25/1/23

Las revoluciones no pueden programarse, siempre vienen cuando menos se las espera

 UNA RE-EVOLUCIÓN GAIANA             

PARA NO SER ASESINOS

Habitar sin desfallecer el horror contemporáneo, e incluso soñar una revolución que es tan necesaria como imposible: la respuesta está en la teoría de Gaia.

En el futuro, cuando los historiadores dirijan su mirada a nuestro tiempo se preguntarán cómo era posible que viviéramos tan despreocupados al borde del abismo, cómo era que las mayorías sociales siguieran viviendo tranquilamente en una inercia que directamente alentaba la catástrofe y cómo fue posible que se ignoraran olímpicamente las advertencias y las llamadas a enmendar el rumbo que algunas minorías estaban tratando de difundir. Minorías a las que incluso, más allá de ignorarlas, se empujaba a la marginalidad si lo hacían desde el campo de la ciencia, o se las atacaba si lo hacían desde el campo del activismo y la lucha sociopolítica.

Ya pueden comprobar que hoy me he levantado optimista: presupongo que habrá futuro, y que habrá historiadores y estudiantes de historia con tiempo y ganas para recordar nuestra contemporaneidad.

O sea, que presupongo que habrá algún tipo de continuidad de la civilización que conocemos, algo que desgraciadamente no está garantizado, y este es, de hecho, el gran reto histórico al que nos enfrentamos actualmente.

Las amenazas contra esta continuidad de la civilización son demasiado complejas y multidimensionales pero se puede hacer un esbozo muy resumido de ellas así: la alteración irreversible del clima por la quema de los recursos fósiles del subsuelo, recursos fósiles que inevitablemente se están agotando; la catástrofe de la biodiversidad no sólo en cuanto a extinción acelerada de especies enteras, sino también por la disminución brutal de efectivos de las no extintas y el daño destructivo y también irreversible a los ecosistemas fundamentales (selvas tropicales, costas marinas…); y por último la amenaza nuclear tanto de carácter civil como de carácter militar (que nunca antes había quedado tan claro que están estrechamente unidas, como con la guerra inter-imperial que se libra sobre el territorio y el pueblo de Ucrania). Además, estas grandes amenazas globales se retroalimentan mutuamente en una espiral endiablada que sería tedioso describir aquí.

Todos los periódicos y telediarios deberían abrir todos los días con estos acontecimientos en portada, todos los discursos políticos deberían estar centrados en cómo dar respuesta a este reto histórico global, todas las tertulias y conversaciones deberían estar girando sobre estas acuciantes amenazas. Deberíamos vivir en estado de emergencia permanente porque, de hecho, la situación es de emergencia; pero muy al contrario, ignoramos la realidad completa y decididamente, miramos para otro lado cuando alguien señala las amenazas e incluso se zahiere y desautoriza a las voces que alertan sobre la emergencia. Esta ignorancia colectiva, esta renuencia a mirar de frente la realidad, representa una auténtica inversión y/o perversión del sentido común y es la principal causa de que la catástrofe sea inevitable.

Desde que nací hay el doble de humanos en la Tierra y la mitad de animales, en los últimos 40 años se ha emitido tanto CO2 y otros GEI (gases de efecto invernadero) como los que se emitieron en los dos siglos anteriores, desde los inicios de la llamada “revolución” industrial. Es decir, que una sola generación (la nuestra) ha impactado tanto en el clima como las seis que la precedieron, que a su vez habían impactado tanto como todas las generaciones de homo sapiens anteriores.

Lo más doloroso es que esta generación nuestra ya sabía todo: desde el gran avance evolutivo de la conciencia colectiva que supuso Mayo del 68 y la eclosión de los movimientos feministas, ecologista y pacifista, sabíamos que el rumbo de la maquinaria histórica que llamamos capitalismo globalizado era catastrófico. En 1971 Georgescu-Roegen publicó La Ley de la Entropía y el Proceso Económico, en 1972 vio la luz el primer informe del Club de Roma sobre los Límites del Crecimiento: es decir, que hace más de 50 años que tenemos las bases científicas y éticas con las que haber construido una vía emancipatoria que evitara la catástrofe y el abismo. Por el contrario, en este medio siglo hemos asistido a, y participado de, una aceleración en la extralimitación (caminar por fuera de los límites), de una extensión y profundización del extractivismo y del daño a Gaia, de una ruptura irreparable de la estabilidad climática que necesitamos más que el comer, para entre otras cosas poder comer.

