ANTIDESARROLLISMO Y COEDUCACIÓN SIN ESCUELAS
«Creo firmemente que el efecto real de las escuelas es prevenir la educación. […] Está claro que las escuelas no están ahí para educar, si lo hiciesen lo veríamos. Están ahí para reproducir la sociedad capitalista de consumo. Es lo que todo el mundo quiere que hagan, y lo hacen bien. Es por eso que las escuelas no se pueden arreglar. No se las puede reformar para que dejen de estar plagadas de relaciones autoritarias, aprendiendo toneladas de cosas irrelevantes y aburridas, exámenes, certificados, fracasos y violaciones de los derechos humanos. Si estas características fuesen eliminadas, entonces las escuelas no reproducirían la sociedad consumista-capitalista» — Ted Trainer[1]
Introducción
El 10 de marzo de 2017 los periódicos
se hicieron eco del descubrimiento por parte de Repsol del «mayor
yacimiento de petróleo en 30 años en EEUU» (El País, 10 de marzo,
2017). En ese artículo se informaba de que «los recursos
identificados pueden aportar unos 1.200 millones de barriles de crudo
ligero, el equivalente al consumo de España en cuatro años». Por
esos días, ese mismo periódico publicó el artículo «La gran
transición energética no esperará al fin del petróleo» en el que
se afirmaba que «el consumo de petróleo —actualmente en torno a
los 86 millones de barriles diarios— continuará ascendiendo hasta
entre 90 y 100 millones en 2030». Los demás datos incluidos
parecían dar la misma sensación de abundancia, de que este hallazgo
nos aportará cantidades ingentes de energía. Utilicé sendas
noticias para una sencilla actividad pedagógica con un grupo de
alumnos y alumnas de 1º de ESPA (Educación Secundaria de Personas
Adultas) que consistió en lo siguiente.
Tras dedicar un tiempo a la lectura de
estos textos y discutir la veracidad de los datos aportados —en ese
asunto no me voy a detener ahora—, pedí al alumnado que realizase
algunos cálculos, como averiguar cuánto tiempo tardaría el mundo,
al ritmo de consumo actual, en agotar ese yacimiento. He de reconocer
que no sabía el resultado —aunque lo intuía— ya que decidí
esperar para resolverlo con ellos y ellas. Tras realizar varias
operaciones el resultado final fue de 13,95 días. Todos nos
sorprendimos. Hubo quien pensó que nos habíamos equivocado en algo
porque una cantidad tan breve de tiempo no tenía sentido, sobre todo
viniendo de una noticia como aquella, tan optimista y esperanzadora
respecto a la previsiones energéticas futuras. Sin embargo ese era
el resultado: no llegaba a 14 días.
He aquí una sencilla actividad grupal
que nos permite evidenciar lo engañoso del lenguaje periodístico
con el que los medios de comunicación masivos distorsionan la
percepción que tenemos de la realidad. Llevamos décadas sufriendo
este tipo de manipulaciones. Si miramos atrás y analizamos las
noticias aparecidas en los medios de los oligarcas, relacionadas con
las cuestiones ecológica y energética, veremos que todas tratan de
ocultar (a veces disimular) una realidad espeluznante: que estamos
iniciando una etapa que se va a caracterizar por una escasez de
recursos energéticos sin precedentes. Investigadores como Antonio
Turiel hablan ya de que antes de 2020 podría ocurrir un pico
conjunto de las energías no renovables, petróleo, gas natural,
carbón y uranio, lo que nos avoca a un descenso energético forzado,
con todo lo que eso conlleva: pérdida paulatina de derechos,
desestructuración social, bajada de salarios, aumento del paro,
subida de precios de los productos básicos…
La verdad es que de
todos los escenarios imaginados por el ecólogo David Holmgren parece
que el que tiene más posibilidades de materializarse es ese al que
nos llevará un rápido calentamiento global combinado con un
descenso energético aún más rápido. Así y todo, el profundo
desencanto al que parece arrastrarnos esta realidad es, también,
un golpe
de realidadnecesario.
Pensemos que lo valioso de este pesimismo estriba en la lucidez que
paradojicamente nos aporta, pues al menos a muchos nos hace salir del
engaño en el que hemos vivido durante todas estas últimas décadas.
Aunque yo no creo
que la Escuela tenga que ser la encargada de crear una conciencia
activa al
respecto —mis propuestas, como se verá, se sitúan al margen de la
Escuela—, no deja de sorprenderme que poco o nada se esté haciendo
desde los colegios e institutos, públicos y privados. Tampoco desde
las universidades (eso me sorprende aún más). He de confesar que
durante los años que fui estudiante universitario y durante aquellos
en los que trabajé en Institutos de Educación Secundaria me llamó
poderosamente la atención una cosa: el gran analfabetismo
ecológico del
profesorado, yo incluido. Y respecto a los libros de texto habría
que dedicarles un artículo aparte.
Con este artículo pretendo imaginar
escenarios posibles y abrir unas cuantas vías de actuación
educativas no escolares para afrontar el inminente colapso al que nos
dirigimos: por un lado difundir a toda la población la información
proporcionada por los investigadores —aunque ésta no nos guste,
nos asuste o nos resulte a veces contradictoria— y por otro,
construir un nuevo modo de aprendizaje horizontal y participativo con
el que afrontar esas nuevas situaciones.
Antes de finalizar con esta
introducción diré que todo lo que viene a continuación es
aplicable al entorno en el que vivo. En ningún momento consideraré
estos análisis, críticas y propuestas como universales. Es más,
opino que cualquier movimiento antiescolar que aspire a poner en
práctica una educación emancipada ha de ser antieurocéntrico. En
otros territorios, donde la situación puede ser bien distinta, tal
vez habría que proponer otras vías de actuación.
La Escuela ante el colapso
Ante esta situación
tan alarmante la izquierda eco-ciudadanista y los ecosocialistas
(podríamos mencionar a Barry Commoner, Ted Trainer, Mary Mellor o
Jorge Riechmann), por un lado, comparten el objetivo de mitigar los
efectos nocivos de esa escasez de recursos energéticos. Para ello
proponen una etapa de transición en la que se vaya reduciendo
paulatinamente el consumo de combustibles fósiles y que nos permita
avanzar hacia un mundo pospetróleo en condiciones de justicia. Por
otro lado, los anarcoecologistas, los eco-insurreccionalistas y, en
general, los movimientos antidesarrollistas proponen un cambio
radical, una destrucción total e inminente de la maquinaria
económica y estatal (por ejemplo Derrick Jensen, John Zerzan, Paul
Kingsnorth o Ron Sakolsy y sus amigos del Grupo Surrealista de
Chicago con su ecología
de lo maravilloso).
Pero tanto decrecentistas como
antidesarrollistas coinciden en resaltar —que es adonde quería
llegar— el papel salvífico que desempeñará la Escuela. He de
decir que la gran mayoría de ellos son, en el fondo, apologetas de
la escuela. Confían en ella; en la posibilidad de reformarla
—mediante la inclusión en los currículos educativos oficiales de
contenidos relacionados con cuestiones medioambientales, el
aprendizaje—servicio o realizando actividades extraescolares de
educación ambiental— para crear individuos críticos y un mundo
más justo en el que el medioambiente sea respetado. Esta es la
realidad dominante en amplias zonas de la izquierda.
Me gustaría exponer algunas
consideraciones previas al respecto. La primera tiene que ver con el
papel nefasto y nocivo que ha desempeñado la Escuela, en todas sus
modalidades, a lo largo de la historia europea. No olvidemos que la
escolarización, en Occidente, ha sido y sigue siendo un instrumento
capitalista, que no ha servido ni con mucho para eliminar las
desigualdades sociales. Admitir la Escuela actual es admitir por
tanto el principal cimiento del capitalismo. Recordemos de paso que
los grandes movimientos desescolarizadores y antipedagógicos de los
años 60 y 70 (Paul Goodman, Everett Reimer o Ivan Illich) no fueron
solamente una crítica a la pesadilla escolar sino al capitalismo
contemporáneo; la lógica industrial, la mercantilización y la
esclavitud del trabajo asalariado.
Otra consideración
a tener muy en cuenta es que la Escuela —tradicional, pública,
privada, libre o alternativa— no es un lugar adecuado para
facilitar y fomentar la interacción y la socialización pues nos
acostumbra a obedecer y delegar en otros. Al delegar, el alumno no
somete a crítica las normas que regulan la vida escolar lo que, por
extensión, reproducirán en otros ámbitos de la vida. Tampoco
favorece el libre intercambio de conocimientos pues éstos vienen
impuestos desde arriba. Ya dijo Ivan Illich que «la escuela
amaestra al alumno para que se sirva de textos continuamente
revisados»[2].
Por otro lado la
Escuela impide que el alumno o la alumna experimente otros
aprendizajes distintos, lo que hace que el único aprendizaje
socialmente admitido sea el académico y reglado. Más argumentos:
la Escuela forma parte de un complejo mecanismo que nos convierte en
sujetos competitivos; existe para impedir al alumnado imaginar y
experimentar otras formas de vida, basadas en la igualdad y el apoyo
mutuo. Y algo más: desde que somos niños la Escuela nos adoctrina
en la cultura
escolar.
Pensemos en las célebres competiciones deportivas, o en los
tradicionales concursos literarios que se convocan en numerosos
colegios e institutos.
También
hallamos cultura
escolar en
esa necesidad imperiosa por formarse permanentemente, que nos impone
el mercado laboral así como en un ámbito tan competitivo,
corrompido y elitista como el universitario, cada vez más
privatizado. Y por supuesto en el llamado tiempo libre, también
llamado tiempo de ocio, tan vinculado al consumismo. Es evidente
que, en Europa, seguimos enfangados en una noción burguesa de
cultura, un tipo de cultura que, por cierto, hemos impuesto al resto
del planeta y que divide a la gente en dos tipos de individuos:
los genios
elegidos,
capaces de generar arte y literatura, y los espectadores pasivos,
que consumen productos manufacturados, sin participar en el proceso
creativo.
No hay más que ver
los espectáculos musicales masivos en los que decenas de miles de
personas «disfrutan» ante la actuación de unos pocos; un tipo de
cultura segregadora, jerárquica y elitista que impide la
participación y compartir el impulso creativo. Eso tiene mucho que
ver con la mentalidad sumisa y servicial que se nos impone en la
Escuela. Frente a eso Dereck Jensen ya insistió en la importancia
de generar una cultura
de resistencia,
que tendrá que ser, añado yo, esencialmente antiescolar. Según
este activista la cultura dominante nos hace generar odio hacia el
mundo.
En la decimocuarta
de las premisas con las que abre el primer volumen de su
libro Endgame afirma
que: «estamos individualmente y colectivamente educados a odiar la
vida, odiar el mundo natural, odiar la naturaleza, odiar a los
animales salvajes, odiar a las mujeres, odiar a los niños, odiar a
nuestro cuerpo, odiar y temer a nuestras emociones, odiarnos». Y el
germen de esa cultura dominante lo tenemos en el entorno escolar.
Si tenemos en
cuenta todo lo dicho hasta ahora, contentarse con la idea de que la
Escuela Pública termine cayendo junto con el capitalismo al que
sirve es pecar de ingenuidad pues no hay que ignorar el catastrófico
papel que ésta desempeñará durante ese hundimiento: el de seguir
creando sujetos dóciles e ir preparando de forma gradual y pacífica
la nueva esclavitud. Cuanto antes la echemos abajo antes podremos
empezar a construir —aquí tal vez sea más apropiada una palabra
de mi tierra, intraducible, que es entarajilar—
un tejido social amplio y otro modo de vida.
