel

Antropólogo nacido en Suazilandia. Profesor de London School of Economics y asesor del Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU, así como del Pacto Verde Europeo. Su trabajo gira en torno a la ecología política, desigualdad global, postdesarrollo y decrecimiento, y ha publicado dos libros al respecto: The Divide (Penguin, 2017) y Less is More (Penguin, 2020).  Escribe  regularmente en The Guardian y Jacobin.

https://www.elsaltodiario.com/guerrilla-translation/el-progreso-y-sus-contrariedades  

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