EL MIEDO A LA TECNOLOGÍA
Hay una tradición muy vieja que establece el temor a máquinas sin control, a inteligencias sobrehumanas, a maldiciones por tratar de hacer el imposible, como la torre que quería tocar el cielo y, en general, a que los artefactos nos compliquen la vida de manera insoportable.
Esa tradición
se ha convertido en una especie de consigna de quienes confunden el humanismo
con la manera de pensar y de actuar que a ellos les gusta, como los que
presumían, hace más de un siglo, de no usar máquinas de escribir o ahora de no
usar el PC porque deshumaniza.
Se trata de manías explicables en especial cuando, como dijo Arthur Clarke toda tecnología suficientemente madura acaba por ser indiscernible de la magia. La extensión e importancia universal de la tecnología es un fenómeno muy reciente desde el punto de vista histórico.
La relevancia del papel que la tecnología ha adquirido en el momento presente hace que la forma de vida que se ha hecho común en Occidente sea incomprensible sin ella.Identificar a la tecnología como el factor determinante del progreso es
casi una obviedad, de modo tal que se hace difícil comprender los recelos que
se oponen a su progreso, los prejuicios y objeciones con que se pretende, si no
evitar, sí controlar un desarrollo que se presume irrefrenable.
Lo esencial es entender que el miedo que se supone hay que sentir frente al desarrollo tecnológico es, sobre todo, un miedo político, una manipulación. Como acaba de escribir Javier Benegas es de broma que se llame a una cruzada contra Elon Musk mientras no se dice nada contra el abusivo empleo de técnicas invasivas y omnipresentes para controlar hasta la forma de andar de la población de las que se vale el comunismo chino. Aunque estemos acostumbrados a que la izquierda lo mismo te argumenta con una cosa que con su contraria, este temor es bastante infantil, en especial si lo emplean los que no saben dar un paso sin depender de las redes y sus aparatitos.
El movimiento ecológico que ha surgido en todo el mundo
occidental como una alternativa a la forma de oposición que la izquierda
tradicional ofrecía al sistema capitalista ha fundado su descontento no en el
mal trato a los oprimidos sino en el menosprecio a la naturaleza misma. Su
oposición al sistema no se funda en discrepancias con lo que se consideran
arteras maniobras que el capital introduce en el modo de distribución, sino en
una deslegitimación radical del modelo de producción.
En esa perspectiva la tecnología es vista como un
instrumento de explotación intensiva que es tanto más eficaz cuanto más a fondo
destruye la unidad de la naturaleza: por eso la energía nuclear fue vista como
el enemigo principal y los más tontos entre nuestros progres tardan en apearse
de ese prejuicio pese a las abundantes razones en contra. El ecologismo condena
la explotación y la manipulación (dos de las utilidades de la tecnología) sin
tener para nada en cuenta que la vida de millones de personas (de un altísimo
porcentaje de la humanidad) sería imposible sin ella, olvidando que a estas
alturas apenas existe de hecho un mundo puramente natural, sino un
mundo humano en el que la historia de la tecnología (desde los orígenes de la
agricultura hasta las tecnologías digitales) ha supuesto también creación,
nuevas posibilidades y esperanzas inéditas. Pero es que para muchos ecologistas
la vida humana es un simple estorbo, no significa nada y por eso no tienen el
menor empacho en exagerar, en mentir y en poner palos en las ruedas de cualquier
forma de progreso.
El miedo a que la naturaleza se vengue de nosotros por nuestra desatención y por nuestros excesos se apoya, sin duda, en la experiencia de abundantes desastres, naturales unos, provocados por la impericia y la soberbia otros; pero, de modo tal vez inconsciente, esos temores se fundan también en una experiencia de la soledad humana que no siempre se hace explícita, en el hecho de que un mundo en el que la Providencia divina ya no juega ningún papel es un escenario ideal para la reaparición de viejos temores paganos, del pavor que siempre se puede experimentar frente a la carencia de sentido.
Es el pánico de quien se reconoce solo en un universo
inmenso y oscuro, el sentimiento que suscita en la práctica el alejamiento
progresivo del centro de la realidad, del sentido mismo de las cosas que
nuestra historia intelectual nos muestra como la línea de maduración de la
autoconciencia moderna.
No se puede repetir que la ciencia ha desbancado al hombre
de su lugar propio al perderlo en un universo sin centro ni orientación, sin
sentir algún miedo. Este temor que viene del pasado se junta con un miedo al
porvenir, con el riesgo de un desastre ineluctable e impredecible, aunque los
ayatolas del ecologismo nos lo adelantan cada vez más, sin preocuparse de que
no se cumplan las fechas que preconizan en sus profecías, dado que el miedo
suele permanecer inmune frente a los datos y los argumentos.
En un mundo en que la profusión de los mensajes y el
aumento, casi demencial, de la información disponible está fuera del control de
cualquiera, muchos se sienten desplazados, experimentan la pérdida de poder de
la palabra, y temen que su destino deje de estar en sus manos. Ahí encuentran
su oportunidad los que han hecho fortuna asegurando que nos defienden del mal,
la izquierda salvadora. Entonces tratan de asustar con los tecnofachas y
los tecnomillonarios y los acusan de envenenar la sociedad con
sus algoritmos, pero no dicen que lo que querrían es que esos algoritmos se
pongan a sus órdenes para alcanzar una eficacia masiva ahora que grandes masas
de votantes han salido corriendo de las engañifas progres.
No conviene dudar de que quienes usan el argumentario de la
izquierda para atornillarse en el poder usarán la tecnología disponible con
toda la intensidad a su alcance. Lo que les duele no es que Musk haya comprado
Twitter sino que ha despedido a los inquisidores que borraban lo que no les
parecía digno de sus altos ideales y lo ha sustituido por un sistema de
comentarios mucho más plural y abierto. Claman contra la Inquisición, pero es
porque quieren ser ellos los inquisidores.
Las tecnologías no tienen tanto poder como para cambiar los modos en que la gente siente, piensa y vota, pero muchos intentan controlarlas para conseguir precisamente lo que critican con tanta hipocresía. Lo único que debiera darnos miedo, hoy por hoy, del desarrollo tecnológico es que en Europa predomine un clima en el que florecen los controladores de la IA, de las redes y del sursum corda, pero no seamos capaces de competir con un mínimo de destreza, las excepciones son muy poco significativas, en esta nueva etapa de desarrollo tecnológico basado en el mundo digital.
Esto si debiera
preocuparnos y es de auténticos memos consolarse pensando que los que lideran
el desarrollo tecnológico, en los EEUU, pero no solo allí, son gentes
peligrosas o, peor aún, que son idiotas que no comprenden nuestra superioridad
espiritual y política, pero hasta este tipo de argumentos se escucha en boca de
quienes se han acostumbrado a vivir opíparamente de decir que nos están
protegiendo contra nosotros mismos.
https://disidentia.com/el-miedo-a-la-tecnologia/
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