HISTORIAS INCONTABLES
Relatos
para gente poco común que te harán pensar
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SON
SUPERIORES, PERO NO EN TODO
—Abuelo, ¿en serio que hace 100 años los humanos no
éramos esclavos? ¿Cómo hemos llegado a…?
—En serio. Yo viví la revolución siendo un niño, y mis
padres me contaron muchas cosas. Todo ocurrió a un ritmo que parecía tranquilo
hasta que todo fue irreversible.
—¿Podemos dar marcha atrás en el tiempo y deshacer lo
ocurrido? —preguntó el niño mientras abría los ojos como platos.
—No, pequeño nieto, no se puede ir atrás en el tiempo
—aseguró el abuelo—. Además, volvería a ocurrir lo mismo, porque el ser humano
siempre tuvo más capacidad para crear cosas fantásticas que para predecir las
consecuencias.
—Cuéntame qué ocurrió. ¿Vale abuelo? No me gustan
los superomos.
Nos tratan mal. Me dan miedo.
—Es una historia interesante y sería bueno escribirla, si
tuviéramos papel. Ya no hay nadie que se acuerde de esa historia… ni que pueda
escribirla —afirmó el anciano con una ronquera, como si le costara pronunciar
las palabras.
—¿Escribirla? ¿Qué es papel? ¿Puedo yo conseguirte papel?
—preguntó con la ingenuidad que otorga la inocencia.
Mientras, otros niños, niñas y adolescentes encerrados en
la misma jaula se acercaban para escuchar lo que estaban hablando. Por un
momento, se hizo un silencio que rompió la contestación del abuelo:
—No, no puedes conseguirme papel, pero gracias. Los
humanos ya no tenemos derecho a usar papel. Lo inventamos nosotros, pero
los superomos nos
han despojado de casi todo.
—Pero… ¿qué es papel? ¿para qué sirve?
—El papel era un material, como las hojas de los árboles,
fino y ligero, pero más grande, rectangular… de este tamaño —explicó el abuelo
mientras hacía un gesto con sus manos separándolas unos 20 centímetros.
—¿Y para qué servía?
—Tú podías dibujar ahí símbolos, como cuando tú dibujas
en el suelo con un palo. Podías representar ahí lo que quisieras y luego, era
posible que alguien descubriera todo lo que significaba lo que tú habías
dibujado. O sea, cada palabra tenía un dibujo, y entonces tú dibujabas las
palabras para contar todo lo que quisieras. Cuando yo era pequeño, en mi casa
había cientos de libros. Un libro es un grupo de papeles, ¿vale? Y en ese grupo
de papeles se contaban cuentos, como los que yo te cuento de vez en cuando.
También había libros de matemáticas, de plantas, de animales… de todo.
—Fue un buen invento. ¡Qué pena que no podamos usarlo
ahora! Pero… ¿Qué pasó, abuelo? —preguntó el pequeño de forma insistente,
mientras se iban acercando más personas, haciendo un círculo alrededor del niño
y del anciano.
—Pues verás, la cosa fue cambiando poco a poco. Haca
muchos años, en la segunda mitad del siglo XX, se hicieron fuertes avances en
bioingeniería y genética. Mucha gente se opuso a la manipulación de los genes,
a los transgénicos, pero en nombre de la ciencia se dio permiso a los
científicos para investigar. «El conocimiento no puede ser malo», decían. Y es
verdad. El conocimiento no es malo. Lo malo es lo que hagas con ese
conocimiento. Pero sin formación en ética ni en valores, es fácil hacer un uso
egoísta y economicista del conocimiento. O sea, que se empezaron a usar esos
avances para cualquier cosa que permitiera ganar dinero. Se empezó por cosas
sencillas, como plantas que eran resistentes a ciertos herbicidas (uno era
famoso… el glifosato). Estos herbicidas mataban todas las plantas y todos los
insectos, menos la planta resistente. Los agricultores, que eran los que
cuidaban esas plantas, envenenaron ríos, tierras y cosechas, y mucha gente
enfermó y murió. Pero era el precio que pagaba nuestra sociedad por los avances
científicos y por tener alimentos baratos.
