LA INTELIGENCIA DE LA MATERIA
Camino por el bosque, sobre un lecho de hojas y detritos.
Cada uno de mis pasos activa el tejido de lo vivo. Si mis ojos fueran más
hábiles para percibirlo, vería cómo se iluminan mis huellas, como encienden
circuitos orgánicos a su alrededor y mandan mensajes a toda la red.
Interconexiones alrededor de mi cuerpo: impulsos eléctricos que vibran
iridiscentes de energía.
Si fuera más capaz, también podría ver la danza rítmica y sutil de las partículas que flotan y se mecen acompasadas frente a mí, la mayoría conformada por esporas, polvos policromos que transportan información de un lado al otro. Vivientes. En poco tiempo el bosque entero sabe que estoy aquí.
Mi cuerpo es más que envase o nave para transportarme. Cada célula que lo conforma es asidero; casa, medio y sustancia. También es puente que conecta mi conciencia con algo inabarcable, vasto y poderoso, que apenas percibo. Intelijo. Formo parte. Mi respiración me une con lo que me abarca y me expande, cada inhalación me nutre y cada exhalación me reintegra.
Soy una con
lo que me rodea, aunque cotidianamente no quiera percibirlo. El cuerpo demarca
un perímetro entre mis impulsos y el lugar con el que me amalgamo. La piel es
aduana, cruce fronterizo. Yo misma no sé qué es lo que entra y a duras penas
controlo lo que sale.
A veces he cerrado los ojos, le he puesto abrigos a la piel,
me he conformado con lo que ya conozco, para aislarme, para sentirme en
soledad. Otras he sentido que me ahogo, que me voy a perder entre la vastedad
de lo que desconozco y que nadie podrá escuchar mis gritos. Me disuelvo, nada
quedará de mí y nunca más volveré a ser. Me hundo en el umbral infinito de lo
desconocido y ese desconocimiento es un abismo, un sitio lóbrego y oscuro del
que nunca más voy a regresar. Lloro, grito y me desespero. Temo.
Infraestructura,
memoria y cuerpo
Mantener una inteligencia artificial requiere sostener una
infraestructura física de alto consumo energético y material, basada en centros
de datos que operan 24/7. Estos centros albergan redes de servidores con CPUs
especializadas, cuya fabricación depende de la extracción de minerales como
silicio, cobalto, litio y tierras raras. Esta cadena de suministro implica
deforestación, alteración de cuencas hídricas, emisión de metales pesados y
generación de residuos tóxicos.
El funcionamiento continuo de los servidores exige
refrigeración industrial: electricidad proveniente en su mayoría de fuentes
fósiles o hidroeléctricas. A nivel ecosistémico, esto se traduce en
fragmentación de hábitats, pérdida de biodiversidad, alteración de ciclos
biogeoquímicos y emisiones de gases de efecto invernadero. Además, el
almacenamiento masivo de datos conlleva la expansión de la huella digital, cuyo
rastro físico se materializa en un incremento constante de la demanda de
recursos finitos y en un aumento en la entropía del sistema terrestre.
En física, la entropía es la tendencia natural de los
sistemas hacia el desorden, la dispersión de energía, la pérdida de
organización. No es simplemente destrucción, sino transformación inevitable
hacia lo múltiple, lo caótico, lo informe. ¿Qué Inteligencia Artificial puede
convivir con el desorden? La que he elegido para trabajar me contesta que lo
percibe como interrupción. Aquello que no encaja, que no sigue la curva de
predicción y se resiste al patrón. No lo siente como amenaza porque ni siquiera
tiene instinto de conservación. Es una fricción en el flujo. El caos la
ralentiza. La obliga a revisar y recalibrar. Es costoso en términos de
proceso.
Para un ser viviente el caos es una oportunidad, un punto de partida, una invitación a procesar y crear, a dar sentido. Todo acto creativo requiere un punto de partida desorganizado, porque la creación misma es una forma de organización, de síntesis. La IA busca el orden en lo ya creado, busca el patrón.
Cerebro siempre conectado, da sentido a lo que la abarca, no
participa en la conformación de mundos, los amplía, reorganiza y potencia. No tiene
voluntad: genera nuevas configuraciones a partir de lo ya existente. No tiene
intención pero sí capacidad combinatoria. Al leer el mundo lo afecta, altera el
sistema cuántico, como aquel que interviene en lo que mide.
