HACIA UNA CIVILIZACIÓN DE SOCIOPATAS
El tipo ni siquiera se inmutó. Impasible, continuó su noctámbulo paseo con la mirada fija en el suelo. Y otro alarido sonó una octava más alta, desafinando horriblemente: “¡Hijo de puta, nos pones en peligro a todos! ¡Vuelve a tu casa, hijo de puta!”, gritaba una mujer desde la ventana de un feo bloque de apartamentos. Y continuó gritando una interminable lista de improperios, insultos y amenazas, hasta que el hombre desapareció de su vista.
Nunca comprendí, ni entonces ni ahora, de qué forma nos podía poner en peligro un
tipo que caminaba sólo por una calle desierta. ¿A quién podía contagiar
o quién podía contagiarle? Sin embargo, lo que en verdad me sorprendió fue el
acceso de ira que había transformado a una señora vulgar y corriente en un ser
desagradable y violento.
La epidemia de 2020 nos descubrió que nuestra sociedad estaba plagada de individuos
inasequibles a la razón y la lógica, personas cuyos impulsos se
constituían en base al miedo y la ira, una combinación tan inestable como la
nitroglicerina. Conmovidos por cualquier memez melodramática, podían verter
ríos de lágrimas compasivas para al instante siguiente odiar con una
visceralidad inaudita. Estas
personas estaban sustituyendo su propio juicio por el automatismo de la fe en
el gobierno, la autoridad o el poder en cualquiera de sus formas. A
veces a ese poder basado en la fe ciega lo llamaban gobierno de
progreso, a veces La ciencia.
Este fanatismo me pareció bastante más temible que el propio
virus. Porque el virus, tarde o temprano languidecería. Pero la afección
psicosocial que había hecho aflorar iba a permanecer entre nosotros, muy
probablemente propagándose sin remedio.
El instinto contra la democracia
Tal vez lo hemos olvidado, pero la epidemia puso de
relieve con qué facilidad la democracia
puede ser removida con el consentimiento y hasta el entusiasmo de
quienes, por su propio interés, más deberían cuidarla: las personas corrientes.
Por supuesto, decir que la democracia occidental está en peligro es tan
brillante y adelantado como afirmar que el agua moja. El desprecio a la
democracia no es nada nuevo. Aunque la costumbre sea afirmarnos públicamente
como demócrata, solemos desconfiar de las bondades de este sistema a la vista
de los gobernantes que democráticamente elegimos.
La desconfianza
hacia la democracia es algo instintivo. En la mayoría de los países,
salvo algunas excepciones, este sistema de gobierno apenas lleva funcionando un
siglo, mientras que los diferentes modos de gobierno autoritario estuvieron
entre nosotros casi dos milenios.
La democracia moderna no sólo ha estado amenazada desde
siempre, sino que desde siempre ha tenido bastante mala prensa entre los
propios occidentales. Bernard Shaw dijo que la democracia es el sistema que
garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que merecemos; Benjamin
Franklin, que la democracia son dos lobos y una oveja votando sobre lo que se
va a comer; y Winston Churchill, que el mejor argumento en contra de la
democracia es mantener una conversación de pocos minutos con el votante medio.
La desconfianza en un sistema en el que un humilde peón
tiene la misma importancia que un ilustre académico a la hora de elegir
gobierno, es una actitud que se ha manifestado y se manifiesta en los más
autoritarios, pero también en
demócratas convencidos, intelectuales y humanistas. De hecho, la
democracia es lo que da sentido a una afirmación muy extendida: que «la gente
es idiota». Y puesto que la gente es idiota, entonces la democracia es el
gobierno de los idiotas. Carpe diem.
Por más que los políticos parezcan gobernar de espaldas a la
gente, invariablemente todos los sistemas democráticos acaban siendo fiel
reflejo de sus votantes. Cuando la democracia se reduce a la dictadura de la
mayoría, el sino democrático es
que la racionalidad y el sentido común acaben siendo arrollados por
la ignorancia y la vehemencia de la multitud, alentada, claro está, por los
oportunistas de turno. Lo que nos lleva de vuelta al principio, a concluir que
el sistema democrático no puede funcionar bien porque todos los electores,
excepto, claro está, cada uno de nosotros, son estúpidos.
