ANTES VIVOS QUE COMPLEJOS
En tiempos de coronavirus, colapsos
y Gaia
Una dictadura perfecta tendría la
apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en
la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un
sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y el entretenimiento, los
esclavos amarían su servidumbre. —Atribuido a Aldous
Huxley en su novela Un Mundo Feliz (1932)[1].
“Antes muerta que sencilla” es el estribillo y título de una conocida
canción de 2004 que entonces cantaba una niña, María Isabel. El título de la
canción lo empleo desde hace tiempo como símbolo del pensamiento que subyace al
arrojarse antes en brazos del peor colapso civilizatorio (antes muertos)
que buscar y ensayar las vías ecofrugales (que sencillos).
El mito de Alejandro Magno, que prefiere una vida corta y gloriosa a una vida
larga y sencilla, es muestra de que algunos mitos subsisten largo tiempo. Este
conjunto de mitos es, en mi opinión, el que ha convertido en inevitable nuestro
colapso civilizatorio [2].
A nuestro sistema socioeconómico, que hemos montado no sin dificultades
durante los últimos siglos, le cuesta imaginar cualquier vía de solución que no
pase por añadir complejidad, en especial tecnológica, en la creencia mítica del
progreso material ilimitado. Prefiere ignorar los problemas no inmediatos en
tiempo y espacio y, cuando se nos vienen encima, es incapaz de ver que esa
complejidad, de la forma en que la hemos montado y pese a su robustez, es
frágil y poco resiliente, como una gruesa armadura de vidrio.
La complejidad en sí no tiene por qué ser frágil, como demuestra a las
claras la larga historia de Gaia. No es el momento aquí de ver las
diferencias entre Gaia y nuestra civilización, que ya
he explicado y otros también han analizado incluso desde la misma
ciencia ecológica clásica.
Hace unos pocos años discutía
la idea poco intuitiva de que, una vez que las pruebas sobre un
colapso inevitable de esta civilización son abrumadoras, posiblemente resultaría
mejor que este fuera relativamente rápido (pocas décadas y
no algún siglo) y temprano en el tiempo (que comenzara cuanto
antes). La hipótesis es fácil de malinterpretar, y se hizo, creo que por los
miedos que desata, en especial a los que no son muy optimistas acerca de la
naturaleza humana.
Los contraargumentos con los que se me criticó son, como mínimo,
intuitivos: si el colapso es rápido y temprano, es decir, empieza ya y de forma
brusca, entonces es más probable que se desaten las fases de ruptura de los
Estados y el caos y la barbarie y el drama humano podrían ser inmensos y no a
un ritmo lento, lo que los convertiría en asumibles para nuestros nietos y
bisnietos y tataranietos, pero inasumibles para nuestra misma generación. Puede
que esto sea lo que en realidad asusta, que nos toque a nosotros y nuestros
hijos y no sea sobre todo un problema de bisnietos, lo que supondría en
realidad, en cierta medida, un descuento del futuro típico de
la economía neoliberal que tanto criticamos.
Se reproducirían, además, de forma aún más profunda los desequilibrios y
desigualdades ya sangrantes para una buena parte de la población humana, sobre
todo en los países que llamamos del Sur o empobrecidos. Ciertamente diluir el
decrecimiento repartiéndolo durante muchas generaciones aparece como algo más
factible para muchos. Una pérdida de complejidad rápida y temprana, sin tiempo
de preparación (como si no lo hubiéramos tenido tras tantos avisos), llevaría
—según esta interpretación— con más probabilidad al caos, a los señores de la
guerra y finalmente a la barbarie.
Mi contra-argumento —lógico-sistémico— fue que las apuestas no solo son
sobre las posibles barbaries, sino acerca de un cierto riesgo, acumulable a
medida que esta civilización se prolongue, de la extinción humana e incluso de
la extinción de TODO lo viviente que conocemos: la esterilización del planeta
por una venusización climática o por la muerte de Gaia al
desaparecer la mayoría de sus especies. Como diría Openheimer en uno de los
pocos momentos de lucidez que tuvo durante el proyecto Manhattan de la bomba
atómica: antes bajo la bota de Hitler,
que el riesgo de la extinción total.