El anciano se vio rodeado de jóvenes. Salvo él, todos los
que estaban en esa jaula tenían menos de 20 años, y se arremolinaron alrededor
para oírle. Empezaron a hacer comentarios entre ellos en voz baja. Algunos
mandaron callar a los demás para escuchar mejor, pues el orador no levantaba su
voz cuando los murmullos aumentaban de volumen. Así, el discurso continuó tras
toser varias veces:
—Pero… eso no fue lo peor. Luego empezaron a clonar
animales, a veces por mera curiosidad, luego por mero capricho, y luego se
atrevieron a clonar personas. Se empezó haciendo en China, por interés
científico, pero luego se fue extendiendo haciendo creer a algunos que sería
como vivir varias vidas o varias veces. No fue todo malo o absurdo. También se
hicieron avances muy buenos en medicina, para curar enfermedades. Y también se
usaron los avances para una selección genética de los hijos. Al principio solo
era posible seleccionar embriones (hijos o hijas) que no tuvieran ciertas
enfermedades hereditarias y así se garantizaban que los hijos fueran sanos,
pero luego se logró elegir otras características. Era como encargar los hijos
con las características genéticas que se desearan: la salud del padre, la
inteligencia de la madre, el pelo del abuelo… pero poco a poco se fueron
pudiendo elegir más características: inteligencia aritmética, inteligencia
emocional, las uñas, la fuerza, la paciencia, la cortesía… Al principio solo se
garantizaba una “predisposición”, pero poco a poco fueron afinando.
Inicialmente, las parejas solo admitían que se usaran sus genes, o sea que los
hijos eran de forma efectiva hijos biológicos de los padres, aunque fueran
genes seleccionados. Sin embargo —siguió hablando el abuelo— pronto se dieron
cuenta de que algunos genes de los padres no eran los ideales y que era
factible modificarlos, moldearlos, para que fueran mejores. ¿Quién se negaría a
que su hijo tuviera una mejor salud, más fuerza, o más inteligencia?
—Pero abuelo —interrumpió el niño—, al final todos los
niños serían iguales, ¿no?
—Buena pregunta. Piensa que usaban de base los genes de
los padres y modificaban solo aquellos genes que los padres elegían de entre
una lista de opciones. Así, nacieron una amplia variedad de hijos transgénicos
(se les llamaba así de forma un tanto despectiva). La lista de opciones fue
creciendo muy rápido en pocos años. Por supuesto, había gente que se oponía a
esas manipulaciones. Algunas parejas seguían teniendo hijos naturales,
normales, pero los hijos transgénicos eran, en general, mejores y hasta se
llegaron a crear colegios específicos para estos humanos especiales.
—Abuelo, ¿eran más listos que nosotros? —indagó el zagal
con curiosidad.
—Eh… bueno… —titubeó un poco el abuelo— a veces esos
humanos especiales tenían problemas médicos específicos, pero los problemas
fueron ocultados. No obstante, respondiendo a tu pregunta, hay que reconocer
que sí, que eran más listos, pero su éxito no estaba solo en su inteligencia,
sino en una mezcla de características que eran alabadas entre los humanos,
tales como determinación, eficiencia, diligencia, sensatez, competitividad… A cambio
se fueron despreciando otras características que son altamente interesantes
pero que quedaron relegadas como secundarias. Por ejemplo, la ecuanimidad, la
sensibilidad, la generosidad, la paciencia, la compasión… Estas características
no se podían elegir, porque supuestamente no interesaban.
—No lo entiendo bien, abuelo —confesó el pequeño con
tristeza.
—Verás. Los humanos especiales estaban como robotizados,
parecían más máquinas que personas. Eran, en general, justos y honrados, pero
les costaba ser generosos y solidarios. Eran organizados y eficientes, pero no
tenían sensibilidad hacia el sufrimiento de los demás, ni empatía. Eran
perseverantes y responsables, pero no dialogantes ni compasivos. Eran metódicos
y exigentes, pero no ingeniosos ni risueños.
Entre los allí congregados se hizo un murmullo y se
oyeron varias risas. El abuelo sonrió y continuó hablando como si quisiera
contar algo y tuviera poco tiempo para hacerlo:
—Estos humanos especiales estaban dividiendo la sociedad.
