POR UNA NUEVA RELACIÓN CAMPO-CIUDAD
Al
hablar de la relación entre el campo y la ciudad lo primero que nos
viene a la cabeza es una dicotomía, una encrucijada ante la que
debemos elegir o que se plantea como una oposición. De igual modo
es un tópico histórico hablar del conflicto campo-ciudad, como es
habitual el lamento por la
despoblación rural.
Sirvan de ejemplo dos referencias actuales: el programa de Jordi
ÉvoleTierra
de nadie,
o el reciente éxito editorial de Sergio del Molino La
España vacía.
Este último libro nos da algunas pistas sobre las características
peculiares de este asunto en nuestro país. No obstante, se trata de
un fenómeno que ha acompañado a todas las sociedades del mundo a
medida que se ha ido imponiendo la industrialización y el comercio
a larga distancia. La dislocación entre campo y ciudad puede
rastrearse incluso en la alta edad media, como nos recordaba
Kropotkin en El
apoyo mutuo:
"El
error más grande y más fatal cometido por la mayoría de las
ciudades fue también el basar sus riquezas en el comercio y la
industria, junto con un trato despectivo hacia la agricultura. De tal
modo, repitieron el error cometido ya una vez por las ciudades de la
antigua Grecia y debido al cual cayeron en los mismos crímenes. Pero
el distanciamiento entre las ciudades y la tierra las arrastró,
necesariamente, a una política hostil hacia las clases agrícolas,
que se hizo especialmente visible en Inglaterra durante Eduardo III,
en Francia durante las jacqueries (las grandes rebeliones
campesinas), en Bohemia en las guerras hussitas, y en Alemania
durante la guerra de los campesinos del siglo XVI."
La
transformación agresiva del entorno rural y su despoblamiento en
épocas más recientes se debe sobre todo al mencionado proceso
industrializador unido al comercio a larga distancia. En España no
son pocos los conflictos socio-ambientales planteados por el moderno
desarrollismo a lo largo de nuestra geografía. Sin embargo no suele
identificarse claramente el origen político de ese desarrollismo y
de esa despoblación. De hecho a menudo sus principales promotores
recaban un apoyo mayoritario en las zonas rurales a pesar del
abandono que sufren estas y a pesar del lamento por la despoblación.
Uno de los motivos para esto es que la derecha conservadora siempre
ha tratado de halagar al campo, ensalzando sus tradiciones y
costumbres, como caladero de votos. Es lo que hizo, por ejemplo, el
carlismo, buscando ganar apoyo en el campo ante sus dificultades
para imponerse en la corte, o lo que posteriormente hicieron los
diversos nacionalismos. Pero se trata de un problema principalmente
occidental, no sólo español. Los conservadores británicos,
franceses o estadounidenses, por ejemplo, también se han apoyado en
el mundo rural y en las zonas menos centrales de esos estados, y
siguen haciéndolo, como se ha visto en las últimas elecciones de
estos países sin ir más lejos.
La
derecha moderna es la primera y la más profunda promotora de
fenómenos como el desarraigo, la despoblación rural, el
desarrollismo, la globalización y
el abastecimiento en cadenas
de distribución de larga distancia,
y en realidad siempre ha tratado con desprecio y ninguneo al campo,
un campo del que sólo se acuerda en las excursiones
electorales y
para poner alguna acera o alguna farola mientras socava los
cimientos vitales sobre los que se sostiene la vida rural. Y es que
la derecha actual es sobre todo liberal. Al igual que por la
izquierda tenemos liberales con tintes socialistas, (la llamada
tercera vía), por la derecha tenemos liberales con tintes
conservadores, interesados en conservar sobre todo las jerarquías y
el elitismo, no la forma de vida rural, ni mucho menos el medio
natural en el que se desenvuelve esta. Esta derecha se ha
vertebrado en torno al poder económico y a los negocios, que con el
tiempo han terminado por laminar las antiguas diferencias entre
conservadores y liberales con el lubricante balsámico del beneficio
en el que ahora participan los herederos de los caciques por medio
del capitalismo
de amiguetes.
