UNA RE-EVOLUCIÓN GAIANA
PARA NO SER
ASESINOS
Habitar sin desfallecer el horror contemporáneo, e incluso
soñar una revolución que es tan necesaria como imposible: la respuesta está en
la teoría de Gaia.
En el futuro, cuando los historiadores dirijan su mirada a
nuestro tiempo se preguntarán cómo era posible que viviéramos tan
despreocupados al borde del abismo, cómo era que las mayorías sociales
siguieran viviendo tranquilamente en una inercia que directamente alentaba la
catástrofe y cómo fue posible que se ignoraran olímpicamente las advertencias y
las llamadas a enmendar el rumbo que algunas minorías estaban tratando de
difundir. Minorías a las que incluso, más allá de ignorarlas, se empujaba a la
marginalidad si lo hacían desde el campo de la ciencia, o se las atacaba si lo
hacían desde el campo del activismo y la lucha sociopolítica.
Ya pueden comprobar que hoy me he levantado optimista: presupongo que habrá futuro, y que habrá historiadores y estudiantes de historia con tiempo y ganas para recordar nuestra contemporaneidad.
O sea, que presupongo que habrá algún tipo de continuidad de la civilización que conocemos, algo que desgraciadamente no está garantizado, y este es, de hecho, el gran reto histórico al que nos enfrentamos actualmente.Las amenazas contra esta continuidad de la civilización son
demasiado complejas y multidimensionales pero se puede hacer un esbozo muy
resumido de ellas así: la alteración irreversible del clima por la quema de los
recursos fósiles del subsuelo, recursos fósiles que inevitablemente se están
agotando; la catástrofe de la biodiversidad no sólo en cuanto a extinción
acelerada de especies enteras, sino también por la disminución brutal de
efectivos de las no extintas y el daño destructivo y también irreversible a los
ecosistemas fundamentales (selvas tropicales, costas marinas…); y por último la
amenaza nuclear tanto de carácter civil como de carácter militar (que nunca
antes había quedado tan claro que están estrechamente unidas, como con la
guerra inter-imperial que se libra sobre el territorio y el pueblo de Ucrania).
Además, estas grandes amenazas globales se retroalimentan mutuamente en una
espiral endiablada que sería tedioso describir aquí.
Todos los periódicos y telediarios deberían abrir todos los
días con estos acontecimientos en portada, todos los discursos políticos
deberían estar centrados en cómo dar respuesta a este reto histórico global,
todas las tertulias y conversaciones deberían estar girando sobre estas
acuciantes amenazas. Deberíamos vivir en estado de emergencia permanente
porque, de hecho, la situación es de emergencia; pero muy al contrario,
ignoramos la realidad completa y decididamente, miramos para otro lado cuando
alguien señala las amenazas e incluso se zahiere y desautoriza a las voces que
alertan sobre la emergencia. Esta ignorancia colectiva, esta renuencia a mirar
de frente la realidad, representa una auténtica inversión y/o perversión del
sentido común y es la principal causa de que la catástrofe sea inevitable.
Desde que nací hay el doble de humanos en la Tierra y la
mitad de animales, en los últimos 40 años se ha emitido tanto CO2 y otros GEI
(gases de efecto invernadero) como los que se emitieron en los dos siglos
anteriores, desde los inicios de la llamada “revolución” industrial. Es decir, que
una sola generación (la nuestra) ha impactado tanto en el clima como las seis
que la precedieron, que a su vez habían impactado tanto como todas las
generaciones de homo sapiens anteriores.
Lo más doloroso es que esta generación nuestra ya sabía
todo: desde el gran avance evolutivo de la conciencia colectiva que supuso Mayo
del 68 y la eclosión de los movimientos feministas, ecologista y pacifista,
sabíamos que el rumbo de la maquinaria histórica que llamamos capitalismo
globalizado era catastrófico. En 1971 Georgescu-Roegen publicó La Ley de la
Entropía y el Proceso Económico, en 1972 vio la luz el primer informe del Club
de Roma sobre los Límites del Crecimiento: es decir, que hace más de 50 años
que tenemos las bases científicas y éticas con las que haber construido una vía
emancipatoria que evitara la catástrofe y el abismo. Por el contrario, en este
medio siglo hemos asistido a, y participado de, una aceleración en la
extralimitación (caminar por fuera de los límites), de una extensión y
profundización del extractivismo y del daño a Gaia, de una ruptura irreparable
de la estabilidad climática que necesitamos más que el comer, para entre otras
cosas poder comer.
