16/5/20

Nos han imbuido la sumisión total a su poder: No necesitan implantarnos un chip!

LAS COSTUMBRES DE AYER. EL MIEDO, HOY

El COVID-19, exaltado por toda la parafernalia icónica e informativa del amarillismo de los medios de comunicación, ha incrustado miedo o pánico en la gran colectividad social.
Encerrados en nuestra casa, vemos el mundo a través de ventanas. Cuando abrimos aquella que da a la calle, nuestra mirada está confinada por las imágenes que vemos y oímos en la tele, la tablet, el móvil o la radio. Las que vemos a través de las ventanas de la casa, son calles y plazas vacías. ¿Vaciadas?
Matrix nos rodea. Está por todas partes. Incluso ahora, en esta misma habitación. Puedes verla si miras por la ventana o al encender la televisión. Puedes sentirla cuando vas a trabajar, cuando vas a la iglesia, cuando pagas tus impuestos. Es el mundo que ha sido puesto ante tus ojos para ocultarte la verdad. Morfeo.
Vemos como pasa alguien camino del super, hacia el kiosko, regresan con sus compras, otros pasean al perro o al niño. Los del perro, y algunos con niño, manipulan el móvil con una mano. Caminan por la vida mirando a través de esa minúscula ventana, mientras con la otra sujetan la correa-cadena del perro, al que dan la libertad de mear a dos o tres metros, mientras otros agitando la pantallita se olvidan del niño en la bici, del confinamiento en la casa. Los que van al super llevan puesta la mascarilla y, en general, guantes. Marchan hacia la compra sitiados por el miedo al contagio.

