LA GUERRA CONTRA LA MUERTE (IV)
¿Qué sacrificios merece la lucha contra la
COVID-19? ¿Cuál es la forma correcta de vivir? ¿Cuál es la forma correcta
de morir? ¿A cuántas cosas de nuestra vida renunciaremos para mantenernos
a salvo?
Esta es la cuarta parte del relato “La
coronación”, de Charles Eisenstein. La primera
parte habla de la crisis de la COVID-19 y los primeros cambios que
supuso en nuestras vidas, la segunda
sobre del desarrollo inicial de la pandemia y las cifras reales, y
la tercera sobre
las teorías de la conspiración y las libertades de la población.
* * *
Mi hijo de 7 años no ha visto ni jugado con otro niño en dos semanas. Millones de otros niños están en el mismo barco. La mayoría estaría de acuerdo en que un mes sin interacciones sociales por parte de esos niños es un sacrificio razonable para salvar un millón de vidas, pero… ¿Y para salvar 100 000 vidas? ¿Y si el sacrificio no durase un mes sino un año? ¿O cinco años? Diferentes personas tendrían diferentes opiniones al respecto, según sus propios valores.
Sustituyamos las preguntas anteriores por algo más personal,
por algo que cale la inhumana mentalidad utilitarista que convierte a las
personas en estadísticas y sacrifica algunas de ellas por algo en concreto. La
pregunta importante para mí es: ¿le pediría a todos los niños del país que
dejaran los juegos a un lado durante una temporada si con eso redujera el riesgo
de que mi madre se muera o, en tal caso, yo mismo? ¿Decretaría el fin de los
abrazos y apretones de manos entre humanos si con eso salvara mi propia vida?
No es que menosprecie la vida de mi madre o la mía propia, ambas son muy
valiosas. Estoy agradecido por cada día que ella sigue aquí con nosotros. Pero
estas preguntas traen a colación unas cuestiones peliagudas. ¿Cuál es la forma
correcta de vivir? ¿Cuál es la forma correcta de morir?
La respuesta a estas preguntas, ya sea en nombre de uno mismo
o en el de la sociedad en general, depende de cómo consideremos la muerte y de
cuánto valoremos el juego, el tacto y la unión, así como las libertades civiles
y la libertad personal. No hay una fórmula sencilla que equilibre estos
valores.
A lo largo de mi vida he visto a la sociedad hacer un mayor
hincapié en la seguridad, la protección y la reducción de riesgos. Esto ha
tenido un impacto especial en la infancia: cuando éramos niños, era normal que
caminásemos en torno a un kilómetro de casa sin supervisión, un comportamiento
que hoy día haría que los padres se ganaran una visita de los servicios de
protección de menores. También es visible en la forma de guantes de látex
usados en cada vez más profesiones, el omnipresente desinfectante de manos, los
centros escolares cerrados, vigilados y custodiados, la intensificación de la
seguridad en fronteras y aeropuertos, la mayor conciencia de la responsabilidad
legal y los seguros de responsabilidad civil, los detectores de metales y los
registros antes de entrar a muchos edificios públicos y estadios deportivos,
etc. A gran escala, estas medidas toman la forma de un estado de seguridad.
El mantra de que “la seguridad es lo primero” proviene de un
sistema de valores que prioriza la supervivencia ante todo y que desprecia
otros valores como la diversión, la aventura, el juego y el desafío de los
límites. Otras culturas tenían otras prioridades. Por ejemplo, muchas culturas
tradicionales e indígenas son mucho menos protectoras con los niños, como
documenta el clásico de Jean Liedloff titulado El concepto del
continuum. Les permiten tomar riesgos y responsabilidades que parecerían
una locura para la mayoría de las personas hoy en día, pues creen que es
necesario para que los niños desarrollen la autosuficiencia y un buen juicio.
Creo que la mayoría de la población actual, especialmente
los jóvenes, conservan parte de esta voluntad inherente de sacrificar la
seguridad para vivir una vida plena. Sin embargo, la cultura que nos rodea nos
presiona de forma implacable a vivir con miedo y ha construido sistemas que
personifican ese temor. En esos sistemas, permanecer a salvo es lo más
importante. Por eso tenemos un sistema sanitario en el que la mayoría de las
decisiones se basan en cálculos de riesgo y en los que el peor pronóstico
posible (que supone el máximo fracaso del médico) es la muerte. A pesar de todo
esto, sabemos que la muerte sigue estando al final del camino. Salvar una vida
en realidad es aplazar una muerte. Una vida salvada es en realidad una muerte
aplazada.