Es más, afirmo que habría que abolir
todo aquello que se parezca a una Escuela actual (privada, pública
o alternativa). Mi crítica a la Escuela hace por tanto tabla rasa
con la hegemonía escolar que impuso la modernidad, encadenándola a
los procesos mercantiles e industriales, y de cuyas garras la
izquierda tradicional aún no ha sabido escapar pues la ve como una
conquista irrenunciable. Pero ¿qué tipo de Escuela existirá en
Europa del Sur, si es que existe, durante ese tránsito hacia un
mundo poscapitalista?
La Escuela por venir
Hay quién piensa
que el neoliberalismo, en sus últimos coletazos, irá desmantelando
la Escuela Pública para favorecer a los colegios y academias
privadas, así como a las empresas y expertos del homeschooling. Su
razonamiento es el siguiente: al dirigirnos hacia un mundo
obligatoriamente desindustrializado, la Escuela ya no será
necesaria. Es cierto que actualmente, en Occidente, ya no hay tantos
individuos a los que convertir en trabajadores industriales. A esas
personas a las que el capitalismo ya no necesita Anselm Jappe las
llama «población superflua». Según él se trata de gente «que,
desde el punto de vista del sistema, haría mejor en arrojarse al
mar. Es gente que ya no dispone siquiera de las armas del viejo
proletariado, como por ejemplo la posibilidad de hacer una huelga,
porque, en definitiva, nadie les necesita»[3].
Yo opino que actualmente gran parte de
esas personas sí que le sigue siendo útil a la dominación pero en
calidad de trabajadores flexibles o, al menos, como posibles
consumidores. Pero claro, en una fase más avanzada de una
transición como la que aquí estoy describiendo, en la que escasee
la energía y en la que el dinero público vaya desapareciendo, hay
dos razones de peso para que la Escuela siga siendo imprescindible.
Por un lado, el capitalismo, en esas fases tan imprecisas previas a
su fin, va a seguir necesitando de ésta —siendo obligatoria para
edades tempranas— como dispositivo de control social.
O dicho de otro
modo, el desmoronamiento controlado del sistema-mundo actual
requerirá de ese dique de contención que continúe amaestrando a
la población en la instrucción y la docilidad. Pero esa escasez
energética tendrá consecuencias aún más dramáticas puesto que
producirá una fuerte reducción de esclavos
energéticos por
individuo que tal vez les haga, a muchos de estos individuos
superfluos,
ser de nuevo necesarios para convertirse en esclavos
humanos —o
en la mano de obra de un nuevo trabajo coercitivo inimaginable— de
las élites, que querrán conservar sus comodidades. Las escuelas
públicas, en ese escenario hipotético, sospecho que servirían
para eso.
Aunque si miramos al presente, ¿acaso
los inmigrantes que vienen a Europa huyendo de las atroces
consecuencias del nuevo colonialismo, no están siendo sometidos ya
a una esclavitud encubierta? También hay quien piensa que ante la
falta de recursos energéticos los centros educativos públicos
serán insostenibles pero lo cierto es que el metabolismo
físico-energético de un colegio de Primaria o de un instituto de
Enseñanza Secundaria no requiere de tanto consumo como un hospital,
un estadio de futbol u otras instalaciones más prioritarias para la
casta política que dirige el estado, como son las fábricas, los
aeropuertos o las instalaciones militares.
Por todo lo expuesto es por lo que
estimo que los colegios e institutos no serán las instituciones que
la futura casta política estatal haga desaparecer primero. De modo
que, de acuerdo con la tesis que vengo defendiendo estos
últimos años, las escuelas —en esa primera fase de tránsito
hacia un mundo poscapitalista— seguirán existiendo y siendo
obligatorias para niños, niñas y adolescentes, aunque sí que es
cierto que sus requerimientos energéticos se irán reduciendo de
forma progresiva. Como es evidente, la Escuela de un capitalismo en
declive no se parecerá a la Escuela de un capitalismo naciente;
otro régimen energético implicará otro tipo de Escuela, que
incluso podrá presumir de ser ecológica y sostenible (abordaré
esta cuestión más adelante). Las futuras adaptaciones
(curriculares, legislativas, normativas, logísticas, energéticas…)
dependerán de esa desglobalización, de ese decrecimiento forzado
que empezará a producirse en breve, con más prontitud en Europa
del Sur, estimo, que en Europa central o en Europa del Norte.
¿En qué
consistirán esas adaptaciones? Las Escuelas serán muy parecidas a
las antiguas escuelas rurales de hace décadas. Aumentarán en
número pero su tamaño se verá reducido y se dispersarán, incluso
las situadas en las propias ciudades; no habrá autobuses que puedan
recoger a estudiantes desperdigados para llevarles a puntos alejados
de sus viviendas. Serán escuelas
de proximidad.
Esos edificios no dispondrán de ascensores. La iluminación
eléctrica estará muy limitada, con lo que se aprovechará la luz
solar lo máximo posible, llegándose incluso a impartir clase en el
exterior. Los actuales esclavos
energéticos escolares,
a saber: pizarras digitales, ordenadores y tablets con conexión a
Internet (con sus videojuegos educacionales, simuladores o
tutoriales online), robots educativos, impresoras 3D o sofisticados
proyectores desaparecerán poco a poco para recaer de nuevo en los
maestros, maestras, profesores y profesoras todas las labores de
enseñanza.
Además, pasarán de ser administradas
por los viejos estados a ser controladas por estructuras estatales
reducidas (posiblemente más reducidas que las actuales autonomías
del estado español). Las coordinarán delegados estatales que
asumirán el papel de los actuales inspectores de educación.
Aquellos padres y madres que se nieguen a escolarizar a sus hijos e
hijas serán amenazados con perder su custodia, de forma similar a
como sucede en la actualidad. Por cuestiones de austeridad, se
bajarán los salarios de los maestros, maestras, profesores y
profesoras, que trabajarán más horas y aumentarán la ratio de
alumnos y alumnas por clase. Y en las aulas convivirán niños y
niñas de diferentes edades, lo que será bien recibido por los
pedagogos «alternativos» que aún existan.
Paralelamente, se producirá una
oleada de privatizaciones y de creación de nuevas escuelas
privadas, similar al surgimiento de las universidades privadas
actuales; algo que tiene que ver directamente con el saqueo
neoliberal de la riqueza de los estados por parte del capital
financiero. Este fenómeno de privatizaciones no es más que la
apropiación del dinero recaudado por el fisco por parte de
corporaciones privadas. Aunque se sabe que la Educación Superior es
una de las áreas de inversión más importantes para este capital
financiero —un negocio de miles de millones de euros—, a la
Educación Primaria y Secundaria se las irá privatizando
igualmente, aunque no del todo. A esas escuelas privadas acudirán
los hijos e hijas de las familias pudientes, lo que contribuirá a
agudizar las diferencias sociales.
En otro orden de
cosas es vital preguntarse qué es lo que se enseñará en esas
escuelas públicas. En la sección titulada «Pérdida y cambio de
conocimientos» del capítulo «Quiebra del Estado fosilista» del
libro En
la espiral de la energía,
sus autores reflexionan sobre cómo influirá un contexto próximo
al colapso en la creación, difusión y conservación de los
conocimientos. Aventuran que en «el Largo Descenso, la
escolarización abarcará menos años y probablemente se producirá
un proceso de aprendizaje más desligado de la educación formal
(sobre todo universitaria) y mucho más relacionado con la
práctica»[4].
También tiendo a
pensar que en esas escuelas se abandonará el aprendizaje abstracto
para dar prioridad a las destrezas manuales, pues los niños y niñas
escolarizados en centros estatales, a diferencia de los hijos e
hijas de los ricos y las ricas, que se escolarizarán en centros
privados, tendrán que aprender desde bien pequeños a realizar las
tareas que nadie querrá hacer. Incluso dentro de la propia Escuela
Pública aquellos que obtengan las calificaciones más bajas
seguirán siendo los condenados a realizar, dentro de los peores
trabajos, los más indeseables. Para eso, se continuará recurriendo
al dispositivo escolar más infame: el fracaso
escolar que,
no olvidemos, se instauró con ese fin (de la misma forma que las
grandes empresas farmacéuticas evitan la curación y les resulta
más rentable desarrollar drogas cronificadoras).
También creo que
la Escuela Pública irá asumiendo paulatinamente programas
relacionados con cuestiones ecológicas. Conviene recordar al
respecto que desde ciertos gobiernos, organismos internacionales y
grandes grupos corporativos ya se ha optado por estrategias que
concilian la crisis energética y la globalización, adaptando la
producción a los recursos actuales. Me temo que la «solución»
será más capitalismo pero bajo la «apacible» forma de
un capitalismo
verde.
Veamos cómo define este fenómeno el ecosocialista y surrealista
Michael Löwy: «No se trata de oponer los “malos” capitalistas
ecocidas con los «buenos» capitalistas verdes: es el sistema
mismo, fundado en una competencia despiadada, en las exigencias de
rentabilidad, en la carrera de las altas tasas de ganancias, el que
es destructor de los equilibrios naturales.
El pretendido
“capitalismo verde” es sólo una maniobra publicitaria, una
etiqueta puesta para vender una mercancía, o, en el mejor de los
casos, una iniciativa local equivalente a una gota de agua en la
árida tierra del desierto capitalista»[5].
Diré, de paso, que sobre esta contradicción ha reflexionado
ampliamente Daniel Tanuro en su libro El
imposible capitalismo verde,
cuya lectura aconsejo encarecidamente. De modo que, siguiendo esa
lógica perversa, el Estado empezará a incluir en los currículos
oficiales de muchas asignaturas contenidos que tengan que ver con
las energías llamadas alternativas —que en realidad no tienen
nada de alternativas pues son subsidiarias del petróleo— como la
energía de biomasa, la termosolar, la fotovoltaica o la eólica y
que, además, están en manos de grandes grupos constructores y
energéticos.
Paralelamente se
potenciará todavía más el aprendizaje-servicio como método para
vincular el compromiso social con el aprendizaje escolarizado y se
fomentarán en el aula valores como el reciclaje o el consumo
responsable. Pero estas maniobras de despiste no sólo se harán
desde la Escuela. Tengo la sospecha de que en unos pocos años,
desde eso que yo he denominado rizoma
pedagógico (concepto
paraguas que incluye distintos dispositivos como la industria del
cine, la publicidad, las empresas del entretenimiento, los libros de
autoayuda o los mass-media) y aunque debilitados por la escasez
energética, alternen sus mamarrachadas de distracción —pensemos
por ejemplo en la película Captain
Fantastic;
el momento tan idílico como sutil en el que la familia está
viajando en su autobús y se ven al fondo varios molinos eólicos—
con campañas de concienciación sobre decrecimiento y colapso, con
las que empiecen a «sensibilizarnos» para que aceptemos el hecho
de tener que perder derechos sociales y consumir menos, o instando
hipócritamente a las clases oprimidas y desfavorecidas, a los
trabajadores y parados, y a toda esa población
superflua antes
aludida, a «arrimar el hombro» convenciéndonos por ejemplo de que
acudamos a comprar alimentos «ecológicos» a los grandes centros
comerciales que aún queden en pie. Incluso llegarán a conseguir
que nos sintamos culpables por utilizar más agua de lo aconsejable.
Ese capitalismo
verde creará,
por tanto, un nuevo código cívico. Sobra decir que en muchos
colegios e institutos ya se están desarrollando proyectos que
apuntan en esa dirección (volveré a este punto más adelante).
