LAS POLÍTICAS DE GAIA
Apuntes utópicos para
una re-evolución necesaria
Hacer un diagnóstico exhaustivo de la coyuntura histórica
que habitamos es una tarea imposible, sumidos como estamos en la vorágine de un
tiempo de mutaciones. Escribo esto cuando todavía nos golpea el dolor de la
tragedia que ha devastado el Mediterráneo ibérico, llevándose por delante
cientos de vidas humanas, y cuando todavía es imposible hacer un cálculo de
pérdidas económicas y en infraestructuras (las pérdidas naturales son tan
inconmensurables como despreciadas por nuestro contra-sentido común
antropocéntrico).
Parece innegable que transitamos en este siglo XXI por una nueva dinámica antropológica, psicocognitiva y desde luego climático-ambiental, tecnológica, económica y social. Nuestro mundo es radicalmente diferente de aquel del siglo XIX, en el que se forjaron las teorías político-filosóficas del liberalismo y el socialismo. Incluso nuestro mundo globalizado, superpoblado y lleno, sumido en la crisis climática más importante de la historia de los últimos 10.000 años y en medio de una catástrofe biológica de extinciones en cadena, es bien distinto del mundo del siglo XX. Y sin embargo seguimos anclados a las categorías políticas de los dos siglos anteriores, repitiendo las mismas respuestas, aunque las preguntas hayan cambiado diametralmente.
Es hora de certificar que las utopías políticas del siglo
XIX no sólo han fracasado, sino que nos han traído al infierno que habitamos.
Tanto el liberalismo en todas sus versiones, como el socialismo en sus diversas
formas, contrariamente a la utopía que prometían, han provocado verdaderas
distopías en forma de genocidios y ecocidios derramados imperialmente por toda
la faz de la tierra (desde el desierto de Nevada, al mar de Aral, desde
Chernobyl a Fukushima, desde Palestina a Indonesia, desde Hiroshima a
Aüschwitz…), y nos han colocado ante este cuello de botella
civilizatorio o crisis multidimensional, provocada por siglos de
crecimiento económico (liberal) y/o desarrollo de las fuerzas productivas
(socialista) que en vez de llevarnos al paraíso de la abundancia nos han
arrojado a este infierno de desigualdad social lacerante y de catástrofe
ecológica y climática, todo condimentado además con lacerantes enfrentamientos
bélicos.
El desorbitado progreso tecno-científico auspiciado por
la razón ilustrada y el positivismo científico, liberado de
todo límite moral y ético, entregado al más desvergonzado mercantilismo, nos ha
puesto ante objetos-mundo como la energía atómica civil-militar,
la ingeniería genética o la Inteligencia Artificial, que contienen amenazas y
sombras ominosas para el destino de la humanidad, y que cabalgan al margen de
todo control democrático sirviendo de instrumentos para un dominio político y
social, por parte de unas élites enloquecidas y ensimismadas, que se extiende
de un modo absolutamente despótico y violento.
Y frente a todo ello sólo podemos certificar que las
categorías políticas de la modernidad han quedado obsoletas. Seguimos usando
las categorías de derecha e izquierda como definitorias de un campo de tensión
y lucha ideológica, una polarización de lo político que procede de 1789, de la
Revolución Francesa, pese a que el mundo del siglo XXI es bien distinto a
aquel.
Y aunque, sin duda, todavía hoy existen diferencias acusadas
entre las derechas y las izquierdas en diversas materias, también comprobamos a
diario que frente a muchos de los grandes retos históricos que tiene la
humanidad hoy en día, ambos polos muestran una impotencia paralela y a veces
una complicidad desastrosa con las dinámicas destructivas que nos amenazan: la
terca insistencia en el crecimiento ilimitado, la adhesión a la tensión bélica
y militarista, la inacción e incluso negación de la crisis climática, la
erosión de la biodiversidad, el extractivismo, la explotación de los cuerpos de
las mujeres y del cuerpo de la naturaleza, la superpoblación, la contaminación…
El eje izquierda-derecha forma más parte del problema que de la solución, y
opera ya como un corsé que nos impide pensar y sobretodo transformar nuestro
mundo.