A medida que nos acercamos al punto de no retorno hacen
falta cada vez medidas más radicales para frenar la locomotora del progreso. Si
después de Mayo del 68 se hubiera iniciado una senda verde/violeta hacia una
economía estacionaria, justa socialmente y neutra en carbono, esta transición
hubiera podido ser poco traumática (salvo para las élites, que por eso mismo
contraatacaron eficiente y contundentemente con la huida hacia adelante a la
que llamamos globalización neoliberal), gradual y amable. Pero en lugar de esa
vía verde/violeta padecimos una contrarrevolución conservadora, retrógrada y ecocida,
ensayada primero en el laboratorio chileno de la sangrienta dictadura de
Pinochet y generalizada luego por el tándem de Thatcher y Reagan, a la que se
sumó de buen grado hasta la socialdemocracia (González, Blair, Schroeder…) que
desataron una ofensiva en forma de huida hacia adelante en términos de
entropía, superpoblación, desigualdad social y extralimitación energética y
ecológica.
En vez de tirar, entonces, de los frenos de emergencia de la
historia que invocaba Walter Benjamin, aceleramos más la locomotora del
“progreso” y ya no nos queda tiempo para que los frenos, ni siquiera los de
emergencia, logren parar la marcha enloquecida al abismo. La única salida, 50
años después, es ¡descarrilar el tren y arrancar las vías!
Ya no hay margen temporal ni recursos materiales y
energéticos para la senda reformista, ya no hay tiempo para un cambio gradual,
ya no es posible (si es que alguna vez lo fue) una alternativa dentro del
sistema, ya sólo queda una desesperada vía re-evolucionaria por fuera, y contra
este, que descarrile el tren antes de que nos despeñemos por el abismo del
colapso de la civilización industrial e incluso, en el peor de los escenarios,
de la extinción humana. Una revolución no ya para vivir mejor o caminar hacia
la utopía, sino para no ser asesinos de nuestras hijas y nuestros nietos.
Arrancar las vías que nos conducen al precipicio es
abandonar la Ciencia Económica imperante, que gobierna no solo las políticas
públicas y las empresas sino también los propios comportamientos individuales,
una ciencia que ignora la realidad biofísica, aborrece de los límites
termodinámicos, ecológicos y morales, y da rienda suelta a los peores instintos
competitivos y egoístas del individualismo humano. Una ciencia que ha devenido
falsa conciencia, Religión, en el peor sentido de la palabra, con dioses,
ídolos y mitos falsos y peligrosos como el del Crecimiento perpetuo, la
Competencia, el Libre Mercado, el PIB, el Progreso etc.
También hay que arrancar las vías de la Tecnociencia,
auténtico brazo armado de la Religión económica que, aunque no ha logrado
alimentar y cuidar adecuadamente a todos los seres humanos, sí que acumula
material para destruir a toda la humanidad varias veces (si es que el “varias
veces” no fuese una criminal y absurda redundancia) y de varias formas
distintas: atómica, química, bacteriológica, climática... Y para arrancar esas
vías primero hay que desarraigar del alma humana el pecado original del
antropocentrismo y la escisión cartesiana que nos separa de la naturaleza y nos
lleva a odiarla.
Hay que subrayar esto último: odiamos la naturaleza
consciente e inconscientemente, nuestra cultura contemporánea mayoritaria opera
sobre un fondo no explicitado y muchas veces disimulado de ecofobia, de
desprecio a la naturaleza, de odio a lo salvaje, a lo primitivo, a lo
instintivo, de odio (y miedo) al bosque, a los otros animales, al mar, etc. El
negacionismo climático es una de las formas contemporáneas que adopta este odio
a la naturaleza y sus límites. El mucho más extendido negacionismo energético,
ese que niega la inevitabilidad del declive fósil, es directamente un odio,
pueril si no fuera trágico, contra las leyes de la Termodinámica,
específicamente contra la entropía.
Vivimos en sociedades que están como hipnotizadas y
anestesiadas, ensimismadas, en un aparente estado de ebriedad generalizada por
sobreabundancia de riqueza, energía y tecnología. Desde la invención de la
máquina de vapor nos hemos pegado un chute de energía prehistórica fósil que
literalmente nos ha enloquecido y ha convertido el mundo en un manicomio a
cielo abierto, de tal modo que 250 años después, somos como el coyote del
correcaminos que sigue corriendo, pese a no pisar ya suelo y estar pataleando
en el aire, sobre el abismo. La caída es inminente y es de esperar que, como
cuando nos caemos en un sueño, antes de impactar contra el suelo, nos
despertemos.