Hacia una co-educación antiescolar
Ante esta situación
propongo varias vías de actuación. En mi libro La
tiza envenenada. Co-educar en tiempos de colapso,
he defendido —además de la abolición de las escuelas— dos
planos distintos: el aprendizaje
de proximidad —a
escala individual y grupal, basado en la instrucción voluntaria, la
experimentación y el juego— y otro tipo de aprendizaje ya
propuesto por James Boltkin y del que se habló mucho en la
conferencia de Salzburgo organizada por el Club de Roma en
1979: el aprendizaje
de anticipación,
para prepararse a gran escala ante posibles situaciones de
catástrofe cercanas.
Por un lado, en ese
primer nivel, es enriquecedor aprovechar la posibilidad de
participar en numerosos grupos de autoaprendizaje, en lo que yo he
llamado las situaciones
efímeras de aprendizaje (momentos
imprevistos de la vida cotidiana en los que se aprende algo
inesperado y significativo) o ejercer de la forma más irresponsable
posible un aprendizaje
salvaje mediante
el cual experimentar libremente con la mente y el cuerpo, y que he
llamado prácticas
de realidad.
Pero me gustaría detenerme en ese
segundo nivel que exige, queramos o no, la coordinación entre
distintos colectivos de investigadores, permacultores, miembros de
cooperativas y grupos de consumo para establecer un aprendizaje
global que persiga acuerdos en todo lo relacionado con el medio
ambiente y sus transformaciones. Para lo cual planteo cuatro fases,
que describo a continuación.
Desaprender y adquirir conciencia del colapso
La primera de estas fases consiste en deconstruir lo aprendido. Deberemos emprender ya mismo un profundo desaprendizaje para eliminar de nuestra mente todas las mentiras y fantasías de omnipotencia que la Escuela y los medios de comunicación masivos nos han ido inoculando. Para eso debemos fomentar un aprendizaje horizontal que permita el contraste libre de información lo que exige a su vez la desaparición tanto de las maquinarias de expresión hegemónicas de las élites —y uno de sus más perversos dispositivos: la opinión pública—, como de la Escuela, por ser una institución transmisora de conocimientos impuestos de forma vertical.
La segunda fase
consistirá en adquirir conciencia
de colapso,
es decir, aceptar que estamos avanzando hacia un abismo, y
una conciencia
ecológica que
nos haga buscar soluciones realistas. Esta doble asunción,
comprender la situación tan alarmante de la biosfera en toda su
gravedad y asumir voluntariamente la necesidad de actuar, es un
requisito previo a toda posibilidad de transformación o
anticipación. Dar ese paso no quiere decir que se deba concebir
un hombre
nuevo,
lo que tendría más que ver con el absurdo mito del cyborg o el
hombre-máquina. Se trata de una metamorfosis cognitiva, un
acontecimiento similar a la noción de conversión utilizada
en varias ocasiones por el filósofo Manuel Sacristán para
referirse a la transformación de las propias personas, de cara a
romper con muchos obstáculos mentales como son la tecnolatría,
el individualismo o el confort. Pero nada nos garantiza que en la
Escuela podamos adquirir todos y todas esa doble conciencia. Trataré
de explicar por qué a continuación.
Son muchos los
autores que creen que la Escuela es la institución idónea no sólo
para fomentar tal concienciación sino para preparar a la humanidad
para afrontar un mundo pospetróleo. Pondré un ejemplo. Manuel
Casal Lodeiro en el Anexo II de su célebre libro La
izquierda ante el colapso de la civilización industrial enumera
interesantes propuestas para afrontar ese tránsito poscapitalista.
Dedica un subapartado a la educación en el que aporta posibles vías
de actuación, algunas de las cuales tienen que ver con el ámbito
escolar y la idea tan extendida de implementar en los currículos
«la capacitación de los estudiantes en habilidades y conocimientos
necesarios para una vida pospetróleo» o de incluir en los libros
de texto asuntos que aborden «la visión histórica de la relación
entre nuestra especie y la energía»[6].
El problema que veo
aquí es doble: por un lado, coincido con educadores como David
Sobel quien asegura que al trabajar con alumnos y alumnas de escasa
edad, que no han desarrollado plenamente el lóbulo frontal, es muy
difícil abordar ideas abstractas. Por otro, si pensamos en los
colegios de Primaria y Secundaria, es irónico tratar de crear
sujetos críticos y responsables en estos lugares, cuando es ahí
precisamente donde las personalidades son modeladas sin piedad. Aquí
podríamos hablar del concepto de pedagogía
colonial que,
según Walter Benjamín —aunque él confiaba en la posibilidad de
crear una escuela en la que esto no sucediese— destruye la
subjetividad de los niños.
Según Lluís
Ballester y Antoni J. Colom: «Benjamin inicia una crítica a la
pedagogía, a los propios adultos y, en definitiva, al mercado. El
material o los juegos didácticos, así como los libros o juguetes
infantiles son fruto de la pedantería de los adultos, que creen
adivinar los gustos de los niños […] los niños no imitan las
cosas de los adultos; prefieren objetos cualesquiera sin utilidad
infantil aparente, pero a los que son capaces de dar vida
relacionándose con ellos en sus juegos de forma más profunda que
con los juegos creados para jugar»[7].
Este mismo razonamiento puede aplicarse a cualquier proceso de
aprendizaje, y a los libros de texto o software educativo diseñados
por los adultos.
Pero aunque el profesorado o el
alumnado quisieran incorporar en las programaciones esos asuntos el
propio Estado se lo impediría, pues no olvidemos que las leyes
educativas vienen determinadas desde instituciones internacionales
como la Organización de las Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) o la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico o la Unión Europea
(OCDE). Hagamos memoria; en 1999 veintinueve ministros de Educación
europeos firmaron la Declaración de Bolonia, sentando las bases del
Espacio Europeo de Educación Superior que sigue las directrices de
las organizaciones empresariales. Por su parte la OCDE desarrolla y
difunde en 2003 el proyecto DeSeCo (Definición y Selección de
Competencias) y la mayoría de los países de la OCDE, entre ellos
España, comienzan a reformular el currículo escolar en torno al
concepto de competencias básicas.
Es importante
advertir que todas estas grandes decisiones nunca fueron sometidas a
referéndum. Teniendo en cuenta eso: que el Estado nunca permitirá
que se incluyan en las Escuelas contenidos sobre las causas y
consecuencias de la actual crisis energética —pues jamás se
enfrentará con la industria petrolera, ni con la poderosa industria
del automóvil, ni con los grandes conglomerados industriales del
negocio eólico o nuclear— sólo nos queda, para poder divulgar
conocimientos que nos preparen para el colapso, realizar esa labor
en un contexto de auto organización popular, responsabilidad
colectiva y cooperación.
No obstante lanzaré
un último argumento anti escolar, y que trataré de desarrollar en
profundidad: nada hay más inútil que pretender crear conciencia
ecológica en
la Escuela. Hay una incompatibilidad inmensa entre las metodologías
escolares y cualquier pretensión moralizante. Cualquiera que haya
trabajado como profesor o profesora en un centro educativo sabe que
ningún método, ni ninguna disciplina escolar nos asegura
repercutir en la conciencia de los alumnos o alumnas, sobre todo si
tenemos en cuenta el aislamiento de la Escuela respecto del resto de
la sociedad. De ahí que, para ser mínimamente sensatos en esta
apreciación, sea poco pertinente tomar en serio la vinculación
entre las actividades realizadas en el aula y su supuesta resonancia
social.
Aunque es verdad
que, tanto a los alumnos de Primaria como a los de Secundaria, sí
que podría transmitírseles cierta información relativa a la
influencia humana en los ecosistemas, en ningún caso podemos
esperar que estos adquieran un compromiso medioambiental sincero. De
esta imposibilidad ya nos había hablado Walter Benjamin: «dado que
el proceso de educación moral se opone, por principio, a toda
racionalización o esquematización, no tiene nada que ver con
ningún tipo de enseñanza, pues la enseñanza es para nosotros, y
por principio, el medio racionalizado de educación»[8].
Es en otros ámbitos de la sociedad donde la gente puede activar
esa empatía
moral ecológica tan
necesaria, mediante el aprendizaje vicario, la convivencia o el paso
rotativo por todos los cargos de responsabilidad de la comunidad.
Para excitar esa actitud moral que permanece adormecida en nuestro
inconsciente es necesario por tanto salir del aula y de la Escuela e
implicarse de lleno en la sociedad.
Sin embargo,
actualmente, desde los centros educativos ya ha empezado a
imponerse, más allá de las meras iniciativas individuales, una
suerte de moral
ecológica,
basada en energías falsamente renovables. Abundan cada vez más los
proyectos de educación ambiental relacionados con el llamado
aprendizaje-servicio, subvencionados muchos de ellos por diversas
instituciones públicas, entidades bancarias, empresas interesadas y
diversas fundaciones. Así como la religiosidad —desde fuera pero
sobre todo desde dentro de las Escuelas— posibilitó la
implantación de una moral totalizadora, afirmo que esa fe
irracional en la tecnología —a la que Jorge Riechmann
llama tecnolatría—
y que muchos creen que nos salvará de la crisis ecológica y
energética en la que ya hemos entrado, está posibilitando la
implementación de una falsa moral
ecológica en
las escuelas. He aquí el riesgo de caer en otro tipo de creencia
moralizadora tan normativizada y pedagogizada como el cristianismo.
Este deslizamiento que, a modo de trilero, sustituye la educación
religiosa por
la educación
tecnológica tiene
una consecuencia devastadora: anular el pensamiento crítico y
fomentar el pensamiento único e ilusorio.
Además, la moral
ecológica que
se difunde desde la Escuela Pública —de forma puntual y vaporosa—
está despolitizada por completo. Dicho de otro modo: la Escuela
fomenta una ética
boba que
no cuestiona la existencia del sistema de explotación actual. A su
vez, tal proceso es excesivamente etizante.
En general el pensamiento ecologista se
está despolitizando y etizando de
forma preocupante. Estoy a favor de crear vínculos humanos que
potencien la aparición de voluntad ética —eso que Louis Janover
llamó «decisión ética, voluntad de autoeducación y de
transformación interior»[9]—
pero no etizar cualquier
proceso de aprendizaje por decreto ley —y más si se lo desvincula
de lo político—, más que nada por el riesgo de caer en rigideces
ideologías moralizantes o en comportamientos dogmáticos que en la
mayoría de los casos nos hacen perder perspectiva.
Reducir las
emisiones de efecto invernadero, por ejemplo, no debería partir de
una motivación ética sino de razones puramente utilitarias. En ese
sentido creo que en cualquier espacio de aprendizaje debería
evitarse esa tendencia eticista.
La única ética efectiva será una ética transformadora y
verdaderamente revolucionaria, que surja de forma voluntaria y que
Janover caracterizó así: «La ética revolucionaria se define por
oposición directa a la “moral del ocio”, que toma la existencia
de los amos o de las castas intelectuales ociosas por modelos de la
emancipación y del goce humanos»[10].
Es por eso por lo
que, de cara a fomentar una moral
ecológica no
pedagogizada ni impuesta, ésta ha de producirse en el espacio
social; fuera de la Escuela pero también fuera de las garras del
mercado, al margen de todos los dispositivos del rizoma
pedagógico que
no dejan de bombardearnos con noticias engañosas, documentales
falaces, charlas de expertos o debates televisados.
Asimismo, esta
tendencia a etizar la
Escuela no ha hecho más que perjudicarla pues la ha terminado por
convertir en una escombrera de responsabilidades donde todos,
alumnos, profesores, maestros, reciben su parte de culpa. Un
ejemplo de esta propensión la hallamos en autores como Ramón
Fernández Durán y Luis González Reyes cuando acusan a la
institución escolar del analfabetismo ecológico de los adultos:
«el sistema educativo dista mucho de estar preparado para los
cambios que se avecinan, por lo que la población, en general,
adolece de conocimientos básicos (agricultura adaptada al entorno,
elaboración de máquinas sencillas, construcción de monedas
sociales, articulación social) y de capacidad de comprender los
fuertes cambios que ya se están produciendo. Lo que atesora son
habilidades que se olvidarán por inservibles»[11].
