SABER LEER
Tan importante en su
día como ahora lo es la inteligencia artificial
La conexión entre el protestantismo y la prosperidad
económica parece difícil de refutar: desde el siglo XVI, las principales
potencias económicas han sido, en su mayoría, de tradición protestante.
Sin embargo, cabe preguntarse: ¿es realmente la ética
calvinista del trabajo —esa rígida disciplina que ensalza el esfuerzo como
signo de virtud— el motor detrás de este crecimiento, o estamos simplemente
ante una coincidencia histórica amplificada por las circunstancias?
Estudios como los de Sascha O. Becker y Ludger Woessmann arrojan una perspectiva provocadora: la clave no radicaría tanto en la ética del trabajo como en la alfabetización masiva promovida por las ideas de Lutero. Al insistir en que cada individuo debía leer la Biblia por sí mismo, Lutero no solo transformó la espiritualidad, sino que sembró la semilla de una revolución cognitiva.
Mutatis mutandis, podríamos estar asistiendo hoy a un
fenómeno análogo con la inteligencia artificial, un tipo de acceso «centauro»
—una simbiosis entre la capacidad humana y las máquinas— que promete redefinir
las ventajas educativas, económicas y culturales. Aquellos que logren integrar
la IA como una extensión de su intelecto, potenciando su pensamiento y
productividad, podrían inaugurar una nueva era de privilegios y oportunidades,
mientras que quienes permanezcan al margen de esta transformación tecnológica
corren el riesgo de quedar rezagados.
Ya no se trata de aprender a leer para acceder a la Biblia,
sino de aprender a pensar al alimón con un segundo cerebro.
El poder de los cambios ecológicos
Más allá de los cambios que originará la incorporación de la
inteligencia artificial a nuestras operaciones cognitivas, lo que queda por evidente
es que los grandes cambios sociales distan de estar orquestados por
planificadores centrales: más bien son fruto de cambios ecológicos pequeños
que, en virtud del efecto mariposa, producen cambios sistémicos.
Por ejemplo: probablemente el pendrive y otros dispositivos
de almacenamiento digital han hecho más por la ecología que el movimiento
ecologista, aunque la concepción de dichos dispositivos no tenían como fin el
reducir la tala de árboles para fabricar papel. Asimismo, el desarrollo de la píldora
anticonceptiva o la bicicleta probablemente propiciaron más progresos
feministas que los propios movimientos feministas.
Esta dinámica es la que podemos observar también en la
invención de la imprenta, cuyo poder solo se explica por el incentivo de leer,
cuyo incentivo, a su vez, reside en la idea protestante de que debe leerse la
Biblia. La alfabetización cambió el mundo de una forma tan disruptiva como lo
hizo internet, pero nadie planificó ese cambio: lo hizo una religión que, en realidad, solo buscaba una forma herética de
alcanzar los Cielos.
Podríamos llamar a estos avances históricos, cuyos cambios
sistémicos alteran el curso de la sociedad, serendipias históricas. Pequeños
cambios y azarosos contextuales o ecológicos que determinan la forma de vivir,
pensar e interactuar de millones de personas.
Para entender mejor los entresijos de estos cambios
sistémicos que no están dirigidos por nadie hacia ningún lugar en particular,
añadamos un poco más de resolución al proceso de la alfabetización por la vía
luterana.
Cómo el mundo se hizo rico
En su obra How the World Became Rich, Mark Koyama y Jared Rubin sostienen que, desde
el siglo XVI, las principales economías globales han sido de tradición
protestante: la República Holandesa lideró desde finales del siglo XVI hasta
principios del XVIII; Gran Bretaña, desde el siglo XVIII hasta comienzos del
XX; y, desde entonces, Estados Unidos ocupa este lugar preeminente. De manera
más general, el protestantismo exhibe una correlación fuerte y positiva con el
PIB per cápita moderno, mientras que dicha correlación resulta más débil en el
caso del catolicismo y es incluso negativa para el Islam. No obstante, cabe
preguntar: ¿es válida la hipótesis causal? ¿Fue el protestantismo —y más
concretamente el calvinismo— un motor del crecimiento económico a través de una
ética de trabajo capitalista, o estamos simplemente ante otro ejemplo de
que correlación no implica causalidad?
Como ya se ha adelantado, un mecanismo propuesto por Becker y Woessmann para explicar la relación
entre protestantismo y prosperidad económica es la alfabetización. Martín Lutero subrayó la
importancia de leer la Biblia, llegando a producir la primera traducción
ampliamente utilizada de este texto sagrado en lengua vernácula alemana. Sin
embargo, la alfabetización —y, por extensión, la educación en general— genera
beneficios que trascienden con creces la capacidad de leer la Biblia. ¿Podría
el éxito económico de las sociedades protestantes ser, en última instancia, una
consecuencia no intencionada del empeño de Lutero por difundir la Palabra de
Dios?
