HACER MENOS
Nuestra sociedad adora la cantidad más que
la calidad, al menos en las acciones. No nos referimos a las que
cotizan en bolsa, sino a las otras. En público, no son pocos los que presumen
de la cantidad de cosas que hacen. Las redes sociales lo han convertido en una
obsesión: fotos en paraísos remotos, fiestas supercukis, retos
arriesgados… y por supuesto, también cosas de trabajo (reuniones, proyectos,
horas extras).
Una vez más, tenemos que repetir las palabras del sabio Araújo que, a propósito de los que presumen de no tener tiempo para nada, les recriminaba hacer un «impúdico exhibicionismo de su propia esclavitud». Dejemos, por supuesto, que cada uno presuma de lo que quiera. La cuestión es que —al menos nosotros y sin necesidad de gritarlo—pensemos si todo lo que hacemos merece de verdad ser hecho.
El lema ecologista de reducir es
aplicable también en esto. Tal vez si reducimos nuestras actividades a las que
sean más esenciales (las más importantes, las que más nos llenan y las que
menos daño hacen), veremos entonces que podemos ser mejores sin
esfuerzo. Es lo que sugiere la filosofía
Wu Wei, cuyo lema es no hacer, no intervenir y no forzar.
Cada uno debe decidir cuánto, cuándo y cómo agarrarse a este «no hacer nada»: cinco minutos al día, un día al mes… El objetivo es simplemente hacer menos; y de paso, disfrutar más de lo que se haga. Eliminaremos o reduciremos primero las acciones más inútiles, más ingratas, menos necesarias o más dañinas. A cualquier escala, será fácil darse cuenta de que «menos es más» y de que vivimos con contradicciones que podemos empezar a disolver.
Por ejemplo, hay
cosas que nos estresan tanto cuando no están hechas como cuando las hacemos.
Tal vez podemos encontrar un equilibrio entre esta «acción esencial» y
el torrente de autoexigencia en nuestra cuadriculada mente.
Pensemos en acciones como limpiar
menos, planchar
menos, comer
menos, trabajar
menos, o viajar
menos. Hacer menos en algo implica tener más en otras facetas de la vida.
Pero hagamos lo que hagamos, debemos ser conscientes de por
qué lo hacemos y qué implicaciones tiene. Es algo que se nos suele escapar
constantemente. Un ejemplo: es frecuente que nos enfademos cuando nos
interrumpen en nuestros quehaceres. ¡No me interrumpas!, gritamos sin pensar
que es posible que la vida nos demande una acción más importante.
Quizás es alguien que nos pide ayuda o solo un poco de atención.
Pudiera parecer que «hacer menos» es algo sencillo.
Pero no. En cuanto empieces, surgirán conflictos que no habías previsto. Tal
vez, con aquellas personas con las que compartes tu vida. No todos te
respetarán. Menos serán los que te entiendan. También habrá conflictos con uno
mismo, contradicciones, dificultades para no hacer lo que habías decidido no
hacer. ¿Por qué deberíamos hacer aquello que, con rotundidad, nos disgusta?
Esta cuestión también hay que aplicarla al trabajo cuando no somos felices ahí.
Entonces, algo falla. Es posible que tengamos que repensar
nuestra relación con el trabajo.
Al trabajo deberíamos ir contentos. En caso
contrario, algo nuestro ha fallado: nuestras elecciones, nuestros gobernantes,
nuestras leyes, nuestra sociedad… y también nuestra forma de interpretar lo que
nos sucede (léase, por favor, a Marco
Aurelio). Conozco empresas en las que es frecuente que los trabajadores vayan
al servicio para llorar. Los jefes lo saben y lo han normalizado, pero llorar
por culpa del trabajo es algo indigno, no es ni debe ser normal.
En el contexto de crisis ecosocial que vivimos, reducir
la jornada laboral no es solo recomendable, sino necesario. Da
igual si aumenta o disminuye la productividad. Eso es secundario. Lo importante
es mejorar la salud, la calidad de vida y sobre todo avanzar hacia la
sostenibilidad. No es un capricho. La
senda del ecocidio nos lleva a un precipicio. Trabajar e ingresar en
exceso aumentan —casi siempre— las agresiones ambientales.
En todo caso, nuestro objetivo es plantear un «hacer menos»
general. Ahora no hablamos de reducir
la jornada laboral ni de trabajar
menos para hacer otras cosas más divertidas. Tampoco hablamos de dejar
de hacer lo que no nos guste (aunque estuviera bien). Por el contrario, proponemos
hacer menos cosas; dejar cosas sin hacer y dedicar tiempo a no hacer nada.
Busquemos una postura cómoda y empleemos unos minutos en observar y en
observarnos, sin hacer nada más.
No vale leer ni dormir ni mirar el móvil. Tampoco es meditar,
pues eso ya sería hacer algo. Como mucho, podemos escribir pensamientos y observaciones.
Aquí tienes un experimento de hacer eso durante veinte días, veinte minutos. Podemos responder a preguntas
como: ¿Qué veo? ¿Qué escucho? ¿Qué me preocupa? ¿Qué siento? ¿Tengo
pensamientos recurrentes? Pero lo mejor es no responder a nada. Hacer solo
aquello que no podemos dejar de hacer: pensar, observar, sentir… Acercarnos lo
más posible a la nada, aunque se nos resbale entre las neuronas.
El objetivo es zambullirse en la nada todo lo posible.
¿Seremos capaces de semejante reto en la sociedad del ruido y del
estrés? Y luego —después del experimento, solo después de él y no durante el
mismo—, examinemos qué es lo que ha pasado de la forma más global y completa
posible. El mundo sigue ahí.
https://blogsostenible.wordpress.com/2025/01/09/hacer-menos/
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