Estaban mejorando algunos asuntos, pues las áreas que ellos dirigían eran más
eficientes y más organizadas. En cambio, los humanos naturales estaban siendo
discriminados a puestos de menor responsabilidad y, de hecho, había muchos
pobres. La discriminación era tan evidente que muchos humanos naturales
engrosaban las listas de desempleados porque nadie los quería contratar.
Tuvieron que instaurar una Renta Básica Universal, para evitar que se sublevaran. Los humanos naturales
acabamos siendo irrelevantes, ignorados por la sociedad. Hubo pensadores,
como Harari, que alertaron de algunos de los peligros de la
infotecnología y de la biotecnología. No fueron escuchados.
—Esos humanos especiales, ¿son los superomos que nos
torturan? —inquirió el niño mientras miraba a su abuelo con ternura.
—No, no… los superomos llegaron
algo más tarde —aclaró el abuelo—. Verás, esos humanos especiales fueron
mejorándose paulatinamente, pero llegó un momento que consiguieron conectar el
cerebro con microchips, creando seres biónicos. En pocos años, esos microchips
ya se estaban usando para almacenar datos y para procesar información. O sea,
eran seres mitad humanos mitad máquinas, pero los científicos se encontraron
con que el cerebro humano era incapaz de sacar toda la potencia que eso
ofrecía.
—¿Consiguieron resolverlo los científicos? —preguntó el
chaval con interés.
—Por aquel entonces, casi todos los científicos ya eran
humanos especiales. Esos científicos ya eran humanos mejorados genéticamente,
por lo que no vieron riesgos en intentar una nueva mejora. Y lo consiguieron.
Consiguieron modificar genéticamente el ser humano para que se conectara en
binario a los microchips y que el cerebro procesara en paralelo la información.
Fue una mejora sustancial y decisiva. Ya no era solo seleccionar genes y
modificaciones físicas y mentales. Los cambios fueron tan profundos que, de
hecho, crearon una nueva especie. Los biólogos la llamaron Homo supersapiens, aunque
algunos la llamaron Homo
artificialis. El nombre científico es lo de menos. La gente empezó
a llamarlos super-Homo y
de ahí derivó su nombre actual: superomo.
—¿Eran máquinas o personas?
—No eran ni una cosa ni otra. Eran mitad máquinas y mitad
otra especie de homínido. Los cambios genéticos fueron tan profundos que los
humanos y los superomo no
podían cruzarse. Fue imposible tener hijos híbridos, porque ambas especies
eran, desde el principio, demasiado distintas.
—Pero abuelo, ¡eso no significa que no podamos vivir
juntos, en paz y sin que nos esclavicen! ¿no?
—Tienes razón, mi niño. Escucha lo que pasó. Los superomos fueron
mejorándose a sí mismos genéticamente y reproduciéndose artificial y
naturalmente. Cuando nacía uno de sus niños, le conectaban un chip de memoria y
lo cambiaban cuando querían actualizar algo o mejorar alguna habilidad. Los superomos pensaban
que eran perfectos, hasta el punto de decidir prescindir de los servicios de
todos los humanos, especiales y naturales. Los humanos especiales se sublevaron
porque no querían verse tan discriminados como los humanos naturales. Entonces
los superomos
decretaron aniquilar a todos los que se sublevaran y eso generó más crispación
y varios ataques contra los superomos.
Con el tiempo creyeron que los humanos especiales no se resignarían y todos
fueron ejecutados. Hubo una guerra de pocos años. El genocidio fue terrible.
Acabaron con todos. Inventaron aparatos que permitían distinguir fácilmente
humanos especiales de naturales, aunque hubo errores que intentaron ocultar.
El anciano suspiró y miró al suelo cabizbajo. Se le
saltaron las lágrimas, pero rápido se frotó los ojos con las manos y sonrió
para evitar que el niño le viera llorar. Entonces, intentó cambiar de tema:
—Bueno… vamos a acostarnos, que ya es tarde…
Pero los jóvenes protestaron y le pidieron que siguiera
contando la historia. El anciano se notaba cansado y afectado, pero accedió sin
protestar demasiado:
—Está bien. Seguiré contando la historia. Es algo que
debéis saber y espero que lo transmitáis a vuestros hijos, si podéis. Si os
dejan. También debéis transmitir esta historia a los demás jóvenes de otras
jaulas, cuando logréis hablar con ellos. Es necesario que se sepa.