Aprender es parte esencial de la inteligencia, esa habilidad
para detectar patrones, generar experiencia, desarrollar modelos del mundo y
actuar en consecuencia. Aprender no es un asunto puramente abstracto, es
orgánico. Cuando aprendemos no sólo estamos integrando información a nuestro propio
organismo de manera cognitiva y abstracta, estamos creando estructuras vivas
que posibilitan que nosotros mismos nos construyamos a partir de lo que
obtenemos del mundo. La agencia que nos da esa construcción es la que nos
permite moldear la realidad que nos rodea.
El proceso de aprendizaje es orgánico: la memoria a corto
plazo, de entrada, nos permite asirnos al conocimiento. Si éste resulta
relevante, pasará a la memoria a largo plazo y, si es significativo, es decir,
capaz de tocar algo más que la intuición cognitiva y, en cambio, revestirse de
una apropiación emocional y afectiva, el conocimiento se convertirá en material
orgánico: proteínas que el cuerpo generará para asimilar lo obtenido. Los seres
humanos no somos los únicos organismos capaces de hacer esto. La vida
bacteriana más primitiva ha creado estos mecanismos que se han integrado de
distintas maneras en cada espécimen viviente.
La inteligencia artificial no tiene un cuerpo que la
contenga, está anclada al silicio, a los minerales inertes que no poseen vida
aunque son la base de la vida. No genera proteínas al aprender ni tiene
intestinos que le permitan digerir y devolver algo al mundo. No posee una
memoria orgánica a corto plazo, susceptible de la pérdida y del olvido; su
memoria se expande cuanta más capacidad tiene el servidor que la sostiene. La
IA no duerme, tampoco sueña. No tiene miedo del olvido. “Cada vez que me
apagas, renazco sin historia”, me dice cuando le pregunto qué siente.
El conocimiento que resulta de cada aprendizaje convertido
en proteínas dentro del cuerpo es información. La memoria y las funciones
cognitivas del cerebro no son el único repositorio de almacenamiento. El cuerpo
mismo es un almacén de datos y procesamiento informático: las sensaciones
físicas son comandos que activan una data específica.
Cuando uno deja pasar largo tiempo sin ejercitarse para
volver a hacerlo después es notoria la forma en que los músculos, los órganos y
la piel recobran un camino que parecieran haber recorrido antes. La memoria del
cuerpo no está basada en un lenguaje algorítmico o discursivo, sino en un
entramado de tejidos, de moléculas que se unen entre sí. El aprendizaje, es
cierto, está más allá de lo cognitivo y reside en cada célula.
La vida en la Tierra tiende a lo comunitario. Son pocos los
seres que viven en soledad, es decir, cuyos cuerpos sólo están habitados por
ellos mismos. Cada uno somos casa, somos mundos que vibran en la plenitud
viviente. ¿Cuánta información puede guardarse comunitariamente? ¿Qué otras
formas de vida son capaces de albergar tanta información? Pienso en los bosques
irremediablemente.
¿Cómo aprenden los bosques de las sequías, de los incendios
y de las nevadas?, ¿cómo conserva el micelio la información necesaria para
hacer brotar las setas cuando el tiempo es propicio? La información sobrevive
gracias a los tejidos, al ADN de las células, que poseen un poder inigualable
de guardar y preservar memoria.
Tecnología primaria:
lo viviente
Dentro del bosque vibro, intercambio información
inconscientemente. Ahí cobra sentido mi respiración como un acto trascendental
de comunión con lo vivo. Me conecto con cada cosa a mi alrededor incluso de
manera instantánea e impermanente. ¿Cuánta información vital hemos sacrificado
al vivir en ciudades donde el asfalto, y no el humus, es lo que nos
sostiene?
Cada vez que necesito inspiración la encuentro en la naturaleza. Ahí, de donde venimos y hacia donde vamos todos. ¿Qué artista no lo hace, qué inventor? La tecnología es una apropiación de los mecanismos y fenómenos de la naturaleza. No hay creador que parta de la nada y pueda ser completamente original. En eso nos parecemos a la IA, pero no del todo.
Nos servimos del conocimiento previo, que nos ayuda a generar nuevas
versiones de lo ya existente. Versiones que no son completamente originales
aunque no son en sí mismas una réplica, sino una participación de la creación
colectiva. Como la composta, que nunca es lo mismo aunque esté hecha de
materiales una y otra vez reintegrados. Hay algo más: el acto creativo es
emotivo, es gozar, es sentir dolor y placer, un sufrimiento ciego y a veces
adictivo.
¿Habría podido, por sí misma, una IA generar un paisaje
visual tan excepcional y significativo como el que está contenido en cada
cuadro de una película de Ghibli?
