14/12/17

Es más que probable que surjan más y más voces que digan ¿por qué no otra cosa?

¿CÓMO ENCONTRAR SENTIDO A LA VIDA ANTE EL COLAPSO?


Decía Viktor Frankl en su obra “El hombre en busca de sentido” que “Quien tiene una razón para vivir, acabará por encontrar el cómo”. En tiempos de colapso sistémico esta frase cobra una nueva dimensión, puesto que el posible fin de la civilización activa muchos resortes en la psique humana y es más necesario que nunca tener razones para no desesperarse ante los múltiples problemas, quizá irresolubles, a los que nos enfrentamos.

Hay muchas personas que ya han experimentado el colapso en sus carnes a través de la pobreza principalmente, una situación que cada vez parece más difícil de escapar en un ambiente de polarización socio-económica. Y aún así, parece que el ser humano se adapta a casi cualquier cambio de condición. Lo que antes nos parecía inaceptable, hoy es la nueva norma, y así es cómo avanzamos hacia el precipicio si no nos detenemos a cuestionarnos los nuevos paradigmas sociales, económicos y ecológicos.

O bien aceptamos los cambios que se van dictando según el programa actual, o bien fortalecemos nuestra capacidad para rechazarlo y buscar una alternativa. Sea cual sea el caso, la posibilidad de colapso nos hace enfrentarnos a nosotros mismos, invitándonos a evaluar nuestra vida. Porque ya sea para vivir hacia el colapso, o hacia la transición, nos hace falta una base bien sólida que nos permita escalar hasta cotas antes impensables.

El colapso es la guerra. La lucha por la transición de modelo también es la guerra. Y en toda guerra el individuo se enfrenta a la muerte, en este caso inicialmente espiritual, para transcender hacia una nueva forma de ser. Todo lo que apreciamos de la vida está en juego, es la batalla final de la humanidad contra sí misma, contra los impulsos primarios que nos han permitido llegar hasta aquí pero que ahora nos empujan al fracaso. Lo que importa no es ganar o perder, puesto que el fin es seguro para todos, pero lo que sí que importa es descubrir y abrazar nuestra humanidad, pues ¿qué sentido tiene la vida si no la vivimos desde la mejor versión de nosotros mismos?


Irvin D. Yalom en su trabajo “Terapia existencial” afirma que una vez encontrado el significado a nuestra vida, nuestra verdad, surgen los valores. Pero que también es verdad que cada hombre decide cuánta verdad quiere soportar. La verdad hiere, aunque sólo sanando nuestras heridas podemos sanar a otros.

Éste es quizá un tema que encadena bien con el pensamiento expresado en “El último mesías” de Zapffe. El ser humano es una abominación de la naturaleza, ha desarrollado una cornamenta intelectual que lo aboca a la desesperación existencial, pero por suerte hay mecanismos que permiten encontrar cierto sosiego. El aislamiento del pensamiento existencial (si no lo piensas, no importa), el anclaje en ciertas verdades (instituciones, religión, etc), la distracción, y la sublimación, que es el uso de habilidades artísticas o estilísticas para canalizar nuestra energía. En cierto modo las cuatro están relacionadas, porque muchas veces es necesario distraerse del horror vacui, o encontrar solaz en alguna filosofía, o expresar alguna idea original. Y el cómo navegamos con estas capacidades nos permite conectar con otros.


Según la teoría de gestión del miedo (Greenberg, Solomon, Pyszczynski), el terror que nos causa el conocimiento subconsciente de nuestra limitada existencia lo canalizamos a través de valores culturales. De alguna manera necesitamos creer y participar en algo que nos sobreviva, es nuestro pasaje hacia la inmortalidad. La posibilidad de colapso sistémico nos fuerza a revisar nuestras creencias y nos hace cuestionar la validez de cualquier proyecto de vida. Incluso nuestra autoestima está amenazada si no estamos en consonancia con la cultura que nos rodea, y eso nos puede hacer perder la esperanza.

Es por eso que cualquier proyecto de transición debe empezar por la reflexión personal, por encontrar algo en nosotros mismos en lo que confiar. Por suerte el ser humano también posee la capacidad de amar, no sólo a otras personas, sino también a ideales que lo mueven a actuar. Es esa capacidad de apreciar algo lo que nos ayuda a encontrar sentido a nuestras vidas, y aunque no lo podemos cuantificar, hay una progresión en esa capacidad y en la expresión de nuestro ser cuanto más la desarrollamos.

La capacidad de amar es limitada cuando nuestra conciencia todavía es tierna, pero se expande cada vez que la desarrollamos cuestionando nuestra existencia. Cuanto más avanzamos y dudamos, más expuestos estamos al sufrimiento, sin embargo en nosotros se desarrolla una capacidad especial para conectar con nuestros semejantes a diferentes niveles. Y es desde esa posición que la búsqueda de sentido se resuelve, confluye en un estado de ser que aprecia lo que es y puede ser, y que colabora en la transformación de otros.

El colectivo puede surgir de muchas maneras. Puede ser meramente un proyecto de supervivencia o enriquecimiento material como podría decirse de la sociedad actual, pero también puede ser un reto para la trascendencia personal. Este tipo de colectivo surge de la necesidad de poder confiar en los demás, en ver luz y querer ser luz. No es algo que pueda imponerse, pero a medida que los cimientos de lo actual se tambaleen, es más que probable que surjan más y más voces que digan ¿por qué no otra cosa?

La espera puede ser inquietante, pues es algo que puede que no llegue nunca, por suerte podemos embarcarnos en proyectos personales que nos preparen o que señalen al mundo que ya estamos listos. Y si alguna vez llega el momento entonces podremos responder con voz alta y clara, que con colapso o sin él estamos descubriendo nuestra divinidad humana.

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