Pero había otro argumento más sutil que tiene que ver con la naturaleza humana versus
nuestra armadura cultural elaborada con el mejor vidrio de los últimos siglos. Mi
visión biológica identifica a Gaia como el organismo que ocupa la biosfera[3], no siendo lo que
llamamos organismos entidades realmente independientes y
autosuficientes (lo que es obvio por la interdependencia y conectividad
ecológica), sino partes funcionales de ese organismo, partes
que aun con cierto grado de independencia y autosuficiencia, serían análogas a
nuestras células del corazón, que son individuos cuyas
funciones (lo que hacen) solo se pueden comprender si más allá de su celulocentrismo vemos
el todo del que forman parte.
En este juego de analogías la imagen que se nos viene fácilmente a la mente
acerca del comportamiento de nuestra civilización es la de un parásito o un
cáncer, y siguiendo dicha analogía, la conclusión que lo mejor es eliminar al
parásito/cáncer cuanto antes. Ciertamente la analogía no se debe llevar mucho
más allá, bajo el peligro de que se interprete —algo que sería también propio
de las personas que asumen acríticamente los mitos de esta civilización— que es
el ser humano, las personas individuales, las que son parásitos o el cáncer de
la biosfera. Pero, en este sentido, no somos cada uno de nosotros las células
cancerosas: es el comportamiento colectivo que hemos generado, la civilización,
la que resulta parasitaria. O, usando mi otra analogía favorita del colapso: el
Titanic era un parásito de los mares, no la gente que iba a bordo; aunque, con
muy diferentes grados de responsabilidad, ciertamente es la gente la que genera
como colectivo un Titanic y su comportamiento.
Así, el cuerpo humano es gaiano, pero la cultura es la poderosa armadura de
grueso vidrio con la que nadamos en un río que, como cualquier cultura, forma
parte también de la naturaleza humana. Cuando a la gente le dices que esta
armadura nuestra es frágil, que se va a romper y que cuanto antes se rompa
menos daño generará internamente, la gente que cree que solo somos una armadura
vacía (propia de la visión mecánica del mundo), entonces tiende a abrazar
el antes muerta que sencilla. O, cuando menos, espera que la
armadura, si nos la quitamos poco a poco o la repintamos de verde, generará
menos daños. Da igual que el río por el que viajamos esté lleno de rocas y
nademos entre rápidos: las rocas en el río se nos vienen encima y con algunas
ya hemos chocado. Se ha empezado a quebrar nuestra armadura, esa que creemos
nos mantiene a flote, sin acabar de aceptar que no es indestructible, porque
debajo en realidad no hay nada que merezca la pena, pensamos.
Hasta que llegó el coronavirus parecía imposible que pudiéramos gestionar
el colapso rápido y brusco que yo insinuaba y aún está por ver cómo vamos a
gestionarlo durante los próximos meses y años. Confío en que la mayoría de los
miles de millones de personas confinadas prefiramos y aceptemos la vía ética
vital y de sociedad de cuidados frente a la vía de salvar ante todo la
economía, pues tenemos que reconocer que el coronavirus, y nuestra reacción a
él, puede hacer colapsar el sistema económico mundial.
La propuesta neoliberal que algunos dirigentes políticos se han atrevido a
comenzar a insinuar, instigados por esa caverna mediática que
va de la mano de las élites del mundo, pretende argumentar que la economía debe
ser, una vez más, lo primero. Es el “antes muertos los viejos que sencillos
todos (o menos ricos nosotros)”. “Total, guerras, violencia y desigualdad y
debacle ecosistémica ya existen, y los ciudadanos de Occidente acostumbran a
mirar a otro lado o son manipulados de forma muy efectiva por los medios que
controlamos, o, en cualquier caso, no les dejamos muchas otras opciones”.
“Total, distraídos con el coronavirus, estamos aprovechando para llenar aún más
los mares de plásticos, relanzar la quema de carbón, ensayar en algunos sitios
la violencia policial y en todas partes la vigilancia del pueblo zombie,
eliminar más leyes ambientales y un largo etcétera, a sabiendas que los pocos
medios críticos con el sistema se ven incapaces de hacer penetrar en la
conciencia de esos zombies lo que en realidad estamos intentando” (como este
mismo medio que usted está ahora leyendo, que a buen seguro no ocupará portadas
de “grandes” periódicos).