La culminación final del programa de control de la
civilización sería el triunfo sobre la propia muerte. En su defecto, la sociedad
moderna se conforma con un facsímil de ese triunfo: la negación en vez de la
conquista. La nuestra es una sociedad de negación de la muerte, que esconde sus
cadáveres, idolatra la juventud y almacena a las personas mayores en
residencias. Incluso su obsesión con el dinero y la propiedad (extensiones del
yo, tal y como indica la palabra “mío”) expresan la ilusión de que el yo
impermanente puede hacerse permanente mediante sus accesorios.
Todo esto es inevitable si tomamos el relato de uno mismo
que nos ofrece la modernidad: el individuo separado en un mundo de Otros.
Rodeado por competidores genéticos, sociales y económicos, ese yo debe
protegerse y dominar para prosperar. Deber hacer todo cuanto pueda para evitar
la muerte que, en la historia de la separación, es la aniquilación total.
Incluso la biología nos ha enseñado que está en nuestra propia naturaleza el
maximizar nuestras posibilidades de supervivencia y reproducción.
Le pregunté a una amiga, una médica que ha pasado algún
tiempo con el pueblo Q’ero en Perú, si los Q’ero intubarían a alguien (si
pudieran) para prolongar su vida. “Por supuesto que no”, me contestó.
“Llamarían al chamán para ayudarlo a morir bien”. Morir bien (que no es
necesariamente lo mismo que morir sin dolor) no tiene mucha cabida en el
vocabulario médico actual. No se guarda ningún registro hospitalario que
documente si los pacientes mueren bien. No se consideraría como un resultado
positivo. En el mundo del yo separado, la muerte es la catástrofe definitiva.
Pero… ¿Lo es de verdad? Reflexionemos sobre el punto de
vista de la doctora Lissa Rankin: “no todos querríamos estar en la UCI,
aislados de nuestros seres queridos, con una máquina que respira por nosotros y
con el riesgo de morir solos, incluso si todo ello hiciera que nuestras
posibilidades de sobrevivir fueran más altas. Algunos de nosotros preferiríamos
estar en los brazos de nuestros seres queridos en casa, aunque eso significase
que nuestra hora hubiera llegado… Recordad: la muerte no es el final. Morir es
volver a casa”.
Cuando se entiende el yo como algo relacional,
interdependiente e incluso inter-existente, entonces se infiltra en el otro, y
ese otro se infiltra en uno mismo. Al comprender el yo como un epicentro de
conciencia en una matriz de relaciones, ya no se busca un enemigo como la clave
para entender cada problema, sino que se buscan los desequilibrios en las
relaciones. La guerra contra la muerte da paso a la búsqueda por vivir bien y
plenamente, y nos damos cuenta de que el miedo a la muerte es en realidad el
miedo a la vida.
¿A cuántas cosas de
nuestra vida renunciaremos para mantenernos a salvo?
El totalitarismo, la perfección del control, es el producto
final inevitable de la mitología del yo separado. ¿Qué otra cosa merecería un
control total que no sea una amenaza a la vida, como la guerra? Es por ello que
Orwell identificó la guerra perpetua como un componente esencial del gobierno
del Partido.
Con el programa de control, la negación de la muerte y el yo
separado como telón de fondo, la suposición de que la política pública debería
tratar de minimizar el número de muertes es casi indiscutible, un objetivo al
que otros valores como el juego o la libertad (entre otros) están subordinados.
La COVID-19 ofrece una ocasión para ampliar esa perspectiva. Sí, hagamos que la
vida sea sagrada, más sagrada que nunca. Eso es lo que la muerte nos enseña.
Hagamos que todas las personas (jóvenes o ancianas, enfermas o sanas) sean los
seres sagrados, preciados y queridos que son. Y, en lo más profundo de nuestros
corazones, hagamos sitio a otros valores sagrados. Sacralizar la vida no es
simplemente vivir durante mucho tiempo: es vivir bien, correcta y plenamente.
Como todos los miedos, el miedo en torno al coronavirus
apunta hacia lo que puede haber más allá. Cualquiera que haya sufrido el
fallecimiento de alguien cercano sabe que la muerte es un portal hacia el amor.
La COVID-19 ha enaltecido la muerte en la conciencia de una sociedad que la
niega. Al otro lado del miedo podemos ver el amor que libera la muerte. Dejemos
que fluya a través nosotros. Dejemos que empape la tierra de nuestra cultura y
llene sus acuíferos de manera que se filtre por las grietas de nuestras
instituciones quebradizas, nuestros sistemas y nuestras costumbres. Algunos de
estos quizás también mueran.
Escritor y
conferenciante que se describe como "narrador de historias". Además
de dar conferencias en cumbres de economía alternativa, decrecimiento o incluso
en festivales de música, es ensayista y publica en Reality Sandwich, The
Guardian o Shareable. Bio
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