DECRECIMIENTO, REDISTRIBUCIÓN, FISCALIDAD
Decrecimiento
El aparato
productivo es ya poderosísimo. Pero ¿es aceptable el crecimiento
cuantitativo? ¿El crecimiento económico puede solucionar nuestros
problemas? No se entrará aquí en una reflexión en términos
globales, sino únicamente locales. La sociedad española, ¿ha de
producir más?
La respuesta a
esta pregunta tiene que ver con dos cuestiones: la ecológica y la
redistributiva.
La gran mayoría
de los expertos en cuestiones ecológicas creen que las economías
deben decrecer. Que
es insensata la carrera del crecimiento (producir por producir), ya
que destruye el entorno, se acumulan residuos y se agotan los bienes
del suelo y del subsuelo. El decrecimiento formula en realidad una
pregunta acerca de cómo quiere
vivir una sociedad, y
solo secundariamente una pregunta acerca de cómo vive.
Dos precisiones
sobre el decrecimiento.
Primera: su contrario, el crecimiento, puede ser de dos tipos:
cuantitativo (producir más) o cualitativo (producir lo mismo pero
mejor).
Segunda: decrecer
en general no implica
hacerlo en todos los sectores. El decrecimiento es compatible en
principio, en determinados casos, con el crecimiento cualitativo, e
incluso, en algún sector, como la sanidad y la salud, con un
deseable crecimiento puro y simple.
Sabemos que
las necesidades de
las personas son indefinidamente elásticas, y
variados los modos de satisfacerlas. Por eso un control colectivo de
lo que son necesidades
sostenibles —un
adjetivo ya esencial cuando se habla de necesidades— debe
establecer algún criterio de selección. Así, serían
necesidades insostenibles aquéllas
cuya satisfacción destruyera o limitara la posibilidad de
satisfacción de necesidades básicas —entendiendo por básicas las
de sustento, habitación, calefacción, vestido, movilidad educación
y sanidad de todos—.
Quede aparte la cuestión de que esas
necesidades básicas pueden ser satisfechas de
diversas maneras —se
puede comer pan o langostinos, moverse en bici o en auto, p.ej.—,
y esto no es inesencial, aunque no podamos detenernos en ello aquí.
Por otra parte, serían necesidades antisociales las
que en ningún caso pudieran ser satisfechas para todos los miembros
de la sociedad.
A partir de
criterios como éstos, u otros parecidos, se tendría que poder
plantear a la ciudadanía a qué niveles de satisfacción de
necesidades (establecidos en términos genéricos) aceptaría
autolimitarse. Por ejemplo: ¿les bastaría a la gran mayoría de
los conciudadanos un nivel de vida medio semejante al de Alemania en
1990? ¿Al de Alemania en 2000? ¿Al de Dinamarca en 2015? En todos
los casos, como es natural, con mejor redistribución, más
igualitaria, que la de los ejemplos citados. El filósofo alemán W.
Harich fue el primero en plantear, creo yo, esta interesante
cuestión
Una política de
decrecimiento económico tiene numerosas implicaciones que es
imposible plantear aquí. Estratégicamente hablando, los
de abajo deberían combatir entre el conjunto de la población la
idea de que el crecimiento económico es un maravilloso elixir
curativo de los males presentes —el
mantra reiterado de los neoliberales—, y
tratar de exponer la necesidad del decrecimiento, con objetivos
razonables. El
decrecimiento no es ni mucho menos la austeridad
forzosa impuesta por
el capitalismo en sus crisis, pero
evidentemente implica la idea de contención, de
no estirar más el brazo que la manga. La noción de austeridad es
siempre relativa, e histórica.
El crecimiento es
el deus ex machina del
pensamiento económico neoliberal e incluso de cierto pensamiento de
izquierdas. Aunque en realidad es tan dogma de fe como la Inmaculada
Concepción de la Virgen María o la Santísima Trinidad.
El otro lado de la
pregunta sobre el crecimiento es el redistributivo.
Pues cabe afirmar que en la sociedad que estamos considerando ya en
la actualidad puede haber bienes suficientes para todos, pero están
desigualmente distribuidos. Unos tienen mucho, demasiados tienen
poco y otros no tienen nada.
Erario
público y rentas directas e indirectas
La necesidad de
conjugar una política de decrecimiento con la solución del
problema social generado por el paro estructural de las sociedades
tercioindustrializadas obliga a proponerse políticas
fuertemente redistributivas. Unas
políticas que serían necesarias incluso si —lo que sería
suicida— no se hubieran planteado objetivos de decrecimiento.