Becker y Woessmann, analizando datos de 452
condados de Prusia en 1871, encontraron que las zonas protestantes presentaban
niveles más altos de alfabetización y también mayores tasas de matrícula escolar
a principios del siglo XIX. Además, en un estudio de 2008, observaron que estas
áreas tenían una mayor proporción de mujeres alfabetizadas, reflejando el
énfasis de Lutero en que «cada pueblo tenga también una escuela de mujeres».
Así, la alfabetización se convirtió en un pilar del progreso, creando una
brecha entre sociedades alfabetizadas y aquellas que no lo eran, una brecha que
en última instancia dio forma al mundo moderno.
La cuestión, entonces, es dilucidar si esta ventaja
educativa se tradujo en un mayor rendimiento económico en las regiones
protestantes. La evidencia apunta a que sí. Las regiones protestantes mostraron
una ventaja significativa en la adopción de tecnologías industriales, lo que
permitió acelerar la modernización de sus economías y aumentar su productividad
en sectores clave, como la manufactura y la ingeniería. Este fenómeno no solo
implicó un crecimiento económico más rápido, sino también una mejor capacidad
para integrar los avances científicos y técnicos de la época, estableciendo un círculo virtuoso de
innovación y desarrollo.
Además, el impacto de la educación protestante fue más allá
de la economía. El énfasis en la alfabetización promovió una cultura de lectura
que favoreció la circulación de ideas, el cuestionamiento de las estructuras
tradicionales y el surgimiento de instituciones más abiertas y democráticas.
Así, esta ventaja educativa no solo se reflejó en la riqueza material, sino
también en la configuración de sociedades más dinámicas y preparadas para los
desafíos de la modernidad.
Naturalmente, la lectura, por sí sola, requiere un contexto
adecuado para desplegar su verdadero potencial transformador. En este sentido,
el fracaso de los gobernantes europeos en reconstruir un imperio
continental tras la caída de Roma marcó el inicio de un período de
declive económico y militar —la célebre «Edad Oscura»—, pero,
paradójicamente, también preparó
el terreno para un crecimiento económico sostenido a largo plazo.
Las organizaciones políticas que sucedieron al Imperio
Romano en Europa occidental eran endebles: carecían de la capacidad para
imponer impuestos de manera eficaz o para proporcionar bienes y servicios
básicos. Este vacío de poder centralizado llevó a una separación entre el poder
económico, militar e ideológico. Este último quedó prácticamente monopolizado
por la Iglesia católica, mientras que los soberanos debieron compartir su
autoridad con la nobleza. Esta dispersión de poderes constituyó una condición
previa fundamental para la aparición de parlamentos, ciudades independientes y
otras instituciones representativas, rasgos distintivos de la Europa medieval.
Resulta irónico que esta debilidad intrínseca de los
gobernantes europeos posibilitara el surgimiento de fuentes alternativas de
poder. A nivel interno, los monarcas se vieron obligados a ceder prerrogativas
a las élites para mantener su posición. En el ámbito externo, la fragmentación
política generó una intensa competencia interestatal, lo que incentivó avances
económicos, políticos, científicos y tecnológicos. En este contexto de
dispersión y rivalidad, Europa encontró una dinámica que, lejos de ser un
lastre, se convertiría en un catalizador de su desarrollo.
La ausencia de un poder central fuerte en Europa permitió que los comerciantes adquirieran una
influencia política sin precedentes. Estos actores, al implementar
reformas que favorecían sus propios intereses, también impulsaron la expansión
general del comercio, sentando las bases de la Revolución Comercial Europea.
Las nuevas ciudades se convirtieron en centros manufactureros y comerciales,
donde redes basadas en la economía de mercado florecieron en la ausencia de una
autoridad centralizada.
A diferencia de civilizaciones como el Imperio Bizantino, el
mundo islámico o China, el
policentrismo político de Europa garantizó la coexistencia de múltiples fuentes
de poder. Junto a los comerciantes, la Iglesia católica asumió un papel
político inusual que tuvo profundas implicaciones intelectuales y culturales.
Según Francis Fukuyama,
en The Origins of Political Order, la Iglesia desempeñó un rol
crucial al debilitar las estructuras tradicionales de parentesco y los reclamos
de clanes y familias extensas, desplazando el énfasis hacia el individuo como
unidad central de la sociedad. En esta misma línea, Larry Siedentop, en su obra Inventing
the Individual: The Origins of Western Liberalism, argumenta que el
cristianismo, con su insistencia en la igualdad moral de todos los seres
humanos, fue decisivo para el surgimiento de las sociedades liberales modernas.
Investigaciones recientes han aportado evidencia empírica
que refuerza estas ideas. Por ejemplo, un estudio publicado
en Science en el año 2019, los autores, analizan cómo la
prohibición eclesiástica del matrimonio entre primos contribuyó a la disolución
de las redes de parentesco tradicionales. El profesor de Harvard Joseph Henrich, en su libro The
WEIRDest People in the World, profundiza en cómo esta transformación
facilitó la aparición de estructuras sociales más abiertas, como las comunas
medievales. Por su parte, otro estudio publicado en Science,
complementa estas observaciones al señalar que estas comunas fueron el caldo de
cultivo de las grandes ciudades-estado medievales, que desempeñaron un papel
clave en superar el estancamiento económico post-romano.