Reconozcamos que el argumentario neoliberal tiene cierta lógica, si bien
perversa o maquiavélica: si colapsa la economía financiera porque nos
encerramos en casa y van colapsando empresas y nos absorbe dinero esa sanidad
que hemos descuidado y que dirigimos hacia el cuidado paliativo (caro y complejo)
mientras que no tenemos una sanidad del cuidado preventivo (más barato y
sencillo), al final, ese colapso puede generar un colapso en todas las fases de
Orlov [4] (colapso financiero,
comercial, político, social y cultural) que al final lleve a un caos sistémico
y una simplificación tan rápida que, según la visión neodarwinista del animal
mecánico humano, aseguraría la barbarie y la autodestrucción. Sería la
opción ética de tratar de salvar la vida de todos la que llevaría a un colapso
económico que finalmente pondría en riesgo, igualmente, la vida de todos.
Dejar morir a los viejos, a los débiles y a unos pocos desafortunados,
aunque muera así un 1% de la población (equivalente de manera aproximada a su
crecimiento anual) en una primera oleada vírica, sería el proyecto eugenésico
del siglo XXI con la excusa perfecta, además de que finalmente moriría menos
gente porque nos salvaríamos de guerras y violencia salvaje. Incluso para
luchar con el problema de la gestión de tantas muertes de golpe (imaginen por
un momento Hiroshima y Nagasaki o cómo se diezmó a discapacitados, gitanos y
judíos en la II Gran Guerra) podría temporalmente hacerse uso de fosas comunes
o incineradores rápidos y baratos. Después de todo, ya bastante cruel es que no
podamos despedirnos de nuestros muertos en compañía y con abrazos de los más
queridos de nuestros vivos.
La fractura psicológica se acepta y será quizás similar, pero a escala
mundial, a la de las grandes guerras del pasado. Sin duda, esta tentación más o
menos explícita la ha tenido y la tiene al menos una parte de las élites que
controlan a los dirigentes políticos de todo el mundo, y algo de esta ideología
maquiavélica ha tenido influencia en muchos países. Sin duda en Europa,
Norteamérica y otros lugares esta lógica está en parte presente, lo que explica
los retrasos que se han producido en la aplicación de las medidas de aislamiento,
a sabiendas de la falta de material y de redes sociales fuertes y resilientes
para poder ser más efectivos. Retrasos que solo quizás de forma colateral y no
explícitamente buscada —aunque sí aprovechada— sirven a un ensayo global y
generalizado de control militar y policial de la población, lo que recuerda
aquellos modelos del
Pentágono sobre ataques zombies y de cómo mantener las
infraestructuras y estructuras de poder.
Sin embargo, la propuesta neoliberal-eugenésica no se ha podido implantar
completamente en todos sus aspectos (creo que en el gaiano tiene
las puertas abiertas aún). Al menos no en estos tiempos del coronavirus. El que
no se haya podido ensayar de forma completa en ningún país del mundo —ni
siquiera en Brasil, EEUU y RU, donde las voces han sido más claras en su
defensa, aunque en el momento de escribir estas líneas las empiezo a oír
también en los civilizados países nórdicos— debemos verlo como
una advertencia: cuidado con que, tras el coronavirus, este no sirva para
implantar más medidas hacia el mundo Elysium [5] que defienden como
salida al colapso en su fuero interno. Tenemos precedentes claros en este mismo
siglo: el debate libertad-seguridad se resolvió, tras la destrucción de las
Torres Gemelas, en favor de la seguridad; la “reforma del
capitalismo” anunciada en la vorágine de la crisis del 2008 (ecológica,
alimentaria, energética y financiera) a partir de las confesiones de que las
recetas neoliberales no funcionaban, se resolvió con un salvad al
soldado Banca y más recetas neoliberales y más control vía 4 y 5Gs,
tecnologías aceptadas con entusiasmo.
