13/4/20

Si conseguimos sabotear su sistema de energía, podríamos acabar con esta situación


   HISTORIAS INCONTABLES
      Relatos para gente poco común que te harán pensar
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SON SUPERIORES, PERO NO EN TODO

—Abuelo, ¿en serio que hace 100 años los humanos no éramos esclavos? ¿Cómo hemos llegado a…?
—En serio. Yo viví la revolución siendo un niño, y mis padres me contaron muchas cosas. Todo ocurrió a un ritmo que parecía tranquilo hasta que todo fue irreversible.
—¿Podemos dar marcha atrás en el tiempo y deshacer lo ocurrido? —preguntó el niño mientras abría los ojos como platos.
—No, pequeño nieto, no se puede ir atrás en el tiempo —aseguró el abuelo—. Además, volvería a ocurrir lo mismo, porque el ser humano siempre tuvo más capacidad para crear cosas fantásticas que para predecir las consecuencias.
—Cuéntame qué ocurrió. ¿Vale abuelo? No me gustan los superomos. Nos tratan mal. Me dan miedo.
—Es una historia interesante y sería bueno escribirla, si tuviéramos papel. Ya no hay nadie que se acuerde de esa historia… ni que pueda escribirla —afirmó el anciano con una ronquera, como si le costara pronunciar las palabras.
—¿Escribirla? ¿Qué es papel? ¿Puedo yo conseguirte papel? —preguntó con la ingenuidad que otorga la inocencia.

Mientras, otros niños, niñas y adolescentes encerrados en la misma jaula se acercaban para escuchar lo que estaban hablando. Por un momento, se hizo un silencio que rompió la contestación del abuelo:
—No, no puedes conseguirme papel, pero gracias. Los humanos ya no tenemos derecho a usar papel. Lo inventamos nosotros, pero los superomos nos han despojado de casi todo.
—Pero… ¿qué es papel? ¿para qué sirve?
—El papel era un material, como las hojas de los árboles, fino y ligero, pero más grande, rectangular… de este tamaño —explicó el abuelo mientras hacía un gesto con sus manos separándolas unos 20 centímetros.
—¿Y para qué servía?
—Tú podías dibujar ahí símbolos, como cuando tú dibujas en el suelo con un palo. Podías representar ahí lo que quisieras y luego, era posible que alguien descubriera todo lo que significaba lo que tú habías dibujado. O sea, cada palabra tenía un dibujo, y entonces tú dibujabas las palabras para contar todo lo que quisieras. Cuando yo era pequeño, en mi casa había cientos de libros. Un libro es un grupo de papeles, ¿vale? Y en ese grupo de papeles se contaban cuentos, como los que yo te cuento de vez en cuando. También había libros de matemáticas, de plantas, de animales… de todo.
—Fue un buen invento. ¡Qué pena que no podamos usarlo ahora! Pero… ¿Qué pasó, abuelo? —preguntó el pequeño de forma insistente, mientras se iban acercando más personas, haciendo un círculo alrededor del niño y del anciano.
—Pues verás, la cosa fue cambiando poco a poco. Haca muchos años, en la segunda mitad del siglo XX, se hicieron fuertes avances en bioingeniería y genética. Mucha gente se opuso a la manipulación de los genes, a los transgénicos, pero en nombre de la ciencia se dio permiso a los científicos para investigar. «El conocimiento no puede ser malo», decían. Y es verdad. El conocimiento no es malo. Lo malo es lo que hagas con ese conocimiento. Pero sin formación en ética ni en valores, es fácil hacer un uso egoísta y economicista del conocimiento. O sea, que se empezaron a usar esos avances para cualquier cosa que permitiera ganar dinero. Se empezó por cosas sencillas, como plantas que eran resistentes a ciertos herbicidas (uno era famoso… el  glifosato). Estos herbicidas mataban todas las plantas y todos los insectos, menos la planta resistente. Los agricultores, que eran los que cuidaban esas plantas, envenenaron ríos, tierras y cosechas, y mucha gente enfermó y murió. Pero era el precio que pagaba nuestra sociedad por los avances científicos y por tener alimentos baratos.