Es necesario que
todas las personas a las que el mercado de trabajo no acoge sean
remuneradas socialmente. No se propone aquí una idílica renta
básica universal, sino una renta básica exclusiva para las
personas que no consiguen trabajar, mientras esta situación
perdure; y una renta no miserable.
También es
necesario que el erario público extienda (y financie) los servicios
sociales a tareas de
cuidado, imprescindibles
por el proceso de envejecimiento medio de la población, y por tanto
con el incremento de personas que precisan tales tareas. Y que
compense a las personas que desarrollan esos servicios incluso
cuando vienen haciéndolo respondiendo a imperativos morales en el
seno de la sociedad familiar.
No se puede
ocultar que una política en general redistributiva tendría que
tomar en consideración también la necesidad de ir acomodando la
población, su número, a las posibilidades de los objetivos
productivos, y no solo los segundos a lo primero. La restricción
del número de hijos al mero reemplazo sería deseable, sobre todo
porque, al no ser la sociedad española una isla, sin duda seguirán
afluyendo a ella personas que escapan a la muerte, a la guerra o a
la más absoluta miseria en sus países de origen. La solidaridad
internacional obliga a la acogida en términos razonables.
Lo señalado en el
párrafo anterior muestra algunas de las dificultades a que ha de
enfrentarse el decrecimiento. Es muy difícil que ciudadanías como
la española acepten con naturalidad ciertas limitaciones que le son
extrañas y que van contra la experiencia tradicional.
Por lo demás, el
erario público debe regresar a la financiación de lo que
tradicionalmente se ha entendido como fomento de
las actividades producivas en sectores no apetecibles para la
iniciativa privada. El Estado debe responsabilizarse de determinadas
producciones; p.ej. la de medicamentos cuya fabricación no le
resulta rentable a la industria farmacéutica. Ello por no hablar de
cuestiones mayores, como una hipotética necesidad de nacionalizar
determinados sectores productivos, como el eléctrico o las
telecomunicaciones, que la iniciativa privada no produce a precios
satisfactorios; o, tal vez, la nacionalización del sector
financiero, incapaz de operar en términos distintos de los del
neoliberalismo estricto y cuyos reiterados fracasos pagan los
contribuyentes.
Hoy la vergonzosa
protección gubernamental a los monopolios eléctricos se manifiesta
en las dificultades puestas a la producción de electricidad —solar,
eólica— para el autoconsumo, lo cual equivale a una obligación
de mercadear. Por la
misma regla de tres de los abominables gobiernos que impiden eso
tendría que estar prohibido que los padres fabricaran juguetes para
sus hijos.
Por otra parte el
paro se puede paliar con inversiones productivas en el interior del
país, que debería hacer el Estado si el empresariado prefiere
lucrarse en el extranjero. Eso tropezaría hoy con la política
ultraneoliberal de la Unión Europea.
Los problemas
mencionados los complican las posibilidades abiertas hoy a las
deslocalizaciones productivas.
Una política económica de izquierdas tendría que ser tan
florentina que
dificultara o penalizara las deslocalizaciones sin
ahuyentar la inversión extranjera en los sectores en que ésta
fuera considerada conveniente.
[Como se puede ver
por lo dicho hasta aquí, los estudiantes de las Facultades de
Ciencias Económicas deberían luchar por cambios importantes en sus
planes de estudios. Hoy esos centros son poco más que escuelas de
negocios, pero en otros tiempos han sido instituciones en que se
podía estudiar economía de verdad. Es preciso volver a eso y
mejorarlo para formar economistas nuevos; los que hay, instruidos
mayormente y durante décadas en el neoliberalismo, sencillamente no
sirven.]
Desigualdad,
fiscalidad y redistribución
Es obvio que el
incremento de la desigualdad producido por las políticas
neoliberales —España y los Estados Unidos son los países donde
más ha crecido la desigualdad— ha sido terrible en España, no
tanto —como se dice— para las clases medias cuanto para las
clases trabajadoras. El 20% más pobre de la población es el que
más ha perdido; y el empobrecimiento es mayor según en qué
regiones, llevándose la palma Andalucía.
El crecimiento de
la desigualdad es la principal consecuencia social de las políticas
neoliberales. Según el Global
Wealth Report de 2015
(apud Fontana), en la distribución global de la riqueza familiar el
1% de los más ricos poseía ya la mitad del total, o sea, tanto
como el 99% restante, y para el 90% de la población sólo quedaba
el 12,3% de la riqueza. Según Oxfam en enero 2016, 62 personas
tenían la misma riqueza que 3.600
millones de seres
humanos. Tal es la abominación de la desigualdad a nivel global.
