En los debates acerca
de la posmodernidad y en la discusión cientificismo-negacionismo debida a la
pandemia, podemos encontrar ciertos problemas epistemológicos que abren la
posibilidad de buscar una democratización del saber que mantenga la crítica,
sin caer en el idealismo ni en el sentimentalismo.
En los últimos tiempos se observa, en nuestro horizonte
reflexivo, la aparición de varios debates que pueden resultar interesantes por
lo que traslucen en su intersección. Algunos, antiguos, como el de la
posmodernidad, que creíamos encerrado en uno de esos baúles polvorientos,
llenos de artefactos inútiles y juguetes rotos, que pueblan los desvanes.
Otros, más nuevos, como el de la pérdida de confianza en la ciencia médica que,
con la actual pandemia, conducen a ciertas posiciones negacionistas,
intolerables y peligrosas, pero epistemológicamente significativas. La
propuesta es que la recuperación de ambos debates responde a una raíz común que
puede ser relevante para nuestro presente.
El debate sobre la posmodernidad
Quizás fuera el libro de Daniel Bernabé, La trampa
de la diversidad (Akal, 2018), el que se hiciera eco del debate acerca
de la posmodernidad que ha ido creciendo hasta la reciente aportación del
profesor Diego S. Garrocho (“Carta a un joven posmoderno”, diario digital El
Español, 20/01/2021) o el de la doctora Virginia Moratiel (“Sobre lo
verdadero, lo falso y lo aparente”, en la web Filosofía & Co.,
18 /01/2021). Estos dos últimos textos vienen a insistir en el mismo punto: la
posmodernidad nos ha privado de las certidumbres teóricas y morales,
sumiéndonos en un anarquismo metodológico y epistémico.
Sin valores, sin identidad y sin el tribunal de la razón,
parecen decirnos, estamos a merced de este mundo aciago. El profesor Garrocho
se lamenta de que la juventud contaminada de posmodernidad no tenga armas para
enfrentarse a un mundo hostil, perdida en los infiernos del frenesí, la
anormalidad y la perspectiva de género. La doctora Moratiel evoca aquellos tiempos
en los cuales la razón era el mundo, y cita a Hegel y Platón como tabla
salvadora.
Pero más allá de la añoranza de absoluto y de la nostalgia
por una identidad perdida, ¿hay algo más tras la recuperación de este
anacrónico ataque a la posmodernidad? Creo que hay algo de diagnóstico del
presente en esta censura de la filosofía posmoderna. También algo noble en el
hecho de que se trate de asegurar las pocas alforjas filosóficas que nos quedan
para dotar de sentido a lo que somos y seremos. Pero se trata de un gesto
temeroso, atravesado del miedo a habitar un mundo sin verdad a la que
agarrarse. Tal y como indica Lluís Pla (“Una apología de la conformidad”,
en elDiario.es, 6/02/2021) a propósito de tal debate, se teme que
no haya verdad que oponer a lo falso y eso, parecen querer decir, es la
complejidad y la derrota: sin verdad estamos a merced de cualquiera —como si la
verdad no fuese un modo de estar a merced—.
Es en este sentido en el que cabe entender el ataque a
pensadores como Foucault, Deleuze o Butler, ya que en su pensamiento
encontramos, entre otras muchas cosas, un fuerte cuestionamiento de la
autoridad epistémica, es decir, de toda una colección de saberes que se tomaban
como verdaderos y que, en virtud de esa autenticidad, se encargaban de decirnos
qué podíamos saber, qué debíamos hacer, qué nos era permitido esperar: en una
palabra, lo que teníamos que ser. Se denunció, acertadamente, que bajo la
positividad de las ciencias humanas existía una normatividad que implicaba
elementos valorativos.
Que, por ejemplo, cuando el médico norteamericano S. A.
Cartwright se instalaba en un aparente naturalismo científico para definir
la drapetomanía, esa extraña enfermedad que hacía que los esclavos
quisiesen ser libres, o cuando el DSM incluía la homosexualidad como enfermedad
hasta 1975 basándose en las premisas metodológicas de la psiquiatría, se
realizaban dos gestos simultáneos: por una parte, pretender instaurar una
normalidad de acuerdo con valores morales y culturales determinados y, por otra
parte, provocar un efecto bucle que, como señala Hacking,
posee fuertes consecuencias en el reconocimiento social y personal.
En la recuperación actual del debate acerca de la
posmodernidad se ataca la transmisión de este antiautoritarismo epistemológico
que parece que, hoy en día, nos pone en dificultades. Y, siendo honestos, sí
que nos pone en dificultades, aunque es necesario identificarlas y ver cuál es
su sentido.
Cientificismo y negacionismo
Para ello, puede ser conveniente acudir a otro debate
diferente que, desde diversos frentes, puebla nuestro horizonte reflexivo. En
la actual situación de pandemia, han surgido dos grandes horizontes
argumentativos encontrados. Simplificando, podemos establecer dos modos
extremos de encarar nuestra relación con la pandemia actual: cientificismo y negacionismo.
