Decía
Viktor Frankl en su obra “El
hombre en busca de sentido”
que “Quien
tiene una razón para vivir, acabará por encontrar el cómo”.
En tiempos de colapso sistémico esta frase cobra una nueva
dimensión, puesto que el posible fin de la civilización activa
muchos resortes en la psique humana y es más necesario que nunca
tener razones para no desesperarse ante los múltiples problemas,
quizá irresolubles, a los que nos enfrentamos.
Hay
muchas personas que ya han experimentado el colapso en sus carnes a
través de la pobreza principalmente, una situación que cada vez
parece más difícil de escapar en un ambiente de polarización
socio-económica. Y aún así, parece que el ser humano se adapta a
casi cualquier cambio de condición. Lo que antes nos parecía
inaceptable, hoy es la nueva norma, y así es cómo avanzamos hacia
el precipicio si no nos detenemos a cuestionarnos los nuevos
paradigmas sociales, económicos y ecológicos.
O bien aceptamos
los cambios que se van dictando según el programa actual, o bien
fortalecemos nuestra capacidad para rechazarlo y buscar una
alternativa. Sea cual sea el caso, la posibilidad de colapso nos hace
enfrentarnos a nosotros mismos, invitándonos a evaluar nuestra vida.
Porque ya sea para vivir hacia el colapso, o hacia la transición,
nos hace falta una base bien sólida que nos permita escalar hasta
cotas antes impensables.
El
colapso es la guerra. La lucha por la transición de modelo también
es la guerra. Y en toda guerra el individuo se enfrenta a la muerte,
en este caso inicialmente espiritual, para transcender hacia una
nueva forma de ser. Todo lo que apreciamos de la vida está en juego,
es la batalla final de la humanidad contra sí misma, contra los
impulsos primarios que nos han permitido llegar hasta aquí pero que
ahora nos empujan al fracaso. Lo que importa no es ganar o perder,
puesto que el fin es seguro para todos, pero lo que sí que importa
es descubrir y abrazar nuestra humanidad, pues ¿qué sentido tiene
la vida si no la vivimos desde la mejor versión de nosotros mismos?
Irvin
D. Yalom en
su trabajo “Terapia
existencial”
afirma que una vez encontrado el significado a nuestra vida, nuestra
verdad, surgen los valores. Pero que también es verdad que cada
hombre decide cuánta verdad quiere soportar. La verdad hiere, aunque
sólo sanando nuestras heridas podemos sanar a otros.
Éste
es quizá un tema que encadena bien con el pensamiento expresado en
“El
último mesías”
de Zapffe. El ser humano es una abominación de la naturaleza, ha
desarrollado una cornamenta intelectual que lo aboca a la
desesperación existencial, pero por suerte hay mecanismos que
permiten encontrar cierto sosiego. El aislamiento del pensamiento
existencial (si no lo piensas, no importa), el anclaje en ciertas
verdades (instituciones, religión, etc), la distracción, y la
sublimación, que es el uso de habilidades artísticas o estilísticas
para canalizar nuestra energía. En cierto modo las cuatro están
relacionadas, porque muchas veces es necesario distraerse del horror
vacui, o encontrar solaz en alguna filosofía, o expresar alguna idea
original. Y el cómo navegamos con estas capacidades nos permite
conectar con otros.
Según
la teoría
de gestión del miedo (Greenberg,
Solomon, Pyszczynski), el terror que nos causa el conocimiento
subconsciente de nuestra limitada existencia lo canalizamos a través
de valores culturales. De alguna manera necesitamos creer y
participar en algo que nos sobreviva, es nuestro pasaje hacia la
inmortalidad. La posibilidad de colapso sistémico nos fuerza a
revisar nuestras creencias y nos hace cuestionar la validez de
cualquier proyecto de vida. Incluso nuestra autoestima está
amenazada si no estamos en consonancia con la cultura que nos rodea,
y eso nos puede hacer perder la esperanza.
Es
por eso que cualquier proyecto de transición debe empezar por la
reflexión personal, por encontrar algo en nosotros mismos en lo que
confiar. Por suerte el ser humano también posee la capacidad de
amar, no sólo a otras personas, sino también a ideales que lo
mueven a actuar. Es esa capacidad de apreciar algo lo que nos ayuda a
encontrar sentido a nuestras vidas, y aunque no lo podemos
cuantificar, hay una progresión en esa capacidad y en la expresión
de nuestro ser cuanto más la desarrollamos.
La
capacidad de amar es limitada cuando nuestra conciencia todavía es
tierna, pero se expande cada vez que la desarrollamos cuestionando
nuestra existencia. Cuanto más avanzamos y dudamos, más expuestos
estamos al sufrimiento, sin embargo en nosotros se desarrolla una
capacidad especial para conectar con nuestros semejantes a diferentes
niveles. Y es desde esa posición que la búsqueda de sentido se
resuelve, confluye en un estado de ser que aprecia lo que es y puede
ser, y que colabora en la transformación de otros.
El
colectivo puede surgir de muchas maneras. Puede ser meramente un
proyecto de supervivencia o enriquecimiento material como podría
decirse de la sociedad actual, pero también puede ser un reto para
la trascendencia personal. Este tipo de colectivo surge de la
necesidad de poder confiar en los demás, en ver luz y querer ser
luz. No es algo que pueda imponerse, pero a medida que los cimientos
de lo actual se tambaleen, es más que probable que surjan más y más
voces que digan ¿por qué no otra cosa?
La
espera puede ser inquietante, pues es algo que puede que no llegue
nunca, por suerte podemos embarcarnos en proyectos personales que nos
preparen o que señalen al mundo que ya estamos listos. Y si alguna
vez llega el momento entonces podremos responder con voz alta y
clara, que con colapso o sin él estamos descubriendo nuestra
divinidad humana.
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