Bien pudiera ser que esta crisis económica desatada se resuelva con más
soluciones del estilo la naturaleza odiosa llena de parásitos víricos (es
decir, las recetas neodarwinistas-neoliberales del sálvese quien pueda en
una lucha de dientes y garras) y extremismos de la derecha
ultraconservadora unida a la neoliberal porque al final, “la no aplicación
estricta de los remedios, hizo que igualmente muriera mucha gente
durante la pandemia y luego mucha más por culpa del descontrol económico que
vino después”. No olvidemos la capacidad resistente del sistema socioeconómico
a la hora de implantar Mundos Felices y 1984s con
la excusa de salir de las propias crisis que él mismo genera. La historia de
esta civilización arroja mil ejemplos de lecciones no aprendidas: así, después
de la Primera Guerra Mundial hubo una segunda y, en la actualidad, hay millones
de personas que llevan mucho tiempo confinadas: campos de refugiados en
prácticamente todos los continentes, la población de la franja de Gaza, emigrantes
que no pueden acceder a las migajas de las riquezas robadas por los ricos de
Occidente, y ese largo etcétera que conocemos de sobra pero que no nos emociona
quizás tanto.
Es verdad que no tiene precedentes el encierro de 3.000 millones o más de
personas, pero tampoco los tenía la bomba de Hiroshima, así que no demos por
sentado que de esta sí vamos a aprender. Sostengo que lo haremos si —y solo si—
la civilización cambia sus raíces míticas profundamente, y para ello parece
inevitable que colapse previamente esta civilización. Porque no cambiarán los
mitos durante el colapso, aunque sin duda lo que hagamos a lo
largo de ese proceso de colapso irá generando los nuevos mitos del futuro.
La respuesta inicial, incluso con los Bolsonaro, Trump y Johnson de turno,
con sus paradigmáticas mezclas de neoliberal-neoconservador, no ha podido aún
con la respuesta social que demanda un comportamiento ético y vital que exige
actuar salvando todas las vidas que se puedan. Frente a otras situaciones de
guerra entre humanos, en las que se minimiza el valor de la vida del enemigo,
aquí el enemigo común que se percibe no es otro humano y, por tanto, no podemos
reducir el valor de las vidas de los otros como se hizo antes con
discapacitados, gitanos, judíos, habitantes de Hiroshima o de algún pueblo
remoto de África. Resulta que todos tenemos familia o amigos en riesgo vital y
ya conocemos, si no casos directos, sí familiares o amigos que ya han perdido a
algún familiar o amigo, y nuestra empatía y dolor está con ellos, en una
cultura que al menos sí nos ha dejado espacio para una ética tribal. Además, no
pocos miembros de las propias élites están en esa situación (Boris Johnson,
primer ministro del Reino Unido está en cuidados intensivos por el coronavirus,
mientras escribo esto), y por mucha ideología sanguinaria que tengan,
finalmente dentro de la armadura hay también un cuerpo humano desnudo que,
aunque creían que no existía, sí se hace notar en situaciones así: “El macho
alfa contrae sus partes bajas cuando su mujer o él mismo cogen el coronavirus”
sería una expresión posible de esta situación expresada en su mismo lenguaje.
Somos conscientes ya —y comenzamos a asumir— la enorme crisis económica que
se deriva de la opción por gestionar la crisis sanitaria con prioridad ética de
defensa de la vida y de la sociedad de cuidados, cuyas heroínas son en su
mayoría mujeres (enfermeras y cuidadoras en residencias de ancianos son
abrumadoramente mujeres); pero es la respuesta que debemos hacer, aunque con
ello pongamos en riesgo “el colapso rápido y temprano” que tanto se ha temido.
El sacrificio actual —esta vez no de soldados, sino de cuidadoras— de
enfermeras, de médicas y médicos, de ancianos, de personas con patologías
previas, etc., y el sacrificio posterior del mayor empobrecimiento de los que
no están en las élites, bien podría generar esta vez —pues ahora las élites sí
están asustadas— no solo un colapso rápido y temprano, sino un colapso que no
nos lleve al caos y la barbarie tras sus intentos de montar su Elysium;
aunque también sería factible que ese miedo les llevase a redoblar sus
esfuerzos por montarlo. La batalla decisiva no es contra el coronavirus: la
batalla consiste, una vez más, en si aceptamos o no el fin de esta civilización
y comenzamos una nueva de raíces radicalmente diferentes, a pesar del drama y
del dolor que existen y que vendrán.
