3/1/23

Cuan lejos de la humildad y maestría de otras especies que habitan este bello planeta

EL OTOÑO DEL BOSQUE Y EL DE LA CIVILIZACIÓN  

El bosque que somos se festejó a sí mismo este año con un largo y bellísimo otoño. Como quiera que el verano que hemos padecido fue un auténtico infierno de temperaturas despiadadas y sequía asfixiante en que la flora y la fauna (incluida la humana) sufrió lo indecible, el bosque ha aprovechado la lluvia y la templanza (quizás excesiva: diciembre y ¡sin heladas!) de este otoño benévolo para alargar su período vegetativo más allá de lo habitual, de modo que a las puertas del solsticio de invierno aún se viste de los colores más fantásticos de la otoñada.

Paseo por las laderas de la montaña azul y dejo que mis ojos se pulvericen en la belleza de los tonos ocres, rojos, amarillos y naranjas de los caducifolios: robles, castaños, sauces. Los enebros siguen instalados en su quietud de verde y plata, son unos seres fantásticos que parecen impasibles ya sea en el infierno del estío o en lo más riguroso del invierno, pero acercándonos mucho a ellos podemos ver el micromovimiento en el que maduran sus bayas al tiempo que preparan la flor de los venideros frutos… Los trabajos de Gaia, muchas veces en silencio, no cesan nunca.

En la historia reciente de esta montaña azul ha acontecido una tremenda oscilación entre un período de máxima intervención y explotación antrópicas como el que culminó en la posguerra y hasta los años 60 del siglo XX, y la coyuntura actual de mínima presencia e intervención humana. Tras el trauma de la guerra civil y la expansión demográfica que le siguió, esta montaña padeció un proceso de sobrepastoreo, tala, deforestación y uso bárbaro del fuego que provocó una auténtica tragedia de erosión, pérdida de suelos y consiguiente empobrecimiento campesino y pastoril que empujó al abandono y a una progresiva retirada de los rebaños (lo que contribuyó al proceso multicausal de emigración y despoblación de estos espacios rurales). Si en los 50 se contabilizaban por miles las cabezas de ganado que medraban por estos lares, fundamentalmente de caprino, pero también vacas, equinos de labor y algunas ovejas, este otoño se ha marchado el último rebaño de más de doscientas cabras que vagaba por estos andurriales empinados, diciendo así adiós a siglos de pastoreo y presencia de ganados en estos ecosistemas de montaña.

Vine a vivir aquí cuando todos se habían ido o estaban a punto de hacerlo, y en el cuarto de siglo que llevo sumergido en el mar verde de este bosque he podido asistir al esfuerzo hercúleo de Gaia para reparar y curar el daño que provocó el sobrepastoreo y el fuego en estas laderas de gran pendiente y suelos esqueléticos. En apenas tres décadas de descanso y alivio ganadero, lo que eran laderas totalmente deforestadas y erosionadas en que afloraba el granito (que llamamos en bellísima expresión «roca madre») hoy son bosques juveniles en que medra el sustrato arbustivo (retamas, lavandas, zarzas, jaras, jaguarzos, mejoranas…), pequeños robles y, sobre todo, enebros, una especie muy rústica y pionera que es capaz de colonizar suelos pobres y esqueléticos que apenas retienen agua, características que le hacen ser muy prolíficos y adaptados al evidente empeoramiento de las condiciones climáticas, lo que les está llevando a ocupar progresivamente el nicho del Quercus pyrenaica, en lo que constituye un auténtico proceso de sustitución botánica y adaptación al cambio climático que merecería ser estudiado e imitado.

En nuestra mirada, colonizada muchas veces inconscientemente por el antropocentrismo, hablamos de “vaciamiento”, de “rudelización”, de abandono y de pérdida cuando nos referimos a procesos como este, en los que cesa la explotación, se retiran los humanos y los territorios quedan a merced de los procesos de sucesión ecológica que la naturaleza pone en marcha en cuanto se libera de esa violencia que llamamos “economía” o más bien extractivismo.