A medida que nos acercamos al punto de no retorno hacen falta cada vez medidas más radicales para frenar la locomotora del progreso. Si después de Mayo del 68 se hubiera iniciado una senda verde/violeta hacia una economía estacionaria, justa socialmente y neutra en carbono, esta transición hubiera podido ser poco traumática (salvo para las élites, que por eso mismo contraatacaron eficiente y contundentemente con la huida hacia adelante a la que llamamos globalización neoliberal), gradual y amable. Pero en lugar de esa vía verde/violeta padecimos una contrarrevolución conservadora, retrógrada y ecocida, ensayada primero en el laboratorio chileno de la sangrienta dictadura de Pinochet y generalizada luego por el tándem de Thatcher y Reagan, a la que se sumó de buen grado hasta la socialdemocracia (González, Blair, Schroeder…) que desataron una ofensiva en forma de huida hacia adelante en términos de entropía, superpoblación, desigualdad social y extralimitación energética y ecológica.

En vez de tirar, entonces, de los frenos de emergencia de la historia que invocaba Walter Benjamin, aceleramos más la locomotora del “progreso” y ya no nos queda tiempo para que los frenos, ni siquiera los de emergencia, logren parar la marcha enloquecida al abismo. La única salida, 50 años después, es ¡descarrilar el tren y arrancar las vías! 

Ya no hay margen temporal ni recursos materiales y energéticos para la senda reformista, ya no hay tiempo para un cambio gradual, ya no es posible (si es que alguna vez lo fue) una alternativa dentro del sistema, ya sólo queda una desesperada vía re-evolucionaria por fuera, y contra este, que descarrile el tren antes de que nos despeñemos por el abismo del colapso de la civilización industrial e incluso, en el peor de los escenarios, de la extinción humana. Una revolución no ya para vivir mejor o caminar hacia la utopía, sino para no ser asesinos de nuestras hijas y nuestros nietos.

Arrancar las vías que nos conducen al precipicio es abandonar la Ciencia Económica imperante, que gobierna no solo las políticas públicas y las empresas sino también los propios comportamientos individuales, una ciencia que ignora la realidad biofísica, aborrece de los límites termodinámicos, ecológicos y morales, y da rienda suelta a los peores instintos competitivos y egoístas del individualismo humano. Una ciencia que ha devenido falsa conciencia, Religión, en el peor sentido de la palabra, con dioses, ídolos y mitos falsos y peligrosos como el del Crecimiento perpetuo, la Competencia, el Libre Mercado, el PIB, el Progreso etc.

También hay que arrancar las vías de la Tecnociencia, auténtico brazo armado de la Religión económica que, aunque no ha logrado alimentar y cuidar adecuadamente a todos los seres humanos, sí que acumula material para destruir a toda la humanidad varias veces (si es que el “varias veces” no fuese una criminal y absurda redundancia) y de varias formas distintas: atómica, química, bacteriológica, climática... Y para arrancar esas vías primero hay que desarraigar del alma humana el pecado original del antropocentrismo y la escisión cartesiana que nos separa de la naturaleza y nos lleva a odiarla.

Hay que subrayar esto último: odiamos la naturaleza consciente e inconscientemente, nuestra cultura contemporánea mayoritaria opera sobre un fondo no explicitado y muchas veces disimulado de ecofobia, de desprecio a la naturaleza, de odio a lo salvaje, a lo primitivo, a lo instintivo, de odio (y miedo) al bosque, a los otros animales, al mar, etc. El negacionismo climático es una de las formas contemporáneas que adopta este odio a la naturaleza y sus límites. El mucho más extendido negacionismo energético, ese que niega la inevitabilidad del declive fósil, es directamente un odio, pueril si no fuera trágico, contra las leyes de la Termodinámica, específicamente contra la entropía.

Vivimos en sociedades que están como hipnotizadas y anestesiadas, ensimismadas, en un aparente estado de ebriedad generalizada por sobreabundancia de riqueza, energía y tecnología. Desde la invención de la máquina de vapor nos hemos pegado un chute de energía prehistórica fósil que literalmente nos ha enloquecido y ha convertido el mundo en un manicomio a cielo abierto, de tal modo que 250 años después, somos como el coyote del correcaminos que sigue corriendo, pese a no pisar ya suelo y estar pataleando en el aire, sobre el abismo. La caída es inminente y es de esperar que, como cuando nos caemos en un sueño, antes de impactar contra el suelo, nos despertemos.