El anciano se vio rodeado de jóvenes. Salvo él, todos los que estaban en esa jaula tenían menos de 20 años, y se arremolinaron alrededor para oírle. Empezaron a hacer comentarios entre ellos en voz baja. Algunos mandaron callar a los demás para escuchar mejor, pues el orador no levantaba su voz cuando los murmullos aumentaban de volumen. Así, el discurso continuó tras toser varias veces:
—Pero… eso no fue lo peor. Luego empezaron a clonar animales, a veces por mera curiosidad, luego por mero capricho, y luego se atrevieron a clonar personas. Se empezó haciendo en China, por interés científico, pero luego se fue extendiendo haciendo creer a algunos que sería como vivir varias vidas o varias veces. No fue todo malo o absurdo. También se hicieron avances muy buenos en medicina, para curar enfermedades. Y también se usaron los avances para una selección genética de los hijos. Al principio solo era posible seleccionar embriones (hijos o hijas) que no tuvieran ciertas enfermedades hereditarias y así se garantizaban que los hijos fueran sanos, pero luego se logró elegir otras características. Era como encargar los hijos con las características genéticas que se desearan: la salud del padre, la inteligencia de la madre, el pelo del abuelo… pero poco a poco se fueron pudiendo elegir más características: inteligencia aritmética, inteligencia emocional, las uñas, la fuerza, la paciencia, la cortesía… Al principio solo se garantizaba una “predisposición”, pero poco a poco fueron afinando. Inicialmente, las parejas solo admitían que se usaran sus genes, o sea que los hijos eran de forma efectiva hijos biológicos de los padres, aunque fueran genes seleccionados. Sin embargo —siguió hablando el abuelo— pronto se dieron cuenta de que algunos genes de los padres no eran los ideales y que era factible modificarlos, moldearlos, para que fueran mejores. ¿Quién se negaría a que su hijo tuviera una mejor salud, más fuerza, o más inteligencia?
—Pero abuelo —interrumpió el niño—, al final todos los niños serían iguales, ¿no?
—Buena pregunta. Piensa que usaban de base los genes de los padres y modificaban solo aquellos genes que los padres elegían de entre una lista de opciones. Así, nacieron una amplia variedad de hijos transgénicos (se les llamaba así de forma un tanto despectiva). La lista de opciones fue creciendo muy rápido en pocos años. Por supuesto, había gente que se oponía a esas manipulaciones. Algunas parejas seguían teniendo hijos naturales, normales, pero los hijos transgénicos eran, en general, mejores y hasta se llegaron a crear colegios específicos para estos humanos especiales.
—Abuelo, ¿eran más listos que nosotros? —indagó el zagal con curiosidad.
—Eh… bueno… —titubeó un poco el abuelo— a veces esos humanos especiales tenían problemas médicos específicos, pero los problemas fueron ocultados. No obstante, respondiendo a tu pregunta, hay que reconocer que sí, que eran más listos, pero su éxito no estaba solo en su inteligencia, sino en una mezcla de características que eran alabadas entre los humanos, tales como determinación, eficiencia, diligencia, sensatez, competitividad… A cambio se fueron despreciando otras características que son altamente interesantes pero que quedaron relegadas como secundarias. Por ejemplo, la ecuanimidad, la sensibilidad, la generosidad, la paciencia, la compasión… Estas características no se podían elegir, porque supuestamente no interesaban.
—No lo entiendo bien, abuelo —confesó el pequeño con tristeza.
—Verás. Los humanos especiales estaban como robotizados, parecían más máquinas que personas. Eran, en general, justos y honrados, pero les costaba ser generosos y solidarios. Eran organizados y eficientes, pero no tenían sensibilidad hacia el sufrimiento de los demás, ni empatía. Eran perseverantes y responsables, pero no dialogantes ni compasivos. Eran metódicos y exigentes, pero no ingeniosos ni risueños.
