CARTAS EN UNA BOTELLA
Desde hace siglos, los seres humanos hemos lanzado mensajes
en botellas al mar. Cartas con y sin dirección clara, escritas con la esperanza
de ser leídas algún día. Muchas se pierden entre las olas y aparecen décadas
después. Otras llegan a manos desconocidas.
En nuestra travesía nos hemos topado con unos cuantos mensajes anónimos. No sabemos de dónde vienen, pero sí que han sido lanzadas al océano de Igluu por nuestros lectores y lectoras para confesar todo lo que nunca se atrevieron a viva voz. Te dejamos aquí todas las que nos caben, porque ha habido muchas más. Deseamos que te inspiren a no dejarte nada en el tintero con las personas a las que más quieres.
Gracias abuelos.
Alberto, por enseñarme que para ti la familia era lo más
importante. Nunca olvidaré los mejores veranos en Valdemorillo, gracias por
darnos un lugar para estar todos juntos. Te echo de menos.
Angelines, por hacer de cada domingo una aventura con
recetas o volteretas en el pasillo. Conseguiste que nada fuera imposible
estando contigo.
Juan, de ti aprendí que algo estaría siempre mal en el
mundo mientras hubiera una persona sin nada para comer y otra ganando millones.
Eres un pozo de sabiduría de 91 años que nunca dejará de sorprenderme.
Juli, por el cariño y la mano siempre tendida. Las
mentirijillas que todos nos creemos. Y tu eterna preocupación por el bienestar
de los demás, incluso por los que no conoces.
Por cuidarme siempre. Os quiero.
Todas las formas de vida son un milagro, ¡cuida mucho de
la tuya y de las que te rodean, y disfrútala con amor, libertad y respeto!
Mamá:
Me enseñaste a crecer sin pedirme que lo entendiera.
Ahora que me ha tocado hacerme mayor, empiezo a comprender.
Hay días en los que el cansancio pesa más que el cuerpo,
decisiones que nadie celebra y peleas internas que casi nadie nota… pero tú
siempre las veías.
Cuando hablabas de madurar, yo pensaba que era solo
cumplir años. No entendía que era levantarse aunque no se tuvieran ganas,
seguir adelante en silencio y cargar con todo sin decir nada.
Ahora entiendo tus desvelos, tus silencios, tus «no pasa
nada» cuando claramente pasaba todo.
Madurar es dejar de verte solo como mi mamá y empezar a
verte como la gran mujer que has sido siempre.
No vengáis a buscarme, me he bebido todo lo que encontré
en la isla y estoy de resaca.
Recuerdo que siempre llevabas un boli y una libreta en el
bolso. Alguna vez te he visto usarlos para apuntar algún teléfono o las medidas
de algo pero no lo suficiente como para considerar esos objetos imprescindibles
para llevarme a una isla desierta. Ahora, para escribirte este mensaje, se
convierten en una necesidad.
También me dices siempre que lleve algo de dinero suelto
por lo que pueda pasar aunque ya no haya cabinas para llamarte por teléfono si
me dejo las llaves de casa.
Estos son solo dos pequeños ejemplos que
inconscientemente he adoptado como míos; aunque el ejemplo más grande que me
has dejado es ese afán por intentar buscar soluciones para mí o para los demás.
En la isla en la que habito ha crecido una Azucena.
Pienso en su risa inundando la sala y en lo nerviosa que se pone, que es, que
vive. Pienso en aquella tarde, frente a la estación de autobuses, en la que me
confesó que de pequeña escribía poesía, y me obsesiona descubrir qué pasó para
que dejase de hacerlo. Pienso que habríamos sido grandes amigas de no ser madre
e hija. Pienso que la vida le ha ido arrebatando su identidad, y me asusto al
pensar que me está sucediendo lo mismo, porque cada día estoy más perdida.
Pienso, pienso y pienso, y naufrago en el océano que es
mi cabeza, ansiando toparme con los mensajes embotellados que me manda: «buenas
noches» y «buenos días» que leo cuando aún es de noche. Ella es mi salvavidas.
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