6/4/17

Nadie ha descubierto una fórmula mágica para la eterna felicidad

¿EL DINERO TRAE CONSIGO LA  FELICIDAD?


Frente a esa irrefrenable inclinación de los humanos a ambicionar bienes y riqueza, existen en la literatura y en la sabiduría popular innumerables historias de ficción, o refranes, que desaconsejan tan mundana y perniciosa costumbre. Si atendemos a su moraleja, las posesiones materiales no sólo no atraerían la felicidad sino que podrían acarrear todo tipo de desgracias. Personajes tan avariciosos como el famoso señor Scrooge de “Cuento de Navidad” habrían encontrado la alegría de vivir sólo tras descubrir que existen otros ingredientes más entrañables que la riqueza. Sin embargo, lejos del mundo de la ficción y de los dichos ¿existe relación entre el dinero y la felicidad?

Los últimos años han sido testigos de una creciente y significativa preocupación de la ciencia económica por el análisis de la felicidad: se han acometido numerosos estudios, tanto teóricos como empíricos. Estos trabajos permiten extraer una importante conclusión: existe cierta relación de causalidad entre ingresos y felicidad pero la conexión no resulta tan directa, evidente ni sencilla. El dinero proporciona felicidad pero… más en el corto que en el largo plazo.

  EL EFECTO ADICTIVO DEL BIENESTAR

En los países con bajos niveles de vida, un aumento de ingresos proporciona un mayor disfrute por permitir un consumo más elevado. Pero este efecto se disipa cuando se alcanza cierto nivel de vida. Lo que proporciona mayores dosis de felicidad en los países industrializados es la obtención de unos ingresos que alcancen, o superen, los objetivos que el propio sujeto se marca. Unas ganancias inferiores a ese nivel constituyen una abundante fuente de infelicidad. La complicación estriba en que los objetivos que se marca cada persona son cambiantes, dependen del entorno, en concreto de los ingresos de los demás y de la propia trayectoria que cada individuo experimenta.


Así, una mejora generalizada del nivel de vida de un país ya rico genera mayor gozo para sus habitantes; pero buena parte de esta felicidad acaba disipándose a medida que la gente ajusta sus expectativas y eleva sus objetivos. Esto explicaría que, entre los países que ya han alcanzado cierto nivel de bienestar, no son necesariamente los más ricos los más felices. Cuando una persona mejora su situación económica de forma permanente obtiene la mayor parte del disfrute en el corto plazo pues pasado un tiempo se habitúa: adapta sus metas a la nueva situación. Desgraciadamente, los seres humanos no mostramos una actitud simétrica: ante disminuciones de ingresos, la pérdida de felicidad es el doble de la ganada cuando aumentan. Y, además, el ajuste a la baja de los objetivos es mucho más lento. Nos acomodamos con facilidad a las situaciones favorables pero nos resistimos a aceptar la realidad cuando muestra sus aspectos más negativos.

Los resultados empíricos también indican que existen otros elementos muy significativos en la felicidad de los sujetos, como el hecho de estar casado o tener pareja estable (ningún estudio hace mención a la suegra), mantener unas buenas relaciones sociales y de amistad, practicar ejercicio físico o vivir en un régimen de libertades. Por el contrario, son causa evidente de infelicidad el desempleo, la desconfianza en las instituciones políticas, la vida en las grandes ciudades o, menos sorprendente todavía, el consumo excesivo de programas televisivos, especialmente cuando se dedican a mostrar obscenamente lo que los demás poseen… y nosotros no.

Precisamente por esto, la pasada crisis económica causó gran disgusto y descontento. No sólo por el sufrimiento de millones personas que perdieron su empleo; también por el  tremendo esfuerzo del ciudadano medio para adaptarse a la nueva realidad, despidiéndose de un nivel de vida que tardará mucho en regresar.

  ¿FELICES PARA SIEMPRE?

Pero quizá pudiéramos paliar un poco este padecimiento si entendemos la vida como un cúmulo de felicidad, tristeza, alegría, dolor o placer en diferentes proporciones. Causa gran regocijo lograr nuestras aspiraciones pero, lo mismo que resulta gozoso el éxito, también puede resultar reconfortante sobreponerse al fracaso. Admitir que la felicidad depende de nosotros mismos, no de los demás y mucho menos de los gobernantes, por muy bienintencionadas que parezcan sus palabras. Aceptar que nunca es absoluta ni permanente, que sólo aparece fugazmente aunque la busquemos cada día con ahínco. Comprender que es efímera, resbaladiza y tan frágil que, tan pronto nos acostumbramos a ella, se apresta a desaparecer. Como la Reina Roja de “Alicia a Través del Espejo”, estamos obligados a correr constantemente tan sólo para mantenernos en el mismo lugar.

El aumento de la riqueza de las últimas décadas ha proporcionado bienestar material, mejorado la alimentación, la salud, la esperanza de vida y permitido una mayor libertad en muchos países. También ha traído consigo cierta felicidad pero de manera mucho más esquiva, algo explicable por la complejidad de la naturaleza humana. Dado que los ingresos, y por ello el consumo, poseen cierto carácter adictivo, una parte del gozo subjetivo se disipa con el tiempo, a medida que los sujetos se acostumbran a su dosis. Y, si pierden ingresos, el disgusto resultante es mayor y más duradero. Por ello, uno de los secretos de la felicidad pudiera consistir en la capacidad de adaptarse a los inevitables reveses con la misma facilidad o dificultad con que nos acostumbramos al triunfo. Por desgracia, nadie ha descubierto todavía una fórmula mágica para la eterna y permanente felicidad. Mejor dicho… por suerte.

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