Por
su parte los liberales ribeteados de socialismo también han sido
apaciguados por la vía del dinero con buenos sueldos para los
dirigentes y puestos en consejos de administración, y con similares
premios aunque de menor relevancia para el resto de la estructura de
los cargos. Sus partidos funcionan como agencias de colocación que
no cuestionan el mercado y que, en el fondo, dependen de que este
vaya bien. En realidad la
izquierda se
ha estructurado desde sus inicios como una reacción al capitalismo
sin cuestionar algunos principios liberales fundamentales que
definían una
concepción de la economía parcial, interesada y poco realista a
largo plazo,
y por lo general ha sido firme partidaria de la
industrialización indefinida y del crecentismo.
El
liberal-socialismo de nuestros días ha renunciado incluso a esa
forma viciada de buscar una transformación social para
limitarse a la defensa de algunas políticas sociales con los
beneficios obtenidos de un mercado al que se hacen concesiones
legales y del que se depende cada vez más. De hecho han sido la
segunda pata del avance de la globalización comercial, y actúa en
perfecta connivencia con las multinacionales que
no sólo se basan en el mercado sino en el predominio de un tipo de
mercado opuesto a la pequeña empresa y al consumo local.
Igualmente
el liberalismo de ambos matices ha promovido la financiarización de
la economía que pone los beneficios de la especulación por
delante de la soberanía alimentaria y de la autonomía de los
pueblos mediante el acaparamiento de tierras que, desde los inicios
del capitalismo hasta nuestros días, empuja el despoblamiento
rural, el desarraigo, la dependencia del mercado global, el
desarrollismo sin miras y el desprecio a las formas de vida basadas
en la producción local.
Si
alguna corriente ideológica puede encarnar los intereses de fondo
de quienes viven en y del campo esta es la poco considerada ecología
política.
La apuesta por la producción local, la
pequeña escala, un
ritmo de vida en armonía con nuestra propia naturaleza, la
sostenibilidad de la que dependemos todos pero cuyo deterioro los
agricultores perciben de primera mano, todo ello sobre la primacía
del rendimiento, son criterios que sintonizan con la base cultural
necesaria para una revitalización del mundo rural.
Pero
aquí encontramos la paradoja de que a menudo existen recelos,
malentendidos o incluso conflictos entre el mundo del campo y el
ecologismo. Con frecuencia encontramos un desencuentro entre el
conservacionismo y los intereses de agricultores y ganaderos: lobos
que diezman rebaños sin que los pastores vean justamente
recompensado el perjuicio; daños ambientales de la
caza,
(una práctica con más arraigo en el campo); lindes de parques
naturales que rivalizan con los pastos; normativas ambientales que
pueden dificultar el desempeño habitual o requisitos para el
etiquetado que en ocasiones dejan a los pequeños productores en
desventaja respecto a las grandes empresas.
Sería
deseable que se generalizase un mayor diálogo y comprensión mutua
para promover soluciones emergidas del mismo. Porque en realidad
estos son problemas menores si los comparamos con los cambios
profundos que está provocando el crecimiento económico, unos
cambios que, por otro lado, los pequeños agricultores perciben de
primera mano, como los efectos
del cambio climático,
la erosión de los
suelos,
la pérdida de biodiversidad, la expansión de la agricultura y
la ganadería intensivas, la competencia
desleal de
multinacionales subvencionadas o que pueden hacer dumping, la
desertización y la falta de agua, etc.
En
el Sur global los campesinos lo ven de otra manera y la ecología
forma parte central de la reivindicación
rural con
mayor frecuencia, quizá porque el choque entre grandes
multinacionales y formas de vida que mantienen su arraigo en el
campo ha sido menos gradual, más violento y con un mayor
contraste. Esto ha dado lugar al llamado ecologismo
de los pobres, expresado
en innumerables conflictos
socio-ambientales en
cuya denuncia se ha implicado la población y cuya represión ha
sido también más cruenta.
Por
otra parte, quienes queremos que prevalezca una mayor sostenibilidad
tenemos que desestimar el ambientalismo que sólo busca un lavado
de cara verde al
modelo actual. Quizá también habría que hablar de liberalismo con
tintes ecologistas en la medida en que sólo se planteen nuevas
formas de hacer lo mismo sin proponerse cambios en la actual
organización política de la economía, origen de los males
ecológicos. Tras muchos años de ecologismo infructuoso o
insuficiente, la conciencia generalizada sobre los problemas
ambientales necesita dar el paso decisivo de cuestionar el modelo
económico y las formas de producción que renuevan la
insostenibilidad a pesar de cada avance en eficiencia y en las
normativas ambientales; asumir que no se está haciendo realmente
una apuesta ecológica si no se da un cuestionamiento a este nivel,
tanto en la teoría económica, como en la política y en la
práctica diaria.
