REDUCCION DE JORNADA
TRABAJAR MENOS HOY
PARA GANAR MAÑANA
La RAE, en su segunda acepción, define trabajar como “Tener
una ocupación remunerada en una empresa o una institución”. El término proviene
de tripalium, un ‘instrumento de tortura’. Y es que, efectivamente,
a nadie escapa a estas alturas (especialmente si tiene ya algunos años de
experiencia a sus espaldas) que el trabajo es una tortura.
Es una tortura porque nos obliga a desempeñar tareas más o menos desagradables a cambio de un dinero con el que costear derechos básicos como la vivienda, la comida o la ropa. Es una tortura porque nos arranca lo que generamos con nuestras manos para que unos pocos se enriquezcan de ello. Es una tortura porque nos roba tiempo de ocio y de disfrute, ya sea junto a nuestros seres queridos o en solitario. Es una tortura porque nos enferma y a veces nos mata.
Una tortura que, sin embargo, nos empeñamos en extender y
convertir en obligatoria. Si una cosa tiene clara el consenso moderno es que no
trabajar, no ser alguien productivo y de valor, es un pecado mortal. De hecho,
no habría peor pecado que valerse de argucias y trampas para engañar a la
administración y vivir del dinero público mientras no se da un palo al agua. Un
pecado capital en un mundo hipercapitalista.
Y, sin embargo, habría que preguntarse quiénes son los
auténticos vagos y chupópteros. Porque los propietarios de pisos que suben cada
año el alquiler por no hacer nada se parecen, mucho, a la definición de
chupóptero. De hecho, en el conjunto de España ocurre una cosa curiosa: 20%
de personas más ricas recibieron más del 30% de ayudas públicas, el 20% más
pobre apenas recibió un 12% del total. Y, claro, casi nadie se ha hecho
rico trabajando: más
del 50% de los ricos en España lo son gracias a una herencia. Así que no,
el trabajo ni dignifica ni enriquece. Pero es que tampoco supone un escudo contra
la pobreza: una
de cada tres personas pobres tiene un empleo remunerado.
Por supuesto, en el medio nos encontramos con sesgos territoriales,
raciales y de género. Como uno más de ese millón de andaluces que andamos en el
exilio, he sufrido el estigma de que hay pueblos enteros que no quieren
trabajar y que llevan la pereza en la sangre. Frente a un siempre laborioso
norte, hay un fiestero sur que, básicamente, se ha ganado su pobreza a base de
siestas, fiestas y chistes.
Abajo el trabajo... un poquito al menos
Trabajar es una tortura. Y por eso, poco a poco, se van
alzando voces en su contra. Pero estas voces pueden hacerlo desde una perspectiva
individualista. Por ejemplo, todas esas cryptomodas y otras estafas que pululan
por las redes sociales y que te asaltan cada vez que abres Youtube. Pero son
salidas que, por definición, sólo pueden aprovechar unos pocos, dejando por el
camino ruinas y nuevos juguetes rotos, especialmente entre los más jóvenes. Y
que, por supuesto, no buscan un reparto más justo del no-trabajo, sino que se
convierte en una salvaje ley de la selva y de tonto el último. Un sálvese quien
pueda de los NFTs y los Bitcoins.
Por fortuna, también existen salidas más o menos colectivas
frente a la violencia descarnada que supone el trabajo. Esa fue, en parte la Gran Renuncia que
recorrió Estados Unidos después de la pandemia, acompañada de la Renuncia
Silenciosa, que hizo que un porcentaje importante de trabajadores y
trabajadoras estadounidenses dejaran de hacer horas extra o esforzarse más de
la cuenta en el trabajo. Frente al mantra de trabajar todo lo posible, poco a
poco iba ganando la idea de trabajar menos para, básicamente, vivir más.
En cualquier caso, la salida que más posiciones y debates va
ganando en estos momentos es la reducción de jornada laboral sin reducción de
salario. Trabajar 4 días a la semana (o 32 horas semanales), ganando lo mismo.
Se ha convertido en la medida
estrella que defienden sindicatos, movimientos sociales y partidos en
todas las elecciones. En aquellos países en los que se han hecho pruebas
piloto los resultados han sido espectaculares y en general similares:
destacan sobre todo la mejora en salud y felicidad para los trabajadores. Pero
también apuntan al aumento de su eficiencia, ya que como están menos cansados
rinden más.
España, felizmente, parece que va a ser pionera en ese
sentido. En el acuerdo
de gobierno PSOE y Sumar se acordó reducir la jornada laboral de 40 a
37,5 horas semanales. Un primer paso necesario, pero todavía insuficiente, que aun
así esperemos que sea una realidad lo antes posible. Y que le sigan muchos
pasos muy rápidos hasta lograr la jornada
laboral de 32 horas.
Frente a esta medida, por supuesto, se alzan voces críticas.
Entre las derechas porque aseguran que la medida acabará con la economía.
Casualmente, esas voces siempre proceden de quienes no se dejan la espalda
reponiendo garrafas de aceite en un supermercado o de familiares que han
perdido a un ser querido en un accidente laboral. Pero también hay voces
discordantes desde sectores más progresistas, que señalan la urgencia de
controlar mejor las
horas extra no pagadas, las numerosas horas no cotizadas o los contratos
fraudulentos antes que en reducir la jornada laboral.
Contra los primeros, no merece la pena perder mucho el
tiempo. Si tanto les gusta trabajar que lo hagan ellos. Que se dediquen a
limpiar culos en residencias, a destripar cerdos en mataderos o a servir copas
en una discoteca. Y que lo hagan tantas horas como quieran. Pero no puede ser
que, mientras que las inteligencias artificiales cada vez más avanzadas se
dedican a escribir poemas y dibujar lienzos preciosos, sigamos sufriendo
trabajos penosos más horas de la cuenta. A los segundos, señalar que tienen
razón, pero que los derechos no compiten. Hay que controlar las horas extra no
pagadas y perseguir los contratos fraudulentos. Pero eso se puede hacer
mientras, al mismo tiempo, avanzamos hacia la reducción de la jornada laboral.
Trabajar es una tortura. Hacerlo en un sistema como en el
que vivimos lo hace aún más grave y doloroso. Cuando el mundo está envuelto en
crisis, guerras y emergencias de todo tipo hace de medidas como la reducción de
jornada laboral algo más urgente. Porque el campo progresista, el campo de la
gente corriente, lleva demasiados años a la defensiva, parando los golpes de
una derecha desatada, enfurecida y crecida. Necesitamos victorias.
Hay que reducir la jornada laboral, sí, porque es justo y
necesario. Ya basta de ver la vida pasar ante nuestros ojos para que unos pocos
se enriquezcan. Pero también hay que hacerlo para empujar, siempre, hacia
escenarios de vida mejores. Plantear horizontes deseables. Ganar en el campo de
las ideas, pero también en el legislativo y el legal, supone el impulso que necesitamos
para salir de la trinchera y correr a campo abierto.
Así que abajo el trabajo. Un poquito al menos. Y que sea la
puerta de entrada para el resto de cambios y transformaciones que necesitamos
con urgencia.
https://www.elsaltodiario.com/reduccion-jornada/trabajar-menos-hoy-ganar-manana
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