En
los últimos meses han proliferado las manifestaciones en contra de
las llamadas “pseudociencias” en los medios de
comunicación, muchas de ellas lideradas por la recientemente creada
Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias
Pseudocientíficas (APETP) y
estimuladas por escándalos recientes, como el del
niño italiano que
murió porque sus padres no quisieron llevarle a un hospital para
resolver una otitis, confiando en la homeopatía. A pesar de que esta
campaña levanta muchas simpatías por presentarse como una
defensa del rigor científico frente a la magia, me gustaría
posicionarme contra ella por diversas razones, ya que creo que
esta persecución no está exenta, también, de riesgos.
Puedo decir que
soy parte de la comunidad científica, ya que soy doctora en Físicas
y gran parte de mi trabajo en la universidad es la investigación y
la publicación en revistas científicas. Sin embargo, esta campaña
contra lo que tildan de pseudociencias me rechina profundamente. Me
recuerda a los habituales intentos de las Academias de protegerse
contra los paradigmas nuevos que rompen sus esquemas, esos paradigmas
que, después, son la base de los avances científicos realmente
revolucionarios.
Mi posición
personal ante este tema se podría ilustrar con una anécdota que se
atribuye a Galileo. De él se dice que tiró dos bolas similares, una
de metal y otra de madera, delante de sus maestros para demostrar
que, en contra de la “verdad” de la teoría de Aristóteles, las
dos bolas caían a la vez. Yo tengo una experiencia muy directa de la
efectividad de los tratamientos homeopáticos en mi persona y en dos
enfermedades que la medicina oficial
trata de crónicas e incurables (asma y psoriasis). Si no fuera
porque mi caso es realmente llamativo, porque la mejora fue muy
rápida y no se puede atribuir otra causa y porque pasé décadas con
estas enfermedades en un peregrinaje por diferentes médicos públicos
y privados, quizá también pensaría que la homeopatía
es una “pseudociencia” y que todas esas cosas de las terapias
alternativas son bobadas. Pero mi “bola de madera” ha caído
exactamente al mismo tiempo que mi “bola de metal”, y por más
que repito el experimento el resultado es el mismo ¿Qué debe hacer
una buena científica? ¿Rechazar su experiencia para hacer caso a la
teoría establecida? ¿Hacer mala
ciencia,
es decir, amañar y olvidar los datos incómodos que no cuadran con
los esquemas preconcebidos para que la teoría parezca correcta?
Cada vez hay más
personas que utilizan este tipo de terapias alternativas y acudir a
ellas supone un riesgo: sobre todo el de perder tiempo y dinero; pero
resulta muy poco científico decir que todo lo
que ofrecen son timos sin haber estudiado escrupulosamente todos los
casos (como el mío) cosa que, evidentemente, requiere un esfuerzo
enorme y no se ha hecho. Resulta llamativo que, tanto la APETP como
numerosos artículos aparecidos recientemente ,
hablen taxativamente de que todas estas
terapias son inútiles y todos los
casos positivos son debidos al efecto placebo, sin dejar el mejor
resquicio para la duda.
Esa no es la
forma de hablar de los científicos cuando hacen buena ciencia. Los
científicos del IPCC, por ejemplo, ha dedicado décadas a proyectos
de investigación sobre la relación entre el cambio
climático y
las emisiones antropogénicas, y hablan de que “es muy
posible que
sea causado por los seres humanos” y de que haya “ más del 90 %
de certeza” de ello, etc. Sorprende que los médicos de la APETP,
sin embargo, puedan resolver de un plumazo y con una evidencia
absoluta la relación entre cientos de terapias alternativas y
cientos de enfermedades sobre miles o millones de enfermos
después de unos pocos estudios.
Además, estas
campañas están constatemente acudiendo a razones emocionales y
estableciendo una lucha entre “los
que creen en las pseudociencias” y “los
que creen en la ciencia” que
me resulta espantosamente acientifica. La ciencia no necesita
acólitos que crean en ella ni tribus que se vistan con sus colores,
porque la ciencia no es fe, es simplemente un método para
interpretar y conocer la realidad y no debería utilizarse como un
estandarte para luchar contra “el otro”. Esto se parece más
a una campaña orquestada contra ciertas tendencias que no
gustan a alguien (¿quizá a la industria química?) que
está utilizando el prestigio de lo científico para luchar
contra sus particulares enemigos. Esto no es hacer buena ciencia ni
fomentar el espíritu científico, es, simplemente, marketing.
Por ello, el
papel de los médicos ante todas estas terapias alternativas, a mi
juicio, no puede ser el de convertirse en una institución censora
que le diga a la gente lo que tiene que creer y debería limitarse a
dos aspectos. El primero sería insistir públicamente en que se
busque siempre primero un diagnóstico en la medicina oficial, se
acuda a los hospitales en los casos agudos y no se abandonen
los tratamientos convencionales sin ser muy conscientes de los
riesgos (y no se haga en menores de edad). También
se debería vigilar que no se vendan sustancias prohibidas por la
legislación, cosa que ya se hace. Pero el segundo aspecto que
deberían tener en cuenta los médicos es preguntarse en
qué están fallando ellos o en qué están acertando los otros
para que este tipo de cosas tengan cada día más aceptación.