Se ha puesto de moda una narración victimista y quejica sobre la denominada España vaciada, pero desde una perspectiva eco-céntrica y ciertamente provocadora dan ganas de afirmar que ¡más vaciada tenía que estar!

Si todavía lo que se pretendiera era volver a llenar los espacios rurales de campesinado, de sector primario, de ganados, bestias de labor, y de agriculturas y silviculturas artesanales, aun podríamos aceptar esa narrativa del vaciamiento, y aun con reservas. Pero lo que se pretende no es precisamente ese renacer campesino, sino atraer las sacrosantas inversiones en forma de infraestructuras de transporte y comunicación, y construir más carreteras, lograr más conectividad digital, atraer más servicios, más inversiones, en definitiva desarrollar más capitalismo extractivo e inflingir más impactos y agresiones al paisaje, a los bosques y a la maltrecha estabilidad climática en una loca, absurda y termodinámicamente imposible extensión del cáncer urbanizador a los espacios que quedaron al margen del proceso de desarrollo capitalista del siglo XX.

La buena noticia es, precisamente, que es imposible llenar, con otra vuelta de tuerca del desarrollo, lo vaciado por la anterior: nuestra civilización ha chocado con los límites ecológicos y termodinámicos del planeta y no va a haber ya energía ni materiales para nuevas rondas de desarrollo y crecimiento. Estamos en el otoño de la civilización y en el otoño el bosque nos enseña que el trabajo es el de decrecer, decelerar, desistir, despedir…

He tenido la suerte de habitar lo que llaman “vaciamiento” de esta montaña que me acoge, y en el pasado he sentido muy honda esa pena y nostalgia del campesinado en progresiva extinción, he lamentado la pérdida irreparable de su cultura, de sus saberes y trabajos. He llorado el secarse de las fuentes, el cerrarse de los caminos, el hundirse de las paredes de las gavias o terrazas, el apagarse de sus cantos y músicas, el silenciarse de los cencerros…

Pero tras secarme las lágrimas, he mirado esta montaña azul con otros ojos y unas décadas después del abandono de los humanos lo que puedo contemplar es un joven bosque de enebros y robles construyendo suelos en los yermos granitos desnudos que dejó el sobrepastoreo, veo un proceso masivo de retirada de CO2 de la atmósfera que queda fijado en la lignina de la vegetación y en los propios suelos, veo una explosión del sustrato arbustivo que es una auténtica fiesta botánica, veo una proliferación de fauna salvaje: jabalíes, ciervos, corzos, mustélidos, zorros y ahora incluso están volviendo los lobos. En definitiva: hay una auténtica expansión de la biodiversidad, un proceso de creación de suelos fértiles, un aumento de la complejidad de los ecosistemas, un trabajo hercúleo de enfriamiento del clima, de reciclaje de nutrientes y agua, un incremento neto de la riqueza natural y de la producción de oxígeno, en definitiva, hay más vida y mejor. Que los humanos no sepan o no quieran apreciarla es un problema cognitivo y moral: la ceguera antropocéntrica que va de la mano del sentido común  neoliberal y depredador difundido masivamente.

He venido a esta montaña cuando todos se marchaban y le daban la espalda, he devenido campesino y pastor cuando todos desertaban del arado… quizá no elegí el mejor momento (o sí) pero ya no lloro más por un campesinado que ya no volverá (y que cuando estaba, habitaba ya en demasiadas ocasiones en guerra contra la flora, la fauna y los suelos). En el pasado ensalcé el modo de vida campesino, no en vano todos mis ancestros andaluces y castellanos lo fueron, pero hay que aceptarlo: el campesinado, esa clase social sobre la que se pudo asentar un modo amable, simbiótico, sostenible y bello de habitar la Tierra, ha sido derrotado. Es más, en Occidente, ha sido abolido y destruido hasta sus mismísimos cimientos materiales y culturales. De la utopía campesina sólo quedan vestigios, algunas semillas, unas pocas herramientas, huellas frágiles y el testimonio efímero de los paisajes que aún podemos contemplar.

