SU ECOLOGÍA Y LA NUESTRA
La
ecología, es cómo el sufragio universal y el descanso dominical: en
un primer momento, todos los burgueses y todos los partidarios del
orden os dicen que queréis su ruina, y el triunfo de la anarquía y
el oscurantismo. Después, cuando las circunstancias y la presión
popular se hacen irresistibles, os conceden lo que ayer os negaban y,
fundamentalmente no cambia nada. La consideración de las exigencias
ecológicas cuenta con muchos adversarios entre la patronal. Pero
tiene ya bastantes partidarios entre empresarios y capitalistas, como
para que su aceptación por parte de las potencias del dinero, se
convierta en una seria probabilidad.
Entonces
más vale, desde este momento, no jugar al escondite: la lucha
ecológica no es un fin en sí, es una etapa. Puede crear
dificultades al capitalismo y obligarle a cambiar; pero cuando,
después de haber resistido durante mucho tiempo por las buenas y por
las malas, finalmente ceda porque el impasse ecológico se haya
convertido en ineluctable, integrará este inconveniente como ha
integrado todos los demás.
Por
eso es necesario de entrada plantear la cuestión francamente: ¿qué
queremos? ¿Un capitalismo que se acomode a los inconvenientes
ecológicos, o una revolución económica, social y cultural que
suprima los inconvenientes del capitalismo
y, por ello, instaure una nueva relación de los hombres con la
colectividad, con su medio ambiente y con la naturaleza? ¿Reforma o
revolución?
Ante
todo no respondáis que esta cuestión es secundaria y que lo
importante es no ensuciar el planeta hasta el extremo de hacerle
inhabitable. Por tanto la supervivencia tampoco es un fin en sí:
¿vale la pena sobrevivir en “un mundo transformado en hospital
planetario, en escuela planetaria, en prisión planetaria y en el que
la tarea principal de los ingenieros del espíritu será fabricar
hombres adaptados a esta condición”? (Illich).
Si
dudáis de la bondad del mundo que los tecnócratas del orden
establecido nos preparan, leed el dossier sobre las nuevas técnicas
de “lavado de cerebro” en Alemania y Estados Unidos: después de
los psiquiatras y los psicocirujanos americanos, investigadores
agregados a la clínica psiquiátrica de la universidad de Hamburgo
exploran, bajo la dirección de los profesores Gross y Svah, métodos
limpios para amputar a los individuos la agresividad que les impide
soportar tranquilamente las mayores frustraciones: las que les impone
el régimen penitenciario, así como el trabajo en cadena, el
asentamiento en ciudades superpobladas, la escuela, la oficina y el
ejército.
Es
mejor intentar definir desde un principio, por qué se lucha y no
solamente contra qué. Es
mejor intentar prever como afectarán y cambiarán al capitalismo las
exigencias ecológicas, que creer que éstas provocarán su
desaparición sin más. Pero ante todo, ¿qué es en términos
económicos, una exigencia ecológica? Tomad por ejemplo los
gigantescos complejos químicos del valle del Rhin, en Ludwigshafen
(Basf), en Leverkusen (Bayer) o en Rotterdam (Akzo). Cada complejo
combina los siguientes factores:
- recursos naturales (aire, agua y minerales) considerados hasta ahora como gratuitos porque no necesitaban ser reproducidos (sustituidos) -medios de producción (máquinas y edificios) que son capital inmovilizado, que utilizan y que por tanto es necesario asegurar su sustitución (la reproducción), preferentemente por medios más potentes y más eficaces, que den a la empresa una ventaja sobre sus competidores.
- fuerza de trabajo humana que también exige ser reproducida (hay que alimentar, cuidar, alojar y educar a los trabajadores).
En
la economía capitalista, la combinación de estos factores en el
seno de los procesos de producción, tiene como objetivo dominante el
máximo de beneficio posible (lo que para una empresa preocupada de
su futuro significa también: el máximo de potencia, y por tanto de
inversiones y de presencias en el mercado mundial. La búsqueda de
este objetivo repercute profundamente sobre la forma en que los
diferentes factores son combinados y sobre la importancia relativa
concedida a cada uno de ellos.