Algunas personas me han preguntado acerca de la relación entre el
coronavirus y Gaia. Si Gaia es un organismo quizás se está vengando de
nosotros, escriben algunos. En realidad, la “venganza” de la Tierra es una
imagen del propio Lovelock en su visión cibernética de Gaia. La Tierra
habilitaría mecanismos automáticos de defensa contra aquellos elementos que
surjan y que tiendan a su desregulación. Lovelock pensaba en el cambio climático,
y su analogía era orgánica, aunque sus explicaciones eran cibernéticas. El
cambio climático sería como la fiebre que trata de expulsar al agente de la
infección; esta sería su metáfora. El cambio climático, al desregular los
ecosistemas generará la pérdida de la civilización que ha causado el cambio
climático. En el proyecto MEDEAS lo hemos modelizado[6] precisamente así: al
aumentar la temperatura, los daños sobre el sistema humano hacen que éste
decrezca y, por tanto, emita menos hasta que la civilización colapsa o deja de
emitir; el clima no cambia tanto como en otros modelos donde esta venganza no
ocurre.
Lo mismo podría verse para el caso del coronavirus: el aumento de la
densidad de población humana (urbes), de la movilidad (globalización) y de los
desequilibrios ecológicos (deforestación, industria alimentaria, cambio
climático…) aumentan la probabilidad de que aparezcan patógenos que se
conviertan en pandemia. Además, es sabido —si bien poco conocido— que el estrés
induce mutaciones y, por tanto, aumenta la probabilidad de que patógenos
propios de una especie salten a otra especie o que cambien dentro de la misma
especie. Así, de nuevo, las interrelaciones del sistema autorregulado que
llamamos Gaia generarían realimentaciones que pondrían en su
sitio al agente causante de la distorsión ecológica. Desde esta visión, los
virus serían uno de los mecanismos de regulación del exceso poblacional,
exacerbado por la densidad, la movilidad y los mismos excesos sobre los
ecosistemas en el caso humano.
Muchas especies que se introducen desde otros ecosistemas en ecosistemas
degradados —baste recordar a la temida avispa asiática—, no causan problemas en
sus ecosistemas origen, en especial si éstos no están demasiado distorsionados;
sin embargo, hacen estragos en el ecosistema al que llegan, en especial si está
ya previamente deteriorado. Que la avispa velutina diezme las poblaciones de
nuestras abejas domesticadas nos preocupa, pero parece hacerlo de manera
diferente al coronavirus, cuando desde esta visión más sistémica y menos
antropocéntrica, no debería resultarnos tan diferente.
Esta visión empieza a acercarse ya a una visión de Gaia más compleja. El
ser humano, junto con otros animales que sabemos autoconscientes y capaces de
emociones (elefantes, delfines y ballenas al menos) sí suponen un salto
cualitativo de lo biológico hacia lo que podríamos llamar lo psíquico y
esto me hace profundamente humanista con implicaciones éticas. Pero tampoco
este humanismo lo llevo al extremo antropocéntrico, no solo porque exista Gaia,
sino porque pienso que desde lo biológico puede haber otros saltos cualitativos
en otras direcciones muy poco exploradas por no ser tan propias de los humanos;
por ejemplo, la musicalidad, inventada antes que por nosotros por las ballenas
y los pájaros, aunque Beethoven sea mucho Beethoven. Pero puede haber otras
emergencias propias de las plantas y extrañas a los animales, como las que
emerjan desde sus sentidos propios, que difícilmente alcanzo a imaginar.
Del
propio organismo Gaia no sé qué propiedades emergentes pueden surgir; primero
habría que asumir que Gaia es un organismo, para poder indagar en él como tal,
y somos poquísimos científicos los que exploramos desde ese punto de partida.