La irrupción de Gaia
Isabelle Stengers se refiere con esta expresión a la toma de
conciencia de que la Tierra no es un paisaje pasivo o un
escenario inerte para el despliegue histórico de Homo sapiens, sino
un súper-organismo con interacciones de una complejidad abrumadora que
co-produce la historia. Ya no podemos negar que Gaia es un sujeto histórico, o
que los virus, los cambios climáticos, las especies animales domesticadas o
salvajes y el reino vegetal hacen historia, sostienen y derriban imperios,
facilitan o coartan las economías humanas, tanto o más que las monarquías, los
ejércitos y el comercio humano. Gaia y sus millones de especies tienen agencia histórica.
La mayor parte de nuestros congéneres siguen todavía
instalados en el modo de vida imperial: esa subjetividad
colonialista que considera que la Tierra es una entidad inerte, desprovista de
sentido y propósito, que está ahí únicamente para servir a nuestros intereses
materiales, para ser explotada, y sus riquezas extraídas con ayuda de la
ciencia y la tecnología. Sin embargo, en el mundo subsisten muchos pueblos con
cosmovisiones vitalistas que, escapando a la ceguera del excepcionalismo
humano, saben y sienten que las otras especies tienen derechos, narrativas,
deseos y sentido propios; que los animales son hermanos mayores, maestros
totémicos, seres sagrados a los que se debe rendir respeto y pleitesía; que los
ríos están vivos; que el agua y el fuego son sagrados; que las plantas se
comunican entre sí y con los humanos si estos se abren a ello y aprenden a
escucharlas, etc.
Estas cosmovisiones vitalistas subsisten
pese a siglos de violencia material e intelectual, esa violencia desatada a
partir de 1492 contra los pueblos americanos y africanos, contra las propias
naturalezas y faunas salvajes europeas, y contra el cuerpo y la sexualidad de
las mujeres en la persecución neurótica de la brujería. Procesos concomitantes
de violencia patriarcal que están en el origen de la acumulación originaria del
capitalismo y que corren en paralelo al nacimiento de la cosmovisión científica
occidental, en palabras de Amitav Ghosh: «a pesar del largo y tortuoso
nacimiento de la metafísica mecanicista, su ascenso hasta convertirse en
dominante fue tal que con el tiempo reclamaría un lugar de honor entre los
jinetes que ahora conducen a la humanidad al apocalipsis, no ha sido capaz de
deglutir por completo los restos de su némesis, el vitalismo… los pueblos
indígenas siempre tuvieron razón, que los paisajes no son inertes, ni mudos,
sino que se hallan imbuidos de vitalidad» (La Maldición de la Nuez Moscada).
La disrupción climática, el evento de sexta extinción de
especies y todos los efectos derivados de ello están obligándonos a un cambio
radical de percepción: ya no hay modo de ignorar la intrusión de Gaia en
nuestras vidas y en la historia. En ese sentido Stengers afirma que la
brutalidad de la intrusión de Gaia corresponde punto por punto a la brutalidad
de lo que la dañó: el desarrollo capitalista. «Luchar contra Gaia no tiene
ningún sentido, hay que aprender a contemporizar con ella. Contemporizar con el
capitalismo no tiene ningún sentido, hay que luchar contra su dominio… Siempre
tendremos que contar con Gaia y aprender, a la manera de los pueblos antiguos,
a no ofenderla» (En Tiempo de Catástrofes).
Creo que no hemos elaborado todavía con suficiente
profundidad lo que significa la irrupción de Gaia en la esfera
de lo político. Aún no nos hemos dado cuenta del todo del enorme impacto
que la revolución en la evolución, que es la Teoría de Gaia, tiene.
Un impacto que trasciende los límites de la biología para desatar un auténtico
terremoto para nuestras teorías filosóficas, políticas y psico-sociológicas,
que pone en cuestión toda nuestra dominante cosmovisión occidental, anclada
todavía en modelos racionalistas, mecanicistas, positivistas y darwinistas. Que
no es que estén sólo obsoletos, es que, como decía Ghosh, son peligrosos porque
nos precipitan a la cascada de genocidios y ecocidios que ya hemos empezado a
transitar.
