Frente
al debate sobre cómo recuperar una conciencia comprometida con los
problemas sociales, los Stop Desahucios son realmente
revolucionarios. No tan solo porque el derecho de la familia a un
hogar prevalece sobre los intereses económicos de bancos y fondos
buitre. Sino también porque une a personas de todo tipo y condición.
Las
Navidades son una festividad que nos atraviesa. Nos despierta todo
tipo de emociones, recuerdos y esperanzas. Durante estas fiestas,
nuestras ciudades se convierten en el escenario de un Belén. Un acto
ritual que conecta diferentes generaciones. Vale la pena acercarse y
contemplar que, en su obviedad, se oculta un mensaje fundamental: el
nacimiento de Jesús ocurrió en un viaje migratorio, finalizando en
un pesebre, en una infravivienda.
¿Imaginan
que durante el nacimiento de Cristo, María y José se hubieran
encontrado un muro para impedir que alcanzarán Belén? ¿O que unos
legionarios romanos ejecutarán un desahucio del pesebre? La imagen
sagrada del Belén nos recuerda una condición humana, muy humana. La
fragilidad y la vulnerabilidad que nos caracteriza. Y, por tanto, la
necesidad de nuestros vínculos comunitarios. De aceptar al otro. De
crear un “nosotros” inclusivo y plural. Por eso se dice que
las navidades son tiempo de encuentro, paz y amor.
Bastaría
abrir cualquier libro de historia para ser conscientes de que el
motor de los cambios sociales enraíza con valores así de sencillos.
Sin embargo, quien se acerque a algunos bares corre el riesgo de
presenciar un espectáculo que prescinde de toda la empatía que
requieren. En el mismo, se condena a las personas migrantes, las
feministas y los homosexuales de haber provocado un falso olvido de
la clase trabajadora y una supuesta desviación de la izquierda.
Lo
que más me llama la atención de estos minutos del odio es que
suelen estar protagonizados por varones blancos; siempre desinhibidos
por ingentes cantidades de alcohol, posibilitando que expresen sus
más bajas pasiones. Generando así una suerte de patético exorcismo
frente a la impotencia que les genera cualquier cambio.
Estos
melodramas forzados no acaecen durante una huelga por mejoras
salariales o durante una asentada por la libertad de expresión. Se
desarrollan en espacios aislados, sectarios, con individuos que
opinan exactamente igual y donde se vigila con arrogante sospecha
cualquier diferencia. Y que dicho sea de paso, involucran perder un
valioso tiempo que bien podría utilizarse para movilizar un
sindicato, una asociación vecinal o un colectivo social.
No
me inquieta cuando estas escenas se desarrollan por personajes
abiertamente de extrema derecha. Es de esperar. ¿Pero cuándo lo
protagonizan individuos que se adscriben a corrientes de izquierda?
Da que pensar. Especialmente cuando son los mismos que tan solo hace
unos años repartían carnets de izquierda y a la mínima desviación
de opinión te llamaban “facha”. Son los puristas de lo teórico,
que tiemblan cuando emergen prácticas realmente emancipadoras.
Actualmente
se ha abierto un debate básico, y enriquecedor, sobre cómo
recuperar una conciencia comprometida con los problemas sociales. Una
conciencia capaz de superar las guerras de pobres. Del conflicto
entre el último y el penúltimo, ya sea por etnia o género. Y que
en el fondo, solo beneficia a las élites financieras que hacen de
nuestro planeta un lugar más hostil para todos. Esa casta que sí
necesita la división y el conflicto interno de la clase trabajadora,
para así poder exprimirla sin ningún freno a su crueldad.
Frente
a este debate, que calmadamente deja de lado diferencias simbólicas
poniendo en común nuestros problemas materiales, solo tengo una
humilde propuesta: los Stop Desahucios. Esa acción social en la que
varias personas se unen —como grupo— para impedir un desalojo.
Los Stop Desahucios son realmente revolucionarios.
No
tan solo porque el derecho de la familia a un hogar prevalece sobre
los intereses económicos de bancos y fondos buitre. Sino también
porque une a personas de todo tipo y condición. La primera vez que
acudí a un Stop Desahucios, lo que más me impresiono fue la
diversidad humana que tomaba lugar en el mismo.
Un
joven de Barcelona se reía con unas carcajadas tan alegres que
movían arriba y abajo sus enormes gafas; una anciana musulmana le
relataba teatralmente cómo le canto las cuarenta al mismo banquero
que la estafo. Otras dos mujeres, una proveniente de Portugal y otra
de Ecuador, bailaban enérgicamente mientras cantaban consignas
revolucionarias. Durante un instante, personas de diferentes
territorios, edades, géneros, tendencias y creencias compartían una
solidaridad inquebrantable.
Personas
de Rabat, de Dublín, de Barcelona. Personas heterosexuales,
homosexuales y transexuales. Personas cristianas, musulmanas y ateas.
Incluso conocí a un hinduista, del que aprendería la importancia
del sánscrito y la belleza de los mitos brahmánicos. Todos unidos,
por el objetivo común de proteger los derechos humanos. Ponían en
riesgo sus propios cuerpos frente a las fuerzas del orden, pero para
todos ellos proteger a una familia otorgaba sentido a su vida y
justicia al mundo. ¿No es esto, acaso, defender a la clase
trabajadora?
Nadie
que participe en un Stop Desahucios vuelve a ser el mismo. Siempre te
cambia. Con intensidad. Te enseña que lo imposible es posible. Y que
nuestra fuerza radica en la cooperación con la persona que tenemos
al lado. Que su diferencia nos suma para ser mejores. Que lo único a
lo que debemos tener miedo, es al miedo mismo. Su fuerza es tal que
personas que te confesaban en secreto haber poseído ideas xenófobas
acababan trabando una amistad profunda con compañeros de distinta
procedencia.
Todos
los prejuicios se disolvían en la práctica, en la comunidad, en la
diversidad. Y también había blancos. Sí, varones blancos. Y aunque
pueda sorprender a muchos, nadie venía a señalarnos con el dedo, ni
a juzgarnos, ni a decirnos que éramos los responsables de todos los
males del mundo. Nos trataban como se debía, como a uno más del
grupo.
El
Stop Desahucios no solo impide la ruptura entre una familia y su
hogar. En el proceso, nacen vínculos difíciles de romper.
Resistentes. Transformadores. Que tienen el poder de superar
cualquier prejuicio. Pero no desde grandes teorías, ni discursos
grandilocuentes. Sino entre una modesta y afectuosa práctica. Por
eso, en estas Navidades, recomendaría que cuando nos encontremos a
un familiar o un conocido con ganas de discusión, de culpar al otro
de todas sus desgracias… le recomendemos acudir a un Stop
Desahucios. Y que lo hagamos con humor y cariño. No se me ocurre
mejor propósito para el próximo año nuevo.
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