Además, dado que no estoy seguro de la autoconsciencia y capacidades de emoción
de algunos humanos por los que me desvivo (pienso en personas con Alzheimer
avanzado o en discapacitados mentales fuertes o en los bebés), esto me exige no
ser axiomático con las propiedades emergentes de lo humano. En fin, la ética
gaiana que llevo tantos años elaborando no desea ser axiomática sino amorosa,
así que no sigo con esta discusión aquí[7].
Lo relevante es que los Homo sapiens somos biológicamente
como células o proteínas de Gaia, células o proteínas tan esenciales quizás
como otras. Somos células dotadas de una cierta individualidad, aumentada por
nuestra autoconsciencia que, aunque no sabemos decir dónde acaba y dónde
empieza o qué es en realidad eso que llamamos ego, sí tiende a generar una individualidad
mayor quizás que la de una célula de mi corazón. Sin embargo, esto no es
condición suficiente para que nuestro comportamiento colectivo termine
construyendo un Titanic o sea análogo a un cáncer o un virus patogenizado.
Desde la visión de la Gaia orgánica, los virus no solo son pequeñas moléculas
para el control poblacional o señales moleculares que desatan la apoptosis
(suicidio) de nuestras células. Una forma de ver a los virus es como señales
químicas (no son entes vivos) que desatan su copia y la autodestrucción de la
célula que les acoge. En Gaia el suicidio por el bien del organismo abunda a
pesar de las individualidades de cada célula. Así que, en cierta
medida, esa densidad poblacional, esa globalización de movimientos, ese
deterioro de ecosistemas, ha generado que una molécula pueda matar y la
hayamos patogenizado, ayudando al suicidio ya en marcha del propio
sistema parasitario.
Pero esa es solo la visión cibernética de la Gaia orgánica de los virus.
Los virus tienen otro papel fundamental y más importante a largo plazo en Gaia
(es habitual que cada proceso tenga múltiples funciones a distintas escalas,
como pasa en los organismos). Los virus transportan información vía
cadena de ADN o ARN; es decir, su papel es también evolutivo. El ejemplo
sorprendente —y ya clásico— es que han sido virus los que han permitido que la
hembra de los mamíferos no rechace, a través de su sistema inmune, ese cuerpo
extraño llamado feto: la esencia de lo mamífero —euterio—
la debemos a los virus. El mundo de las bacterias y virus que se ha visto como
enemigos que combatir (y lo son en ciertas situaciones desmadradas), hoy los
podemos ver más como moléculas fundamentales, no solo de la mayoría de los
procesos metabólicos del organismo Gaia, sino de cada suborganismo a nivel de
población o especie.
En cuanto al Homo sapiens: la mayor parte de nuestra historia
hemos estado integrados en Gaia, y como colectivo no hemos sido un parásito o
cáncer hasta muy recientemente. Aunque otras civilizaciones han sido también parasitarias,
eso no fue sino un estado temporal: o pronto dejaron de serlo o se
extinguieron. Algunas desaparecieron precisamente por colapsos análogos al
nuestro: alguna disfunción del ecosistema creada por la sociedad generó
disfuncionalidades internas que a su vez generaron el autocolapso.
La deforestación de la isla de Pascua generó problemas que se empeoraron
haciendo moais cada vez más grandes que exigían más madera asistidos por
señores de la guerra que causaron la muerte de su gente a través del conflicto
y la guerra. La culpa no la tuvo la sequía que produjo las primeras hambrunas:
esa fue una subcausa en un complejo sistema, la culpa en su mayor parte fue de
la propia civilización pascuense, realimentando positivamente el desastre.
Por otro lado, delfines y elefantes están claramente bien integrados en
Gaia y generan complejidad, funcionalidad y belleza, por tanto, no es un
problema de la naturaleza biológica humana autoconsciente. Es un problema del
brillo hipnotizante del Titanic, de creernos poderosos porque nos parecemos a
un cáncer que crece rápido e imparable (¡y lo llamamos progreso!) o de la
armadura de vidrio que esta cultura se ha montado y que ha sido capaz durante
un cortísimo tiempo de ser un parásito suicida. Pero como no somos genéticamente parásitos
de Gaia, sino células suyas, la respuesta mayoritaria a la pandemia que hoy
estamos viendo, una vez pasada la primera resistencia cultural, es típica de
células gaianas reintegrables: asumir el sacrificio propio en bien de la vida
común, y entre los más heroicos de entre nosotros arriesgando su propia vida,
asumir el hundimiento del Titanic y marchar a los botes ecofrugales, dejando
espacio para los más débiles (“¡Los niños y las mujeres primero!”, se gritó en
el Titanic y, de hecho, se salvaron en mayor proporción).
