PERTENENCIA Y CLARIDAD
No creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra
¿Quién me
puede decir quién
soy?” Rey
Lear, Shakespeare.
Vi
hace unos días un documental en Netflix titulado en inglés Keep
Quiet,
“callar” en español. Se centra en Csanád Szegedi, un personaje
húngaro que asciende al alto mando de un partido neonazi llamado
Jobbik y funda su brazo paramilitar, la Guardia Húngara. Mucha
bandera, mucho símbolo, mucho uniforme, mucho desfile. Y muchas
consignas, todas ellas tan bestias como poco originales. El “futuro
radiante” que anuncian pasa por la “¡muerte a los judíos!”,
“los sucios judíos”.
Szegedi,
que hoy tiene 34 años, se incorporó a Jobbik en 2003, fue elegido
vicepresidente nacional del partido en 2006 y al Parlamento Europeo
en 2009. En 2012 descubrió que era judío. Su abuela, la madre de su
madre, le confesó un secreto que había callado desde la Segunda
Guerra Mundial: era una sobreviviente de Auschwitz. Se lo probó a su
estupefacto nieto mostrándole el número que le habían tatuado los
nazis en el brazo izquierdo.
Szegedi
abandonó Jobbik, asimiló su herencia matrilineal, se arrepintió
públicamente de su antisemitismo, se hizo la circuncisión, se
limitó a comer comida kosher y
se convirtió a una secta ortodoxa de la religión judía. Ha
visitado Auschwitz, ha visitado Israel, visita sinagogas por el mundo
donde confiesa sus pecados y celebra su redención.
Como
el documental demuestra, algo elemental en Szegedi le pidió subsumir
su identidad individual en la identidad colectiva, hallar su dignidad
y su relevancia en la lealtad a un grupo. No puede vivir sin códigos
compartidos, sin reglas, sin bandera.
La
lección del caso de Szegedi es aplicable a la mayor parte de la
humanidad. O, mejor dicho, las dos lecciones. Primero, necesitamos
pertenecer a algo, motivados seguramente por un antiguo impulso
tribal que compartimos con los chimpancés, los leones, los elefantes
y demás mamíferos. Segundo, y a diferencia de los animales,
queremos darle sentido a la vida. Buscamos claridad, la claridad
terrenal o cósmica que nos ofrece la ideología o la religión.
Pero
lo primordial es el impulso de la pertenencia, encontrar nuestro
equipo. Esto ocurre con todos, como con Szegedi, por pura casualidad,
empezando por dónde nacimos y quiénes fueron nuestros padres (que
por otra casualidad un día se conocieron y decidieron que se querían
lo suficiente como para reproducir juntos).
Es
decir, son las circunstancias de la vida las que determinan, en
primer lugar, el grupo con el que uno se asocia, sea este político o
religioso. Después, solo después, damos el paso evolutivo que nos
distingue de las demás especies y nos comprometemos con la doctrina
del grupo en el que nos encontramos.
Son
las circunstancias de la vida las que determinan, en primer lugar, el
grupo con el que uno se asocia, sea este político o religioso.
El
tercer paso, el que ha derivado en la mayoría de los conflictos y
guerras de la historia, consiste en adquirir el hábito mental de
señalar como certeros los datos y los argumentos que sustentan
nuestra doctrina y en cerrar los ojos, o desdeñar a los que la ponen
en duda. La misma regla de tres se percibe en todos los casos, sea
uno de la izquierda o de la derecha, musulmán o católico,
nacionalista, peronista o terrorista.
Uno
se convence de que su fe no solo es la buena, sino la única y la
verdadera, cuando obviamente eso no puede ser. Las casualidades de la
vida conducen a que uno opte por determinado bando; la inteligencia y
su necesario cómplice, el autoengaño, son las armas con las que uno
defiende su bastión. Y después, si hay mala suerte, nos matamos;
después llega un Hitler o un Stalin, volcamos nuestra necesidad de
pertenencia y de claridad en uno o el otro, y arranca la carnicería.
Hay
excepciones a la regla. Hay algunos bichos raros. Gente que no aparta
la vista de la insondable complejidad de cada persona y del
inevitablemente confuso destino de la humanidad. Somos bastantes, la
verdad. Yo tuve, debo reconocer, mi fase de pertenencia y de aparente
claridad. Pero mi fe cristiana murió con mi padre cuando yo tenía
17 años. Desde entonces, ver que niños fallecen de enfermedades o
en desastres naturales, o ahogados en el Mediterráneo o bajo las
bombas de Estados Unidos o del ISIS me conduce a exclamar: no me
hablen, por favor, de un Dios bondadoso que todo lo controla. Porque
aunque exista, no me interesa. No pienso, ni como precaución contra
el infierno, darle las gracias y alabarle.
Lo
probé con la política. Como joven adulto trabajé seis años de
corresponsal en Centroamérica, donde la izquierda revolucionaria
estaba en guerra contra “el imperialismo yanqui” y sus sátrapas.
Yo estaba con los sandinistas de Nicaragua y con el FMLN de El
Salvador. Después, en Sudáfrica, con el Congreso Nacional Africano
de Nelson Mandela. Hoy, aunque siga viendo el mundo más desde la
izquierda que desde la derecha, me he pasado a la tribu de los
escépticos.
¿Por
qué? Porque vi cómo partidos o movimientos políticos con los que
me había identificado traicionaron mi buena fe y cayeron en la
eterna tentación de sacrificar sus ideales por el dinero y el poder.
Pienso, entre otros, en el Congreso Nacional Africano, en el
sandinismo de Daniel Ortega. Por eso, aparecen el chavismo
bolivariano o la izquierda soñadora que representa el líder
laborista británico Jeremy Corbyn, o el mesianismo light
de Pablo Iglesias y se me encienden las alarmas. No me vuelco con
ellos como hubiera hecho en otra etapa de mi vida. Y menos, por
supuesto, con cínicos derechistas, burdos explotadores de los pobres
como Putin o Trump.
Pero
el escéptico no tiene por qué ser estéril, o aburrido. Apuesto por
la generosidad como valor máximo en la vida y apuesto por el humilde
sueño de luchar para mejorar la condición humana poquito a poco. No
creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra.
Renuncio a la claridad y, salvo que esté hablando de Trump o de
Lionel Messi, no me creo ni a mí mismo cuando la propongo. Por eso
soy incapaz, aunque a algunos les ofenda, de reprimir el impulso a
reírme de lo tontos que somos.
Buena
suerte y buen verano.
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