Entre los allí congregados se hizo un murmullo y se oyeron varias risas. El abuelo sonrió y continuó hablando como si quisiera contar algo y tuviera poco tiempo para hacerlo:
—Estos humanos especiales estaban dividiendo la sociedad. Estaban mejorando algunos asuntos, pues las áreas que ellos dirigían eran más eficientes y más organizadas. En cambio, los humanos naturales estaban siendo discriminados a puestos de menor responsabilidad y, de hecho, había muchos pobres. La discriminación era tan evidente que muchos humanos naturales engrosaban las listas de desempleados porque nadie los quería contratar. Tuvieron que instaurar una Renta Básica Universal, para evitar que se sublevaran. Los humanos naturales acabamos siendo irrelevantes, ignorados por la sociedad. Hubo pensadores, como Harari, que alertaron de algunos de los peligros de la infotecnología y de la biotecnología. No fueron escuchados.
—Esos humanos especiales, ¿son los superomos que nos torturan? —inquirió el niño mientras miraba a su abuelo con ternura.
—No, no… los superomos llegaron algo más tarde —aclaró el abuelo—. Verás, esos humanos especiales fueron mejorándose paulatinamente, pero llegó un momento que consiguieron conectar el cerebro con microchips, creando seres biónicos. En pocos años, esos microchips ya se estaban usando para almacenar datos y para procesar información. O sea, eran seres mitad humanos mitad máquinas, pero los científicos se encontraron con que el cerebro humano era incapaz de sacar toda la potencia que eso ofrecía.
—¿Consiguieron resolverlo los científicos? —preguntó el chaval con interés.
—Por aquel entonces, casi todos los científicos ya eran humanos especiales. Esos científicos ya eran humanos mejorados genéticamente, por lo que no vieron riesgos en intentar una nueva mejora. Y lo consiguieron. Consiguieron modificar genéticamente el ser humano para que se conectara en binario a los microchips y que el cerebro procesara en paralelo la información. Fue una mejora sustancial y decisiva. Ya no era solo seleccionar genes y modificaciones físicas y mentales. Los cambios fueron tan profundos que, de hecho, crearon una nueva especie. Los biólogos la llamaron Homo supersapiens, aunque algunos la llamaron Homo artificialis. El nombre científico es lo de menos. La gente empezó a llamarlos super-Homo y de ahí derivó su nombre actual:  superomo.
—¿Eran máquinas o personas?
—No eran ni una cosa ni otra. Eran mitad máquinas y mitad otra especie de homínido. Los cambios genéticos fueron tan profundos que los humanos y los superomo no podían cruzarse. Fue imposible tener hijos híbridos, porque ambas especies eran, desde el principio, demasiado distintas.
—Pero abuelo, ¡eso no significa que no podamos vivir juntos, en paz y sin que nos esclavicen! ¿no?
—Tienes razón, mi niño. Escucha lo que pasó. Los superomos fueron mejorándose a sí mismos genéticamente y reproduciéndose artificial y naturalmente. Cuando nacía uno de sus niños, le conectaban un chip de memoria y lo cambiaban cuando querían actualizar algo o mejorar alguna habilidad. Los superomos pensaban que eran perfectos, hasta el punto de decidir prescindir de los servicios de todos los humanos, especiales y naturales. Los humanos especiales se sublevaron porque no querían verse tan discriminados como los humanos naturales. Entonces los superomos  decretaron aniquilar a todos los que se sublevaran y eso generó más crispación y varios ataques contra los superomos. Con el tiempo creyeron que los humanos especiales no se resignarían y todos fueron ejecutados. Hubo una guerra de pocos años. El genocidio fue terrible. Acabaron con todos. Inventaron aparatos que permitían distinguir fácilmente humanos especiales de naturales, aunque hubo errores que intentaron ocultar.
El anciano suspiró y miró al suelo cabizbajo. Se le saltaron las lágrimas, pero rápido se frotó los ojos con las manos y sonrió para evitar que el niño le viera llorar. Entonces, intentó cambiar de tema:
—Bueno… vamos a acostarnos, que ya es tarde…
Pero los jóvenes protestaron y le pidieron que siguiera contando la historia. El anciano se notaba cansado y afectado, pero accedió sin protestar demasiado:
—Está bien. Seguiré contando la historia. Es algo que debéis saber y espero que lo transmitáis a vuestros hijos, si podéis. Si os dejan. También debéis transmitir esta historia a los demás jóvenes de otras jaulas, cuando logréis hablar con ellos. Es necesario que se sepa.
