ACABAR CON EL CAPITALISMO
El estado terminal del capitalismo se ha anunciado un
sinnúmero de veces en los últimos treinta años. Solo ha servido —maravillas del
capitalismo— para que algunos vendan muchos libros, que han sido a la economía
política lo que los libros sobre la felicidad al bienestar de los ciudadanos.
Pero no solo no cesan, sino que arrecian los discursos sobre la necesidad de
«acabar con esa lacra», porque algo habrá que hacer con los profesores de
universidad marxistas y alguna que otra cátedra igual de desnortada. Tal vez
sea la ideología vintage más exitosa; no, desde luego, por su
racionalidad, sino por su conspiranoia.
A nivel popular, el quilombo suele comenzar con una confusión conceptual entre el capitalismo y el neoliberalismo o hasta con el liberalismo a secas. El capitalismo, sin adjetivar, en toda su amplitud y máxima simplicidad, es el «sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción y en la libertad de mercado» (DRAE). Curiosamente, la Stanford Encyclopedia of Philosophy no tiene una entrada para capitalism.
El diccionario de Oxford lo describe como un «sistema económico en el que los
factores de producción son de propiedad privada y los propietarios individuales
del capital son libres de utilizarlo como consideren oportuno; en particular,
para su propio beneficio»; lo cual es bastante exacto. «En este sistema», sigue
la acreditada enciclopedia, «el mercado y el mecanismo del beneficio desempeñan
un papel fundamental a la hora de decidir qué se produce, cómo se produce y a
quién pertenece lo que se produce».
De modo que ser anticapitalista comporta estar en contra de
que la gente posea cosas y decida cómo sacarles provecho, y en contra de los
mercados como medio de asignar los recursos y los resultados. Punto. Toda
economía que deje las decisiones de producción y consumo al arbitrio del
mercado y considere que debe existir la propiedad privada, es capitalista. En
estos términos, y descontados tres o cuatro experimentos dictatoriales y
consecuentemente feroces con sus ciudadanos, el mundo entero es hoy
capitalista. Incluida China, que ha sido de las últimas en enterarse; y cuyos
avances en el bienestar de su población están precisamente ligados a que se ha
enterado.
Los anticapitalistas achacan a la propiedad privada y los
mercados la existencia de injustas desigualdades, poderosos abusones y
desvaríos morales. No hace falta saber mucha historia para saber que todas esas
cosas existieron previas al capitalismo, tanto más en la Antigüedad que en
tiempos modernos; y que si no se notaban más es porque había menos que arramblar
y mucha más pobreza por todas partes… precisamente porque no lo había remediado
el capitalismo. Fueron la organización y apertura de esos mercados y el respeto
por la propiedad privada los que crearon las condiciones para la prosperidad de
Occidente, luego extendida al mundo.
Pero es gente, la anticapitalista, que no se cree obligada a basarse en los hechos para generar sus conclusiones, sean estos históricos o provenientes de la observación del presente. En la web Traficantes nos proponen “Diez pistas sobre cómo acabar con el capitalismo antes de que acabe con nosotrxs” . Lo que sigue es bastante chof: no se ofrece ninguna medida, sino nuevas lecturas.
Es una bella metáfora del anticapitalismo actual, que es una matrioska
de referencias que al abrir la última matrioska descubre un vacío. Mención
aparte para la jerga canalla: «Las tendencias de crisis detectadas en la
actualidad se aproximan en opinión de Streeck a límites difícilmente superables
en el marco de reproducción actual del capitalismo realmente existente»; y así
todo.
Entre los principales servicios prestados por el capitalismo está el crear las condiciones de posibilidad para la democracia moderna. Cada vez que alguien niega esto y se refiere arrobado a la democracia griega, muere un gatito. La democracia ateniense —que por supuesto hemos de honrar por ser la base filosófica de la nuestra— operó para una población de apenas doscientos cincuenta mil habitantes y se basó en una disposición de tribus y en una disponibilidad ciudadana de tiempo que hacían posible los esclavos.