Y, a nivel
local, el último informe de Oxfam asegura que España es un
país "de dos realidades": por un lado, el PIB crece desde
2014, por otro, la desigualdad aumenta y la situación de las
personas más vulnerables empeora, hasta el punto de que España es
el segundo país de la UE donde más ha crecido la desigualdad desde
que estalló la crisis. En 2015, el 30% de la población más pobre
perdió el 33,4% de su riqueza, mientras que la fortuna de las tres
personas más ricas creció un 3%.
Los gobiernos del
PP y del Psoe han aplicado las mismas políticas fiscales que los
presidentes neoliberales norteamericanos, consistente en unos pocos
artificios básicos: reducir los tramos del impuesto sobre la renta,
aminorar la fiscalidad en los tramos altos, y dar importancia
a los impuestos indirectos, como el IVA, que gravan sobre todo el
consumo y a los más débiles (el IVA, las antiguas alcabalas, es un
invento endiablado del que ya se quejaban los abuelos de los abuelos
de los abuelos de nuestros abuelos).
Reagan estableció
solo dos tramos en el impuesto sobre la renta: hasta 30.000 dólares
se pagaba el 15%, y el 28% a partir de ahí. El sistema fue
perfeccionado por Bush y Clinton, pero significó un giro radical en
la política fiscal norteamericana, tanto republicana como
demócrata. Con Roosevelt ese impuesto tenía 24 tramos, y el
superior tributaba al 94%.
Durante 20 años lo que se ganaba por
encima de 400.000 dólares tributaba en Usa al 90%. Truman subió
eso al 91% y Eisenhower al 92%. Con Kennedy había 24 tramos que
tributaban del 20% al 91%. Y eso no molestaba demasiado a las
grandes fortunas porque ganaban muchísimo dinero.
Ciertamente, la
redistribución de las rentas que esos impuestos posibilitaban no
iba muy lejos debido al desmesuradísimo gasto militar de la época
(ou sont les missiles
d'antan, les bombes H d'antan,
que por fortuna sólo han causado daños sociales antes de
convertirse en obsoletos?).
Eisenhower había descubierto que las puertas giratorias entre altos
mandos militares e industria armamentista constituían un círculo
vicioso que atenazaba la libertad de acción de la presidencia de la
república; le dio nombre y todo: complejo
militar-industrial. En
cualquier caso la historia muestra que el dogma de los impuestos
bajos a los ricos para que inviertan es tan falso como la santidad
de Judas Iscariote.
De modo que el
problema del paro está asociado para la izquierda, para los de
abajo, a la temática de la fiscalidad. A la implantación de un
modelo impositivo de muchos más tramos que los actuales, y que sea
casi incautatorio para las rentas desmedidas que los poderosos se
han asignado a sí mismos. Abordar el problema del paro está
asociado a cerrar el abanico de las diferencias salariales y abrir
en cambio el de los gravámenes fiscales. Una política que además
podría aminorar la carga fiscal indirecta de los pobres, el IVA,
gravando seriamente, en cambio, los bienes de lujo, antisocialistas,
que jamás podrían ser disfrutados por toda la población: por
ejemplo, campos de golf, embarcaciones de recreo y sus amarres,
aviones privados, grandes residencias, etc.
La defraudación a
la Hacienda Pública, la ocultación en el extranjero de rentas
obtenidas en España, y cosas como éstas, deberán ser objeto de
una seria represión penal. Va siendo hora de pensar en cárceles
especiales para personas mayores, culpables frecuentes de este tipo
de fraudes, y rechazar la idea de que en estos casos la edad exonera
de la prisión. El fraude a la colectividad es uno de los delitos
más repugnantes, pues se comete con deliberación, sin necesidad y
sin ofuscación.
Análogamente
habría que castigar con incautaciones e inhabilitaciones a los
responsables de las empresas que disimulan sus ganancias en paraísos
fiscales, práctica muy extendida entre bancos y poderosos que por
otro lado se ocupan de publicitar sus falsas liberalidades, que
suelen encubrir intentos de privatizar y mangonear más.
Como en cada
asunto central de una estrategia de la izquierda o de los de abajo,
se trata de darla a conocer a grandes conjuntos poblacionales,
discutirla y experimentarla. Esta estrategia debe colocar los
problemas en el primer plano de las consciencias, y ridiculizar a
los graves tribunos televisivos dedicados a la putañesca
modernización del oficio de marear la perdiz.
Juan-Ramón
Capella
30/5/2017
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