La
empresa, por ejemplo no se pregunta nunca como hacer que el trabajo
sea más agradable, para que la fábrica respete mejor los
equilibrios naturales y el espacio de vida de la gente, para que sus
productos sirvan a los fines que se fijan las comunidades humanas. La
empresa se pregunta solamente cómo hacer para producir el máximo de
valores mercantiles con el menor costo monetario. Y a esta última
pregunta responde: “Tengo que privilegiar el perfecto
funcionamiento de las máquinas, que son escasas y caras, antes que
la salud física y psíquica de los trabajadores que son rápidamente
sustituibles a bajo precio. Tengo que privilegiar los bajos costos
antes que los equilibrios ecológicos cuya destrucción no correrá a
mi cargo. Tengo que producir lo que puede venderse caro, aunque cosas
menos costosas pudiesen ser más útiles”. Todo lleva el sello de
estas exigencias capitalistas: la naturaleza de los productos, la
tecnología de producción, las condiciones de trabajo, la estructura
y la dimensión de las empresas…
Pero
sucede que, especialmente en el valle del Rhin, el asentamiento
humano, la contaminación del aire y del agua han alcanzado un grado
tal que la industria química, para continuar creciendo o incluso
solamente funcionando, se ve obligada a filtrar sus humos y sus
afluentes, es decir a reproducir condiciones y recursos que, hasta
ahora eran considerados como “naturales” y gratuitos. Esta
necesidad de reproducir el medio ambiente va a tener repercusiones
evidentes: hay que invertir en la descontaminación, y por tanto
aumentar la masa de capitales inmovilizados; a continuación es
necesario asegurar la amortización (la reproducción) de las
instalaciones de depuración; y el producto de estas (la limpieza
relativa del aire y del agua) no puede ser vendido con beneficio.
En
suma, hay un aumento simultáneo del peso del capital invertido (de
la “composición orgánica”), del coste de reproducción de éste
y de los costos de producción, sin un aumento correspondiente de las
ventas. En consecuencia, una de dos: o bien baja la tasa de ganancia,
o bien aumenta el precio de los productos. La empresa evidentemente
intentará elevar sus precios de venta. Pero no lo conseguirá
fácilmente: las otras empresas contaminantes (cementeras,
metalurgia, siderurgia, etc.) intentarán también hacer pagar más
caros sus productos al consumidor final. La consideración de las
exigencias ecológicas tendrá finalmente esta consecuencia: los
precios tenderán a aumentar más rápidamente que los salarios
reales, el poder adquisitivo popular será por tanto comprimido y
todo sucederá como si el coste de la descontaminación fuese
descontado de los recursos de que dispone la gente para comprar
mercancías. La producción de estas tenderá a estancarse o a bajar;
las tendencias a la recesión o a la crisis se verán agravadas. Y
este retroceso del crecimiento y de la producción que, en otro
sistema, habría podido ser un bien (menos coches, menos ruido, más
aire, jornadas laborales más cortas, etc.), tendrá efectos
enteramente negativos: las producciones contaminantes se convertirán
en bienes de lujo, inaccesibles para la mayoría, sin dejar de estar
al alcance de los privilegiados; se ahondarán las desigualdades; los
pobres serán relativamente más pobres, y los ricos más ricos.
La
consideración de los costos ecológicos tendrá, en suma, los mismos
efectos sociales y económicos que la crisis del petróleo. Y el
capitalismo, lejos de sucumbir en la crisis, la administrará como ha
hecho siempre: grupos financieros bien situados aprovecharán las
dificultades de los grupos rivales para absorberlos a bajo precio y
extender su influencia económica. El poder central reforzará su
control sobre la sociedad: los tecnócratas calcularán las normas
“óptimas” de descontaminación y de producción, dictarán
reglamentaciones, extenderán los dominios de “vida programada” y
el campo de actividad de los aparatos represivos. Se desviará la
cólera popular, a través de mitos compensatorios, contra cómodas
víctimas propiciatorias (las minorías étnicas o raciales, por
ejemplo, los “melenudos”, los jóvenes…) y el Estado asentará
su poder en la potencia de sus aparatos: burocracia, policía,
ejército y milicias llenarán el vacío dejado por el descrédito de
la política de partido y la desaparición de los partidos políticos.