Integrar la teoría Gaia en nuestro pensamiento supone un
profundo desplazamiento ético-filosófico, una verdadera mutación
psicocognitiva: si Galileo y Copérnico demostraron que no éramos el centro del
universo, Lovelock y Margulis demuestran que no somos ni siquiera el centro
de la creación, o de la vida en este planeta. La lógica
antropocéntrica que ha estado en la base de todas nuestras cosmovisiones
políticas, científicas, filosóficas y religiosas de los últimos dos milenios,
por lo menos, ha de ser sustituida por una conciencia biocéntrica, ecocéntrica
o geo-céntrica (de Gea o Gaia). Una nueva conciencia humana más humilde, con
menos tendencia a la hybris (el auto-engrandecimiento
narcisista y megalómano que es lo que define y constituye nuestro modo
de vida imperial bajo el capitalismo), plenamente consciente no sólo
de la interdependencia y de la sociabilidad del ser humano, sino también
consciente de la contundente ecodependencia de nuestra especie, cuya viabilidad
es impensable sin las relaciones simbióticas que establece, tanto a nivel
corporal como social, con las otras especies vivas y con los elementos
denominados abióticos de la Biosfera.
Gaia define el meta-sistema integrado y coordinado de los
elementos bióticos y abióticos que pueblan la superficie del planeta Tierra y
que conforman su epidermis viva. Una delgada franja biosférica autorregulada
homeostáticamente y autopoiética, que trabaja de modo que las condiciones de
temperatura, proporción de oxígeno en la atmósfera, pH y salinidad de los mares
y los suelos, reciclaje de los elementos químicos fundamentales para la vida
orgánica, mantenimiento de tecnologías vivas de defensa
planetaria como la capa de ozono, o los mecanismos de la interacción con el
núcleo profundo del planeta (Vulcano), posibiliten el mantenimiento y extensión
de la vida, así como su evolución en el sentido de avanzar siempre a una mayor
diversidad, complejidad y coordinación simbiótica o cooperación
multiespecies que diría Donna Haraway.
Por supuesto hay aquí una impugnación de nuestra visión
darwinista, y peor aún: neodarwinista, de la evolución biológica. No es que los
organismos evolucionen adaptándose a unas condiciones físicas dadas, sino que
el medio físico y el medio natural co-evolucionan
juntos, las propias formas de vida van transformando las condiciones de
habitabilidad planetarias y co-creando cooperativamente unos cada vez mejores y
más estables escenarios o marcos existenciales, para la vida buena. En el
extremo la cosmovisión gaiana implica una abolición de las fronteras entre lo
vivo y lo inerte, entre lo biótico y lo abiótico, entre la biología y la
física.
También destruye el mito de la existencia individual, no es
sólo que seamos interdependientes y ecodependientes, es que somos más
comunidades de bichos que individuos, somos holobiontes en
simbiosis con otros holobiontes dentro del súper-holobionte mayor que es Gaia,
“todos los organismos mayores que las bacterias son, de manera intrínseca,
comunidades.” (Margulis, Una revolución en la evolución). Y tampoco
el principal mecanismo de la evolución es la competencia como nos hemos contado
durante casi dos siglos en ese relato darwinista tan instrumental y engranado
con la lógica liberal y neoliberal del capitalismo triunfante, sino la
cooperación, la simbiosis, la coordinación y la ayuda mutua multi-especies.
Abolidos para siempre el excepcionalismo humano y el
antropocentrismo. “Recuperado del ataque copernicano y de la agresión
darwiniana, el antropocentrismo ha sido barrido por otro soplo de Gaia”
(Margulis). Desmoronado el gran mito fundante del liberalismo: el
individualismo. Demolido el sueño ilustrado de que el ser humano podía
modificar el rumbo de la historia en base a su voluntad. Destronados los
sueños de la razón y los delirios del mecanicismo, en medio de una
catástrofe climática, social y biológica sin precedentes, ¿qué políticas habría
que alumbrar que estén a la altura del reto descomunal que tenemos enfrente por
el que nos jugamos incluso la supervivencia de nuestra especie y de millares de
especies compañeras?
