MENOS EXCELENCIA Y MÁS ESENCIA
Es hora de volver
al hobby vago
Pintar por placer,
correr al ritmo que queramos o hacer en clase de cerámica esa taza tan fea que
acaba en el fondo del armario son hoy actos de resistencia en un contexto que
nos fuerza a ser productivos hasta en nuestro tiempo de ocio, abandonando por
completo el arte de la improvisación. Necesitamos ser inútiles para sentirnos,
en lugar de demostrarnos.
Hay reflexiones que son como esas margaritas que surgen radiantes en los terrenos más inhóspitos. La mía germinó hace pocas semanas en el metro de Madrid. Mientras mi mente repasaba compulsivamente cuántas paradas quedaban hasta mi destino, una conversación me trajo de vuelta. «Eres muy gracioso, deberías abrirte un TikTok, que algo de pasta sacas», afirmaba una voz de unos cuarenta años a alguien al otro lado del teléfono. ¿En qué momento decidimos poner nuestras cualidades al servicio de la monetización?
Decía la filósofa italiana Silvia
Federici que la
productividad es una forma de control. No es cuánto hacemos, sino para
quién y a qué precio. Y en un momento sociocultural en el que la prioridad es
rendir incansablemente, el planteamiento de la filósofa cobra más sentido que
nunca.
Si profundizamos en lo que plantea Federici llegamos a una
conclusión clara: nuestra productividad se trata ahora de construir una imagen
frente a los demás. Quien la recibe puede ser un jefe que pone en duda nuestro
trabajo, unos padres que minimizan nuestras ambiciones, un colega que resta
valor a nuestros gustos o, en la mayoría de los casos, una autoestima dañada
que trata de repararse aspirando a la inalcanzable excelencia.
No, no tienes que ver
esa serie en inglés
Pocas esferas evidencian tanto esta dinámica como el mundo
del deporte, un espacio que lejos de asociarse al placer de ejercitar el cuerpo
se ha convertido en una exigente batalla en la que una medalla olímpica es
compatible con la sensación de no ser suficiente. Muestra de ello es la
historia de Nadia Comaneci, primera atleta en conseguir un 10 en la prueba de
gimnasia artística en el año 1976 y que, sin embargo, poco después dijo que
podría haberlo hecho mejor.
Incapaces de sentir
placer sin remordimientos nos topamos con la segunda disyuntiva: el
precio a pagar. «Vivir en la presión constante de optimizar el tiempo genera
ansiedad porque hasta el descanso se convierte en una tarea donde se deben
obtener resultados, impidiendo al cerebro desconectar» apunta Sara Morales, neuropsicóloga.
Eso genera una culpabilidad «por el hecho de sentir que no se está haciendo
algo útil», así como el conocido burnout
ligado al desgaste emocional, la falta de motivación y la fatiga crónica.
Siguiendo la estela Comaneci llegamos al mediático caso de
Simone Biles, quien con doce medallas olímpicas a sus espaldas y siendo,
literalmente, la mejor gimnasta del mundo, decidió bajarse de la cresta de la
ola porque era demasiado para ella. Desde entonces, y aunque ha vuelto a
competir, no ha dejado de hablar de sus problemas de ansiedad y depresión
ligados a querer llegar a lo más alto a costa de todo.
«Dedicar tiempo a saber quiénes somos y qué queremos -o
qué no- es esencial para poder cultivar una vida en la que nos valoremos más
allá del rendimiento constante» Leyre
Galarraga.
Sin embargo, la presión de los atletas no es ajena al común
de los mortales: cuando corremos nos descargamos una app que nos dice nuestros
mejores ritmos; si vamos a un curso de cerámica nos
proponemos hacer la mejor pieza; si vemos una serie en Netflix aprovechamos
para ponerla en inglés e incluso cuando queremos disfrutar de un restaurante
buscamos opiniones en internet para asegurarnos de que es el mejor.
«Instrumentalizamos el placer», afirma Morales. «Dejamos de
lado el disfrute para convertirlo en un medio para algo externo, como la
validación social, lo que nos lleva a distorsionar por completo la autenticidad de la experiencia». ¿Qué
es auténtico cuando hasta lo más simple puede ser un bien monetizable?
La autoexigencia no
es el camino
Querer ser los mejores -para el resto o para nosotros
mismos- hasta en lo que se supone que nos aporta disfrute hunde sus raíces en
varios factores, tal y como explica Áxel De León, investigador en Sociología y
Comunicación: «La gratificación
inmediata a la que ya estamos acostumbrados hace que queramos tenerlo todo,
pero ese todo es muy relativo». No basta con hacer, sino con demostrar
lo que estamos haciendo: una reseña en Google o una historia en Instagram como
prueba de vida para evidenciar que seguimos siendo activos, válidos y útiles.
Porque lo que no se ve, simplemente, no existe.
«Nos desenvolvemos en una sociedad en la que la
competitividad es destructiva», señala el sociólogo. «Y lo curioso es que no es
necesario que nos pongan unas marcas porque en nuestra propia mente ya estamos
programados para competir. Sabemos –o eso nos hacen creer– que nos estamos
peleando por un mérito, pero al final lo estamos haciendo por migajas».
«Instrumentalizamos el placer para la validación social,
y eso nos lleva a distorsionar la autenticidad» Sara Morales.
Es ahí donde la autoexigencia conecta con la meritocracia
cuando, en realidad, se trata de todo lo contrario. «La valía de una persona no
se puede medir por la productividad o lo que genera en una situación
específica», reivindica De León. «No podemos seguir ligados a la fórmula
“productividad = valor” porque acabamos agotándonos».
¿Podemos frenar la rueda? Para Leyre Galarraga, psicóloga
sanitaria, la clave está en el autoconocimiento: «Dedicar tiempo a saber quiénes somos y qué queremos -o
qué no- es esencial para poder cultivar una vida en la que nos valoremos más
allá del rendimiento constante. Es una introspección que conecta nuestros
valores con nuestras prioridades».
En resumidas cuentas, necesitamos volver a la improvisación.
Y en esto, la generación Z lleva muchísima ventaja: al crecer en un escenario
marcado por la incertidumbre, han sido capaces de asimilar la imposibilidad de
llegar a todo a cambio de nada y reivindicando el derecho al descanso, al
aburrimiento e incluso a la mediocridad consciente. Frente al mandato de la
excelencia proponen la dignidad del límite: no aspiran a ser los mejores, sino
a estar bien.
Es hora de volver al hobby vago, al disfrute sin
expectativas. Recuperar el placer de hacer algo solo por hacerlo es el
camino a reconectarnos con lo que somos por pura naturaleza humana: curiosos,
creativos, imperfectos y sensibles. Volver a lo lúdico, a lo inútil nos hará
más comprensivos y realistas con nuestra verdadera esencia, que no es otra que
sentirse (y no demostrarse).
https://igluu.es/menos-excelencia-y-mas-esencia-es-hora-de-volver-al-hobby-vago/
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