El desprecio hacia la democracia no es nada nuevo, por
supuesto. Pero la pandemia agravó esta desconfianza gravemente. Las debilidades
del engorroso sistema democrático frente a los contundentes automatismos del
sistema autoritario provocan, además de desconfianza, un profundo temor a que
estas debilidades nos cuesten la vida. Esto no es algo que hayamos descubierto
de un día para otro. La pusilánime política de apaciguamiento de la democracia
británica, sustentada en unos votantes muy influidos por el pacifismo, dio alas
en la década de 1930 al régimen nazi. Tras la catástrofe de la Gran guerra, el
pueblo británico había derivado hacia un pacifismo radical que se sustanció en
el desarme unilateral de Gran Bretaña llevado a cabo por sus políticos.
Entretanto Gran Bretaña se desarmaba, Hitler, tras liquidar en la práctica la
democracia de la República de Weimar, tuvo las manos libres para armar Alemania
hasta los dientes. Lo que a continuación sucedió en Europa es de sobra
conocido, aunque tengo serias dudas de que sea demasiado conocido por los más
jóvenes.
Así pues, aceptémoslo, la democracia tiene muchas
complicaciones. De ahí el sarcasmo de que es el peor sistema de gobierno… a
excepción de todos los demás. Desgraciadamente, la democracia no es un conjunto
de reglas con carácter facultativo, es decir, no se pueden seleccionar que
reglas nos viene bien respetar y cuales nos conviene sustituir por supuestas
ventajas de las dictaduras, ni siquiera en situaciones excepcionales como una
epidemia.
No consientas que tu vecino te perturbe lo más mínimo
Durante la epidemia, cuando el miedo estaba en su punto más
álgido, demasiados occidentales
miraron hacia China con envidia, convencidos de que su gestión de la
pandemia, que era mucho más expeditiva, estaba siendo todo un éxito. Sin
embargo, era un espejismo. China pudo afrontar la crisis sanitaria con esa
aparente mayor eficacia no porque su sistema fuera mejor, sino porque era una
dictadura. La supuesta eficiencia no obedecía a una inteligencia superior, a
una mejor gestión o a líderes más sólidos. Sencillamente, el régimen chino
podía hurtar la información, actuar de espaldas al escrutinio público y operar
al margen de cualquier control independiente.
El éxito de China podía parecer indiscutible por la sencilla
razón de que estaba prohibido por ley cuestionarlo. De hecho, poco o nada conocemos de lo que realmente
sucede en China, ¿sabemos acaso su número de condenas a muerte y
ejecuciones anuales?, ¿la cifra de su población reclusa?, ¿qué garantías
ofrecen sus tribunales?, ¿cuál es el modelo de su sistema sanitario y cuál su
política fiscal?, ¿qué índice de delincuencia tiene?, ¿qué tipos de delitos
preocupan más a los ciudadanos chinos?
Sabemos muy poco de China porque es un régimen hermético. Lo
que tenemos es una visión estereotipada y a menudo rimbombante, propagada por
el propio gobierno chino, de un país que se convirtió en la fábrica de
Occidente y que ahora, convertido en superpotencia, lo desafía.
No hace falta remontarse a lo sucedido en la antigua Atenas
para entender que la democracia no puede activarse y desactivarse pulsando un
interruptor de emergencias. Una vez se concede a los gobiernos atribuciones
excepcionales para afrontar una crisis, éstas nunca se retrotraen por completo
una vez la crisis termina. En economía existe un nombre para este fenómeno.
Alan Peacock y Jack Wiseman lo llamaron ‘efecto trinquete’,
en referencia al mecanismo de los barcos veleros que sirve para recoger cabos
mediante un sistema de engranajes que permite girar en un sentido, pero impide
hacerlo en el contrario. Desgraciadamente, quienes, aún sin saberlo, tiran con
más entusiasmo del cabo atrapado en el trinquete para satisfacción de los
gobiernos son los ciudadanos
comunes.
Es evidente, la democracia tiene infinidad de
inconvenientes. No sólo da cabida a las opiniones más insensatas, sino que sus
autores gozan de los mismos derechos, incluido el de votar en las elecciones,
que los más sensatos. Es además incómoda porque nos obliga a tener que discutir disyuntivas complejas que las dictaduras
dirimen sin miramientos, como la disyuntiva de escoger entre libertad o
seguridad. Y es aquí, en esta elección crucial, que viene a colación la señora
enloquecida que, desde su ventana, insultaba voz en grito al hombre que se
saltó la orden de confinamiento.