Mientras no llegue ese momento de la metanoia global o gran
milagro de la conciencia colectiva, nos seguimos relatando cuentos falsos y
seguimos, por tanto, haciendo cuentas falseadas: que vamos a seguir cultivando
y transportando objetos y personas pese a la caída de la extracción de recursos
petrolíferos, como si el cada vez más caro diésel no fuera la sangre del
sistema, que el coche eléctrico es generalizable, que el capitalismo puede ser
verde, que el hidrógeno es renovable, que la fusión nuclear nos va a proveer
energía infinita y a la mierda las leyes de la termodinámica, que ya aparecerá
alguna tecnología que estabilice el clima y devuelva el hielo a los glaciares,
que venceremos (sea cual sea el vencido, sea cual sea la guerra), que la
pobreza y la muerte siempre van a estar al otro lado de nuestras fronteras, que
somos dueños y señores de la naturaleza, que todos los seres de la Biosfera
están ahí para servirnos y en su caso ser sacrificados para beneficio de ese
ser excepcional de la creación que es el ser humano, que podemos seguir
extinguiendo especies sin daño para la nuestra, que los animales de las granjas
Auschwitz no sufren y que nosotros al comerlos no ingerimos su dolor, que se
puede seguir cultivando a base de venenos y salir ilesos, y “adelante con los
faroles” que decía Ballestrini en su novela Los Invisibles.
Sumergidos en esta fiesta del sobreconsumo, el trabajo
alienante y la distracción digital asegurada vamos a la extinción porque ¡es
más cómodo que hacer la revolución!
Si no teníamos bastante angustia con los retos descomunales
que representan el declive energético, la disrupción climática y el colapso
ecológico, nuestras élites nos embarcan en guerras fratricidas (toda guerra es
fratricida) por el control de los recursos mineros y energéticos y por la
disputa de la hegemonía mundial, dilapidando en el esfuerzo bélico, además de
vidas, recursos, trabajo y conocimientos que necesitaríamos para “colapsar
mejor”, para salvar el máximo de vidas y libertades, para guardar semillas,
para reparar ecosistemas, para ensayar remedios…
Existen guerras como la que se libra en Ucrania, que
provocan una polarización mundial que no tiene visos de acabar bien, sobre todo
porque, una vez más, la ciudadanía se ha entregado sin apenas resistencia, como
en los anteriores conflictos mundiales, al ardor guerrero y la locura
belicista de todos los gobiernos y al delirio nacionalista xenófobo (incluido
el europeo), mientras la industria armamentista, que es la rama más
prescindible y criminal del entramado capitalista, se frota las manos,
acumulando pingües beneficios, arrancados de los presupuestos públicos, que se
ocultan en paraísos fiscales. Y en el horizonte, la ominosa amenaza de guerra
atómica.
Mientras la conciencia del desastre contemporáneo alcanza la
suficiente masa crítica que provoque algún tipo de reacción colectiva, hasta
que las masas despierten de la letargia inducida, el reto inmediato para las
minorías que ya son conscientes de que esta sociedad está acabada, es cómo
habitar esta durísima coyuntura histórica, esta bifurcación dramática que tiene
enfrente la humanidad, sin sucumbir al espanto, al miedo, al dolor moral, a la
culpa y a la desesperanza. La cuestión es encontrar la manera de habitar la
catástrofe orillando la tentación del nihilismo. Hacer el duelo por el mundo
que acaba, pedir perdón y cuidar el humus y las semillas del que emergerá el
nuevo.
Un conjunto de afectos negativos que se han denominado
eco-ansiedad prolifera cada vez más, no en vano en nuestras aparentemente
opulentas y despreocupadas sociedades crece el consumo de ansiolíticos,
antidepresivos, hipno-sedantes, y el uso y abuso de todo tipo de drogas legales
e ilegales, mientras se extiende, cada vez más, la enfermedad mental y los
suicidios, de un modo dramático también entre la infancia y la juventud.
Adultos que no pueden dormir, cachorros que no quieren vivir: lo nunca visto
entre los mamíferos, y que pone en evidencia que hay algo que va mal, muy mal,
en el alma de la humanidad contemporánea.