El primero, el cientificismo, puede quedar caracterizado en el célebre
manifiesto “En salud
ustedes mandan, pero no saben”, realizado por varias asociaciones
científicas, en el que se abogaba por una gestión de la pandemia basada
únicamente en premisas científicas, y se defendía la idea de restituir toda la
autoridad epistémica a la ciencia médica, convirtiéndola en un saber experto
para toma de decisiones, sin tener en cuenta los problemas políticos y
epistemológicos que se derivan de un ejercicio de autoridad que, sin duda,
excede a sus marcadores epistémicos.
El segundo, el negacionismo, tiene variados ejemplos, pero
comparte dos premisas básicas: una crítica epistemológica a la formación de los
hechos científico-médicos y a sus verdades, con la subsiguiente negación de
tales hechos (ya sea la negación de la COVID-19 a partir de los postulados de
Koch, la negación de la saturación hospitalaria, la negación de la letalidad,
del número de fallecidos o la negación de la validez de las pruebas
diagnósticas) y una vinculación de aquellos elementos negados con una trama
política más o menos delirante, apoyada en motivos sentimentales, seductores e
identitarios, siendo estas tramas bien un ardid del neocapitalismo para
dominarnos, bien los célebres microchips de Bill Gates en las vacunas, o bien
las pérfidas intenciones de los gobiernos para acabar con la hostelería y con
nuestro modo de vida.
Entre la decisión de optar por un miedo que nos lleva a
refugiarnos acríticamente en la autoridad de la ciencia y el salto al vacío de
un negacionismo sostenido en motivos sentimentales, es posible apelar a
cierta posmodernidad que, sin duda, manteniendo la crítica a
la autoridad, todavía pretendía un análisis materialista de la realidad que
permitiera una democratización radical del saber. Podemos encontrar nutridos
ejemplos de esta posición, que podríamos denominar antiautoritarismo
crítico, en Foucault, Deleuze o Butler. La crítica a la verdad no nos lleva
a la posverdad, sino a la denuncia de los amos a quienes sirven las verdades y
a una apuesta por la construcción democrática del saber.
Antiautoritarismo crítico
A este respecto, el antiautoritarismo crítico implica una
interrogación sobre el papel de la ciencia, una exigencia de credenciales
científicas como marcas de orientación y actuación que permitan, a su vez,
establecer ciertas ideas acerca de qué es la verdad de un modo no absoluto.
Frente a cientificismo y negacionismo, el antiautoritarismo
crítico defiende la existencia de ciertas verdades científicas, como las
anatomo-patológicas, basadas en un encofrado epistemológico sólido pero, al
mismo tiempo, sostiene que esa sabiduría científica no debe contemplarse como
un oráculo que guíe y construya nuestras vidas, sino que, en tanto se ocupa de
tales vidas —y solamente en tanto se ocupa—, dicho saber debe someterse a una
democratización radical. Nuestras decisiones colectivas no deben ser
estrictamente ni médicas, ni científicas, ni económicas. El antiautoritarismo
crítico defiende que lo que hacemos con nuestra vida no es un asunto
estrictamente científico, aunque utilicemos el saber científico para
orientarnos. Que es preciso darnos colectivamente las normas de vida a través
de las cuales podamos cuidar de nosotros y de los otros. La crítica, entonces,
no es un salto al vacío que palíe nuestra frustración mediante el recurso a una
identidad construida sentimentalmente, sino una apertura a pensar la vida, la
enfermedad y la muerte como un asunto humano del que depende el sentido de lo
que somos en tanto sociedad.
Las reivindicaciones que prefiguraron la ley de eutanasia y la ley trans quizás vayan en esta dirección. Se trata, por un lado, de despojar a la medicina y a la ciencia de una responsabilidad que excede los marcos epistemológicos de su saber específico y, por otro, de reapropiarnos de los saberes que nos constituyen. Aquí pueden ser de gran ayuda algunas nociones acerca de la relación entre conocimiento y democracia que José Luis Moreno Pestaña problematiza en sus últimos textos: exigencia de credenciales epistémicas a las ciencias, exigencia de pluralidad de expertos que informen, transmisión pedagógica de tales expertos, asunción del esfuerzo epistémico de entender para poder decidir, desactivación de las inercias entre ciencia y poder.
En definitiva, este particular antiautoritarismo trata
de no desactivar la crítica por el miedo, de no refugiarse en cavernas morales,
de no emprender fugas sentimentales ni identitarias, de asumir el reto de
lidiar con una verdad que ya no es propiedad privada de la autoridad, sino
elemento común.
Joaquín Fortanet - Profesor del Departamento de Filosofía. Universidad de Zaragoza
https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/posmodernos-negacionistas-antiautoritarios
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