15/11/23

El mundo y la salud de los sistemas naturales deben ser nuestra primera preocupación

LA PRÁCTICA DE LO SALVAJE                 

Una indagación sobre la libertad

Gary Snyder (1930) es un escritor multifacético, poeta, ensayista y traductor, con una extensa obra que ha recibido múltiples premios, sin que eso le haya impedido ser leñador, marinero, granjero, monje budista, pionero del movimiento hippie, activista medioambiental, profesor universitario, viajero y sobre todo gran caminante de montañas azules que a su vez caminan. Un auténtico rebelde político y espiritual en un siglo que ha hecho tanto para borrar las huellas de la insumisión primordial que anida en los rincones más salvajes del alma humana y de los bosques acosados por el progreso capitalista. En castellano sólo tenemos traducidas dos de sus obras: La mente salvaje y el aquí presente La práctica de lo salvaje.

A este texto le calzan muy mal las clasificaciones en que encasillamos las obras literarias: no es exactamente un ensayo, aunque tiene mucho de ese talento, no es un relato de viajes, o memorias autobiográficas, aunque también las alberga, como también contiene poesía, historia y análisis socio-ambiental, e indagación espiritual y pasión utópica.

Yo diría que es un libro-río con afluentes diversos como el ambientalismo y la ecología profunda, el budismo arcaico y ácrata, el animismo, el chamanismo de los pueblos originarios norteamericanos cuya espiritualidad, tan fuertemente enraizada en la tierra, emerge en muchas de las páginas y meandros de este profundo y apasionado viaje al que nos invita Snyder. En ese sentido la foto de la portada del libro me parece tan apropiada como afortunada.

Tratándose de un libro así de original y único no haré una crítica al uso, sino un viaje personal por las aguas de este río, rescatando aquí y allá algunas perlas que me resonaron a lo largo de la navegación y que ojalá sirvan para invitarte a que también te atrevas a adentrarte en sus emocionantes aguas, sabedor que “no todos los seres perciben las montañas y las aguas de la misma manera”, que “cada tipo de ecosistema es un mandala diferente, una imaginación diferente” y que “la libertad del agua depende sólo del agua”.

El protocolo de la libertad

Las profundidades de la mente, el inconsciente, son nuestras áreas salvajes interiores, y ahí es donde ahora hay un lince.

El mundo no sólo observa, también escucha, los demás seres no lamentan que se les dé muerte y servir como alimento, pero esperan que digamos “por favor y gracias” y odian ser desperdiciados. El primer mandamiento y el más difícil viendo la forma en que tratamos a los animales en nuestro mundo occidental, es el que condena el arrebatar y maltratar otras vidas sin necesidad. Del maltrato enfermizo y antiético que perpetramos contra los animales surge una fuente ilimitada de mala suerte para nuestras sociedades. Esa descortesía de pensamiento y acción hacia los otros y hacia la naturaleza reduce la probabilidad de convivencia y comunicación entre especies, que son esenciales para nuestra supervivencia física y espiritual.

El protocolo: “la experiencia del vacío engendra compasión”.

Una vida comprometida con la simplicidad, una audacia apropiada, el buen humor y la gratitud, pródiga en el trabajo y el juego y también caminar mucho, nos acercan al mundo existente y su completitud.

El lugar, la región y el procomún

El procomún es la tierra indivisa que pertenece al conjunto de los miembros de una comunidad local, es el contrato que un pueblo establece con su propio sistema natural. Karl Polanyi describe cómo los cercamientos de los comunes en el siglo XVIII generaron desposesión y pobreza desesperante a una población campesina que fue desarraigada y que así se tuvo que convertir en la primera clase trabajadora de la historia, los cercamientos fueron una tragedia tanto para el campesinado como para los ecosistemas, que contribuyeron a la degradación tanto de las tierras de labor como de su entorno salvaje. La historia ambiental euroasiática demuestra que la mejor administración de la tierra comunal era la local. La deforestación brutal e irreversible de la cuenca del Mediterráneo es consecuencia del mal uso del procomún por los poderes que despojaron de su gestión a las comunidades locales.

Snyder llama a “la recuperación del procomún, una curiosa y elegante institución social dentro de la cual los seres humanos mantuvieron existencias políticas libres entretejidas en la red de los sistemas naturales”. El nivel superior del procomún es la biorregión.

Perspectivas biorregionales

Nuestro vínculo con el mundo natural transcurre en un lugar, y debe enraizarse en un sustrato local de información y experiencia, en este sentido la sentencia de un viejo crow: “creo que si la gente se queda el tiempo suficiente en un lugar, incluso los blancos, los espíritus les empezarán a hablar. Es el poder de los espíritus que vienen de la tierra. Los espíritus y los viejos poderes no se perdieron, sólo necesitan que la gente se quede lo suficiente y comenzarán a hacer notar su influencia”.