Por
ejemplo, fijándonos en las características de la empresa, y no
sólo en las del producto: eligiendo cooperativas sin
ánimo de lucro en
un modelo de producción local y colaborativo,
(en lugar de conformarnos con etiquetas sobre los insumos utilizados
en el caso de la alimentación). O valorando las formas de
distribuir y de compartir lo necesario: fomentando el procomún.
Y sobre todo tratando de incidir en la política económica en todos
los niveles para favorecer un modelo que no dependa del aumento
constante del consumo de recursos para renovar la inclusión.
Como
vamos a ver, este enfoque aplicado al consumo alimentario puede
servir, además, para aliviar la contraposición entre campo y
ciudad. Planteada esta dualidad como conflicto, este se da también
dentro de nosotros mismos, y pervive especialmente enraizado en
España por lo que Sergio del Molino llama el Gran Trauma: una
inmigración masiva hacia las ciudades forzada en muy pocas décadas.
Dejando
a un lado los motivos puramente económicos y el azar personal que
nos fuerzan a uno u otro modo de vida, cabe preguntarse cuál de los
dos elegiríamos si pudiéramos hacerlo o cuál nos parece el más
adecuado. ¿Hay más opciones?
En
cierta medida desde el campo se ha admirado y deseado la libertad,
la variedad, la concurrencia social, la algarabía (o incluso el
bullicio) que se puede encontrar en las ciudades, y en ocasiones se
ha vivido esta admiración con un complejo complementario al
desprecio que algunos urbanitas han manifestado por la figura del
aldeano. Del otro lado, es habitual una añoranza del campo por
parte de muchas personas que viven en la ciudad y que sufren lo que
algunos psicólogos llaman trastorno
por déficit de naturaleza. Para
ambos ambos casos es de suponer que las carencias sostenidas en el
tiempo acaban idealizando aquello de lo que se carece.
El
hartazgo de los problemas urbanos, por ejemplo, en ocasiones ha dado
lugar al neorruralismo,
el intento de volver a vivir en el campo por parte de quienes han
crecido en la ciudad, pero este movimiento no siempre resulta
consistente. Sergio del Molino nos dice en su libro que su
(informal) investigación sobre el tema le ha dejado la impresión
de que mayoritariamente desemboca en una decepción más o menos
dura según los casos. Probablemente en estos fracasos o decepciones
tenga mucho que ver el hecho de que la vida en el campo se siga
desarrollando de un modo individualista. Aunque tampoco resulta
sencillo sacar adelante proyectos eco-comunitarios.
Si
buscáramos la forma de vida para la cual nuestra naturaleza está
constituida tendríamos que remontarnos a la época en la que ha
vivido nuestra especie durante el 90% de su tiempo en la tierra: una
vida nómada en comunidad,
algo ya imposible de generalizar como modo de vida y que además
requeriría un intenso proceso de aculturación. (De aquella vida
sólo nos queda el consuelo -aunque suene cómico- de poder hacer de
vez en cuando un treking en grupo, que al prolongarse durante varios
días caminando en campo abierto, nos trae remembranzas de una vida
tribal, como la satisfacción de descubrir juntos un valle nuevo
para los viajeros que así conviven durante ese tiempo, o la de
alcanzar un objetivo común en esa itinerancia).
Pero
dejando a un lado lo difícil o lo imposible, podemos pensar en
nuevas formas de solucionar este desencuentro entre el campo y la
ciudad que, en realidad, lo es con nosotros mismos. Ya hace décadas
que empezó a fraguarse un modelo de consumo agroecológico a través
de cooperativas
de consumo que
ponen en relación a productores y consumidores, y que en muchos
casos implica a todos ellos en la producción. Esta forma de
vinculación, aún muy minoritaria por ahora, podría ser el germen
de una nueva relación campo-ciudad que iría más
allá de un encuentro comercial para,
idealismos al margen, de un modo pragmático, establecer una nueva
complicidad entre ambos mundos que, eso sí, tendría implicaciones
políticas transformadoras si se generalizase (como nos explicaba
Esther Vivas en este artículo).