Una nueva (pero vieja) política para un nuevo (pero
viejo) mundo simbiótico
No tenemos espacio aquí, ni tiempo en medio de la tormenta
(textual y simbólica), para hacer un tratado completo de teoría política
revolucionaria para el siglo XXI que además en coherencia con la teoría de
Gaia, sólo podrá ser elaborado colectiva y cooperativamente, pero sí quiero
dejar algunos apuntes de las vías por las que necesariamente habremos de
transitar y además con urgencia.
Por supuesto hay que desechar prácticamente todo el aparato
ideológico heredado de los siglos de la gran aceleración y de la revolución
industrial. De aquellos fastos nefastos considero que sólo son salvables
algunos elementos ideológicos y organizativos, que no en vano se mantuvieron
prácticamente en los márgenes de las corrientes mayoritarias de la izquierda
desarrollista y fosilista: el consejismo, las corrientes más heterodoxas y
menos autoritarias del movimiento comunista, la tradición libertaria,
anarcosindicalista y anarquista, y las corrientes del feminismo más
eco-conscientes, decoloniales y de clase.
Fuera de ahí, no veo que a la hora de reconstruir un relato
político coherente con las leyes y propósitos de Gaia, haya algo salvable en el
marxismo autoritario y estatista, en la socialdemocracia, en esa parodia y
mixtura de ambos que es el populismo, y no digamos ya en el
liberalismo, prácticamente entregado de pies y manos a su perversión y
falsificación neoliberal-neocon.
Por lo menos ya tenemos una base desde la que arrancar:
sabemos lo que no hay que hacer. En España el ciclo ya definitivamente acabado
y derrotado de la nueva política ha sido toda una escuela,
triste pero muy educativa, de cómo las tendencias autoritarias, burocráticas,
institucionales y las praxis conspirativas y carismáticas tan caras a la
tradición izquierdista autoritaria, pueden arruinar un proyecto en principio
democrático y emancipador como fue la revuelta del 15M. El precio en
desilusión, desmovilización, y descapitalización del tejido social ha sido
carísimo, pero el premio no ha sido menor: la ilusión de que la vía reformista
e institucional constituía un atajo para el cambio social ha quedado
completamente desmontada y cancelada.
Una vez que experimentamos con toda su crudeza el fracaso
del proyecto de dominación total sobre la naturaleza que se ha desplegado en
los últimos siglos, y que, al contrario, habitamos coyunturas catastróficas en
que los fenómenos naturales reclaman con contundencia su
protagonismo histórico e imponen estrictos y dramáticos límites a la
civilización humana, estamos obligados a una refundación de las teorías y
prácticas políticas, éticas y filosóficas que se encaminen a reestablecer la
paz entre Homo sapiens y Gaia. Una refundación de la que
depende la supervivencia y adquiere por tanto carácter de urgencia.
Para encontrar un proyecto político coherente con las leyes
de Gaia que sirva para reinsertar las sociedades y economías humanas en su
seno, y reorganizarlas en clave simbiótica y mutualista no hace falta ir muy
lejos, basta acudir a la historia y a la antropología para encontrar que «las
prácticas democráticas –los procesos de toma de decisiones igualitarias- que,
de hecho ocurren en todo el mundo, no son inherentes a ninguna civilización,
cultura o tradición particular. Es más, sólo pueden desarrollarse allí donde la
vida humana se escapa de las estructuras sistemáticas de coerción» (David
Graeber, El Estado contra la democracia).
En este punto hay que aclarar que lo que aquí nombramos como
democracia, de acuerdo con Graeber, difiere radicalmente de lo que conocemos en
la actualidad y nombramos como Democracia Liberal, que se trata más bien de una
falsificación o perversión del principio de autogobierno que etimológica e
históricamente significa la democracia. De hecho, la democracia sólo ha
existido históricamente en ausencia de esa violencia institucionalizada que es
el Estado, y al contrario de lo que nos ha hecho creer la historiografía
oficial, los períodos y espacios geográficos en que grupos humanos han vivido
sin estado han sido mucho más largos y extensos de lo que tendemos a pensar. De
tal modo que situar el origen de la democracia nos retrotrae incluso al
paleolítico porque constituye la forma de gobierno natural y consustancial al
equipamiento psico-social de Homo sapiens, un animal político que
siempre ha vivido en comunidades que requerían de conversación y compromiso,
que son la base del autogobierno comunitario.