Aquella clase de la que provenimos todas, salvo los que ocupan la cúspide social desde la eternidad, ha sido sustituida por agricultores y ganaderos industriales con una cosmovisión plena y fatalmente burguesa, o sea capitalista y por lo tanto ecocida, ya que considera a la Naturaleza como un mero conjunto de instrumentos para su enriquecimiento y cree (contra toda evidencia biológica) que el ser humano es una excepción en el universo y el rey y dueño de la creación toda. Esta mercantilización total de la alimentación humana (y de toda la reproducción social) es una de las mutaciones sociales más brutales y dramáticas de la borrachera fósil y colonial que nos hemos dado en los últimos siglos. Ahora llega la resaca.

Estamos en el otoño de la civilización, y haríamos bien en aprender del proceso otoñal del bosque: el crecimiento cesa, la flora recibe y gestiona cada vez menos energía del sol, los procesos bióticos se calman y ralentizan, la fauna se recoge y refugia, se aletarga y oculta, el arbolado tira la hoja, y abriga el suelo en que moran las semillas a la espera del renacer del equinoccio de primavera.

Del mismo modo que ocurre en el ciclo estacional de la naturaleza, el proceso histórico de expansión y desarrollo económicos que se inició hace 500 años está finalizando y ya no es posible seguir creciendo: ha llegado el otoño de nuestra civilización. Esto es algo que incomoda y violenta a nuestras creencias y querencias adolescentes y primaverales. Aún estamos anclados en el culto a lo juvenil, a lo expansivo, a lo materialista, y a lo irresponsable y egoísta que caracteriza la conciencia común y mayoritariamente difundidas en nuestras sociedades opulentas y hedonistas. Nos cuesta mucho aceptar los límites de la realidad, nos duele ir para atrás, decrecer, restringirnos, ceder, renunciar, aceptar las pérdidas y la muerte. Tenemos un problema con la muerte y ¡eso es precisamente lo que nos está matando!

Necesitamos urgentemente una cura de humildad, necesitamos entender que no estamos al margen ni mucho menos por encima de la naturaleza. Jorge Riechmann dice que necesitamos «biomimesis», imitar los procesos de la única empresa que no ha quebrado nunca en 4.000 millones de años: Gaia. Y eso pasa por reconocer que somos una de las últimas especies en llegar a la biosfera y tenemos mucho que aprender de las otras que llevan millones de años antes que nosotros habitando con éxito en la Tierra. Debemos aprender de las plantas y muy especialmente de los árboles. El padre de la economía ecológica en nuestro país José Manuel Naredo describe las cuatro características del modelo productivo de la fotosíntesis que la economía humana debería imitar para salir del laberinto dramático en que estamos.

Las plantas usan una fuente de energía infinita, la del sol; los dispositivos que convierten las energía solar en energía bioquímica (las plantas verdes) se reproducen usando esa misma fuente de energía solar (al contrario que nuestras placas solares y molinos eólicos que se producen usando energía fósil); el proceso productivo de la flora terrestre y marítima se basa en sustancias muy abundantes en Gaia (agua, carbono, hidrógeno y oxígeno que constituyen el 99% de su peso), y sus residuos regeneran la fertilidad del suelo y reingresan a la cadena trófica cerrando el ciclo de materiales con tasas de reciclaje insuperables por la técnica humana.

Desgraciadamente estamos muy lejos de esa humildad que reconoce la maestría de las otras especies a la hora de habitar este bello planeta, esa humildad de especie que tan bien retrata  Una trenza de Hierba Sagrada. Antes al contrario, lo que predomina todavía en este otoño de la civilización es una especie de inversión o perversión del sentido común que se fundamenta en una ceguera y sordera que sólo pueden denominarse eco-ignorancia o eco-estupidez.