El sistema
educativo dista mucho de eso porque su verdadero cometido seguirá
siendo desviar la atención de lo importante para que sigamos
consumiendo sin cuestionarnos la realidad que nos rodea. El absurdo
llega a tal extremo que, de la misma forma que a los niños y niñas
no escolarizados de países cuyos recursos están siendo
literalmente robados por las potencias mundiales, se les culpabiliza
del hambre que padece su población, a los niños, niñas y
adolescentes que no reciben educación
ecológica —y
a los profesores, profesoras, maestros o maestras que no imparten
tal educación— se les señala como responsables indirectos del
despilfarro energético o de la crisis ecológica. Al parecer, la
culpa de la contaminación ambiental, la tala de árboles o el
calentamiento global la tiene la Escuela cuando es desde
instituciones y organismos dirigidos por adultos desde donde se
podría frenar realmente esa devastación desarrollista.
Por otra parte,
resulta llamativo que esa educación
verde no
se inserte en otros niveles educativos como el Bachiller, la
Formación Profesional o la Universidad, o en otros ámbitos
realmente perniciosos como son el industrial, el empresarial o el
financiero. Precisamente por eso el Estado, de forma perversa, ha
convertido a la Escuela Pública en la organización cultural
hegemónica —pues su repercusión social es prácticamente
nula—arrebatando a otros ámbitos de la sociedad la posibilidad de
difundir el conocimiento considerado como esencial.
Aprendizaje participativo y horizontal
Una tercera fase
consistirá en prepararse para afrontar las situaciones de
dificultad que se nos vengan encima mediante la puesta en práctica
de aprendizajes horizontales, participativos y voluntarios que,
además de paliar los efectos nocivos de las crisis ecológica y
energética, traten de involucrar a todos los individuos, faciliten
una distribución equitativa de los conocimientos y surjan en todos
los ámbitos de la sociedad. Creo que la desaparición paulatina del
trabajo asalariado y del dinero, así como la reducción de la
producción y del transporte de mercancías, favorecerá su
consecución. Pero poco ayudarán las habituales clases obligatorias
de colegios e institutos, el tradicional modelo de clase magistral
que impera en las universidades o las charlas de los expertos, tan
promovidas desde numerosos medios de comunicación masivos, antes
bien, lo harían los encuentros de colectivos diversos, vecinos e
investigadores que confronten información, la debatan y la
intercambien de igual a igual. De la escolarización obligatoria de
niños y adolescentes se pasará a la instrucción
voluntaria de
todas las personas, indistintamente de su edad, en multitud de
ámbitos y siguiendo distintas rutas.
En ese sentido
Manuel Casal Lodeiro lanza en el libro ya citado otras propuestas
destacables como son la recuperación de saberes y oficios
tradicionales o potenciar la autogestión y la auto organización;
habla de promover escuelas populares, ateneos y grupos de
autoaprendizaje en los que organizar charlas, jornadas y debates
vinculados con el cénit del petróleo, el compostaje casero o las
habilidades útiles en un mundo sin petróleo, por citar tan sólo
algunas de sus opciones. Otra de sus propuestas más seductoras es
la creación de «centros autonómicos de referencia» que funcionen
a nivel comarcal y regional y en donde se debata y experimente con
las cuestiones antes mencionadas; sus estrategias apuntan a la
necesidad de habilitar espacios para el contraste de información y
la creación y difusión de conocimiento.
Lo que interesaría
aquí es que esos encuentros sean vividos realmente como
experiencias compartidas, que estén socializados al máximo y
entretejidos en el funcionamiento mismo de la colectividad. Mejor
dicho: que puedan tener resonancia en la realidad social. Es por eso
que, en ese tránsito hacia esas nuevas sociedades, tanto en la
enseñanza divulgativa como en el aprendizaje
instructivo,
creo que deberían priorizarse el estudio de los propios recursos de
la comunidad (y de las comunidades vecinas), el progresivo y lento
desmantelamiento de las ciudades, la ruralización, la soberanía
alimentaria, los huertos urbanos, los modos de agricultura y
ganadería no intensivas, la lucha contra la masiva destrucción de
suelos y hábitats naturales, estrategias para evitar y/o hacer
frente al calentamiento global, y en general, adoptar un nuevo modo
de vida en paz con los ecosistemas.
Para acometer tales
modificaciones será muy provechosa la ampliación que Jorge
Riechmann hace del término biomímesis en
el sentido de imitar los ecosistemas mediante metabolismos sociales
que respeten la naturaleza, construyendo una tecnosfera que se
adapte de forma armoniosa y sostenible al funcionamiento de la
biosfera.
Recuperarlo todo
Ahora bien, de qué
sirve querer aprender juntos, reunirse y formarse en torno a asuntos
como el respeto al medioambiente o la soberanía alimentaria si no
disponemos del uso de los lugares que decimos defender o de aquellos
que podrían proveernos de alimentos. Es por eso que con el fin de
ejercer una educación vinculada al propio entorno hará falta
superar una cuarta fase —que puede darse simultáneamente a la
tercera— y que consistirá en recuperar el territorio. Entiendo el
término territorio en
un sentido muy amplio, no sólo en el relacionado con los medios de
producción.
Primero, en un
sentido institucional; para poder aprender de
otro modo habrá
que utilizar todos esos espacios «cedidos» por el Estado u
okupados —okupar equivale aquí a recuperar— por la fuerza como
lugares de encuentro y experimentación. Podrán utilizarse las
infraestructuras para entonces abandonadas como los grandes estadios
deportivos y centros comerciales. No niego que se deba recurrir al
uso de instituciones que todavía funcionen como bibliotecas,
asociaciones vecinales o centros sociales. Estos lugares se
destinarán, en gran parte, al aprendizaje en todas sus dimensiones:
lúdico, amatorio, gremial e instructivo.
En ellos se
realizarán asambleas, talleres, debates, foros de intercambio de
opinión y charlas informativas, aunque el concepto de charla
informativa me resulta escaso, pues creo que todas esas reuniones
entre vecinos deberían ser encuentros en los que se tomen entre
todos decisiones importantes para la comunidad. Serán igualmente
espacios de tránsito y reunión entre productores locales y
consumidores. En estos nuevos emplazamientos, a los que he dado el
nombre de Centros de Aprendizaje Convivencial y que serán
accesibles a cualquiera, la convivencia intergeneracional será
fundamental.
Serán fruto de la
fusión de guarderías, Escuelas y geriátricos; serán fusión de
talleres destinados al aprendizaje de ciertos oficios y espacios
lúdicos de niños, jóvenes y ancianos. Tal vez el modelo actual
más parecido a lo que estoy tratando de imaginar aquí sean los
Centros de Educación de Personas Adultas. El hecho de haber estado
tantos años trabajando en este tipo de centros me ha llevado a la
convicción de que el verdadero aprendizaje se produce cuando existe
una absoluta diversidad entre los participantes; de ahí que en vez
de imaginar colegios e institutos imagine Centros de Adultos a los
que acudan de forma voluntaria niños, adolescentes, padres, madres,
y ancianos bien sea con la idea de obtener el título de Graduado en
Educación Secundaria o con la intención de intervenir en trayectos
educativos no reglados como talleres o cursos.
Un buen ejemplo de autogestión
educativa lo tenemos en la Escuela Popular La Prospe de Madrid,
concretamente en su primera época. Aunque los Centros de Adultos
sean en la actualidad centros públicos controlados por el Estado,
pueden ser lugares de encuentros voluntarios, perfectamente válidos
y efectivos, sobre todo en sus enseñanzas no regladas, a los que
acudan padres y madres con sus hijos e hijas, en donde desarrollar
actividades como la descrita en el ejemplo con el que he abierto
este artículo pero también donde decidir asambleariamente qué
transformaciones realizar en los entornos públicos. Puede que sigan
trabajando allí funcionarios (profesores e inspectores). Lo que
será fundamental es que, mientras el Estado vaya desdibujándose,
la propia población vigile —a la vez que va apoderándose de
ellos— esos centros estatales para evitar que caigan en manos de
mafias, organizaciones opacas, bancos o cualquier empresa privada.
Quiero decir que
cada paso que se dé dentro del Estado debe ser un paso para
destruirlo y, por tanto, para alejarse de él, si no, uno se vería
al borde de una contradicción, pero también para que su uso sea
efectivamente público. No se trata de ir okupando los vacíos que
supuestamente vaya dejando tras de sí ese Estado en descomposición
sino más bien de ir arrebatándoselos incluso por vías violentas
si hiciera falta y someterlos a una verdadera autogestión vecinal.
Soy consciente de que la mayoría de los ecosocialistas proponen
estrategias mixtas para afrontar los grandes cambios que se
avecinan. Pondré un ejemplo.
En la
revista Integra
Educativa hallamos
un texto firmado por Andrés Bansart titulado «Educación mutua
para el ecosocialismo». Aunque no estoy de acuerdo en la defensa
que hace de los colegios e institutos, sí que coincido con él en
su visión de que la educación debe transformarse para que todas
las personas se involucren de forma voluntaria en el funcionamiento
de la propia comunidad. Habla de «democracia directa y permanente»
ejercida por niños, niñas, adolescentes y adultos, que aprendan
juntos a vivir, cooperando activamente en la sociedad. Además,
Bansart considera que no sólo es necesaria la participación de
todos sino cambios estructurales profundos: «La educación
ecosocialista, además de ser mutua y permanente, tiene que ser
sistémica. El ser colectivo y sus integrantes deben tener la
capacidad de identificar las partes del todo, descubrir las
relaciones entre estas partes, analizarlas una por una y volver a
aprehender la totalidad»[12].
Pero he de
reconocer que encuentro en sus propuestas bienintencionadas cierta
contradicción. Por un lado, afirma que «Sin una formación mutua,
una información compartida y una comunicación verdadera es
imposible llegar a una autodeterminación de
las colectividades y de los pueblos. […] La horizontalidad y la
comunicación son fundamentales para esta integración (son
fundamentales, es decir fundadoras del
proyecto ecosocialista)»[13] para
añadir unas pocas líneas después que «La horizontalidad es, por
consiguiente, esencial para el proceso ecosocialista (esencial en el
sentido de que esta horizontalidad es su esencia).
Sin embargo, se necesita también una cierta verticalidad. El Estado
debe recibir las informaciones que vienen desde las bases,
interpretarlas, buscar denominadores comunes u observar
divergencias. A partir de esto, tiene que delinear políticas,
diseñar planes e implementar programas destinados al conjunto del
país, también emprender acciones a favor de una integración
regional»[14].
Como cuento de hadas no está nada mal
pero para afrontar transformaciones de gran envergadura como las que
aquí presento, no creo que esa toma de las instituciones (la toma
del Estado) sea conveniente. Es más, veo una contradicción enorme
entre la idea de tomar el Estado y la idea de dispersar el poder, y
más en el contexto de esa difícil transición que iniciaremos en
breve. Por un lado, acceder a cargos políticos hace que muchos
cedan a la posibilidad de corromperse y por otro lado, al delegar en
representantes políticos, se imposibilita la ampliación del poder
capacitante de la gente.