Basta con mirar alrededor, para percibir por todas partes los signos
de semejante degeneración.
Os
preguntaréis si esto puede evitarse. Sin duda. Pero es así
exactamente como pueden ocurrir las cosas si el capitalismo es
obligado a tomar en consideración los costos ecológicos sin que un
ataque político, lanzado a todos los niveles, le arranque el dominio
de las operaciones y le imponga un proyecto de sociedad y de
civilización completamente diferente. Porque los partidarios del
crecimiento tienen razón en una cosa al menos: en el marco de la
actual sociedad y del actual modelo de consumo, basados en la
desigualdad, el privilegio y la búsqueda del beneficio, el
no-crecimiento o el crecimiento negativo pueden significar solamente
estancamiento, paro, y aumento de la distancia que separa a ricos y
pobres. En el marco del actual modo de producción, no es posible
limitar o bloquear el crecimiento repartiendo más equitativamente
los bienes disponibles.
En
efecto, es la misma naturaleza de estos bienes la que con más
frecuencia prohíbe su equitativa distribución: ¿cómo repartir
“equitativamente”’ los viajes en Concorde, los Citroen DS o SM,
los apartamentos en el ático de rascacielos con piscina, los mil
productos nuevos, escasos por definición, que la industria lanza
cada año para desvalorizar los modelos antiguos y reproducir la
desigualdad y la jerarquía social? ¿Cómo repartir
“equitativamente”, los títulos universitarios, los puestos de
encargado, de ingeniero jefe o de catedrático?
¿Cómo
no ver que el resorte principal del crecimiento reside en este pulso
adelante generalizado que estimula una desigualdad mantenida
deliberadamente: en eso que Ivan Illich llama “la modernización de
la pobreza”? Desde que la mayoría puede acceder a lo que hasta
entonces era el privilegio de una minoría, ese privilegio (el
bachillerato, el coche, el televisor) se desvaloriza, el umbral de la
pobreza se eleva un punto, son creados nuevos privilegios de los que
la mayoría esta excluida. Recreando sin cesar la escasez, para
recrear la desigualdad y la jerarquía,
la sociedad engendra más necesidades insatisfechas de las que colma
“la tasa de crecimiento de la frustración excede ampliamente a la
de producción” (Illich).
Mientras se discuta en los límites de esta civilización de la
desigualdad, el crecimiento aparecerá ante la mayoría de la gente
como la promesa -sin embargo enteramente ilusoria- de que un día
dejarán de ser “subprivilegiados”, y el no-crecimiento como su
condena a la mediocridad sin esperanza. Así, no
es tanto al crecimiento a lo que hay que atacar, sino a la
mistificación que mantiene, a la dinámica de necesidades crecientes
y siempre frustradas sobre la que reposa,
a la competitividad que organiza, incitando a alzarse a cada
individuo “por encima” de los demás. La divisa de esta sociedad
podría ser: Lo que es bueno para todos no vale nada. Sólo serás
respetable si eres “mejor” que los demás.
Comencemos
por el primer punto. En 1962, el 10% más rico de la población
francesa tenía una renta setenta y seis veces (¡76 veces!) más
elevada que el 10% más pobre. A título de comparación, este
coeficiente de desigualdad era de 10 para Checoslovaquia, de 15 para
Gran Bretaña, de 20,5 para Alemania y de 29 para los Estados Unidos.
Diez años más tarde la producción industrial francesa se había
duplicado; sin embargo el coeficiente de desigualdad se había
mantenido prácticamente constante en Francia, y seguía siendo 29 en
los Estados Unidos. Aún más: en Francia como en los Estados Unidos,
la mayor parte (más de la mitad) de los bienes y servicios era y es
producido para el 20% más acomodado de la población. Dicho de otra
manera, el privilegio de los ricos y la pobreza de los pobres han
permanecido inalterables.
Ya
sé que surgirán las objeciones de que: “los pobres viven mejor
que hace diez años” “Consumen más, luego son menos pobres”.
Error, doble error. Pues:
- Si bien es cierto que los pobres consumen más bienes y servicios, esto no significa que vivan mejor.
- Suponiendo incluso que viven mejor, esto no significa que sean menos pobres.
Veamos más de
cerca estos dos puntos:
1.