El propio Graeber junto David Wengrow en El Amanecer
de Todo deconstruyen solventemente la narración histórica
colonialista, patriarcal y occidental que a partir de la Ilustración hemos
elevado a la categoría de verdad y que no es sino la proyección de nuestros
sesgos ideológicos sobre la Historia, una narración que sitúa el nacimiento de
la democracia en la constitución estadounidense, en la Revolución Francesa o
todo lo más lejos, en la Atenas de Pericles. Las pruebas históricas y arqueológicas
en cambio narran otras historias, en las que podemos rastrear procesos
democráticos en épocas muy anteriores a la Grecia Clásica y en escenarios muy
alejados de occidente: pueblos americanos antes de la colonización,
comunidades budistas en Asia, las sociedades piratas atlánticas e
índicas de la modernidad, las comunidades agrarias rusas, ucranianas, vascas,
etc.
«Por su propia naturaleza, los Estados no pueden ser
democratizados de un modo real. Al fin y al cabo, no son otra cosa que formas
de organizar la violencia… el Estado democrático siempre fue una contradicción»
(Graeber). Una contradicción que en este siglo XXI nos está estallando en forma
ya tan palpable como dramática: estados supuestamente democráticos como los de
USA y la UE que sostienen, arman y apoyan un genocidio como el palestino, y en
paralelo aceleran las condiciones para la disrupción climática y la catástrofe
ecológica generalizada, sosteniendo, legitimando y defendiendo la deriva
nihilista y catabólica de unas élites capitalistas que ya son monstruosas.
Es por eso que las democracias gaianas han de escribirse en
plural y en minúscula, recuperando y actualizando la perspectiva crítica del
anarquismo.
An-arquía etimológicamente significa sin poder,
sin jerarquía, sin dominio, en ese sentido es que decimos anarquista, no en un
sentido identitario, autorreferencial. Es decir, que también aquí habrá que
desechar rigideces doctrinarias, tradiciones ideológicas y mitologías heroicas
que estuvieron activas muy meritoriamente en los dos siglos pasados, pero que
hoy han de abrirse a un horizonte histórico y sociológico radicalmente ampliado
para poder ser masivo. Nos referimos, pues, al anarquismo anterior a su
reformulación ilustrada por parte de Proudhon, Bakunin y Kropotkin, al
anarquismo que no necesitaba de anarquistas sino de comunidades empeñadas en
tomar decisiones conjuntamente sobre los asuntos comunes y que a lo largo de la
historia establecieron mecanismos culturales que impedían la concentración del
poder y limitaban la autoridad y el crecimiento de las jerarquías, «la historia
de los pueblos sin Historia es la historia de su lucha contra el Estado»
(Pierre Clastres).
Valores como la autogestión, la autodefensa, la
descentralización, la reciprocidad y la solidaridad son biomiméticos, es decir
que imitan los procesos gaianos que se despliegan en los ecosistemas y que a lo
largo de 4.000 millones de años han demostrado su viabilidad y eficiencia, ¿qué
es un bosque si no una comunidad compleja de convivencia y cooperación
inter-especies, de simbiosis entre especies para la promoción de la estabilidad
y la conservación de entornos amables para la vida?
En ese sentido la democracia gaiana recoge las
experimentaciones prácticas del anarquismo organizado de los siglos anteriores,
pero también remite a los procesos de auto-organización que los grupos humanos
han recorrido urbi et orbi a lo largo de toda la historia, y
en este siglo de mutación histórica y antropológica, además, ha de atender muy
conscientemente a las enseñanzas de las otras especies, de Gaia. Algo que por
otra parte no han dejado de hacer muchos pueblos originarios que todavía
conservan sus cosmovisiones vitalistas y que saben-sienten que los ecosistemas
no son máquinas de piezas y funciones, «sino una comunidad de seres soberanos,
sujetos y no objetos» (Robin Kimmerer, Una trenza de Hierba Sagrada).