Considero por tanto
que las estrategias mixtas o estatocéntricas son un error; confiar
en el Estado es no percibir la realidad e ignorar quién está
detrás de él. Confianza cero en el Estado. Insisto. Y menos en un
estado desesperado, en esa excrecencia
de estado que
aún tratará de ejercer el control y de permitir que los ricos
conserven sus privilegios y comodidades a expensas de los más
desfavorecidos. Igualmente si deseamos aprender sin asumir el
discurso de los expertos o de los telepredicadores —que tratarán
de despistar y manipular— debemos huir del capitalismo y de todas
sus mutaciones, y muy en particular del rizoma
educativo y
sus tentáculos. Por ello Anselm Jappe habla de que «la única
oportunidad está en salir del capitalismo industrial y sus
fundamentos; es decir, de la mercancía y su fetichismo, del valor,
del dinero, del mercado, del Estado, de la competencia, de la
nación, del patriarcado, del trabajo y del narcisismo, en lugar de
acondicionarlos, de apropiarse de ellos, de mejorarlos o de servirse
de ellos»[15].
Así se generará
verdadero conocimiento, cuando personas de todas las edades entren
en contacto para aprender de forma voluntaria, entendiendo el
aprendizaje como vinculación con la sociedad en la que se vive, sin
la injerencia ya ni de las grandes empresas transnacionales, ni del
Estado, ni de los embusteros textos educativos. Se trata de
construir un paradigma cultural distinto del actual en el que no
exista un sujeto
trascendental kantiano
capaz de generar conocimiento, frente a otros sujetos incapaces de
generarlo.
Pero generar
conocimiento no implica generar conciencia
ecológica.
Estos Centros de Aprendizaje Convivencial no serán lugares donde
eso deba producirse de forma obligatoria; no serán instituciones
transmisoras de una moral. Insisto en la argumentación de Benjamin
al respecto: «la enseñanza, con su fundamentación racionalista y
psicológica, nunca puede alcanzar la actitud ética, sino
únicamente lo empírico, lo prescrito»[16].
Ese proceso mediante el cual todos adquiramos el deseable compromiso
de ser respetuosos con los ecosistemas, de producirse, se producirá
fruto de una amplia interacción entre todos los miembros de la
comunidad, desarrollando apego por el propio entorno en el que se
vive y en el que se colabora de forma activa. Me refiero a que
aprender a amar y a cuidar los entornos naturales exige disponer de
ellos para utilizarlos y compartirlos.
Esto me lleva a una
segunda acepción del término territorio. Recuperar
el territorio quiere
decir también integrarse de nuevo en los ecosistemas de los que
hemos estado viviendo separados; recuperar los bienes comunales,
reapropiarse de aquellas zonas de caza y pesca o
terrenos cultivables que
permitan dar sustento a la población, recuperar el pinar, la costa,
el río o la vieja escombrera con todo lo que estos lugares
comportan: tradiciones y antiguos modos de agricultura, compañerismo
y viejas alianzas, y en algunos casos recuerdos íntimos y
personales. Esto es, en definitiva, restablecer toda una cultura
local. Es por eso que sin esta cuarta fase la tercera perdería todo
su sentido. Aunque he de recordar que existen comunidades que lo
tienen muy difícil para acometer tal recuperación, como les sucede
por ejemplo a los saharauis o a los tibetanos, a quienes les han
arrebatado absolutamente todo.
Para poder
establecer nuevas formas de intercambio humano habrá que
arrebatarle al capital, entonces, todos esos entornos naturales que
han sido urbanizados, contaminados y sepultados bajo la pesadilla
desarrollista. De ese modo podrán ponerse en práctica
cooperativas, huertos colectivos, redes alternativas de transporte,
redes de fabricación de ropa o cualquier otra estructura solidaria.
Esos nuevos espacios
de confluencia,
tan distintos de lo que hasta entonces habremos conocido, serán una
oportunidad de participar de forma plena en la sociedad e ir
adaptando el modo de vida a un planeta con recursos limitados. Puede
servirnos de apoyatura la obra de Ted Trainer, quien apuesta por un
modo de vida más sencillo, abandonando el consumismo.
En obras como La
energía renovable no puede sostener una sociedad de
consumo defiende
abiertamente la cooperación y el apoyo mutuo; nos habla de
«reuniones regulares de trabajo voluntario» en las que todos
realicen las tareas realmente necesarias para la comunidad:
«Podríamos formar parte de varios turnos, comités y grupos de
trabajo que realicen el mantenimiento de molinos, construcción de
edificios públicos, el cuidado de los niños y enfermería, la
educación básica y el cuidado de los ancianos y discapacitados en
nuestra área. Estas actividades se ocuparán de realizar muchas de
las funciones que los consejos burocráticos realizan actualmente
por nosotros, como mantener nuestros propios parques y calles, y
también la energía, el agua y la gestión de residuos. […]
Necesitaríamos por lo tanto muchos menos burócratas y
profesionales, reduciendo así la cantidad de ingreso que
necesitaríamos ganar para pagar impuestos y servicios»[17].
Haré algunas
matizaciones a estas propuestas tan estimulantes: con el fin de
evitar la compartimentación actual de la sociedad, propongo que los
procesos que influyan en la educación de los niños y adolescentes
sean los mismos que se apliquen a la educación de los adultos. Por
otro lado, en la creación de estos grupos de trabajo, habría que
rehuir la creación de profesionales, agentes
educativos o
nuevos expertos que con ayuda de «innovadoras» pedagogías dirijan
la vida de los demás, imponiéndoselas. Las propuestas lanzadas por
Ivan Illich tendrán absoluta vigencia.
Él habló de
diferentes tramas
educacionales como
por ejemplo los servicios de búsqueda de compañero, el acceso
libre de cualquier persona a lugares en los que se pueda aprender
como bibliotecas, laboratorios, museos, teatros o fábricas, las
lonjas de habilidades (en las que aquellos que posean cierta
habilidad se ofrezcan para enseñárselas a otros), la asignación
de cierta cantidad de créditos básicos (una especie de renta
básica del conocimiento) a todas las personas por igual y que
puedan canjear por la obtención de ciertos conocimientos, propiciar
que cualquiera pudiera elegir a maestros
ocasionales o
la posibilidad de que cualquier persona tuviera la opción de
proponer un debate en el espacio público.
No estoy muy de acuerdo con la
esperanza que él depositaba en la tecnología, como era el uso de
ordenadores para realizar esas búsquedas; si Illich viera el uso
que en la actualidad se hace de las redes sociales se echaría las
manos a la cabeza. Así y todo, creo que todas ellas son vías de
actuación no sólo viables sino deseables. La respuesta, por tanto,
ha de darse fuera del recinto escolar propiciando procesos
educativos a la luz de la vida en sociedad.
En esa nueva
educación será fundamental la convivencia intergeneracional, de
ahí que considere necesarios los Centros de Educación de Personas
Adultas. Si nos encaminamos hacia sociedades sin internet ni
ordenadores (o por lo menos con un uso limitado de los mismos, o en
manos tan sólo de las élites) la cultura oral y escrita volverá a
tener la importancia que tuvo en el pasado lo que fortalecerá los
vínculos sociales; será esencial que los conocimientos pasen de
amigos a amigas, de vecinas a vecinos, de padres y madres a hijos,
hijas, nietos y nietas (y al revés). No sólo florecerán nuevos
conocimientos públicos sino que surgirán además conocimientos
relacionales,
que crearán vínculos más estrechos entre unos y otros. La
convivencia, la cultura del aprovechamiento de los pocos recursos de
los que se disponga y la necesidad de compartirlos establecerá
entre los vecinos y vecinas nuevos lazos de solidaridad.
Muchos autores
insisten en la importancia, para entonces, de los ancianos que
poseerán información abundante relativa a la naturaleza, la
mecánica básica, la elaboración del compost o
la ganadería ecológica. La cuestión es si los ancianos de
entonces conservarán esos conocimientos. De todos modos no sólo se
aprenderá de ellos —y ellos de nosotros— sino que al compartir
muchos momentos de la vida con ellos nos educaremos, indirectamente,
en la tarea de los cuidados, lo que va en sintonía con algunas
propuestas procedentes del anarcofeminismo o del ecofeminismo
—aunque no comparto el papel protector y salvífico que esta
corriente le asigna al Estado— que tienen que ver con la ética
del cuidado y
que, rechazando de lleno esa cultura patriarcal que impone realizar
exclusivamente a la mujer esas tareas, aspiran a un reparto justo de
las mismas entre hombres y mujeres. De ahí el término
«anti-andragogía» del subtítulo de mi libro La
tiza envenenada,
con el que he tratado de rechazar las pedagogías machistas
—escolares o no— que los hombres adultos, o el propio Estado, le
imponen a las mujeres.
La construcción del pensamiento ecotópico
Para que surja ese nuevo aprendizaje es esencial configurar nuevos imaginarios y nuevas narrativas pero también nuevas poéticas. Y ahí cobra especial protagonismo el pensamiento utópico. Pongámonos entonces —¿por qué no?— utópicos. Michael Löwy escribió al respecto: «¿Utopía? En el sentido etimológico —“no lugar”—, sin duda. Pero si no se cree, junto con Hegel, que “todo lo que es real es racional, y todo lo que es racional es real”, ¿cómo pensar una racionalidad sustancial sin invocar utopías? La utopía es indispensable para el cambio social; extrae su fuerza de las contradicciones de la realidad y de los movimientos sociales»[18]. Además, tengamos en cuenta que la ausencia de pensamiento utópico siempre es ocupada por el ocultismo, supersticiones religiosas indeseables u oleadas de desencanto de las que Jorge Riechmann tanto nos alerta por ser el alimento de nuevos movimientos fascistas.
Ante cualquier
forma de pensamiento ilusorio e insolidario cabe oponer por tanto
una imaginación analítica e insurgente, llena de humor y
entusiasmo, que nos permita concebir escenarios alternativos al
vigente. A mi modo de ver, para poder constituir esas sociedades
emancipadas y sustentables, apetecidas por muchos, debemos primero
imaginarlas aunque sea como mero ejercicio creativo. Si no lo
hacemos nosotros, otros se encargarán de imaginarlas por nosotros,
si es que eso no está sucediendo ya.
Actualmente vivimos inmersos en un
imaginario infantilizado y occidentalocéntrico. No hay más que
ver, por un lado, el peso que en la cultura popular tienen las
películas de apocalipsis zombis o catástrofes planetarias en las
que el capitalismo no es cuestionado; por otro lado los medios de
comunicación controlados por las élites, con sus revistas
«científicas» y amparadas por la todopoderosa tecnología, no
dejan de bombardearnos con hallazgos de exoplanetas similares al
nuestro a la vez que esconden o disfrazan las averiguaciones
realmente preocupantes, y por su parte las grandes producciones
cinematográficas no cesan de advertirnos de la amenaza de
meteoritos inmensos o esperanzarnos con viajes intergalácticos que
nos permitirán colonizar otros rincones del Universo. De hecho, el
escenario futuro más imaginado en la actualidad tiene que ver con
esos descubrimientos milagrosos: supuestos motores inagotables,
coches eléctricos, energía gratuita o viajes a otras galaxias.
Presiento que en
esa primera fase de transición, aunque de forma más restringida,
tales trampantojos sigan existiendo ante lo cual será
imprescindible que un nuevo arte no competitivo y horizontal se vaya
abriendo paso; sólo una nueva cultura no escolarizada (que no tenga
nada que ver tampoco con la cultura del espectáculo) y
confeccionada entre todos podrá ayudar a re-encantar el pensamiento
y llenarlo del optimismo suficiente para construir una sociedad
basada en el apoyo mutuo. Tal actitud constructiva debe incluir
propuestas viables pero también alternativas ilusionantes y
utópicas.