¿Cuánto tiempo tendremos “el miedo en el cuerpo” dominando nuestra mente? ¿Seguiremos viendo a nuestros vecinos, nuestros amigos y familiares como potenciales agentes de contagio, posibles vectores de transmisión del virus,  Hostiles, en definitiva?
Como si antes no hubiesen ocurrido feroces atentados en las calles, plazas, mercados y templos del llamado Tercer Mundo -incluidos los sanguinarios atentados de la Operación Gladio (OTAN) en Europa-, lejana ya en España la percepción de los atentados terroristas del 11-M, surgidos del 11-S neoyorquino, habíamos recobrado el placer de los viajes frente al riesgo de los atentados terroristas. Habíamos recuperado el placer de las reuniones para el consumo en bares, terrazas y restaurantes, quienes nos lo podíamos permitir. Disfrutábamos la hedonista inconsciencia frente al peligro de los terroristas. Habíamos olvidado el miedo.
Pero el miedo, me atrevería a decir que, en muchos casos, el pánico, ha vuelto a oprimir nuestros estómagos-corazones. El COVID-19, exaltado por toda la parafernalia icónica e informativa del amarillismo de la generalidad de medios de comunicación, ha incrustado miedo o pánico en la gran colectividad social. Incluso en países donde los infectados apenas llegan al millar y los muertos a unas decenas. Muchísimos menos muertos que por las periódicas gripes anuales, accidentes de coche, infartos o polución.
Los seres humanos nos veremos obligados a escoger entre los elementos que conformaban nuestra vida anterior a la pandemia –familiares, amigos, usos y costumbres- o la simple defensa de nuestra vida frente al bichito. El natural instinto de supervivencia, alentado hasta la cobardía más vil a través de medios de comunicación neoliberal-populistas -los más potentes en difusión-, ¿escogeremos la nuda vida?
Cuando todo esto acabe y la parcelita de libertad que nos deleguen sea posible, ¿quién irá a cualquier tipo de manifestación, a favor o en contra de los que sea, cuando tus posibles compañeros de anhelos son potenciales agentes de contagio? Practicando la moralidad propia de su ideología, PP y VOX, comisionados de una clase parasitaria demencial, con mentiras y medias verdades, una hora sí y un día tras otro también, incriminan a los responsables de la manifestación del 8-M. Demonizan así todas las manifestaciones reivindicativas de Libertad y Justicia.
Hace apenas unas semanas, decenas de protestas populares se habían generalizado a escala planetaria, de Hong Kong a Santiago de Chile, pasando por Teherán, Bagdad, Beirut, Argel, París, Barcelona y Bogotá. El nuevo coronavirus las ha ido apagando una a una a medida que se extendía, rápido y furioso, por el mundo… a las escenas de masas festivas ocupando calles y plazas, suceden las insólitas imágenes de avenidas vacías, mudas, espectrales. Emblemas silenciosos que marcarán para siempre el recuerdo de este extraño momento.
Lo que parecía distópico y propio de dictaduras de ciencia ficción se ha vuelto ‘normal’. Se multa a la gente por salir de su casa a estirar las piernas, o por pasear su perro. Aceptamos que nuestro móvil nos vigile y nos denuncie a las autoridades  Y se está proponiendo que quien salga a la calle sin su teléfono sea sancionado y castigado con prisión. 
El mundo que nos transmiten a través de las pantallas es un mundo en el que las palabras, los significados y las imágenes han perdido su conexión con nuestra realidad mental personal. Confinados, nuestras vivencias anteriores son falsificadas por nuestros actuales hábitos adquiridos de verbalización y racionalización de la pandemia.
Las autoridades, los distintos líderes políticos, los comunicadores amarillistas de los media tratan de guiarnos a través de nuestros prejuicios tentándonos con la facilidad de confusas fórmulas verbales e icónicas. Las altas cúpulas de dirigentes religiosos patrios están desparecidas y ejercen su confusionismo supersticioso a través de mediocres y oscuros acólitos cercanos a la extrema derecha.
Las diversas autoridades, especialmente cúpulas políticas y mediáticas visibles de las derechas, en lugar de tratar de verificar las cosas y los hechos tal como son, tratan de modificar los enunciados, que teníamos edificados previamente, para alterarlos utilizando la parte más perezosa de nuestras mentes haciéndonos ver, con medias verdades, con groseras falsedades, una realidad en el miedo que se ajuste cómodamente a nuestros prejuicios y a sus intereses.
Desarrollan el miedo los furiosos exabruptos de muchos conciudadanos, que sustentan con el embrollo de las tripas su ideología mientras amenazan desde la disfrazada realidad que proporcionan falsarios voceros de determinados medios de comunicación. Éstos, con argumentos conscientemente falaces, vergonzosamente mercenarios, promocionan la legitimidad de la injusticia haciendo creer a los más ignorantes que, aunque sólo sean para las cúpulas financieras masa amorfa, conforman parte de las clases privilegiadas.
Les convencen de que comunistas bolivarianos les acechan continuamente para robarles su miseria e impedir que los grandes ricos los sustenten con obras de caridad. Obras de caridad que llevan a cabo con el dinero que anteriormente han defraudado a Hacienda y, muchos de ellos, fabricado con la sangre, sudor, lágrimas sobre la extrema pobreza de hombres, mujeres y niños de países asiáticos, latinoamericanos y africanos. Los miserables de aquí, creyéndose clase media alta por ganar alrededor de 600 € al mes tras haber trabajado 40 ó 60 horas semanales, tratan de evitar el abismo de la amalgama con aquellos semi-esclavos del Tercer Mundo.
Si no queremos que la confusión y el engaño empiecen desde el principio, es necesario llamar a las cosas por su nombre. Un nombre que deje claro lo que está detrás. Hoy estamos hartos de oír que vivimos en una economía de mercado. ¿Qué quiere decir eso? ¿De qué mercado? ¿Del de barrio? ¿Quién ha hecho a los mercados señores absolutos de la vida humana? ¿No hay nadie detrás de los mercados?  Creo que sería mucho más claro y respondería mucho mejor a la realidad llamar a la economía capitalista  economía criminal. Sobran las razones para hacerlo. El mismo Papa Francisco lo hace. En el primer documento escrito en su pontificado, La alegría del evangelio, no puede ser más claro: “esta economía mata”. 
La completa locura y crueldad del capitalismo nos ha traído, tras otras, esta pandemia y zambullido en este confinamiento que, manejando el miedo a la enfermedad, la muerte y la pobreza, está acelerando el desarrollo de la fasticización de nuestra sociedad. Proyecto de autoritarismo, depredación y violencia permanente que, desde sus inicios, han ido macerando los fanáticos ideólogos neoliberales, defensores de una clase parasitaria poseedora del gran capital, que nos lleva irracionalmente a la destrucción del planeta.
Saben perfectamente lo que hacen: también ellos usan la razón y la ciencia para sus cálculos, proyecciones y previsiones, sofisticadas herramientas tecnológicas, tienen think tanks reflexionando sobre cómo allanarles el camino. No están locos, ni tontos. Sus afirmaciones delirantes encuentran cada vez más eco entre los desorientados y los descontentos cuya confianza en las instituciones han ido minando poco a poco. Porque lo que pretenden estos predicadores postmodernos al destruir las bases de una mínima ecuanimidad –repito: la ley, la información, la ciencia– es derribar cualquier fuente de autoridad. Y cuando la autoridad desaparece en su lugar solo queda el poder. Y el poder lo tienen ellos –o quienes los financian–. Lo tienen, pero quieren más; mucho más. Y destruir a todo el que razone en su contra. 
Pretenden que el mundo siga como antes de la pandemia. En todo caso, admiten el cambio si se promueve la intensificación de sus recetas. Es decir, ellos -propuestas del PP, Vox, C’s y una parte del PSOE- monopolizando el poder para depredar más y más impunemente. Seguir gobernando a través de gobiernos asentados en presuntas democracias parlamentarias.
Gobiernos despóticos y arbitrarios al servicio de las grandes finanzas –nacionales y transnacionales-, que funcionan no sólo produciendo la situación de excepción –doctrina del shock-, sino, sobre todo, explotándola y dirigiéndola una vez estalla. Para lo que utilizan el manejo de las clases medias y sus pequeños negocios [medianas y pequeñas empresas] con los empleos en que se sustentan. Unos trabajadores que, cada día más frecuentemente, no saben si el día de mañana conservarán el empleo, tendrán casa, mantenerse el propio trabajador, ¡no digamos ya una familia!
Nos han instalado en la mente el chip de la precariedad necesaria, el miedo a la extrema pobreza. En la pobreza ya vive permanentemente un 25% de la sociedad. Nos han imbuido de la sumisión inexcusable a su poder. ¡Para qué necesitan implantarnos un chip electrónico como dicen los conspiranoicos!
Y nos han persuadido que sólo nosotros somos responsables de toda nuestra desgracia. De nuestro mísero trabajo, nuestro cicatero salario o pensión, de la precariedad laboral y sanitaria, de la cada día más ruin educación, de una filosofía de vida cutre y apestosa que nos transmiten a través de los medios de comunicación -sobre todo televisión-, incluso que, individualmente, somos responsables de la destrucción del planeta. Que vivimos por encima de nuestras posibilidades.
Ellos viven, tienen derecho a vivir, incluso, por encima de la impunidad. Nadie puede juzgarlos. ¿No podemos? ¿Seguirán impunes? ¿Lo permitiremos?
Antonio San Román Sevillano

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