El Titanic no sé si se hundirá ahora; el coronavirus no lo veo como el
iceberg, pues en realidad ya hace años que chocamos con él. Representa más bien
el momento en que se inclina el barco y muchos empiezan a darse finalmente cuenta
de que no era insumergible. Quizás nos pase como en el Titanic, donde además de
a mujeres y a niños, se salvó (en proporción) a mucha más gente de primera
clase que de tercera y donde finalmente las élites no hicieron nada por buscar
a la gente que trataba de nadar, a pesar de que muchos botes quedaron medio
vacíos. Si a algo puede ayudarnos el coronavirus —como sucedió con el naufragio
del Titanic, cuando la inclinación del barco produjo ya sus primeras víctimas—
es a ser conscientes de que el barco se hunde y convencernos de que es hora,
pues, de comportarnos humanamente (ética del cuidado) y gaianamente (yendo a
los botes salvavidas para luego buscar otro barco sostenible).
Por
ahora la naturaleza humana biológica, gaiana, que se ha despertado en muchos
con el coronavirus, representa el todo sobre la parte, el amor a la vida sobre
la complejidad, y aún si ayudara a hundir más rápido este barco que algunos
creen que pueden salvar, en cualquier caso, es el único comportamiento ético,
biológico y gaiano que nos podemos permitir. Gaia, ayudando con la señal de la
inclinación del barco, no es vengativa, puesto que este ya se iba a hundir de
todos modos, y simplemente nos está dando pistas con ello. Si queremos ver la
parte antropocéntrica de la analogía, podríamos decir que nos muestra una
salida humanista y gaiana al tiempo que nos da un poco más de margen para que,
sin esperar a que el barco se parta en dos —que lo hará—, vayamos corriendo a
ayudar a otros a llegar a los botes. Todo ello por muy dramática que sea la
falta de botes para todos, y pese al hecho de que hasta ahora nos hayamos
organizado tan mal tras el choque y aunque estemos sufriendo enormemente con la
muerte de gente cercana.
El virus no es un enemigo: es la señal que
muchos tal vez necesitaban para saber que el barco se va a hundir y para
ofrecernos la oportunidad de actos heroicos que imitar y de repensarnos antes
vivos que complejos. Gaia, de poder hacer algo conscientemente, ya mandaría
algún delfín para rescatar a algunos[8], al menos psicológicamente.
La naturaleza gaiana, que sigue viva en nosotros, es la que está
permitiendo que podamos visualizar un colapso rápido y temprano en el tiempo
sin rasgarnos las vestiduras como hacen quienes ven que eso generaría una
barbarie absoluta de manera necesaria. El colapso rápido no solo tenía lógica
sistémica sino que, gracias al virus, nos permite ver que nuestra ética
intrínseca e inteligencia vital es más fuerte de lo que creíamos. El fulgor de
Gaia (la biofilia) aún late tras más de cinco siglos de ataque absoluto, lo que
demuestra lo fuerte que es. Resulta que la armadura se quiebra y había un
corazón dentro, como es fácil de saber cuando superas la automentira de la
visión de garras y dientes ensangrentados de la biología clásica o de la
ideología paralela neoliberal. Se desata lo que había dentro y resulta que era
moralmente bueno, aunque la cultura —que forma parte también de nuestra
naturaleza, pero que es cambiante y manipulable a lo largo de los siglos— luche
esquizofrénicamente contra ella.