El pensamiento
ecotópico nace
entonces como un pensamiento utópico adaptado a los límites
biófisicos del planeta. Claro que, si el pensamiento utópico no
goza de muy buena prensa incluso dentro de buena parte de la
izquierda, con el pensamiento
ecotópico sucede
tres cuartas partes de lo mismo. Mario Gaviria, en el prólogo a una
reciente edición en castellano del libro Ecotopía de
Ernest Callenbach, reconoce que aunque «el avance de la ecotopía
ha sido muy rápido y espectacularmente en todo lo referente, al
menos en España y Europa, a la igualdad de la mujer, y la crisis
del patriarcado, pero harán falta todavía dos generaciones para
dar un empujón final […] a la tecnología social, política,
antropológica, convivencial»[19].
Se me ocurren ahora
varios autores que se han adentrado en esa senda: Albert Meister
con Una
utopía subterránea,
que describe la vida cotidiana, el aprendizaje horizontal y las
vicisitudes convivenciales en un centro okupado; Charles Fourier con
sus simpáticos «falansterios» (unidades habitacionales comunes) y
sus escuelas societarias tan meticulosamente descritas o Ernest
Callenbach con su obra ya mencionada Ecotopía en
la que narra la visita ficticia a un estado ecologista que ha
desarrollado un modo de vida sin contaminación, con otra educación
más liberadora para sus ciudadanos y con un tipo de agricultura e
industria sostenibles.
Emilio Santiago
Muíño, con quien comparto membresía en el Grupo surrealista de
Madrid, en su libro Rutas
sin mapa. Horizontes de transición ecosocial,
ha sabido combinar en sus análisis la cuestión energética y los
factores sociopolíticos con los modos de sortear los dispositivos
de subjetivación propios de la sociedad del espectáculo. Es un
aporte poco habitual en el ámbito del pensamiento colapsista que
compagina la cuestión de la crisis energética con la poetización
de la vida cotidiana, en sintonía con las posturas situacionistas
pues al eco-fascismo no se le combate sólo con las armas sino
también con el pensamiento creativo. Así lo observa este autor:
«Si no somos capaces de proponer un proyecto emancipatorio en el
que la reducción del consumo energético y material sea una
aventura excitante, los imaginarios colectivos bascularán hacia
soluciones totalitarias que prometan conservar algo de la opulencia
perdida por el ecocidio, aunque sea al precio de desatar el
genocidio»[20].
Tras enumerar en su
libro multitud de ejemplos de reencantamiento de la vida cotidiana,
algunos de los cuales tuve la suerte de poder compartir con él (el
contacto con lo maravilloso cotidiano, la deriva urbana, los juegos
psicogeográficos o la construcción de objetos) incide en que: «Las
posibilidades para el disfrute soberano de la vida no requieren de
un gran equipamiento técnico ni un enorme despliegue energético.
Sólo de libertad frente a la inhumanidad del capital y sus lógicas
totalitarias, para, de este modo, poder florecer»[21].
No hay en el
actual ocio
alienado ni
en la actividad consumista asociada al tiempo
libre una
experiencia similar a estas prácticas
de masas descritas
por Santiago Muíño, totalmente improductivas e inútiles en
términos económicos, sí, pero asequibles a cualquiera y que sin
duda contribuirán al advenimiento de una verdadera cultura
popular.
Escapar cuanto antes del capitalismo y su tecnología
A la luz de los
cambios en la tecnología y la comunicación de las últimas décadas
(cambios que no se han producido de forma homogénea en todo el
planeta) se tiende a vincular el aprendizaje con los medios
tecnológicos. Puede servirnos de ejemplo el libro Educaciones
y pedagogías críticas desde el sur (Cartografías de la Educación
Popular) de
Marco Raúl Mejía Jiménez quien, desde posiciones no
occidentalocéntricas, habla de constituir procesos pedagógicos
alternativos motivados por el surgimiento de lo que él denomina
«educomunicaciones»; plantea adaptar los procesos educativos a la
mediación tecnológica.
O eso es lo que yo
entiendo a leer: «establecemos una ruptura con el concepto
tradicional de socialización en el sentido de las nuevas
mediaciones que introduce la nueva realidad de la tecnología en su
versión de aparatos apropiada hoy en forma diferente por las
diferentes clases y grupos sociales, lo cual influye en la
redefinición y redimensionamiento la educación
popular y
afirmar que ella, en tanto práctica social, muestra que su operar
educativo es posible en todos los terrenos, formales y no formales y
que, además, desborda su acción hacia el amplio universo de lo
informal, a la vez que asume las nuevas mediaciones tecnológicas y
comunicativas para hacer real su propuesta en las nuevas realidades.
Nuestro proyecto metodológico recupera los espacios de
socialización, convierte la acción educativa en interacción e
incidencia social constituyendo nuevos escenarios de aprendizaje,
constituidos desde las nuevas mediaciones comunicativas y
tecnológicas, propiciadas desde el lenguaje digital y coloca esos
espacios y sus procesos, en un horizonte de proyecto popular»[22].
En mi opinión la
llamada educación popular no debe adaptarse a las reglas de esa
supuesta sociedad tecnológica o al pensamiento post-moderno sino
rebelarse contra éstos, desde la localidad y la desobediencia.
Adaptar la educación y los modos de transmisión cultural a
procesos de dominación tecnológicos es el error más lamentable
que podríamos cometer. No olvidemos que actualmente, en Occidente,
todo proceso de aprendizaje y creación de conocimientos está
mediado por la tecnología digital, que ejerce un control
desmesurado en la vida de las personas. Asumir y acomodarse a esa
mediatización nos llevaría de cabeza a una suerte de esclavitud
voluntaria.
En este punto considero que la
desaparición de los medios tecnológicos tendrá sus consecuencias
positivas pues ampliará nuestra capacidad de relacionarnos y de
establecer relaciones directas,
aunque el Estado seguirá poniendo obstáculos para impedirlo. Será
fundamental entonces ir desertando ya de toda la tecnología sobre
la que no tengamos control, y más cuando sabemos que el mundo al
que nos dirigimos irá desglobalizándose y destecnificándose poco
a poco.
Igualmente, la
radicalización capitalista de los últimos 30 años nos ha llevado
a un mundo en el que la vinculación entre aprendizaje y economía,
entre enseñanza y productividad se ha visto muy fortalecida. Un
ejemplo de defensa enfervorecida de este tipo de matrimonio contra
natura lo tenemos en obras como La
creación de una sociedad del aprendizaje de
Joseph Stiglitz y Bruce Greenwald donde podemos leer: «La
educación moderna y las políticas laborales se enfocan hacia el
“aprendizaje permanente”, mejorando la capacidad de adaptación
a un mercado siempre cambiante. Esto facilita que los individuos
vayan de una empresa a otra, lo cual brinda grandes beneficios
privados y sociales a la consiguiente flexibilidad. Ya que gran
parte —si no la mayor parte— del aprendizaje económicamente
relevante ocurre en el trabajo, no en la educación formal,
deberíamos ver la educación formal y la formación en el puesto de
trabajo como complementarias, un sistema donde la primera se diseña
para mejorar la productividad de la segunda»[23].
Resulta difícil expresar mejor el
espíritu que subyace a la ideología neoliberal, tan obsesionada
con hacer del aprendizaje un engranaje más del proceso productivo.
En mi opinión deberíamos oponernos radicalmente a ese
empobrecimiento educacional y cultural al que quiere conducirnos
este capitalismo agonizante.
Aun así hay
quienes todavía creen que durante esas transiciones, tanto el
Estado como un capitalismo «más humano», harán concesiones
imprescindibles a las clases baja y media para mitigar los efectos
dañinos del colapso. En mi opinión, lo que realmente mitigará
esos efectos será que ejerzamos una verdadera autogestión de
nuestra propia vida y eso sólo puede hacerse, no al
margen,
sino contra el
capitalismo. Michael Löwy en Ecosocialismo.La
alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista describe
propuestas radicales que afectan a la producción y al consumo,
además de romper con el modelo de sociedad del capitalismo
industrial occidental. Afirma que «una reorganización de conjunto
del modo de producción y de consumo es necesaria, de acuerdo con
criterios exteriores al mercado capitalista: las necesidades reales
de la población (“solventes” o no) y la protección del medio
ambiente»[24].
No hace falta que
indique las dificultades que esto conlleva. Y más si tenemos en
cuenta que todas estas tentativas siempre han sido aplastadas por el
capital o por el propio Estado. Pero tengamos en cuenta que el
inminente debilitamiento de los estados, en parte provocado por el
agravamiento de la crisis energética, cambiará las reglas de
juego. Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes, en el libro
ya citado vaticinan que una descentralización de los Estados
desencadenará una dispersión de poder: «La pérdida de poder
“horizontal” del Estado ahora se producirá en favor de
entidades mafiosas o hacia procesos de auto organización social. La
población en los espacios centrales creará mecanismos de
autosatisfacción de necesidades básicas (sanidad, educación,
alimentación, vivienda), como ya lo había hecho el movimiento
obrero en su nacimiento y como ya está ocurriendo en gran parte de
las Periferias (Bolivia, Chiapas, islam político)»[25].
Estas experiencias
son, ante todo espacios/momentos educacionales que aunque fracasen,
crean al menos unos conocimientos relacionales que serán muy
beneficiosos cuando la situación empeore. Por ello insiste Carlos
Taibo en «salir con urgencia del capitalismo y que al respecto, y a
título provisional, lo que se halla a nuestro alcance es abrir
espacios autónomos autogestionados, desmercantilizados y, ojalá,
despatriarcalizados, propiciar su federación y acrecentar su
dimensión de confrontación con el capital y con el Estado» para
agregar «Si unos interpretan que estos espacios nos servirán para
esquivar el colapso, otros creen que es preferible concebirlos como
escuelas que nos prepararán para sobrevivir en el escenario
posterior a aquel»[26].
Estos «espacios autónomos» actúan
por tanto como una contra-escuela en la medida en que, si no logran
sortear el colapso sí que nos proporcionan un aprendizaje de nuevas
formas organizativas que no sólo nos hagan escapar a las lógicas
de la dominación sino que también establezcan relaciones
personales de interdependencia y de cooperación más igualitarias,
lo que ayudará en ese futuro cercano a desplegar un modo de vida
adaptado a menos recursos materiales, en un marco de justicia.
Pueden ser ilusionantes muchas
propuestas contemporáneas como el movimiento Ciudades en
Transición. La idea surgió de un proyecto desarrollado por Rob
Hopkins con los estudiantes del Centro de Formación Profesional de
Kinsale para crear una ciudad sostenible y reaccionar ante la
crisis energética que se avecina. A partir de 2008 numerosos
pueblos y ciudades de todo el mundo imitaron ese modelo y decidieron
organizarse de forma creativa para superar problemas tan alarmantes
como la escasez de materias energéticas fósiles, el declive de los
recursos naturales o el cambio climático.
En lo tocante a la
educación, otra vía de actuación muy esperanzadora es la adoptada
por familias que han decidido no escolarizar a sus hijos como por
ejemplo la asociación Eduki, de Balmaseda. Entre sus actividades
destaca la visita semanal que realizan a un bosque cercano en donde
todos aprenden juntos, sin profesores, sin maestros y sin expertos
de la pedagogía. La educación de muchas comunidades indígenas
actuales, sin caer en tentaciones idealizadoras, puede servirnos
como ejemplo a seguir. Pedro García Olivo se muestra optimista
—algo infrecuente en este autor— en su libro La
bala y la escuela,
cuando asegura que «Frente al “monstruo” ilustrado, nos queda,
pues, la esperanza local. Resistirse al monstruo es lo que las
comunidades indígenas vienen practicando desde hace casi dos
centurias; hallar en ellas, o en otros localismos, sustento para la
esperanza es lo poco que todavía cabe a cuantos, como nosotros, se
temen occidentales»[27].