Mientras no llegue ese momento de la metanoia global o gran milagro de la conciencia colectiva, nos seguimos relatando cuentos falsos y seguimos, por tanto, haciendo cuentas falseadas: que vamos a seguir cultivando y transportando objetos y personas pese a la caída de la extracción de recursos petrolíferos, como si el cada vez más caro diésel no fuera la sangre del sistema, que el coche eléctrico es generalizable, que el capitalismo puede ser verde, que el hidrógeno es renovable, que la fusión nuclear nos va a proveer energía infinita y a la mierda las leyes de la termodinámica, que ya aparecerá alguna tecnología que estabilice el clima y devuelva el hielo a los glaciares, que venceremos (sea cual sea el vencido, sea cual sea la guerra), que la pobreza y la muerte siempre van a estar al otro lado de nuestras fronteras, que somos dueños y señores de la naturaleza, que todos los seres de la Biosfera están ahí para servirnos y en su caso ser sacrificados para beneficio de ese ser excepcional de la creación que es el ser humano, que podemos seguir extinguiendo especies sin daño para la nuestra, que los animales de las granjas Auschwitz no sufren y que nosotros al comerlos no ingerimos su dolor, que se puede seguir cultivando a base de venenos y salir ilesos, y “adelante con los faroles” que decía Ballestrini en su novela Los Invisibles.

Sumergidos en esta fiesta del sobreconsumo, el trabajo alienante y la distracción digital asegurada vamos a la extinción porque ¡es más cómodo que hacer la revolución!

Si no teníamos bastante angustia con los retos descomunales que representan el declive energético, la disrupción climática y el colapso ecológico, nuestras élites nos embarcan en guerras fratricidas (toda guerra es fratricida) por el control de los recursos mineros y energéticos y por la disputa de la hegemonía mundial, dilapidando en el esfuerzo bélico, además de vidas, recursos, trabajo y conocimientos que necesitaríamos para “colapsar mejor”, para salvar el máximo de vidas y libertades, para guardar semillas, para reparar ecosistemas, para ensayar remedios…

Existen guerras como la que se libra en Ucrania, que provocan una polarización mundial que no tiene visos de acabar bien, sobre todo porque, una vez más, la ciudadanía se ha entregado sin apenas resistencia, como en los anteriores conflictos mundiales, al ardor guerrero y la locura belicista de todos los gobiernos y al delirio nacionalista xenófobo (incluido el europeo), mientras la industria armamentista, que es la rama más prescindible y criminal del entramado capitalista, se frota las manos, acumulando pingües beneficios, arrancados de los presupuestos públicos, que se ocultan en paraísos fiscales. Y en el horizonte, la ominosa amenaza de guerra atómica.

Mientras la conciencia del desastre contemporáneo alcanza la suficiente masa crítica que provoque algún tipo de reacción colectiva, hasta que las masas despierten de la letargia inducida, el reto inmediato para las minorías que ya son conscientes de que esta sociedad está acabada, es cómo habitar esta durísima coyuntura histórica, esta bifurcación dramática que tiene enfrente la humanidad, sin sucumbir al espanto, al miedo, al dolor moral, a la culpa y a la desesperanza. La cuestión es encontrar la manera de habitar la catástrofe orillando la tentación del nihilismo. Hacer el duelo por el mundo que acaba, pedir perdón y cuidar el humus y las semillas del que emergerá el nuevo.

Un conjunto de afectos negativos que se han denominado eco-ansiedad prolifera cada vez más, no en vano en nuestras aparentemente opulentas y despreocupadas sociedades crece el consumo de ansiolíticos, antidepresivos, hipno-sedantes, y el uso y abuso de todo tipo de drogas legales e ilegales, mientras se extiende, cada vez más, la enfermedad mental y los suicidios, de un modo dramático también entre la infancia y la juventud. Adultos que no pueden dormir, cachorros que no quieren vivir: lo nunca visto entre los mamíferos, y que pone en evidencia que hay algo que va mal, muy mal, en el alma de la humanidad contemporánea.