El mito del buen salvaje resultó no ser tan falso, y ahora viene a reparar
los daños terribles causados por haberlo rodeado de una armadura de vidrio con
la que pretendimos nadar en un hermoso río en el que nos esperaban algunos
rápidos. Sigo pensando que cuanto antes se rompa la armadura antes podremos
nadar, porque resulta que sí sabemos nadar. Decir que Gaia nos ha mandado
rocas, que en realidad estaban allí mucho antes de llegar nosotros al río, es
absurdo y profundamente equivocado.
Carlos de Castro
Carranza. En mi casa artificial, semifuera de Gaia, 8 de abril de
2020.
Notas:
[1] Probablemente no es de Aldous Huxley la frase pero se
le atribuye extensamente en internet. Más verosímil, aunque tampoco de la novela: “Un estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes
políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una
población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción
alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea
asignada en los actuales estados totalitarios a los ministerios de propaganda,
los directores de los periódicos y los maestros de escuela”.
Es igual que sea apócrifa o no, porque la sociedad es capaz de este tipo de autocrítica, de reconocerse e incluso de regodearse en ella y sus barrotes y aun así no querer cambiar por miedo o incapacidad: una dictadura más perfecta aún quizás que la imaginada por Aldous.
Es igual que sea apócrifa o no, porque la sociedad es capaz de este tipo de autocrítica, de reconocerse e incluso de regodearse en ella y sus barrotes y aun así no querer cambiar por miedo o incapacidad: una dictadura más perfecta aún quizás que la imaginada por Aldous.
[2] Una explosión de artículos de profunda reflexión (por
ejemplo, Solidaridad Internacional Andalucía mantiene una
excelente recopilación) y también mala baba (en casi
cualquier mass media) en el contexto de la pandemia de 2020 están
apareciendo en una pandemia de miedos y nervios provocados por
el coronavirus y especialmente por la reacción que causa en nuestra cultura
particular. Hasta ahora me he resistido porque en otras ocasiones del pasado
histórico reciente se han interpretado muchas veces mal las señales de ciertos
acontecimientos cuando se analizaron en su tiempo presente (por
ejemplo, la crisis del petróleo de 1973 se interpretó por algunos como el
inicio del colapso anunciado para finales de esta década del 2020 por los
escenarios estándar de los Límites del Crecimiento, y hubo quien
vio el fin instantáneo del capitalismo en la crisis del 2008 durante la misma).
Es difícil aportar algo útil en medio de una vorágine, así que espero no equivocarme
demasiado.
[3] Eloraculodegaia.info contiene todas las referencias científicas y
literarias sobre esta cosmovisión que identifica a Gaia con un organismo, y que
he denominado Teoría de Gaia Orgánica.
[4] The five stages of collapse, Dmitry Orlov,
2012, New society publishers. La cita se la debo a Ferran Vilar, quien discute
con más detalle estas fases en el contexto del coronavirus, en un texto imprescindible por lo certero de su análisis.
[5] Elysium (2013) es una película escrita
y dirigida por Neill Blomkamp que nos muestra un año 2154 en el que los ricos
(100.000 individuos: ¡cómo me recuerda a los 144.000 elegidos del Apocalipsis!)
viven en una cómoda y lujosa estación espacial mientras que miles de millones
de personas pobres tienen que vivir en las ruinas de una Tierra ecológicamente
devastada. Blomkamp la definió como una película que describe el presente.
[6] Capellán-Pérez, I., Blas, I. de, Nieto, J., Castro, C.
de, Miguel, L.J., Carpintero, Ó., Mediavilla, M., Lobejón, L.F.,
Ferreras-Alonso, N., Rodrigo, P., Frechoso, F., Álvarez-Antelo, D., 2020. “MEDEAS: a new modeling framework integrating global biophysical and
socioeconomic constraints“, Energy Environmental Science.
[7] Jorge Riechmann con su Simbioética (libro
que se editará en breve, espero), aunque con matices diferentes a los míos,
profundiza mucho más que yo en términos y contextos similares.
[8]
Casi me atrevería a decir que es así literalmente. Cierta sensación
post-Chernóbil, de que Gaia vuelve por sus fueros, nos invade a más de uno
viendo animales o estrellas en las ciudades u oyendo más pájaros de lo habitual
en los árboles al otro lado de la ventana.
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