Respecto a la
autogesión de los aprendizajes atestigua que: «La esfera cotidiana
del pueblo indio es el ámbito en el que la educación comunitaria
se refleja y se refuerza […] Lo que en una sociedad de clases,
como la occidental, sirve para la reproducción de la desigualdad y
para la profundización de la opresión, en el “pueblo de indios”
comunero alimenta sin descanso, reactiva, el proceso informacional
de autoeducación para la justicia social y para la democracia
política»[28].
Pero el hecho de
que una comunidad decida autoorganizarse no garantiza que asuman un
discurso antiescolar ni revolucionario. El contraejemplo más
visible lo tenemos en el movimiento zapatista que ha implantado en
los últimos años un total de 500 escuelas, alternativas a las
estatales, con un total de 16000 alumnos escolarizados. Así lo
observa el sociólogo y antropólogo Bruno Baronnet en su tesis
doctoral Autonomía
y educación indígena: las escuelas zapatistas de las cañadas de
la Selva Lacandona de Chiapas, México:
«La franca hostilidad que oponen los pueblos indígenas zapatistas
al Estado, y en particular a la escuela “oficial”, hace posible
que la mayoría de las bases de apoyo del EZLN se involucre de lleno
en la experiencia alternativa de construcción de la educación
autónoma»[29].
Una de sus más anheladas aspiraciones, en palabras de Bruno
Baronnet es «la apropiación social de la escuela como espacio de
participación comunitaria en el quehacer político, administrativo
y pedagógico»[30].
Su prioridad es la de crear sus propias escuelas (que preservan su
idioma y su cultura) pero en ese camino corren el riesgo de olvidar
toda una tradición de educación comunitaria.
Es un ambicioso
proyecto político, impulsado desde los municipios autónomos que,
como todo proyecto transformador y subversivo, está sometido a
fuertes contradicciones; las contradicciones entre las formas de
control colectivo y la propia figura ya mencionada del «promotor»
o del docente
indígena y
sus comités de educación, dependientes de los Municipios Autónomos
Rebeldes Zapatistas (MAREZ). Sorprende, por ejemplo, saber que
muchos de los «promotores» que hacen de nuevos maestros fueron en
el pasado reciente niños no escolarizados. No niego que en esos
procesos escolarizadores intervengan agentes y colectividades que en
los modelos escolares europeos brillan por su ausencia, como hacen
allí, además de los «promotores», las familias de los alumnos,
las asambleas comunitarias, las Juntas de Buen Gobierno, los
consejos municipales con sus comisiones de educación o los comités
locales.
Según Baronnet
«una enseñanza situada en el contexto social y territorial también
remite a la necesidad de inscribir la acción pedagógica en el
tiempo social, tomando en cuenta el calendario agrario y climático.
Por ejemplo, muchos promotores acuerdan en su comunidad realizar
actividades prácticas de cultivo, cría y venta de productos
agrícolas (frijolar, platanar, hortaliza, gallinas, cerdos, etc.)
dentro de las actividades escolares extramuros»[31].
De ese modo, afirma que «los modos de apropiación de la escuela
rebasan el marco de las relaciones maestro/alumno porque se
inscriben también en las relaciones comunidad/escuela»[32].
Pero cabe preguntarse en qué medida las escuelas zapatistas, cuyo
número ha ido en aumento, por mucho que participen en ellas otros
sectores de la comunidad, terminan por imitar los modelos estatales
contra los que se oponen. Aunque soy consciente de que allí las
escuelas no son iguales que las escuelas occidentales, tengo la duda
de si la propia existencia del maestro o del «promotor» pueda ser
igual de nociva que lo es en los sistemas educativos europeos.
Si como afirma
Jérôme Baschet en su célebre libro Adiós
al capitalismo: Autonomía, sociedad del buen vivir y
multiplicidad de mundos,
«en estas escuelas, aprender tiene sentido porque la educación
está arraigada en la experiencia concreta de las comunidades y en
la lucha compartida por la transformación social, dando cuerpo
tanto al “nosotros” de la dignidad indígena como al “nosotros”
de la humanidad rebelde»[33],
yo pregunto: ¿por qué no propiciar el aprendizaje de los jóvenes
en la experiencia diaria que acaece en la comunidad misma y no en
una institución como la Escuela? Así y todo yo no soy quién para
indicar cómo deben organizarse otras comunidades, y más aquellas
comunidades tan diferentes de las sociedades sur-europeas.
Pero para poder vivir en verdadera
democracia no sólo hay que vencer al Estado sino saber cómo
organizarse después. En ese sentido, para entonces, será muy
ventajoso disponer de conocimientos sobre, además de agroecología,
medio ambiente, medicina o biología, cuestiones organizativas
esenciales para una vida comunitaria sin dominación de unos sobre
otros. De lo que se trata, en efecto, más allá de la mera
supervivencia, es de organizarse en condiciones de equidad y de
justicia. Algunos autores como Manuel Casal Lodeiro creen esencial el
poder conservar ese legado que nos hayan dejado las comunidades en
lucha del pasado.
Es por eso que
propone como «misión para las fundaciones, ateneos, escuelas
populares y think thanks diversos de que dispone la izquierda
política y social, la preservación en libros impresos en papel de
larga duración —no podemos contar con la certeza de disponer de
medios digitales en el futuro […]— de este tipo de obras
fundamentales»[34],
obras que tengan que ver con la organización de sociedades
emancipadas de forma sostenible o con modelos alternativos de
desarrollo comunitario.
Aquí cabrían dos críticas pero antes
de entrar en ellas debemos presuponer que para entonces, en esas
sociedades, la lectura habrá dejado de considerarse como industria y
por lo tanto, como dispositivo de control de masas. Partimos por
tanto de la premisa de que las obras que se conserven no serán
utilizadas como meros libros de texto o interpretadas como doctrinas
irrefutables. Dicho esto, la primera de las críticas consiste en
rechazar esa costumbre occidentalocéntrica que nos lleva a asumir
que el único conocimiento humano válido es el nuestro, el europeo,
cuando en otros lugares del mundo existen infinidad de conocimientos
ancestrales que no sólo despreciamos sino que además impedimos que
formen parte de nuestro canon científico.
La segunda crítica tiene que ver con
una suerte de incompatibilidad entre las diferentes obras que abordan
la cuestión de la emancipación política y la forma en que se
reorganizarán las comunidades futuras. Creo que siempre se ha de
recelar de aquellas recetas que incluyan valores y percepciones que
pertenecen a otra época, por muy útiles o interesantes que nos
resulten. Además, si se va un poco más allá se ha de considerar
que en etapas ya muy avanzadas de ese escenario, en un mundo
pospetróleo en el que la falta de combustibles fósiles baratos sea
absoluta, tal vez la capacidad de conservar información sea tan
limitada que habrá de dar preferencia a aquella que tenga que ver
con la supervivencia.
Como asegura Miguel
Amorós «aprender a cultivar un huerto […] o fabricar pan o
construir un molino podría ser más importante que conocer la obra
de Marx, la de Bakunin o la de cualquier otro»[35].
Esto no debe desanimarnos pues aun habiendo desaparecido muchas de
esas obras esenciales confío en que si esas nuevas sociedades toman
forma, ellas mismas crearán espontáneamente sus propias prácticas
emancipatorias, así como sus propios conocimientos sin tener que
reparar ciegamente en las recetas de los actuales teóricos de la
revolución.
La —tal vez inevitable— pedagogía de la violencia
Es obvio que ese
tránsito hacia un mundo poscolapso no será un camino de rosas. Para
empezar, deberíamos tener todos claro que tales cambios no deben ser
forzosos pues eso nos llevaría a regímenes autoritarios o
dictatoriales. En este sentido podemos recordar lo expuesto por
Roberto Espejo en el prólogo a una edición de La
convivencialidad de
Ivan Illich: «Un decrecimiento, por ejemplo, no podría ser impuesto
por ley […] sino que debe ser un movimiento político que traiga
aparejado un cambio en la forma de ver las cosas. La sociedad
convivencial de Illich está fundada en un individuo que es
consciente de la importancia de esta actitud para su propio
desarrollo y para el desarrollo de su comunidad»[36].
Sin embargo es comprensible pensar que una transformación cultural
como esta, voluntaria y pactada, nunca llegue a producirse; Derrick
Jensen en su libro Endgame cree
que ésta difícilmente se dará de forma voluntaria ya que exige un
esfuerzo individual y colectivo que no todos estarán dispuestos a
hacer. En realidad estamos hablando de cambios sociales, económicos
y culturales muy fuertes, que requieren de disciplina y sacrificio.
En segundo lugar es
un cambio en el modo de vida que implica renunciar a muchas
comodidades y en cuyo desarrollo podríamos ver aumentar de forma
preocupante las conductas llenas de egoísmo,
insolidaridad e indiferencia ante el prójimo. Podemos subrayar en
ese sentido las palabras de Anselm Jappe: «La crisis actual no
parece propicia a la aparición de tentativas emancipadoras (al
menos, en una primera fase), sino al sálvese-quien-pueda. […]
Seguramente asistiremos a una espectacular difusión del arte de
sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un vasto
movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un
lado sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de la
socialización y construyan juntos una sociedad más humana»[37].
En tercer lugar,
intuyo que en Occidente, esos estados esqueléticos, al servicio de
los poderes económicos y de las viejas élites, y con la inestimable
ayuda de mafias locales y grupos paramilitares, no permitirán que se
formen agrupaciones descontroladas que quieran aprender
por su cuenta o
realizar cualquier otro proyecto autogestionario, y tratarán de
seguir controlando las maquinarias de expresión que hoy en día
actúan como agentes educadores. Y si no que se lo digan a los
vecinos del gaztetxe Kukutza
en Rekalde, desalojado violentamente por la policía en 2011 y que
terminó con decenas de heridos y 31 detenidos con cargos, o al
vecino torrelaveguense sancionado en 2017 con 5000 euros por ayudar
en la limpieza de un solar okupado, el Espacio Argumosa, que ha
estado siendo autogestionado desde hace años (con el consentimiento
de sus dueños) por varios vecinos en Torrelavega.
Si en un régimen
supuestamente democrático como el actual, se desahucian a ancianos y
se encarcela a sindicalistas por luchar por sus derechos, a artistas
por hacer música solidaria y a jóvenes por twittear chistes, qué
no sucederá en un régimen en el que la escasez de recursos haya ido
en aumento y en el que el descontento de los más desfavorecidos
ponga aún más nerviosas a las élites que nos gobiernan. Tampoco
invita al optimismo el hecho de que los primeros territorios que
descolonizará este capitalismo
en putrefacción —aquellos
en los que podrían fundarse sociedades emancipadas con más
facilidad— serán aquellos lugares invivibles, próximos a
cementerios de residuos nucleares abandonados o regiones
desertificadas, para acaparar otros lugares más reducidos que serán
las zonas ricas en recursos naturales; minerales, terrenos
cultivables y agua potable. A lo que podríamos añadir el peor de
los escenarios: la posibilidad del advenimiento de estados fascistas,
nuevos procesos colonizadores o un neofeudalismo administrado por
señores de la guerra. No podemos obviar tales dificultades.
A medida que esos
estados se desdibujen, es bastante probable —ojalá me equivoque—
que en ellos surjan leyes que prohíban el derecho de reunión y la
libre circulación de conocimientos o que se limite mucho más la
libertad de expresión. Se declararán estados
de excepción permanente más
severos que los implantados por distintos gobiernos europeos en los
últimos años, amparándose en el miedo a la farsa yihadista.