El riesgo que
suponen estas terapias viene, sobre todo, del hecho de que se rechace
la medicina oficial
por su culpa. Lo realmente peligroso es que aparezcan gurús
que prometan
curarlo absolutamente todo con
los remedios que ellos venden y que absolutamente
todo lo
que hace la medicina oficial
es pernicioso. Porque el problema es ese absolutamente
todo,
ese creer que “mi” teoría particular es la mejor y la única y
que, además, lo cura todo. De poder caer en este error, por cierto,
tampoco se libra la medicina académica que debe reconocer que no lo
sabe todo, que todavía tiene mucho que aprender e investigar y que,
evidentemente, hay muchas enfermedades que no cura.
Es esa modestia
del que sabe
que no sabe la
que hace avanzar la ciencia, ya sea por los cauces oficiales o
por los extraoficiales. Porque la historia de la ciencia está llena
de avances surgidos en sus límites, en muchas ocasiones rayando el
absurdo, el arte o la magia; y se han descubierto muchos hechos
reveladores a través de creencias erróneas. Prohibir a
toda “terapia experimento” que dé la impresión de no ser
efectiva o que haya sido desacreditada por algún estudio (quizá
interesado) supone que nos privamos de descubrir cosas nuevas; supone
no dejar que personas inquietas (algunas de ellas con formación
científica y con buena voluntad, otras no) acumulen experiencias que
quizá en el futuro sean de gran valor para la medicina.
La medicina
oficial también tiene todavía muchas cosas que aprender y tiene que
reconocer que hay muchas personas enfermas a las que no sabe cómo
ayudar. Desde el siglo XX se ha avanzado enormemente en el
tratamiento de las enfermedades infecciosas, en la cirugía y en el
diagnóstico, pero la medicina actual está fracasando a la hora de
dar respuesta, por ejemplo, a las enfermedades relacionadas con la
contaminación y
a la hora de explicar el imparable aumento de las alergias y el
cáncer. Quizá algún día esas mismas tendencias que ahora tacha de
“pseudociencia” sean la clave de descubrimientos revolucionarios
que permitan curar o evitar esas dolencias.
De hecho, no
sería extraño que su fracaso ante el cáncer y las enfermedades
ambientales se deba a su insistencia en curar casi exclusivamente
mediante medicamentos químicos, lo cual no funciona en enfermedades
cuyo origen es, precisamente, el abuso de la química. Sorprende,
por cierto, que la APETP ponga tanto énfasis en que se prohíba la
venta de sustancias cuyo único peligro, según ellos, es ser un
placebo y no levante la voz contra la escandalosa venta de todo tipo
de herbicidas, pesticidas, biocidas y disruptores endocrinos que se
añaden sin apenas control a nuestros alimentos, ropa y
productos de limpieza habiendo bastantes evidencias de sus
efectos cancerígenos.
La
ciencia médica está todavía muy enclaustrada en un paradigma
reduccionista y muy basada en el medicamento mientras los
científicos más lúcidos están viendo que necesitamos superar el
reduccionismo para avanzar hacia una ciencia más sistémica.
La medicina oficial se comporta demasiadas veces como el mecánico de
un coche que, si falla una pieza, la sustituye por otra y
ve demasiadas pocas veces el cuerpo como lo que es: un organismo con
una complejísima capacidad de autorregulación y regeneración. Las
medicinas “alternativas” suelen incidir precisamente en esos
aspectos donde falla la oficial: ser más sistémicas, no abusar
tanto del medicamento y ver el cuerpo-mente-persona como una unidad.
De hecho, lo que muchas de ellas hacen no es curar sino, simplemente,
poner al cuerpo en un estado de bienestar que permita que todos esos
complejísimos mecanismos de regeneración se pongan en marcha.
Al fin y al cabo, el propio Hipocrates, padre de la medicina
occidental, ya decía que es el cuerpo el que cura, no el doctor.
Si hablamos de
que algo es terapéutico cuando consigue ayudar al cuerpo a recuperar
su equilibrio, todo lo que permita que la persona mejore la gestión
de sus emociones, la colocación de su cuerpo o sus hábitos
psicológicos puede ser visto como terapia, sin que tenga por
qué ser demostrable objetivamente o estrictamente científico. No
todo en la cultura humana puede ni debe ser probado mediante la
experimentación científica. El arte no es demostrable objetivamente
pero es necesario para el ser humano y desde hace milenios sabemos
que puede ser curativo (aunque también sabemos que no lo puede
curar absolutamente
todo).
¿Hay alguna diferencia entre la risoterapia actual y la comedia de
siempre, o entre la musicoterapia y
la música que desde hace milenios cura el alma humana?
Recuperemos un
poco la cordura y no caigamos en ninguno de los extremos aberrantes
del “yo lo sé todo”. Se
debe insistir en la importancia de acudir en primer lugar al médico
y al hospital, pero no se puede prohibir que las personas enfermas a
las que la medicina oficial falla experimenten por otros caminos. Se
debe exigir rigor científico a lo que es ciencia, pero también ser
debe admitir que el método científico no se puede aplicar a todo.
Se debe tener respeto por el conocimiento acumulado por las Academias
durante milenios, pero no se puede prohibir avanzar a todas las
personas que deciden alejarse de los caminos trillados para buscar
nuevas explicaciones de la realidad.
Ecoportal.net
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