Consumir más, es decir, disponer de una mayor cantidad de bienes, no
significa necesariamente una mejora. Esto puede significar
simplemente, que desde ahora haya que pagar lo que antes era
gratuito, o que haya que gastar mucho más (en moneda constante) para
compensar la degradación general del medio de vida. ¿Los ciudadanos
viven mejor porque consumen una cantidad creciente de transportes,
individuales y colectivos, para ir y venir entre su lugar de trabajo
y su ciudad-dormitorio cada vez más lejana? ¿Viven mejor porque
cada cinco o seis años reemplacen las sábanas que antiguamente
duraban más de una generación? ¿O porque en lugar de beber un agua
del grifo repugnante, compren cada vez más un agua llamada mineral?
¿Viven mejor porque consumen más combustible para calentar
viviendas cada vez peor aisladas? ¿Son menos pobres porque han
reemplazado la asistencia al café de la esquina y al cine del barrio
-los dos en vías de desaparición- por la compra de un televisor y
de un coche que les ofrecen evasiones imaginarias y solitarias fuera
de su desierto de hormigón?
Hace
mucho tiempo que economistas como Ezra Mishan (desconocido en
Francia) han establecido que, hay que tener en cuenta las
destrucciones que entraña el crecimiento (perjuicios, poluciones,
descomposición de las relaciones interhumanas), “el crecimiento
significa cada vez más una degradación y no una mejora”; “su
costo es superior a las ventajas que de él se obtienen” (Attali y
Guillaume). O como escribe Illich, “los
drogadictos del crecimiento están dispuestos a pagar más caro por
disfrutar menos”. La
difusión masiva de vehículos rápidos ha tenido por efecto el
acrecentar las distancias más rápidamente aún que la velocidad
vehicular, de obligar a todo el mundo a consagrar más tiempo,
dinero, espacio y energía a la circulación. “Es la gran batalla
entre la industria de la velocidad y las otras para saber quién va a
despojar al hombre de la parte de humanidad que le queda”. “No se
puede atribuir al crecimiento del consumo la finalidad de incrementar
el bienestar de la colectividad. Los alegatos en favor de un
crecimiento reorientado no son admisibles a menos que se trate de una
reorientación radical” (Attali y Guillaume).
2.
Ya sé: los electrodomésticos se han “democratizado”, ya no son
como hace cuarenta años, el privilegio de una élite. Y lo mismo se
puede decir del consumo de carne, conservas, coches, vacaciones….
¿Significa esto que los obreros, por ejemplo, sean menos pobres?
Plantead la pregunta a obreros viejos. Os dirán que en 1936, con una
quincena de salario, marido y mujer podían ir de vacaciones en
bicicleta, comer y dormir en un hotel durante dos semanas y que aún
les quedase dinero a la vuelta. Hoy para ganarse unas vacaciones en
hotel y en coche, el hombre y la mujer deben trabajar y ahorrar, no
hay tiempo para cocinar y comprar, son necesarios el frigorífico,
las conservas, y horas suplementarias para pagar todo eso. ¿Es eso
vivir mejor? ¿Es eso la “calidad de vida” aportada por los
electrodomésticos?
Respuesta
de una lectora de France Nouvelle: “En primer lugar, todo es una
cuestión de ocio, de tiempo de vivir… Luchemos por la jornada
laboral de cinco o seis horas y los electrodomésticos podrán ser
llevados al museo. ¿Qué es una colada de cuatro personas cuando se
regresa a casa a las cuatro de la tarde? ¿Qué son ocho platos y
ocho cubiertos, cuando en una familia cada uno se friega lo suyo?”.
Sin
embargo, se dirá, el hecho de que hoy los obreros posean “bienes
de confort”, reservados antiguamente a los burgueses, les hace
menos pobres, Pero cuidado: ¿menos pobres que quién? ¿Que los
indios o los argelinos pobres? ¿Que los obreros de hace cincuenta
años? La comparación es completamente abstracta, Pues la pobreza no
es un dato objetivo y mesurable (a diferencia de la miseria y la
subalimentación): es una diferencia, una desigualdad, una
imposibilidad de acceder a lo que la sociedad define como “bien”
y “bueno”, una exclusión del modo de vida dominante; y este modo
de vida dominante nunca es el de la mayoría, sino el del 20% más
acomodado de la población, que se caracteriza por sus consumos
privilegiados y ostentosos. En una sociedad en donde todo el mundo
fuese pobre, nadie lo sería.