El ágora de la democracia gaiana deberá buscar las formas de
dar voz y capacidad de decisión política a las otras especies, a las
generaciones venideras de la nuestra y de las demás, que no por no haber nacido
carecen de derechos. El pueblo anishinaabe del que procede Kimmerer se conduce
de modo que todas las decisiones personales y colectivas deben tener en cuenta
a la séptima generación. Un ejemplo de responsabilidad intergeneracional que
está en las antípodas de la irresponsabilidad negligente del capitalismo
fosilista, y que nos debe inspirar en el proceso de su superación. El
an-arquismo gaiano de las comunidades biocéntricas plantea una democracia
descentrada temporalmente, rindiendo honor al pasado y comprometiéndose
radicalmente con el futuro.
Y se trata también de una democracia no antropocéntrica y
antipatriarcal: «la cosmovisión indígena plantea que en la democracia de las
especies, los humanos somos seres ligeramente inferiores. Somos los hermanos
pequeños de la creación, y como todo hermano pequeño debemos aprender de
nuestros mayores» (Kimmerer), del mismo modo los valores que hemos asociado a
lo femenino y que han sido relegados o minusvalorados durante tantos siglos han
de volver al centro del ágora: el cuidado de la vida en todas sus formas son la
clave de bóveda del proyecto de emancipación y supervivencia de la especie
humana en estrecha alianza con las demás. Y en esta tarea las mujeres, que
siempre han sido las protagonistas, han de asumir el liderazgo.
Es casi seguro que la radical escisión entre política y
espiritualidad acometida por la ilustración europea y el paralelo desencantamiento
del mundo y de la polis sea ya un proceso histórico acabado y que se salda
con un tremendo fracaso en términos de felicidad y sentido y en términos de
sostenibilidad: sólo cuando empezamos a pensar «el mundo como muerto nos pudimos
dedicar a matarlo» (Ehrenreich, Desert Notebooks). Todos los
cambios históricos profundos de la humanidad han corrido en paralelo a cambios
en las religiosidades, la muerte de los dioses del Capitalismo: el mercado, el
dinero y la plusvalía, dejará espacio al nacimiento de nuevos cultos y
experiencias religiosas (re-ligare: reunir) que se engranarán con lo
político para inspirar sentido y responsabilidad en las tomas de decisiones
colectivas, para lograr que sean coherentes con un nuevo humanismo gaiano o
biocéntrico que necesitamos más que el comer.
El horizonte que planteo sin lugar a dudas es utópico, los
procesos para caminar hacia ese horizonte en los próximos años serán
enormemente complejos, incluso agónicos. Pero participo del optimismo
antropológico de Graeber, nuestra especie se las ha ingeniado para salir de los
peores callejones civilizatorios, ha construido una y otra vez espacios de
libertad y autodeterminación, ha experimentado con una gran diversidad de modos
de organización social. Hoy mismo en medio de dificultades enormes, acosados
por fuerzas poderosas y crueles existen experimentos de este mundo simbiótico y
cooperativo en Chiapas, en Rojava, en comunidades por todo el planeta, en los
pueblos originarios que resisten al extractivismo…
En la tragedia valenciana estamos viendo como en coyunturas
catastróficas aflora lo peor del ser humano, (bueno eso ya había aflorado
antes, todo el tiempo) pero también lo mejor: la solidaridad, el apoyo mutuo,
la conciencia de que sólo el pueblo salva al pueblo… No nos van a faltar
catástrofes que van a ser una oportunidad de actualizar los mejores valores del
equipamiento psico-cognitivo, social, político y espiritual de Homo
sapiens. Ahora contamos con una aliada formidable, bueno, siempre hemos
contado con ella, pero ahora ya sí somos plenamente conscientes de su
presencia: Gaia.
Ella, que nos contiene y sostiene va a derrotar al
capitalismo. Yo tengo fe en ella.
Fernando Llorente Arrebola
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