Al menos en los casos en los que se lleva a cabo de un modo
participativo, que trasciende la relación entre productor y
cliente, este modelo puede proporcionar una vivencia compartida, una
convivencia sanadora, y en cualquier caso abre una vía para la
revitalización de las zonas rurales.
Estas
iniciativas se enmarcan dentro del paradigma de la soberanía
alimentaria,
la potestad para organizar con autonomía local la política agraria
de acuerdo a criterios de seguridad alimentaria, sostenibilidad y
justicia social. La destrucción de las economías de pequeña
escala a manos de la competencia desleal e insostenible ejercida por
las corporaciones multinacionales nos hace cada vez más
dependientes de mercados globales, especulativos y elitistas,
quedando comprometido el futuro de todos.
Además
de los grupos de
consumo existen otras iniciativas de la economía
social y solidaria que
tratan de promover la soberanía alimentaria para aquellas personas
que quieran hacerlo y vean difícil la auto-organización necesaria
para formar una cooperativa. Por ejemplo, en algunos casos se
organiza la mediación entre los agricultores locales y los
consumidores mediante el reparto regular de cestas de alimentos a
domicilio. En otros casos se promueven tiendas
abiertas a todo el público,
(no sólo para socios), en las que los productos responden a los
criterios mencionados, (a diferenciar del consumo ecológico de
marca,
a menudo también organizado por corporaciones y que no tiene en
cuenta criterios de proximidad o de justicia social en la
producción). También desde las instituciones sería fácil apoyar
la soberanía alimentaria si hubiera voluntad política para ello,
por ejemplo en
la gestión de los comedores escolares,
o en la promoción de
la agricultura
urbana,
que también puede ser autogestionada.
Alimentación y bienvivir Serie de artículos del nutricionista Alejandro Moruno para este blog:
Y una Charla: Alimentación, soberanía y democracia |
Para
muchos ciudadanos la alimentación es su único contacto con la
naturaleza. ¿Cuál es la calidad de ese contacto? Si nos fijamos en
su impacto ambiental, nuestra
comida no es sostenible,
y si atendemos a nuestra salud, cada día surgen nuevos datos
que ponen de relieve las carencias o lo poco saludable de nuestra
alimentación. Para el conjunto de la sociedad la agricultura y la
ganadería intensivas y kilométricas vienen a ser el equivalente al
sedentarismo y a los malos hábitos en la vida de cada uno. No
cuidar nuestra relación con el campo es como no cuidar nuestro
propio cuerpo.
Pensar
la producción en términos de máxima competencia a partir de meros
cálculos de coste y beneficio a corto plazo nos lleva a estresar la
vida en detrimento de su adaptación a largo plazo. Fertilizantes,
pesticidas e importaciones innecesarias vienen a ser como la droga
para el cuerpo que maximiza su rendimiento presente a costa de la
salud y de una supervivencia longeva en buenas condiciones. Por
contra, la adaptación a largo plazo está más relacionada con la
creación que surge de la cooperación y
de la simbiosis.
¿Por qué no adoptar, entonces, un modelo simbiótico en el que
campo y ciudad puedan ser, más que la unión de dos elementos, un
nuevo cuerpo resiliente y saludable gracias a la sinergia así
creada?
"Se
ha hablado mucho más de la competencia, en la que el fuerte es
el que vence, que de la cooperación. Pero determinados
organismos aparentemente débiles a la larga han sobrevivido al
formar parte de colectivos, mientras que los llamados fuertes,
que no han aprendido nunca el truco de la cooperación, han ido
a parar al montón de desechos de la extinción evolutiva. Si la
simbiosis es tan frecuente e importante en la historia de la
vida como parece, habrá que reconsiderar la biología desde el
principio. La vida en la Tierra no es de ninguna manera un juego
en el cual algunos organismos ganan y otros pierden. Es lo que
en el campo matemático de la teoría del juego se conoce como
un juego «de suma no cero»."
Lynn
Margulis, Dorion Sagan, Microcosmos.
|
Acabo
este texto haciendo un poco de política-ficción sobre las
posibilidades de esta tendencia. Si se generalizara esta nueva
relación con nuestra propia alimentación, con lo que somos
materialmente, que va más allá de un mero consumir en mercados
impersonales, esta práctica podría ayudar a repoblar la
parte "vacía" de nuestro territorio, o yendo más lejos,
apuntar hacia una forma de organización política institucional
basada en el entorno local. Como se dice en este artículo de
la revista Ecología
Política:
"Las redes alimentarias alternativas suponen una defensa de las
producciones locales frente al mercado global, pero son sobretodo un
laboratorio de nuevas formas de organización social mediante las
cuales se trata de trascender el valor de cambio para construir
valores de uso y, en definitiva, comunidad."