Lo que define a los pobres, es un ser-menos con relación a una norma
sociocultural que orienta y estimula los deseos.
En
Perú es pobre el que no tiene zapatos, en China el que no tiene una
bicicleta, en Francia el que no puede comprar un coche. En los años
treinta se era pobre cuando no se podía comprar una radio; en los
años sesenta se era pobre cuando uno debía privarse del televisor;
en los años setenta se es pobre cuando no se tiene televisor en
color, etc. Como dice Illich, “la
pobreza se moderniza: su umbral monetario se eleva porque nuevos
productos industriales son presentados como bienes de primera
necesidad, permaneciendo
fuera del alcance de la mayoría”. La masa “paga más caro un
ser-menos creciente”.
Ahora
bien, es precisamente lo contrario lo que hay que afirmar para romper
con la ideología del crecimiento: Sólo es digno de ti lo que es
bueno para todos. Sólo merece ser producido lo que ni privilegia ni
rebaja a nadie. Podemos ser
más felices con menos opulencia, porque en una sociedad sin
privilegios no hay pobres.
Tratar
de imaginaros una sociedad basada en estos criterios. La producción
de tejidos prácticamente indesgastables, de zapatos que duran años,
de máquinas fáciles de reparar y capaces de funcionar durante un
siglo, todo eso está, en este momento, al alcance de la técnica y
de la ciencia -así como la multiplicación de instalaciones y de
servicios colectivos (de transporte, de lavandería, etc.) ahorrando
la adquisición de máquinas costosas, frágiles y devoradoras de
energía. Suponed en cada edificio colectivo dos o tres salas de
televisión (una por cadena); una sala de juegos para niños; un
taller de reparaciones bien equipado; una lavandería con secciones
de secado y plancha: ¿todavía tendríais necesidad de todos
vuestros equipamientos individuales, iríais a los embotellamientos
de carretera si hay transportes colectivos cómodos hacia los lugares
de descanso, aparcamientos de bicicletas y ciclomotores abundantes, y
una densa red de transportes colectivos para los barrios periféricos
y las otras ciudades? Imaginad que la gran industria, centralmente
planificada, se limita a producir lo necesario: cuatro o cinco
modelos de zapatos y trajes duraderos, tres modelos de coches fuertes
y transformables, además de todo lo necesario para los equipamientos
y servicios colectivos. ¿Es imposible en una economía de mercado?
Sí.
¿Supondría el paro masivo? No: la semana de veinte horas, a
condición de cambiar el sistema. ¿Supondría la uniformidad y la
mediocridad? No, porque imaginad esto: Cada barrio, cada municipio
dispone de talleres abiertos día y noche, equipados con gamas tan
completas como sea posible de herramientas y de máquinas, en los que
los habitantes, individualmente, colectivamente o en grupos,
producirán por sí mismos, al margen del mercado, lo superfluo,
según sus gustos y deseos. Como sólo trabajarán veinte horas a la
semana (y puede que menos) para producir lo necesario, los adultos
tendrán todo el tiempo de aprender lo que los niños aprenderán por
su parte en la escuela primaria: trabajo del tejido, del cuero, de la
madera, de la piedra, del metal; electricidad, mecánica, cerámica,
agricultura…
¿Es
una utopía? Puede ser un programa. Porque esta “utopía”
corresponde a la forma más avanzada y no a la más frustrada, de
socialismo: a una sociedad sin burocracia, en la que se va
extinguiendo el mercado, en la que hay bastante para todos y en la
que la gente es individual y colectivamente libre de modelar su vida,
de elegir lo qué quiere hacer y de tener más de lo necesario: una
sociedad en la que “el libre desarrollo de todos sería a la vez el
objetivo y la condición del libre desarrollo de cada uno”. Marx
dixit.
André
Gorz
Publicado en “Ecología y política”, que reúne artículos entre 1973 y 1977 publicados en le Nouvel Observateur, le Sauvage y Lumière et Vie (Ed. El Viejo Topo, 1980)
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