Merece la
pena explorar formas contemporáneas de una democracia más directa y en esto
similar a la ateniense, especialmente para contrarrestar la peligrosa deriva
partitocrática; pero ahí acaba la inspiración y las posibles comparaciones. La
sociedad en un país como el nuestro no solo es doscientas veces más populosa
que la ateniense; también es mucho más compleja. Nuestras democracias nacen
verdaderamente con la Constitución estadounidense de Virginia y los rescoldos
napoleónicos de la Revolución francesa, y apenas tiene algo más que rudimentos
intelectuales y algunos restos morales de Atenas.
La democracia y el capitalismo han crecido de la mano; su
base política ha sido el liberalismo. El liberalismo, sí es una familia de
propuestas políticas (no así el capitalismo, que es un sistema económico), y
por lo tanto tiene sentido criticarlo en sus consecuencias, precisamente
políticas; pero siempre y cuando se reconozca que nunca ha habido en la
modernidad democracia sin liberalismo. Lo que tendría
sentido, entonces, y siempre y cuando uno esté a favor de la democracia —del
Estado de derecho—, es discutir qué clase de liberalismo nos conviene, cuál
resulta mejor para la vida humana individual y para la convivencia.
Aquí las menciones al «neoliberalismo», en las que yo mismo
he incurrido en el pasado, resultan algo vagas; es mejor ir derecho a la
cuestión de qué correcciones a la mecánica de los mercados, que dista de ser
perfecta, tienen que implementar las sociedades para ser más justas y dignas; y
quiénes las decidirán e implementarán, y con qué controles. Entre el
libertarismo y el liberalismo social hay una amplia paleta de posibilidades; de
ahí que decirse iliberal o antiliberal, sin más, sea un disparate.
Los dos derechos fundamentales para que la vida sea buena
son la libertad y la igualdad de oportunidades. Nada como los mercados y la
propiedad privada ha contribuido a que se extiendan ambos, y lo que hay que
evitar es precisamente que la gente haga trampas. Considerar que es el
capitalismo, y no la condición humana, el que alberga en su seno la simiente de
esas trampas, es faltar a la verdad: gente abusando de otra gente la ha habido
y la habrá siempre, y la ha habido con toda seguridad en los experimentos
comunistas que el mundo ha visto, en los que se ha cumplido a rajatabla aquello
de que todos somos iguales, pero algunos más iguales que otros. En palabras de
John Kenneth Galbraith, en el capitalismo, el hombre explota al hombre, mientras
que en el comunismo sucede justo al contrario.
El problema es el egoísmo y la ausencia de sentimientos morales. En esto Adam Smith y John Locke se dan la mano: son la quiebra de la solidaridad y el abandono de la ética, y no los mercados, los que causan las injusticias. Si cada vez hay más desigualdades es porque estamos dejando a sus anchas a oligarcas quebrar las reglas del juego; es porque las élites son cada vez más inmorales.
Son el individualismo
expresivo —ese fruto envenenado de la prosperidad—, algunas derivas
tecnológicas y el abandono progresivo de la educación los que nos están segando
las piernas, y no el capitalismo mismo, que no está en ninguna parte y está en
todas, y al que por lo tanto es absurdo pedir cuentas. Es precisamente por eso
que quienes quieren jugar a ser rebeldes en vez de serlo la toman con el
capitalismo: porque es inocuo y por lo tanto seguro, no implica confrontar a
nadie en particular y da para posturear hasta la muerte. La adolescente
rebeldía de lanzar puñetazos al aire o contra las olas.
La vida de los muertos está depositada en la memoria de los vivos, dice Cicerón en la novena de sus Filípicas. La nuestra es una amnesia culposa, un adanismo compuesto de desfachatez y cobardía a partes iguales. Estamos traicionando a nuestros muertos reverdeciendo con gesto pueril propuestas inanes que nos sacan de lo que de verdad importa: luchar contra la injusticia, contra el poder que abusa y el egoísmo que nos enferma.
Nada de eso es
consustancial al sistema económico que ha demostrado avenirse mejor con la
prosperidad humana, según es nuestra naturaleza. Basta de anticapitalismo.
Hagamos política de veras desde la sociedad civil, decidamos qué liberalismo
—hay muchos— nos conviene, pensemos en la talla que conviene que el Estado
tenga, pongamos las vallas y normas que decidamos en el camino; pero dejemos de
decir tonterías.
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