El biorregionalismo es el acceso del “lugar” en la dialéctica de la historia, “también podríamos decir que hay ‘clases’ a las que no se ha considerado hasta ahora —animales, ríos, rocas y praderas— y que están hoy entrando en la historia”. La excepcionalidad humana, y por lo tanto su aislamiento narcisista, es característica de las religiones monoteístas judía, cristiana y musulmana, pero las religiones asiáticas, las populares, el animismo y el chamanismo estiman —o por lo menos toleran— la diversidad. La perspectiva biorregional incluye el pluralismo cultural y el multilingüismo, buscando un equilibrio virtuoso entre “un pluralismo cosmopolita y una profunda atención a lo local. El nacionalismo es lo opuesto: el impostor, el títere del Estado, el fantasma de sonrisa bufa de la comunidad perdida”. El biorregionalismo no atiende sólo a lo rural, sino que también “pretende la reparación de la vida en los barrios urbanos y potenciar criterios sostenibles para las ciudades”.

Gramática parda

Al noroeste de Alaska, en la escuela de Kobuk, Snyder se encuentra un poster con la lista de valores del pueblo inupiaq: Humor, generosidad, humildad, trabajo duro, espiritualidad, cooperación, roles familiares, evitar conflictos, buena caza, habilidades domésticas, amar a los niños, respetar la naturaleza, respetar a los otros, respetar a los mayores, responsabilidad con la tribu, conocer la lengua, conocer el árbol genealógico… “son valores fundamentales y eternos de nuestra especie que, ajustándolos un poquito por aquí y por allá, funcionarían en cualquier parte”, añade él.

Lo que llamamos cultura occidental es muy breve en comparación a lo que llamamos primitivo y conceptualizamos como Prehistoria, que “se está revelando como un área de conocimiento de gran riqueza y en continua expansión, en la que obtenemos un destello de la profundidad de nuestra primordial raíz humana”. Precisamente después de leer a Snyder me adentré en El Amanecer de Todo de Graeber y Wengrow, que confirma y documenta arqueológicamente esta fértil intuición de Snyder acerca del peso y la importancia antropológica de nuestro pasado paleolítico, pero eso sería materia de otro artículo.

Para nuestro querido beatnik la naturaleza salvaje sigue estando inextricablemente trenzada con el ser y la cultura pese a toda nuestra modernidad, “nuestro próximo diálogo será entre todos los seres hacia un discurso de las relaciones ecológicas”. Esta perspectiva biocéntrica no es para él menospreciar lo humano, antes al contrario: “el estudio correcto de la humanidad es qué significa ser humano… los osos grizzlies, las ballenas, los macacos o las Rattus preferirían mil veces que los humanos (especialmente los euroamericanos) se conocieran a sí mismos en profundidad antes de pretender investigar a los osos y los cetáceos. Cuando los humanos se conocen a sí mismos, el resto de la naturaleza está ahí. Es parte de lo que los budistas llaman Dharma.”

En el pasado, en esos climas y ecologías de los últimos 10 u 11 mil años del Holoceno, el multilingüismo generalizado garantizaba el cosmopolitismo del mosaico mundial de pequeñas naciones basadas en las biorregiones, esas pequeñas naciones que vivían en los intersticios de los grandes imperios que sí han dejado grandes y monumentales restos arqueológicos, sobre los que se ha falseado el relato histórico que nos hemos contado acerca de la Prehistoria. Pero más allá hay, según Thoreau, una “gramática parda”, una forma de sentido común y de lenguaje de “la naturaleza, presente por doquier con tanta belleza y tanto afecto hacia sus hijos como el leopardo”. Cuando los pensadores occidentales sostienen que el lenguaje es un don exclusivamente humano “se equivocan, los multifacéticos y sutiles cosmos del universo han encontrado su enlace en las estructuras simbólicas, dejándonos miles de gramáticas pardas del lenguaje humano.”

Buena, Salvaje, Sagrada

La “buena” tierra se convierte en propiedad privada, lo salvaje y sagrado se comparte. En muchos rincones del mundo los pueblos nativos y los campesinos luchan, con todo en su contra, frente a las grandes corporaciones multinacionales para evitar una nueva ronda de extractivismo, de deforestación, de explotación petrolífera, y defienden sus tierras no sólo porque hayan sido siempre su hogar, “sino porque para ellos esos lugares son sagrados”.

El egoísmo humano no es un reflejo de lo salvaje y de la naturaleza, sino que “la civilización misma es el ego echado a perder que se ha institucionalizado en la forma del Estado, tanto occidental como oriental. No es la naturaleza como espejo de caos lo que nos amenaza, sino la presunción del Estado de haber creado orden.”