Aprender en un contexto así será claramente un acto de fuerza y de
insumisión. En tal entorno represivo, agotadas las vías del diálogo
y la búsqueda de consenso, no nos quedará otra que desarrollar
entonces una labor subterránea de aprendizaje gamberro y
clandestino.
Será indispensable,
por desgracia activar una pedagogía
de la violencia,
en múltiples frentes; por un lado contra las empresas exploradoras y
aquellos que pretendan implantar —amparados o no en el racismo—
cualquier modo de nueva o vieja esclavitud, como hicieran en los años
20 del pasado siglo los conocidos como «Caballeros del Ojo de
Tigre», una organización paramilitar de autodefensa que actuaba
contra los asesinos del Ku Klux Klan en EEUU, y por otro contra los
responsables políticos que continúen destruyendo la naturaleza y
que se nieguen a abandonar su actividad terrorista, como hiciera el
«Frente de Liberación de la Tierra» durante los años 90 o los
habitantes de Val di Susa con sus sabotajes en contra del TAV.
Presagio, por tanto,
un futuro inmediato en el que aumentarán considerablemente las
huelgas, las okupaciones, las manifestaciones, los sabotajes y los
levantamientos populares. Carlos Taibo en el prólogo al
libro Revolución
o colapso. Entre el azar y la necesidad de
Octavio Alberola apela a «una violencia revolucionaria que se antoja
inevitable, siquiera solo como mecanismo vital de autodefensa, en un
escenario como el del colapso que se avecina»[38].
Se crearán escuelas para la lucha
armada, guerrillas urbanas dedicadas al sabotaje de las instalaciones
y maquinaria utilizadas para la práctica terrorista del fracking, al
secuestro de ricos o a la destrucción de los últimos cajeros
bancarios. Volveremos a la asamblea nocturna, al sindicato invisible,
al anonimato antijerárquico del pasamontañas como asegura el
movimiento zapatista. Como sucedió siglos atrás en Europa con el
apoyo mutuo originado en numerosas revueltas campesinas y urbanas o
con las mutuas de socorro creadas por parte del proletariado
industrial, surgirá una nueva solidaridad entre los nuevos
oprimidos.
La revuelta será
una práctica esencial pero no olvidemos que ésta no debe ser
entendida tan sólo como un proceso insurgente de transformación
social sino como un ejercicio de la voluntad en el que experimentar
la autonomía. Se
trata de desalienar la vida, de liberarla aunque sólo sea por unos
meses o días de las telarañas de la dominación.
Pensemos en el levantamiento de 1981 en Brixton, Londres,
—muchas de cuyas soflamas iban dirigidas contra el trabajo
asalariado— al que concurrieron unas 5000 personas según informes
oficiales y que fue seguido por una oleada de disturbios por toda
Inglaterra; las revueltas surgidas en 2005, en Clichy-sous-Bois —un
suburbio del este de París— que se extendieron por todo el país y
en las que se incendiaron, por cierto, numerosas guarderías,
colegios e institutos, o la revuelta
popular de 2006 en Oaxaca,
México, un movimiento formado por decenas de organizaciones sociales
que mantuvo en jaque al Estado y que autogestionó la ciudad durante
seis meses, antes de ser brutalmente reprimido por el gobierno
federal.
Es cierto que este tipo de
sublevaciones se enfrentan a unos estados tan poderosos y desalmados
que sus posibilidades de transformar la sociedad se hacen
prácticamente nulas pero al menos nos queda la esperanza de que en
un contexto en el que la escasez de recursos energéticos debilite a
estos estados, la conquista del espacio público y de los medios de
producción, creación y difusión del conocimiento sea, al fin,
viable y por tanto, se puedan establecer comunidades sin
desigualdades, ni explotación, ni agresiones al medio ambiente. Y es
que, en cualquiera de los escenarios planteados, sólo una conciencia
solidaria y subversiva, sólo un aprendizaje ejercido desde abajo
para los de abajo, así como la urdimbre de un tejido social fuerte y
cohesionado puede hacer frente a lo que se nos vendrá encima, sean
los últimos estertores represivos de los estados, las mafias
empresariales y paramilitares o las derivas ecofascistas.
Como bien advierte
Miguel Amorós: «Puede ser horrible si la necesaria ruralización,
que habrá de afrontar las consecuencias de una superpoblación
repentina y brutal, no discurre por vías revolucionarias, es decir,
si se limita a una producción centralizada y privilegiada de comida
y energía en lugar de orientarse hacia la creación de comunidades
libres y autónomas capaces de resistir a la depredación post
urbana»[39].
Y eso, bajo la influencia narcotizadora y degradante de la Escuela,
será imposible.
Las bio-regiones de la co-educación
Una vez derribado
ese par siniestro que forman el capital y el Estado, los
planteamientos del municipalismo libertario tendrán absoluta
vigencia: producción de autonomía, ruralización, reforestación,
relocalización en base a núcleos pequeños y organización
federalista. Las viejas nociones de imperio, estado, nación o patria
desaparecerán para dar paso a la comunidad, al municipio, a la
bio-región y en un nivel global, a la confederación de
bio-regiones, que no tendrá nada que ver con el concepto mumfordiano
de megamáquina.
Pedro A. Moreno Ramiro imagina así la coordinación entre todas
estas comunidades dispersas: «En el nivel superior, las
confederaciones serían redes de bio-regiones que estarían en
contacto político-administrativo para resolver conflictos entre
ellas, fomentando de este modo la diplomacia frente a la resolución
armada de los conflictos políticos. Podríamos decir que la
Confederación de Biorregiones sería la administración democrática
que sustituiría al Estado vertical y anti-ecológico en el que
habitamos en la actualidad»[40].
En cada uno de los
diferentes territorios de esas bio-regiones brotará una cultura
local, única e intransferible que, en contacto con las culturas
locales de los territorios vecinos configurará una urdimbre de
culturas, en perpetua mutación. De ahí, de esas prácticas
descentralizadas, brotará un nuevo paradigma cultural, que
revolucione nuestra vida cotidiana al desmercantilizar los
conocimientos, sustituyendo al del capitalismo. Ya dijo Murray
Bookchin que: «el municipalismo libertario no es un movimiento
exclusivamente para crear asambleas populares. También es un proceso
para crear una cultura política»[41].
En sintonía con
esos postulados podemos recurrir también a las sociedades
autogestionadas que propone Ted Trainer, en donde: «los procesos
políticos fundamentales tienen lugar informalmente en cafés,
cocinas, y en las plazas públicas, porque es ahí donde los temas
pueden ser discutidos y pensados hasta que la mejor solución llegue
a ser generalmente reconocida. Las posibilidades de una política
escogida que trabaje bien dependen de cuan contentos están todos con
ella. El consenso y el compromiso se logran mejor a través de un
lento y a veces torpe proceso de consideración formal e informal, en
el cual el verdadero trabajo de la toma de decisiones es hecho mucho
antes que la reunión donde se vota finalmente. De este modo la
política llegará nuevamente a ser participativa y parte de la vida
cotidiana»[42].
Todos participaremos
en la creación de la vida social, vinculados cada vez más a los
demás. Nuestra vida y sus aprendizajes, para entonces, estarán
vinculados con el entorno próximo en el sentido de que nos
responsabilizaremos plenamente de él. Volveremos a discutir en el
foro, en el ágora pública. Habrá una permanente circulación de
manuscritos. Pero a su vez, resurgirá una cultura de la oralidad,
una oralidad
de proximidad;
nos reuniremos en torno a hogueras para contarnos historias de
terror, leyendas y crear nuevos mitos. Se diseñarán religiones
efímeras que durarán días, semanas o años para ir transformándose
en otras. Se formarán grupos de aprendizaje permanentemente; el
aprendizaje en todas sus posibles vertientes (incluidos el
desaprendizaje, el aburrimiento o el no
aprender)
será el motor de todo.
Ya no
habrá embaladores
del saber que
ofrezcan informaciones estereotipadas o pedagogías ocultas. Los
jóvenes pasarán por todos los puestos de responsabilidad de la
sociedad. La vida de los niños y ancianos estará llena también de
tránsitos indagadores, que se adentrarán en todas las actividades
de la comunidad. Una nueva co-educación —una forma de educación
política radical,
como diría Bookchin— generará amor, curiosidad y solidaridad por
aquello que se aprende (o desaprende) y respecto a las personas con
las que eso se aprende.
Ese aprendizaje
emancipado evitará
que derivemos hacia regímenes basados en la explotación del ser
humano o en la destrucción de la naturaleza. Para entonces ya no
habrá fábricas, ni trabajo asalariado. Los actuales bloques de
viviendas de las conurbaciones serán inviables. El hecho de dejar de
edificarse tales engendros será vivido como una oportunidad pues nos
responsabilizaremos de algo tan esencial como la propia vivienda y
aprenderemos construyendo.
Ivan Illich ya
destacó al respecto la importancia de ese hecho al describir las
favelas y las barriadas de América Latina en donde la gente
construye sus propias casas: «No costaría caro prefabricar
elementos para viviendas y construcciones de servicios comunes
fáciles de ubicar. La gente podría construirse sus moradas más
duraderas, confortables y salubres, al mismo tiempo que aprendería
el empleo de nuevos materiales y de nuevos sistemas. En vez de ello,
en vez de estimular la aptitud innata de las personas para modelar su
propio entorno, los gobiernos introducen en esas barriadas servicios
comunes concebidos para una población instalada en casas de tipo
moderno»[43].
De igual forma
crearemos nuestra propia vestimenta, nuestros propios vehículos
—individuales o colectivos— (bicicletas, carros, barcas…) y
preservaremos nuestra propia forma de hablar pues ningún estado nos
impondrá cómo debemos hacerlo. Ya no habrá ocio alienado; no habrá
macro espectáculos musicales donde miles de personas admiren a un
puñado de genios sino
reuniones vecinales en las que todos canten, bailen y toquen
instrumentos.
Una agricultura
de proximidad dará
paso a una soberanía alimentaria que permitirá reducir el
transporte de alimentos, recuperar una agricultura no intensiva y
favorecer el acceso a la tierra, el agua y las semillas por parte de
los pequeños productores y campesinos. Igualmente una sexualidad
de proximidad establecerá
nuevos vínculos humanos. Surgirán nuevas estructuras familiares y
nuevas identidades sexuales a las que no se les pondrá nombre; en
cada playa se instaurará la orgía
no problemática en
la que podremos amarnos unos a otros con furia y con dulzura,
estableciendo un aprendizaje corporal que nos hermane.
Desarrollaremos una vida onírica de
proximidad, igualmente intensa; soñaremos unos con otros y nos lo
contaremos después sin ningún tipo de rubor, fortaleciendo la
subjetividad colectiva. Dormiremos siguiendo otros ciclos, de menos
horas como se dormía antes de la aparición de la luz eléctrica;
despertaremos en mitad de la noche para comer algo, charlar y
experimentar la sexualidad en un apetecible estado de amodorramiento,
y nos echaremos largas siestas bajo el Sol.
Habrá cuevas y bosques, bellos y
misteriosos de por sí, en los que perderse. Habrá viajeros
perpetuos que iniciarán una vida nómada de bio-región en
bio-región, que no tendrá ya nada que ver con el turismo ni con las
visitas guiadas y que serán bien recibidos por todos los miembros de
la comunidad receptora; estos viajeros llevarán objetos, alimentos,
mensajes y conocimientos de un lugar a otro y serán valorados y
queridos.
Además de prácticas
de realidad y situaciones
efímeras de aprendizaje habrá
asambleas inesperadas, debates constantes y acciones poéticas
inexplicables. Y la vida será un perpetuo
recreo en
el que experimentarnos y reconocernos.
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