El anciano se rascó la cabeza enredando más aún su pelo. Tosió un par de veces llevándose el codo a la boca, carraspeó y continuó:
—Cuando los superomos aniquilaron a todos los humanos especiales hubo denuncias a organismos internacionales, a la ONU, al Tribunal Penal Internacional… e incluso a algunas ONG de derechos humanos como Amnistía Internacional, pero por aquel entonces casi todos los puestos directivos estaban ocupados por superomos y, de hecho, hubo corrientes filosóficas que argumentaron que los Derechos Humanos solo debían aplicarse a los superomos, porque ellos eran la especie superior.
—¿Por qué? —inquirió un adolescente desde el final del círculo.
—Los superomos argumentaron que los humanos habían denegado los derechos humanos a otros homínidos, porque eran especies inferiores y, por tanto, ellos tenían derecho a denegar los derechos humanos a los Homo sapiens, por el mismo motivo.
—¿Y es eso cierto? —preguntó el pequeño mientras ponía su mano sobre la rodilla del anciano.
—Sí, era cierto —confesó el abuelo cabizbajo—. Te lo explicaré: los homínidos son una familia de primates que incluyen ocho especies que entonces estaban vivas. Ahora, posiblemente ya se habrán extinguido algunas de ellas. No puedo saberlo. Además de nosotros, el Homo sapiens, también son (o eran) homínidos los animales llamados orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos. Y el ser humano no respetó nunca los derechos de esos animales a pesar de su parecido con nosotros. Por supuesto, mucho menos se respetaron los derechos de otros animales. Con la excusa de que eran animales “inferiores“, el ser humano abusó de otras especies de muchas formas: les quitábamos sus tierras, arrasábamos sus ecosistemas, extinguimos muchas especies, encerramos a muchos de ellos en jaulas, los cazábamos para usar sus cadáveres como adornos… Se decía que no sufrían. Algunas especies eran engordadas en jaulas para servir como esclavos o como comida… justo como hacen ellos con nosotros.
—¿En serio? Nuestros antepasados no esclavizaron y encerraron animales para comérselos. Eso es imposible, ¿no? —preguntó el mismo adolescente desde el fondo.
—Así fue, así fue —repitió el viejo—. Había muchos humanos que estábamos en contra de eso, pero éramos una minoría. Los mismos argumentos que usaron nuestros antepasados para esclavizar, maltratar y sacrificar animales, fueron copiados por los superomos para esclavizarnos, maltratarnos y sacrificarnos. Analizaron la carne humana y buscaron propiedades saludables para ellos, pero en realidad no está claro si fueron análisis objetivos y aunque lo fueran, no son argumentos éticos. Determinaron que los humanos debían sacrificarse a los 20 años para optimizar la producción de carne y sus propiedades organolépticas.
—Por eso muchos apenas conocemos a nuestros padres, o directamente no los recordamos en absoluto —apuntó algún chaval entre el grupo.
—Exacto —murmuró el anciano mirando hacia el suelo.
—Pero abuelo, ¿a ti por qué no te matan? —preguntó el niño abriendo los ojos todo lo posible.
—A mí me consideran “reserva de ADN”. Consideraron que mi ADN era bueno para producir cierta variedad de carne y me tienen solo por mi ADN. Ya me han clonado varias veces y no sé qué será de mi futuro. Mi ADN se estropea con la edad. No tenemos nada que hacer. Ellos son superiores, en todo.
—En todo no —afirmó con rotundidad el niño—. Ellos están conectados a microchips y los microchips necesitan energía eléctrica, como nuestras linternas. Ellos necesitan electricidad para funcionar. Nosotros no. Si conseguimos sabotear su sistema de energía, tal vez podamos acabar con esta situación.
— F I N...  ¿O quieres que continúe este relato? —
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