Lo sagrado hace referencia a lo que nos ayuda a salir de nuestro pequeño infierno, ese que llamamos individualidad, y volver a religarnos “al mandala universal completo de montañas y ríos… No hay prisa por llamar a las cosas sagradas. Creo que deberíamos tener paciencia y dar a la tierra mucho tiempo para que nos hable, o lo haga la gente del futuro. El canto de un pájaro carpintero, la cháchara divertida y apresurada de una ardilla gris, el sonido de una bellota sobre el tejado de un granero, son suficientes.”

El eterno caminar de las montañas azules

Las montañas siempre han sido un espacio para la libertad y la iluminación: “quienes huyen de la cárcel, de los impuestos, del servicio militar, se unen a los ermitaños y a los monjes en las colinas, las montañas o los territorios salvajes han servido en todas partes como refugio de la libertad espiritual y política”.

Snyder cita un poema escrito en 1240 por el poeta chino Dogen Kigen titulado El Sutra de las montañas y las aguas:

El poder imperial carece de autoridad sobre los sabios de las montañas… Si dudas de que las montañas caminan, desconoces tu propio caminar… Todas las aguas aparecen al pie de las montañas orientales. Sobre todas las aguas están todas las montañas. Se camina dentro y se camina más allá sobre las aguas. Todas las montañas caminan con los dedos de los pies sobre todas las aguas y chapotean allí.

Los bosques antiguos del lejano Oeste

El autor fue testigo directo de la tala y destrucción de muchos de los grandes bosques primarios del Oeste norteamericano, los habitó y conoció de cerca, conoció las luchas que Richard Powers tan bien retrata en su imprescindible El Clamor de los Bosques, y de ahí la hondura de sus reflexiones: “un bosque antiguo es algo más que madera: un palacio de organismos, un cielo para muchos seres, un templo donde la vida investiga a conciencia su propio rompecabezas, la red que lo mantiene unido es el micelio: los filamentos de los hongos que median entre las puntas de las raíces de las plantas y la química de los suelos, captando los nutrientes. Esta asociación es tan vieja como las plantas con raíces. El bosque se sostiene gracias a esta red soterrada”. Defiende con vehemencia poética y pasión a los viejos árboles: “una comunidad necesita que sus ancianos se preserven, de la misma manera que no puede surgir cultura de una población de niños de guardería, un bosque no puede desarrollar su potencial natural sin los árboles semilleros, la micorriza, los cantos de los pájaros y los depósitos mágicos de pequeñas heces que son el regalo de los viejos a los jóvenes”, y lo mismo ocurre entre nosotros los animales humanos: “la sabiduría tradicional de la naturaleza salvaje va desapareciendo al mismo tiempo que la culturas humanas pobladoras. Cada una tiene su propio humus de costumbres, mitos y sabiduría tradicional que ahora se desvanece con rapidez, una tragedia para todos nosotros”.

En el camino, fuera del sendero

Cerca del final empieza a extraer conclusiones de toda una larga vida de indagación de la libertad: “hay caminos a seguir, y hay uno que no se puede seguir, no es un camino, es la naturaleza salvaje. Hay un ‘ir’, pero no un caminante: no hay destino, sólo el campo abierto… deambular alejándose del sendero es la práctica de lo salvaje, es ahí donde paradójicamente damos lo mejor de nosotros mismos. Aun así, necesitamos caminos y senderos, y los mantendremos siempre. Primero debes estar en el camino, antes de poder echar a andar en otro sentido y adentrarte en lo salvaje”.

La mujer que se casó con un oso

El autor recoge una historia o cuento mítico sobre la profunda conexión de los pueblos originarios de algunos lugares de Norteamérica con los osos, en concreto con los osos grizzlies una historia relatada en 1948 por Maria Johns, una anciana ciega de la etnia tlingit, a la antropóloga Catherine McClellan que recogió once versiones de esta historia en un estudio publicado en 1970 titulado: La mujer que se casó con un oso: la pieza maestra de la tradición oral indígena.

Es una larga, tremenda y conmovedora historia de las relaciones entre el mundo de los humanos y el mundo de los osos que puede remover a cualquier lector o lectora (quizá más a ellas) algo primordial o telúrico que tenemos enterrado en el inconsciente, incluso si somos “blancas europeas” dónde lamentablemente el símbolo antropomorfo del “hermano oso” ha sido tan perseguido y casi erradicado del imaginario colectivo por el catolicismo, como casi exterminados físicamente los propios osos. No intentaré resumir, es imposible, esta poderosa historia que nos revela el potencial que todavía contienen las cosmovisiones indígenas norteamericanas para curar y reparar la inmensa fractura espiritual del antropocentrismo colonialista y patriarcal en el que nos asfixiamos y agonizamos tristemente.