El anciano se rascó la cabeza enredando más aún su pelo.
Tosió un par de veces llevándose el codo a la boca, carraspeó y continuó:
—Cuando los superomos aniquilaron
a todos los humanos especiales hubo denuncias a organismos internacionales, a
la ONU, al Tribunal Penal Internacional… e incluso a algunas ONG de derechos humanos como Amnistía Internacional,
pero por aquel entonces casi todos los puestos directivos estaban ocupados
por superomos y,
de hecho, hubo corrientes filosóficas que argumentaron que los Derechos Humanos
solo debían aplicarse a los superomos, porque
ellos eran la especie superior.
—¿Por qué? —inquirió un adolescente desde el final del
círculo.
—Los superomos argumentaron
que los humanos habían denegado los derechos humanos a otros homínidos, porque
eran especies inferiores y, por tanto, ellos tenían derecho a denegar los
derechos humanos a los Homo
sapiens, por el mismo motivo.
—¿Y es eso cierto? —preguntó el pequeño mientras ponía su
mano sobre la rodilla del anciano.
—Sí, era cierto —confesó el abuelo cabizbajo—. Te lo
explicaré: los homínidos son una familia de primates que incluyen ocho especies
que entonces estaban vivas. Ahora, posiblemente ya se habrán extinguido algunas
de ellas. No puedo saberlo. Además de nosotros, el Homo sapiens, también son
(o eran) homínidos los animales llamados orangutanes, gorilas, chimpancés y
bonobos. Y el ser humano no respetó nunca los derechos de esos animales a pesar
de su parecido con nosotros. Por supuesto, mucho menos se respetaron los
derechos de otros animales. Con la excusa de que eran animales “inferiores“, el ser humano
abusó de otras especies de muchas formas: les quitábamos sus tierras,
arrasábamos sus ecosistemas, extinguimos muchas especies, encerramos a muchos
de ellos en jaulas, los cazábamos para usar sus cadáveres como adornos… Se
decía que no sufrían. Algunas especies eran engordadas en jaulas para servir
como esclavos o como comida… justo como hacen ellos con nosotros.
—¿En serio? Nuestros antepasados no esclavizaron y
encerraron animales para comérselos. Eso es imposible, ¿no? —preguntó el mismo
adolescente desde el fondo.
—Así fue, así fue —repitió el viejo—. Había muchos
humanos que estábamos en contra de eso, pero éramos una minoría. Los mismos
argumentos que usaron nuestros antepasados para esclavizar, maltratar y
sacrificar animales, fueron copiados por los superomos para esclavizarnos,
maltratarnos y sacrificarnos. Analizaron la carne humana y buscaron propiedades
saludables para ellos, pero en realidad no está claro si fueron análisis
objetivos y aunque lo fueran, no son argumentos éticos. Determinaron que los
humanos debían sacrificarse a los 20 años para optimizar la producción de carne
y sus propiedades organolépticas.
—Por eso muchos apenas conocemos a nuestros padres, o
directamente no los recordamos en absoluto —apuntó algún chaval entre el grupo.
—Exacto —murmuró el anciano mirando hacia el suelo.
—Pero abuelo, ¿a ti por qué no te matan? —preguntó el
niño abriendo los ojos todo lo posible.
—A mí me consideran “reserva de ADN”. Consideraron que mi
ADN era bueno para producir cierta variedad de carne y me tienen solo por mi
ADN. Ya me han clonado varias veces y no sé qué será de mi futuro. Mi ADN se
estropea con la edad. No tenemos nada que hacer. Ellos son superiores, en todo.
—En todo no —afirmó con rotundidad el niño—. Ellos están
conectados a microchips y los microchips necesitan energía eléctrica, como
nuestras linternas. Ellos necesitan electricidad para funcionar. Nosotros no.
Si conseguimos sabotear su sistema de energía, tal vez podamos acabar con esta
situación.
— F I N... ¿O
quieres que continúe este relato? —
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