EL ALGORITMO DE LA LIBERTAD
El más grande enemigo de la libertad es el ruido, y por
ende, su mejor aliado debe serlo el silencio. Un gentilhombre como Apolonio de
Tiana conoció todas las lenguas sin aprender ninguna porque supo hacerse en
silencio durante cuatro años. Al conocer el silencio conoció al hombre que
habla; pues todos los hombres hablan el mismo silencio. A la vista de esto, España no debe de ser un país muy libre porque le encanta el ruido.
Habla tanto y tan a gritos para que ningún silencio se le cuele. He visto en mi
casa las peores broncas cuando no teníamos nada que decirnos. Peleemos, así sea
para evitar ese incómodo silencio.
En esto la televisión ha servido en mi país como apaciguador de los ánimos, y no es casualidad que desde su aparición no hayamos registrado nuevas guerras civiles. Así que la tele nos suaviza a la vez que nos esclaviza. La paz, si es duradera, se amarra con el mando a distancia, habrá dicho alguien. Hay una fórmula que dejo al lector: mientras más amarilla sea la prensa más cobarde será el ciudadano.
Ponte a pensar en las tragedias que día a día se agolpan en los medios de comunicación sensacionalistas. Esta tarde es el cambio climático, por la mañana lo fue el Covid, esta noche lo será la guerra. En todas despunta un sentimiento apocalíptico donde nuestras vidas se ven arrebatadas por el concurso de una catástrofe inminente e irreparable.¿Cree usted que es necesario insistir diariamente en que el
mundo va a estallar cuando si así fuera de nada serviría estar enterado de
ello? Debe haber algo más. Y lo hay. En el mundo de hoy en día no creo que las
noticias sean dramáticas porque son alarmantes sino que son alarmantes porque
en realidad son tranquilizadoras. Ante cataclismos universales el hombre se ve
desbordado y el aturdimiento con el que se llena de preocupaciones solo le
valen para desocuparse de las cosas cotidianas que verdaderamente le
intranquilizan.
Se preocupa de lo que no es preocupante para no preocuparse
de lo que sí lo es. ¿Para qué agitarse por los girones de libertad que me voy
dejando día a día cuando el mundo enfrenta un apocalipsis inminente? –
exclamará la voz de su conciencia. Con suerte el ruido de las noticias impedirá
que se aperciba. Alimentadas de un furor descontrolado sirven de apoyo a unos
de los más efectivos enemigos de la libertad: las mentiras promedio. Que si en
diez años habremos aniquilado la capa de ozono; que si los muertos de COVID se
han incrementado en un trescientos por ciento… en fin. Y así llegamos a la
madre del cordero: el Big Data.
En una reciente conversación entre amigos oí cómo alababan
con una fe entusiasta la labor de los algoritmos en la toma de decisiones. ¿Qué
tiene de malo que nuestras decisiones se vean empujadas por una inteligencia
mucho más elaborada que la nuestra? Si el objetivo de la vida es una felicidad
ancha -rescatando a sabios clásicos como Séneca- es mucho más probable y
ventajoso que un algoritmo lo haga por nosotros. Lo que pasa con la felicidad,
amigo, es que tiene que ver precisamente con nosotros o no tiene que ver con la
felicidad. Pasa igual que con el ejercicio físico que por muchas suscripciones
que tengas a ESPN no te hace por ello mejor deportista.
A mi entender la gran reputación del Big Data no consta en
que nos haga la vida más fácil sino en hacer más difícil nuestro aborrecimiento
hacia la vida. No nos provee de medios para sortear las dificultades del
destino sino que más bien toma él mismo la dirección de nuestro destino. El
algoritmo sienta muy bien a aquellos que han renunciado a vivir una vida en
primera persona. Los algoritmos dicen de ti lo que te hace igual a los demás al
precio de hacerte desigual contigo mismo. Para que el Big Data sea una fuente
útil de predicción tenemos previamente que hacer de nuestra vida una tendencia útil
para el Big Data.
El hecho de que un número pueda decirnos mucho sobre la
esperanza de vida del hombre promedio no nos dice nada sobre la vida del hombre
común. Aunque en España el promedio de vida sea de 80 años, ningún español ha
logrado vivir ese preciso número de días. Una ecuación jamás podrá predecir las
acciones y reacciones, pasiones e intereses de un hombre libre. Sin embargo,
será la mar de precisa para adelantarse a un hombre que se mueve de la playa en
agosto al Mercadona los sábados; demasiado común para el hombre común. Por esto
hablar de una ciencia del hombre es poco menos que hablar de una ciencia de
marionetas.
Entiéndase ahora el ánimo con el que el hombre de hoy queda extasiado ante la influencia de los grandes números. Lo esencial de la tarea es mantener su ánimo encarrilado. En conjunto es consciente de que es solo la mitad del conjunto y que su humanidad respira a través del orificio de la servidumbre voluntaria. Él es, siendo la mitad de un hombre. Ha hecho del látigo que lo oprime un dulce relicario al conformar su libertad a una empresa intratable de la que se convence al llenarla de cataclismos amarillistas.
Cree
saber que la libertad lejos de un pasatiempo es ahora una imprudencia (como los
que nos oponemos al tapabocas en cualquiera de sus formas y circunstancias) y
se pone a buscar consuelo en una vida sin errores proporcionada por el
algoritmo. ¡Esclavo sí!, pero al menos limpio. Y para que esto funcione que
mejor medicina que una voluntad sometida a unos números bien amarrados. En ese
derecho a reclamar lo que está bien dirigido en su vida no se apercibe que lo
que está mal es que nunca se pregunte lo que está bien en ella.
El algoritmo de la libertad no es ni será otra cosa que las
ganas del hombre por no verse reducido a otra cosa que a una cosa.
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