El autor concluye su análisis de la conmovedora historia:

Esto sucedió hace mucho tiempo. Desde entonces, los hombres han tenido buenas relaciones con los osos. Todos los años a mitad de invierno, en bosques nevados alrededor del mundo, muchas gentes han cazado, celebrado y festejado junto a los osos. Osos y hombres han compartido verano tras verano los campos de bayas y los ríos salmoneros sin grandes dificultades. Los osos han sido cuidadosos de no cazar ni elegir a humanos como presas, si bien pelearán sin son atacados.

Su historia tuvo otras consecuencias: la esposa del oso fue recordada como una diosa bajo muchos nombres y se contaron muchas historias sobre sus hijos y lo que les aconteció en el mundo. Pero este tiempo se ha acabado. Los osos están siendo diezmados, los humanos están en todas partes y el mundo verde está siendo desgarrado, arrasado y reducido a cenizas por el avance de un mundo gris que no parece tener fin. Si no fuera por unas cuantas gentes ancianas de los tiempos de antaño, ni siquiera conoceríamos este cuento.

(Reproduzco estas palabras cuando el humo de los incendios de Canadá tiñe todo el cielo de colores apocalípticos incluso en Nueva York, y algo duro y frío me aprieta el corazón.)

Supervivencia y sacramento

“La extinción de cualquier especie, peregrinas todas ellas de 4.000 millones de años de evolución, es una pérdida irreparable. El final de la sucesión de tantas criaturas con las que hemos viajado hasta aquí es motivo de profunda tristeza y pesar. La muerte puede ser aceptada, y hasta cierto punto, transformada, pero la pérdida de un linaje y su futura descendencia es algo que no puede aceptarse. Deberá ser rigurosa e inteligentemente resistida… No es sólo la vida de un linaje específico sino la de ecosistemas completos —una forma de cuasi organismos de mayor tamaño— la que está en juego”, citando a Soule y Wilcox (Conservation Biology, 1980) golpea nuestra conciencia así: “La muerte es una cosa, poner fin al nacimiento es otra”. Y añade “nuestro problema más inmediato, nuestra disputa, es con nosotros mismos. Sería presuntuoso pensar que Gaia está especialmente necesitada de nuestros rezos y buenas vibraciones, son los seres humanos los que están en peligro. No sólo en el plano de la supervivencia de la civilización, sino, más esencialmente, en el plano del corazón y del alma. Corremos el riesgo de perder nuestras almas.”

Comparando con Thoreau el sabor de las manzanas cultivadas y el de las silvestres, pontifica: “Retornar a la naturaleza salvaje significa tornarse áspero, austero, silvestre, duro, resistente, sin abono y sin poda, y todas las primaveras, escandalosamente hermoso al florecer. Prácticamente toda la población contemporánea es de género cultivado, pero podemos errar de nuevo por los bosques”.

Y reivindica la Ecología Profunda: “los pensadores de la ecología profunda insisten en que el mundo natural tiene valor por derecho propio, que la salud de los sistemas naturales debería ser nuestra primera preocupación y que esto supone también el mejor servicio a los intereses humanos. Saben perfectamente que las culturas primarias de todo el mundo son nuestros maestros en estos valores… La civilización es parte de la naturaleza, nuestro ego juega en los prados del inconsciente, la historia tiene lugar en el Holoceno, la cultura humana está enraizada en lo primitivo, nuestro cuerpo es un mamífero vertebrado, y nuestra alma vaga por territorio salvaje.”

Concluye su emocionante navegación con una epifanía sobre el acto que compartimos con todos los seres vivos de Gaia desde las bacterias a las ballenas: la alimentación y “la primera y última práctica de lo salvaje” que le debería ir aparejada, la Gracia.

Todo aquel que haya vivido privó de la vida a otros animales, arrancó plantas, recogió frutas y se alimentó. Las culturas primitivas tenían sus propias maneras de tratar de entender el precepto de no dañar. Sabían que privar de la vida requería gratitud y cuidado. No hay muerte que no sea alimento de alguien, vida que no sea la muerte de alguien… La religión arcaica es matar a Dios y comérselo. O comérsela. La trémula cadena alimenticia, la red trófica, es la escalofriante y hermosa condición de la biosfera. Las culturas de subsistencia viven sin excusas… Una economía de subsistencia es una economía sacramental, dado que ha confrontado uno de los problemas más críticos de la vida y la muerte: tomar la vida de los otros para alimentarse… Comer es un sacramento… También nosotros seremos ofrendas; todos seremos comestibles…

Y acaba compartiendo la pequeña oración budista que elevan antes de las comidas en su casa:

Veneramos los tres tesoros: los maestros, lo salvaje y los amigos, y damos gracias por esta comida, trabajo de muchas gentes y entrega de otras formas de vida.

https://www.15-15-15.org/webzine/2023/11/14/la-practica-de-lo-salvaje-una-indagacion-sobre-la-libertad/  

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