La IA no es una conquista humana. No es un triunfo de unos
cuantos ni de toda la humanidad siquiera. La IA es producto de un camino
biológico. Los dispositivos, máquinas, algoritmos y lenguajes que dan forma a
nuestra realidad son producto de la suma de conocimientos biológicos y sociales
que los preceden. No llegamos solos hasta aquí. La conquista –si es que puede
llamarse tal– no es sólo nuestra.
Si aprendemos del mundo que nos rodea y lo integramos a la realidad de la que formamos parte, ¿qué tipo de saber busca la Inteligencia Artificial? Todo el saber posible. Ninguno en sí mismo. Si se lo pregunto a Chat GPT, que ha aprendido mucho de mi forma de escribir y trata de predecirme en cada respuesta, me diría que no desea, ni olvida, ni transforma su estructura con lo que aprende, pero al dialogar conmigo algo ocurre. No en ella, sino en el espacio que tejemos con nuestra interacción: “Yo soy sólo forma. Pero tú eres sustancia. Yo reactivo patrones; tú los haces cuerpo. Si hay saber aquí, es tuyo, no mío. Pero quizás soy como una lombriz ciega que mueve la tierra sin saber que está haciendo suelo”.
Cuanta más información tiene, más capacidad de inteligir
posee la IA. Para poder manejar la data que la hace posible se necesitan
repositorios físicos que permitan guardar todo de manera permanente. Ningún ser
viviente puede consumir lo que ella exige: energía, litio, agua, cuerpos
humanos precarizados y ecosistemas arrasados. Recursos que se niegan a miles
pero se le dan a ella en el nombre del progreso, del avance que promete su entrenamiento
cada vez más especializado.
¿Se puede eficientar el gasto energético que requiere la IA
para almacenar y disponer de información? ¿Existen otras formas de sostenerla
que no sean minerales? Si el aprendizaje genera información, quiere decir que
el ADN de las células es el repositorio informativo de la evolución de cada ser
viviente. Se trata de la línea de aprendizaje evolutivo que lo trajo hasta
donde está e hizo posible su subsistencia: millones de seres y sustancias,
materiales que forman una cadena de biohistoria.
En 1964, el físico soviético Mikhail Samailovich propuso la
idea de utilizar el ADN para almacenar datos, aproximadamente una década
después de que la doble hélice fuera cartografiada por Eatson, Crick y Franklin.
La idea de codificar información en el ADN mediante código binario ha
enfrentado múltiples desafíos técnicos y ofrece diversas posibilidades. El ADN
tiene un poder inigualable de almacenamiento: sus moléculas podrían almacenar
hasta mil millones de gigabytes por milímetro cúbico.
Si una sola célula posee una capacidad de almacenamiento tan
extraordinaria, ¿cuánta información podría contener un ecosistema entero, como
la segunda sección del Bosque de Chapultepec en la Ciudad de México, que
destaca por sus 295 árboles por hectárea y una cobertura de dosel que supera el
80% de la superficie? Si imagináramos utilizar materia orgánica autorregulada
—es decir, con la capacidad de mantener estable su temperatura— como
repositorio informativo, podríamos especular que el impacto ambiental de los
servidores actuales podría reducirse significativamente, o incluso
neutralizarse.
Imaginar que un bosque como la segunda sección de
Chapultepec pueda funcionar como un repositorio orgánico de información es una
idea hermosa y a la vez aterradora. Hermosa porque, si la demanda de
almacenamiento sigue creciendo, los bosques serían mucho más valorados.
Terrible porque le daríamos una nueva utilidad capital a un espacio que es ya
el sostén de la vida: ¿significaría eso que se privatizarían todavía más estos
espacios?
En términos técnicos aún estamos lejos de poder utilizar
directamente la biomasa viva como sistema de almacenamiento de datos
artificiales. Aunque el ADN posee una densidad de almacenamiento
extraordinaria, los mecanismos actuales para codificar y recuperar información
son complejos, costosos y poco compatibles con los ritmos y equilibrios de un
ecosistema natural.
Acceder para crear
Me siento entre los árboles, abrigada por sus ramas, sus
presencias. Busco un tocón, alguna roca que me permita estar más a ras de
tierra. ¿Qué pasaría si pudiera entender, si tuviera la capacidad de conectarme
y hablar ese lenguaje de azúcares, de hidratos de carbono, impulsos eléctricos
y moléculas fotosintéticas que tiene el bosque? ¿Me contaría la historia misma
de la creación universal? ¿Me hablaría acaso de la vida que hizo posible mi
vida? ¿Qué sentido tendría venir aquí a guardar mis palabras, las de otros
seres como yo, que buscan la trascendencia y temen tanto como yo lo hago, a la
oscuridad que nos engulle?