Es difícil imaginar cómo estas ciudades libres e
independientes podrían haber emergido bajo el control de un gobernante fuerte,
del tipo que predominaba en gran parte del resto de Eurasia. La fragmentación
política europea, lejos de ser una desventaja, fue un terreno fértil para la
innovación institucional y el renacimiento económico.
El futuro de la alfabetización alfanumérica
La dinámica de fragmentación y competencia que permitió el
florecimiento de las ciudades-estado medievales en Europa podría encontrar un
eco contemporáneo en el desarrollo y adopción de la inteligencia
artificial.
China, con su enfoque centralizado, emplea la IA como un instrumento para reforzar su modelo
autoritario y profundizar el control social, integrándola en un sistema
que prioriza la estabilidad y el poder estatal, en sintonía con su herencia
confuciana. Este legado, que exalta la armonía y la jerarquía como pilares del
orden, encuentra en la IA un aliado perfecto: una tecnología capaz de
monitorizar, predecir y moldear el comportamiento de los ciudadanos para
preservar un equilibrio cuidadosamente diseñado desde el poder central. Así, la
IA no es tanto una herramienta de emancipación, como en otros contextos, sino un
medio de perpetuar una visión en la que la sociedad es un organismo
indivisible, subordinado al interés colectivo definido por el Estado.
Estados Unidos, por el contrario, utiliza la IA como una
herramienta para potenciar la
libertad de mercado, la innovación empresarial y la autonomía individual,
manteniéndose fiel a una tradición descentralizada de desarrollo tecnológico.
En este modelo, las empresas tecnológicas actúan como feudos modernos,
compitiendo ferozmente en un entorno que premia la creatividad y la capacidad
de adaptación. Ciertamente, este sistema recuerda a las ciudades-estado
medievales de Europa: núcleos de innovación y comercio, donde la competencia
alimentaba el progreso. No es casualidad que Estados Unidos haya sido moldeado
por inmigrantes europeos, muchos de ellos seguidores del credo protestante, que
exaltaba la ética del trabajo, el espíritu empresarial y la búsqueda de la
prosperidad individual como virtudes esenciales.
Europa, atrapada en su propio laberinto regulatorio, corre
el riesgo de marginarse, como antaño lo hicieron las comunidades cristianas que
rechazaron la alfabetización y, con ello, las oportunidades que ofrecían el
comercio y la pujante modernidad. Su celo por establecer marcos éticos y
legales que controlen el desarrollo de la inteligencia artificial, aunque noble
en intención, recuerda a un monasterio medieval que se aferra a sus códices
mientras el mundo exterior adopta la imprenta y multiplica su conocimiento. Al
limitar el margen de maniobra de los innovadores, Europa puede estar edificando muros donde se necesitan puentes, condenándose
a observar cómo otros actores lideran esta revolución tecnológica.
En este contexto, el modelo chino podría parecer, a primera
vista, una manifestación de eficiencia y previsión, pero su enfoque
centralizado podría limitar la espontaneidad y la creatividad que
históricamente han impulsado los avances tecnológicos más disruptivos. Por su
parte, Estados Unidos, con su enfoque descentralizado, recuerda a las comunas
medievales donde múltiples actores competían e innovaban sin una autoridad
central que restringiera sus movimientos. Este entorno de competencia abierta,
aunque caótico, podría ser el caldo de cultivo para que las aplicaciones más
transformadoras de la IA emerjan, al igual que en el pasado surgieron avances
económicos, científicos y políticos en el fragmentado panorama europeo.
Europa, en cambio, se encuentra en una encrucijada. Su
exceso de regulación y precaución, si bien fundamentados en principios éticos y
de seguridad, amenaza con relegarla al papel de espectadora. Al igual que los
cristianos analfabetos del pasado, que quedaron al margen del progreso al
resistirse a la alfabetización, Europa
podría estar perdiendo la oportunidad de liderar esta revolución tecnológica. O
peor aún: podrían quedar sometida a ella.
Cada actor, pues, queda atrapado en su propia religión. La
religión del ente único, a lo Gran Hermano, donde el individuo es solo un
engranaje más y se prefiere la seguridad argilosa al caos adaptativo. La
religión que conceptúa al individuo como una suerte de mónadas que comercian
libremente y que, en virtud de su propio egoísmo, producen buenos resultados
para la mayoría. Y, finalmente, la religión de la democracia o
el buenismo, donde lo importante son más las intenciones que los resultados,
donde nadie puede quedarse atrás, donde todos somos iguales, corre el peligro
de asfixiar la creatividad y desalentar la innovación.
Como un clero
obsesionado con interpretar las escrituras al pie de la letra, Europa se
pierde en sus propios cánones, sin permitir que cada uno lea su Biblia y la
interprete a través de su propia idiosincrasia, mientras el mundo exterior
escribe el futuro sin esperar su bendición.
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