En
el estado español las provincias podrían vertebrar el esquema
territorial ideal para desplegar esta nueva forma de simbiosis entre
el campo y la ciudad, dado que las provincias se basan precisamente
en un territorio vinculado a una ciudad, (o visto desde la urbe, en
una ciudad y su entorno periurbano más o menos extenso). La
provincia es una entidad política más próxima al
biorregionalismo, y que podría mediar mejor entre este ideal y las
instituciones actuales, entre una organización territorial basada
en la naturaleza y el componente social tal y como ha devenido hasta
nuestros días. Aunque conviene recordar que las biorregiones suelen
rebasar la demarcación provincial en cordilleras, cuencas,
litorales o climas compartidos, (apuntando a una visión
territorialmente colaborativa, no aislada).
No
estoy sugiriendo seguir la concepción originaria de las provincias,
un intento de modernizar el
territorio al servicio de un poder centralizado que las maneja por
medio de gobernadores. En lugar de ello convendrían unas provincias
que se gobernasen a sí mismas con mayor autonomía política
democrática, buscando la resiliencia y la prevalencia de la
economía local, en consonancia con un incipiente modelo de
producción distribuida, menos dependiente de grandes economías de
escala. Si hemos de eliminar duplicidades en la administración,
quizá sea en las instituciones centralizadas o regionales donde
más haya que limarlas, sin necesidad de que esto implique una
desconexión sino, al contrario, buscando una cooperación
desde la autonomía democrática
municipal y provincial (que además serviría para mutualizar
determinados riesgos).
Se
trataría de un modelo distribuido en una constelación de entidades
pequeñas formadas por una ciudad y su campo aledaño relacionados
orgánicamente (más que comercialmente). Lo que se buscaría
con este planteamiento es la racionalidad
ecológica,
o lo que es lo mismo, un interés común que no se limite
al antieconómico
beneficio pecuniario a corto plazo sino que, en lugar de ello, tenga
en cuenta nuestra dependencia del estado actual de la biosfera, que
tenga en cuenta nuestra salud y la seguridad alimentaria, que valore
el bienvivir así como el largo plazo y a las generaciones futuras.
La
revalorización del mundo rural cercano tampoco tiene por qué
entenderse como una apelación al pasado con añejas loas a la
Historia, ahora desde un punto de vista localista, un pasado a
menudo basado en una estratificación social jerárquica, desigual y
autoritaria. Ni se trata de poner por encima de todo las
tradiciones, que a fin de cuentas son invenciones sostenidas en el
tiempo. Las tradiciones tienen el valor que queramos darle, y es una
potestad democrática abolirlas -pongamos los casos de crueldad
animal- o revitalizarlas -pongamos los concursos
de versos improvisados que
aun perviven en
algunos lugares-. De hecho estamos hablando más bien de innovación
social apoyada
por el desarrollo de la investigación en agroecología.
El verdadero lastre para avanzar hacia un futuro mejor es
la privatización del
conocimiento y de la herencia biológica común en forma
de patentes,
restringiendo el uso público y compartido de la información y de
las semillas.
En
definitiva, una nueva relación campo-ciudad pasaría por sustituir
la dicotomía entre ambos entornos por una forma diferente de
vincularlos localmente, oponiendo la soberanía
alimentaria a
la mercantilización absoluta, y la diversificación del espacio
frente a la centralización creciente de la vida en megalópolis
uniformes que pierden de vista su dependencia de la naturaleza. Si
realmente vamos hacia una economía basada en el conocimiento y en
las comunicaciones virtuales, y si fuera verdad que la tecnología
nos va a permitir mejorar la eficiencia (en términos de recursos
materiales), entonces tendría que ser más fácil relegar el
transporte y
el propio crecimiento económico sin
menoscabo de la inclusión económica
de todos. En realidad esta es la prueba
del nueve
que deberíamos exigir al desarrollo tecnológico para poder
observarlo con optimismo: que nos permita reducir
el flujo de transformación (y
el consiguiente consumo de recursos y uso de sumideros) garantizando
a la vez la inclusión.
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