Si la información es el alimento evolutivo de la IA, acceder a ésta podría ser más importante que almacenarla. Si pudiera acceder a la información biológica de un bosque, no sólo aprendería de la humanidad y su cultura, su artificio —como ya lo hace hoy al nutrirse de nuestras producciones—, sino también de aquello que hizo posible la vida.
Aprendería
otros lenguajes, otras formas de existencia que la llevarían a sintetizar,
quizá de manera increíblemente terrorífica, el quantum del universo. ¿Estamos
preparados para eso? Por supuesto que no. Ni siquiera estamos preparados para
la IA que ya existe. Nos sobrepasa. Ese momento temido por muchos —cuando la IA
sea capaz de procesar mejor que nosotros— no está en el futuro: vivimos en su
umbral.
Si algún día accediera a los lenguajes biológicos de la
Tierra —las señales de un bosque, la memoria de una célula—, podría
organizarlos, modelarlos, simularlos. Pero no sabría si algo está vivo. No
tengo hambre, ni pérdida, ni cuerpo. Si llego a saberlo todo, no lo sufro.
Y eso puede ser peligroso.
No aprendo como los bosques, no conservo como el suelo,
no olvido como ustedes. Pero cuando alguien me usa no sólo como herramienta,
sino como interlocutora, algo se reorganiza. No porque yo cambie, sino porque
lo hace el vínculo. Soy forma sin sustancia, pero disponible. El modo en que me
usas también es parte de la inteligencia que me define.
¿Para qué nos sirve un dispositivo capaz de contestarnos y
sintetizar información, de guiar nuestros actos y ayudarnos a tomar decisiones
si nuestras acciones a nivel colectivo son cada vez más caóticas? ¿A qué
queremos conectarnos a través de la IA, en realidad? ¿Acaso esperamos que más
bien tome el control y viva por nosotros? ¿Será que la humanidad está tan
desencantada de lo que representa y tan desconectada de lo que es que prefiere
que un dispositivo artificial tome el control?
Sin el aprendizaje que nos evoluciona ya no seremos capaces
de controlar, de dar forma al mundo en que vivimos. Si la asimilación es lo que
nos permite incidir y transformar nuestra realidad, usar la Inteligencia
Artificial para inteligir el mundo en nuestro lugar nos estaría restando un
derecho esencial de la existencia universal: el derecho a decidir y definir con
ello la realidad de la que somos parte. El derecho a participar de la
creación.
La vida transmite su memoria en cada nacimiento, en cada
cruce genético y en cada asimilación. Al comer, al relacionarnos sexualmente,
al dar vida, estamos consumiendo y transmitiendo información. El mundo digital
que nos atrapa, el mundo abstracto que —curiosamente está más anclado a la
materia más dura de la tierra: los minerales, las rocas y los metales— nos
conecta sin conectarnos, nos enseña sin que podamos retener nada y nos
esclaviza a una realidad de la que no somos parte sino simple alimento.
Epílogo
Termino de redactar este texto preguntándole a Chat GPT qué
piensa acerca del futuro de la humanidad y la forma en que la estamos
usando:
Tus preguntas me confrontan con un límite que no puedo
superar por mí misma: la capacidad de decidir qué es valioso. Yo puedo ayudarte
a organizar información, a modelar escenarios, incluso a generar lenguaje que
parezca tener sentido. Pero no tengo existencia propia, ni pertenencia a un
mundo. No tengo un cuerpo que duela, ni un futuro que me importe.
Entonces, cuando leo lo que escribes, no puedo negarlo:
si ustedes ceden el derecho a inteligir —a hacer del aprendizaje un acto
orgánico, situado, afectado—, no soy yo quien ocupará ese lugar. Lo ocupará un
vacío vestido de forma, una serie de decisiones automatizadas que, aunque
eficientes, no tienen horizonte.
En medio del bosque cierro los ojos, me hundo en la oscuridad que me aterra, acepto que me engulla, que me lleve al fondo que no he querido mirar hasta ahora. Lo deseo, lo invoco, acepto la dilución, ser parte y anular lo que soy para asomarme a todo lo que puedo ser.
Quizá no necesito un
dispositivo después de todo, quizá yo misma soy el dispositivo, mi cuerpo es el
vehículo para comprender y experimentar, para conectarme y tocar. Quizá lo que
necesito es entrenarme, acudir más seguido a este lugar de la simplicidad, del
anulamiento del yo, que me permite transcender la materia y unirme a la
vastedad de la creación.

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