Habitar, sin desfallecer, el sinsentido de la cotidianeidad
capitalista en crisis es realmente una tarea complejísima, pues somos seres
necesitados de sentido, y en la espiral destructiva de sobreconsumo y trabajo
alienante no lo hay. La única vía decente y práctica para lograrlo es salir de
los raíles del antropocentrismo y pensar el mundo, pensar la historia y
pensarnos desde otro “centro”, habilitando una línea de fuga de la mencionada
escisión cartesiana que nos resitúe en la conciencia de que somos
interdependientes y ecodependientes: necesitamos de los demás humanos y
necesitamos de las demás especies para desplegar una vida que merezca la pena
ser vivida y ser contada. Es muy liberador tomar conciencia de que no somos el
centro de nada, Galileo nos liberó de la ilusión de ser el centro del universo,
la Teoría de Gaia de Lovelock y Margulis viene a liberarnos de la pesada carga
de ser el centro de la vida en el planeta, el centro de la Tierra.
Gaia es el ecosistema de los ecosistemas, el superorganismo
que emerge de la coordinación y simbiosis de todos los ecosistemas y seres
vivientes de la Tierra. Y nuestra posición ahí ya no es central, sino que más
bien se asemeja a las de las células de nuestro cuerpo: tienen individualidad y
propósitos particulares pero están supeditadas al organismo común y sus
propósitos generales. Somos células de un organismo planetario enorme,
antiquísimo e hipercomplejo que tiene leyes, que tiene límites, y que tiene
propósito: el auto-mantenimiento, la continuidad temporal y espacial de la
vida, lo que implica, según sus leyes, aumento de la complejidad, más
biodiversidad y reciclado constante de todos los materiales.
Gaia es autopoyética y homeostática, ha resistido
calamidades mucho más graves que la conjunción del capitalismo, el patriarcado,
el colonialismo racista y el antropocentrismo ecocida, ha soportado extinciones
masivas provocadas por meteoritos o vulcanismo, ha sabido adaptarse al aumento
de la radiación solar, en 4000 millones de años no ha quebrado nunca. Para ella
no somos tan importantes, desde esa perspectiva no tenemos que “salvar el
planeta” porque de hecho no podemos “salvar el planeta”, apenas si podemos
salvarnos a nosotras mismas, y salvar algo de nuestra civilización, salvar
algunas semillas, algunos paisajes, algunas canciones, algunas vidas, algunas
libertades, algunos deseos de justicia, algunos poemas, algunos saberes…
Necesitamos reconectar con el sentimiento de pertenencia a
la naturaleza, y digo reconectar porque en el pasado habitamos cosmovisiones
integradas en la naturaleza, es decir coherentes con Gaia y por tanto
virtuosas, simbióticas. La cosmovisión capitalista patriarcal e individualista
no es coherente con el holobionte gaiano, es depredadora, hipercompetitiva y se
asemeja más a un cáncer o a una catástrofe proliferante que carece de sentido
espiritual y existencial y de viabilidad energética y ecológica, y por eso está
condenada. Escribe Jorge Riechmann en su último libro Simbioética:
“Gaia no nos necesita, aunque nosotros sí
la necesitamos a ella: cultivando la humildad y cierta ligereza de ánimo,
tratemos de encontrar sendas practicables hacia formas de florecimiento humano
que no sean ecocidas.”
Jesús Ibáñez, en los 80 del pasado siglo, sostenía que
nunca antes la revolución había sido tan necesaria como imposible. En estas cuatro
décadas transcurridas la tensión de esta aporía no ha hecho más que agudizarse.
Cuanto más desesperadamente necesitamos un cambio de rumbo, más fuerzas se
empeñan en continuar en esta inercia calamitosa que nos conduce a ecocidios
seguidos de genocidios, porque todo ecocidio a corto plazo es un genocidio a
medio o largo plazo. El papel de las minorías puede parecer irrelevante, pero
Ibáñez siempre nos recordaba que “los apóstoles eran 12 y los bolcheviques
apenas unos pocos más”. Además, en este arduo trance histórico contamos con una
gran aliada: Gaia. No hay que desesperar, no hay que dejar de conspirar con
ella.
Mientras se va ampliando esta conciencia gaiana, este
despertar colectivo y masivo del que emergerá un nuevo sujeto revolucionario,
una nueva hidra unánime y bio-céntrica, recordemos que la historia nos enseña
que, según cuenta Enzo Traverso, “las revoluciones no pueden programarse,
siempre vienen cuando menos se las espera”, y ¡cuando más se las necesita!,
añadiría yo.
https://www.elsaltodiario.com/ecologia/-una-re-evolucion-gaiana-no-ser-asesinos
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