Habitar, sin desfallecer, el sinsentido de la cotidianeidad capitalista en crisis es realmente una tarea complejísima, pues somos seres necesitados de sentido, y en la espiral destructiva de sobreconsumo y trabajo alienante no lo hay. La única vía decente y práctica para lograrlo es salir de los raíles del antropocentrismo y pensar el mundo, pensar la historia y pensarnos desde otro “centro”, habilitando una línea de fuga de la mencionada escisión cartesiana que nos resitúe en la conciencia de que somos interdependientes y ecodependientes: necesitamos de los demás humanos y necesitamos de las demás especies para desplegar una vida que merezca la pena ser vivida y ser contada. Es muy liberador tomar conciencia de que no somos el centro de nada, Galileo nos liberó de la ilusión de ser el centro del universo, la Teoría de Gaia de Lovelock y Margulis viene a liberarnos de la pesada carga de ser el centro de la vida en el planeta, el centro de la Tierra.

Gaia es el ecosistema de los ecosistemas, el superorganismo que emerge de la coordinación y simbiosis de todos los ecosistemas y seres vivientes de la Tierra. Y nuestra posición ahí ya no es central, sino que más bien se asemeja a las de las células de nuestro cuerpo: tienen individualidad y propósitos particulares pero están supeditadas al organismo común y sus propósitos generales. Somos células de un organismo planetario enorme, antiquísimo e hipercomplejo que tiene leyes, que tiene límites, y que tiene propósito: el auto-mantenimiento, la continuidad temporal y espacial de la vida, lo que implica, según sus leyes, aumento de la complejidad, más biodiversidad y reciclado constante de todos los materiales.

Gaia es autopoyética y homeostática, ha resistido calamidades mucho más graves que la conjunción del capitalismo, el patriarcado, el colonialismo racista y el antropocentrismo ecocida, ha soportado extinciones masivas provocadas por meteoritos o vulcanismo, ha sabido adaptarse al aumento de la radiación solar, en 4000 millones de años no ha quebrado nunca. Para ella no somos tan importantes, desde esa perspectiva no tenemos que “salvar el planeta” porque de hecho no podemos “salvar el planeta”, apenas si podemos salvarnos a nosotras mismas, y salvar algo de nuestra civilización, salvar algunas semillas, algunos paisajes, algunas canciones, algunas vidas, algunas libertades, algunos deseos de justicia, algunos poemas, algunos saberes…

Necesitamos reconectar con el sentimiento de pertenencia a la naturaleza, y digo reconectar porque en el pasado habitamos cosmovisiones integradas en la naturaleza, es decir coherentes con Gaia y por tanto virtuosas, simbióticas. La cosmovisión capitalista patriarcal e individualista no es coherente con el holobionte gaiano, es depredadora, hipercompetitiva y se asemeja más a un cáncer o a una catástrofe proliferante que carece de sentido espiritual y existencial y de viabilidad energética y ecológica, y por eso está condenada. Escribe Jorge Riechmann en su último libro Simbioética: “Gaia no nos necesita, aunque nosotros sí la necesitamos a ella: cultivando la humildad y cierta ligereza de ánimo, tratemos de encontrar sendas practicables hacia formas de florecimiento humano que no sean ecocidas.”

Jesús Ibáñez, en los 80 del pasado siglo, sostenía que nunca antes la revolución había sido tan necesaria como imposible. En estas cuatro décadas transcurridas la tensión de esta aporía no ha hecho más que agudizarse. Cuanto más desesperadamente necesitamos un cambio de rumbo, más fuerzas se empeñan en continuar en esta inercia calamitosa que nos conduce a ecocidios seguidos de genocidios, porque todo ecocidio a corto plazo es un genocidio a medio o largo plazo. El papel de las minorías puede parecer irrelevante, pero Ibáñez siempre nos recordaba que “los apóstoles eran 12 y los bolcheviques apenas unos pocos más”. Además, en este arduo trance histórico contamos con una gran aliada: Gaia. No hay que desesperar, no hay que dejar de conspirar con ella.

Mientras se va ampliando esta conciencia gaiana, este despertar colectivo y masivo del que emergerá un nuevo sujeto revolucionario, una nueva hidra unánime y bio-céntrica, recordemos que la historia nos enseña que, según cuenta Enzo Traverso, “las revoluciones no pueden programarse, siempre vienen cuando menos se las espera”, y ¡cuando más se las necesita!, añadiría yo.

https://www.elsaltodiario.com/ecologia/-una-re-evolucion-gaiana-no-ser-asesinos  

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