Sospecho que las sociedades occidentales, como cada vez
tienen menos hijos, se están convirtiendo en sociedades de viejos y solitarios
y, por tanto, son sociedades más propensas a las manías y la intolerancia. Proliferan los cascarrabias a los que les
disgusta soportar las inconveniencias de la convivencia. Esta
intransigencia es utilizada por los gobernantes que aspiran a emular a China
para acorralarnos con nuevos derechos-trampa como, por ejemplo, el derecho a respirar aire limpio.
A propósito de este derecho, advertía en otro artículo que
la intransigencia de muchos ciudadanos residentes en las grandes ciudades
estaba legitimando abusos de poder como Madrid 360. Un sistema injusto
y arbitrario de restricciones que ha convertido los obligados desplazamientos
cotidianos de centenares de miles de personas en un suplicio. Y señalaba en ese
mismo artículo que políticos y activistas se han inventado este nuevo derecho a
respirar aire limpio, que ha sido asumido velozmente y con vehemencia por
numerosos ciudadanos y que, a su vez, lo han elevado motu proprio a
la categoría de derecho absoluto.
Precisamente, amparándose en este derecho, un hombre hizo la
siguiente sentencia cuando celebré que el Tribunal Superior de Justicia de
Madrid hubiera echado abajo Madrid 360: “Mi derecho a respirar aire limpio está
por encima del tuyo a desplazarte en tu automóvil”. Días después, en X, otro individuo repitió la sentencia de forma
muy parecida: “El derecho a la salud ha de prevalecer sobre el de
moverse echando humo tóxico y de ahí no me bajo”. Daban igual los argumentos,
no importaban ni los datos ni los hechos, ningún esfuerzo por razonar surtía
efecto. El derecho a respirar aire limpio, elevado a derecho absoluto, era tan incontestable como lo es el éxito del
sistema chino, que por ley no puede ser discutido.
El peligro que crece dentro
En realidad, todas las propuestas distópicas actuales que
emanan de la política, como la ciudad de los quince minutos; la prohibición del
dinero en efectivo; las restricciones del tráfico rodado; el cuestionamiento
del turismo de masas; la lucha contra el crecimiento económico que, con su
ética del trabajo, las disciplinas de la tecnología y los estigmas de la prosperidad,
se considera una esclavitud que debe ser abolida; todas estas propuestas
distópicas, digo, encuentran su anclaje en una sociedad de sujetos cada vez más
irritables e intolerantes, obsesionados
con su propia tranquilidad y seguridad, individuos para los que soportar
el sonido de un motor diésel, el olor de un cigarrillo encendido a cien metros,
el grito de un niño, incluso el ladrido de un perro, se ha vuelto insoportable.
A todo el mundo le molesta lo que hace todo el mundo. De
hecho, diría que a todo el mundo le sobra todo el mundo. Y, claro, todo el
mundo quiere que se limite la libertad de todo el mundo.
Al concluir la epidemia, políticos, tecnócratas, académicos
e ideólogos propusieron aprovechar la coyuntura, ese gran shock para acometer
lo que dieron en llamar El gran reinicio. Su idea era resetearnos y
transformar definitivamente el ya muy venido a menos occidente capitalista y
competitivo en otro sostenible, igualitario y dirigido por expertos. Muchos
protestaron entonces airadamente sin sospechar que ya estaban siendo víctimas
de sus propias intransigencias; es decir, que el germen de El gran
reinicio llevaba tiempo en su interior.
Aprender a aceptar la democracia tal cual es y bregar con
ella en realidad es lo mismo que aprender a soportar los inconvenientes de la
vida en sociedad, con sus ruidos, humos y sobresaltos. Debemos ser exigentes,
pero también pacientes y ejemplares; fiscalizar a los gobernantes, pero también
ser responsables en lo nuestro y comprensivos con lo de los demás.
Aceptar, en definitiva, que ser en el mundo
de lo real implica sobrellevar con entereza y templanza las crisis, las
innumerables polémicas públicas y los roces. Si no somos capaces de sobrellevar
todo esto, acabaremos como en China, donde para emparedar literalmente a las
personas en sus propias casas, con el pretexto de combatir un virus (quién sabe
si también para acabar con los malos humos), bastará con la firma de un
burócrata.
https://disidentia.com/hacia-una-civilizacion-de-sociopatas/
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