Voy a poner un ejemplo triste: el otro día escuché a alguien de Badajoz que ante la crecida descomunal del Guadiana, provocada por el espectacular tren de borrascas que ha inundado el occidente peninsular al final de este otoño, no dudaba en afirmar que “la culpa la tienen los ecologistas que no dejan limpiar los ríos” y eso lo sostenía con la contundencia argumentativa que confiere tragarse los informativos de las cadenas más hediondas de la televisión. Según este perverso guion socialmente aceptado, la culpa de las inundaciones no es del cambio climático, ni de los políticos que gobiernan desde siempre esta tierra (entre los que, por cierto, nunca ha habido ecologistas, porque los ecologistas no gobiernan y cuando lo hacen dejan de serlo como vemos ahora con Die Grünen en Alemania), ni siquiera la responsabilidad es de las muy corruptas confederaciones hidrográficas, o de la agricultura industrial que ha arrasado las riberas e invadido las zonas inundables… No, nada de eso, ASAJA y la UPA dicen que la culpa de todo es de “los ecologistas esos”, o más crudamente de los “putos ecologistas”, y la tele se hace eco de semejante idiotez digna del más bochornoso cuñado y repite la falacia hasta que permea en la masa social ciega y sorda y se convierte en sentido común.

El mismo fenómeno aconteció con los bárbaros incendios de este verano, que resulta que la culpa también la tenemos los ecologistas que tampoco dejamos “limpiar el monte”. Para otra entrada dejo el análisis de esta obsesión neurótica con la “limpieza” que contrasta con la suciedad moral de unas sociedades que se sustentan en el colonialismo, en el racismo, en la violencia patriarcal, en el militarismo y la guerra, y que ensucian aguas, tierras y aires con criminal inconsciencia. Apuntemos con inmensa tristeza que esta neurosis es una verdadera pandemia de alienación que alcanza incluso a muchos amigos biólogos y eco-darwinistas en general, de esos que “odian los arbustos” y están obsesionados con “limpiar” los montes con la loable intención de defenderlos del fuego, un poco como Bush hijo quería talar los bosques de Alaska para evitar los incendios.

Es desconsolador que después de medio siglo advirtiendo del colapso climático, ecológico y social al que nos conduce este sistema económico depredador se culpe (y demasiadas veces se mate) al mensajero. Es lo que algunas llaman “la maldición de Casandra”, que avisó de la caída de Troya sin que nadie le hiciera caso. Nos queda el consuelo de haber estado en el lado correcto de la historia, aunque eso implicara ir contracorriente y enormes sacrificios, a veces incluso de la propia vida (Chico Mendes, Berta Cáceres, Gladys del Estal, etc.). Nos queda el consuelo de que Gaia se repondrá a la vuelta de unos millones de años del empeño fatal que hemos desatado para hacernos daño y hacer daño a las otras especies. Lynn Margulis en el prefacio de Tierra Viviente de Stephan Harding lo describe así:

Los irrespetuosos actos de expoliación, automutilación y pandemia que llamamos progreso (por ejemplo, la deforestación y la desertificación) no son para Gaia sino actividades mezquinas, propias de mamíferos masoquistas, que ya ha visto antes. Gaia sigue sonriendo: el Homo sapiens, piensa con indiferencia, pronto cambiará sus comportamientos nocivos o, como otras especies que fueron una plaga, gemirá mientras cae exterminado en medio de la calamidad actual, de esta acelerada extinción del Holoceno que él mismo inició y ha mantenido durante los últimos 10.000 años.

Seamos, pues, la sonrisa (y el amor) de Gaia, y que sigan culpándonos de todo.

FERNANDO LLORENTE ARREBOLA

(Publicado previamente en el blog VientoEnPopa65. Ha sido adaptado para esta publicación.)

https://www.15-15-15.org/webzine/2022/12/29/el-otono-del-bosque-en-el-otono-de-la-civilizacion/  

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