LOS SEGUROS DE SALUD
Se aprovechan de la situación de la sanidad pública
En el año 2020, en plena pandemia, los seguros de salud
privados batieron todos los récords llegando a 11 millones de clientes y a más
de 9.000 millones de euros de facturación. Especialmente preocupante es el
aumento significativo de jóvenes menores de 25 años y personas que ganan menos
de 1.000 euros al mes que han sucumbido a la propaganda.
La escasa conciencia de clase y el creciente individualismo que caracteriza cada vez más la sociedad extiende la alfombra roja para todo tipo de privatizaciones agresivas en detrimento de lo público y lo colectivo. Por supuesto, la salud no es la excepción. Un estudio de mercado ha detectado un aumento significativo de menores de 25 años que contratan seguros de salud. Las empresas, por su parte, dirigen expresamente su propaganda a este sector, con anuncios tan atractivos como: «Extenso cuadro médico desde 8 euros al mes». Así, las ofertas low cost en los seguros de salud han hecho que los precios hayan caído casi un 5% en 2021, llegando a superar el 13,5% para clientes mayores de 35 años.
La trampa que esconden
Por su parte, la profesión médica muestra su preocupación y
pide cautela ante la letra pequeña. Son abundantes los seguros que se venden por
menos de 20 y 30 euros, e incluso por debajo de 10, y los hay que ofrecen
incluso meses gratis. Sin embargo, la mayoría tienen copagos y sus servicios
excluyen muchas veces intervenciones quirúrgicas. Los expertos advierten que,
al igual que ocurre con los seguros de coche a bajo coste destinados a personas
que apenas lo sacan del garaje, en este caso están dirigidos a personas jóvenes
y sanas, pero, en cuanto aparecen enfermedades crónicas o recurrentes, es muy
probable que los precios aumenten.
Juan Simó, especializado en análisis económico del sistema
sanitario y autor del blog Salud, Dinero y Atención Primaria,
alerta de que las compañías acaban cobrando copagos para determinadas pruebas y
que no cubren especialidades que exigen un seguimiento continuado. Considera
inviable un seguro que cueste menos de 600 euros al año y sostiene que las
compañías están dispuestas a perder dinero a corto plazo con tal de fidelizar a
clientes jóvenes a quienes luego les irán cambiando las condiciones.
El desmantelamiento de la sanidad pública
Como suele ocurrir, nada de esto es casual. La preocupación
ante la pandemia, las listas de espera y la saturación de una sanidad pública
debilitada a propósito durante décadas abren la puerta al neoliberalismo más
salvaje, que no deja pasar la oportunidad para imponer poco a poco un modelo de
sanidad privada que, a la hora de la verdad, no deja de ser un negocio y puede
dejar a la población desamparada.
Así, la sanidad privada, al igual que la banca o la
educación privada, entre otros sectores estratégicos, hacen alarde del libre
mercado hasta que no pueden —o no quieren— pagar. Entonces exigen la
intervención del Estado. Pero no ocurre a la inversa. De hecho, durante la
pandemia, la sanidad pública fue la única que hizo frente a la emergencia
sanitaria, cuando el Gobierno podría haber obligado a utilizar los recursos y
centros privados, dada la situación, o las clínicas mismas podrían haberse
ofrecido por pura solidaridad. Pero esto nunca ocurre. Es decir, el sector
privado siempre gana.
La necesidad de reforzar lo público
Como sabemos, los gobiernos neoliberales llevan años
desmantelando un sistema público de salud que solía ser la envidia
internacional. Juan Simó afirma que existe una relación proporcional entre la
degradación del sistema público y el interés creciente por el privado: «Ya
sabemos qué hay que hacer si se quiere que los seguros médicos privados sigan
viviendo sus mejores años: reducir la inversión pública, sobre todo en atención
primaria y, más específicamente, en médicos de atención primaria».
Un manifiesto impulsado por la Federación de Asociaciones en
Defensa de la Sanidad Pública (Fadsp) y apoyado por Medicus Mundi, Médicos del
Mundo, Red Española de Atención Primaria, CCOO y UGT sostiene que, si no se
soluciona la saturación, «la atención primaria perderá prestigio y cada vez más
personas tenderán a acudir a la asistencia privada buscando soluciones ágiles y
utilizando los centros de salud como un mero paso para acceder a medicamentos y
pruebas complementarias».
Estados Unidos como pésimo ejemplo
La privatización paulatina de los servicios públicos supone
un paso más hacia el sistema de Estados Unidos, algo que la ciudadanía común no
desearía ni de lejos. Tan solo las personas acaudaladas y los propietarios de
grandes empresas saldrían beneficiados si realmente se llegara al nivel de
Washington. Es importante evitarlo y luchar con uñas y dientes por la sanidad
pública precisamente porque en Estados Unidos no existe. A pesar de esto, en
2018, 27,5 millones de personas —entre ellas, más de cuatro millones de
menores— vivieron sin seguro médico, como explica Helena Villar en su
libro Esclavos Unidos: La otra cara del American Dream.
Desde el momento en que alguien nace, prácticamente ya tiene
deudas. La sociedad estadounidense es la más endeudada del mundo y gran parte
de sus deudas procede de facturas médicas. De hecho, según la American
Journal of Public Health, en «el país de la libertad», cada año 530 mil
familias se declaran en quiebra económica por no poder hacer frente a gastos
médicos, lo que supone el 66,5% de las bancarrotas, por delante de ejecuciones
hipotecarias, préstamos universitarios —la educación tampoco es gratuita ni
ofrece becas y merece tema aparte— o divorcios.
No existe la atención pública en ningún caso y desde España
no podemos hacernos realmente una idea de cómo es eso. Si necesitamos cualquier
prueba, no nos preocupamos por su coste, ni siquiera se nos pasa por la cabeza
porque sabemos que nos harán las que sean necesarias hasta llegar al diagnóstico.
En Estados Unidos, a la preocupación intrínseca ante la presencia de una
enfermedad se le añade la ansiedad por el coste de cada prueba y cada consulta.
Como es normal, una gran parte de la población ni siquiera tiene acceso a la
sanidad, está fuera de su alcance.
Si existe un país en el mundo que viola el derecho humano a
la salud de su ciudadanía —y muchos otros— es Estados Unidos. Tan solo
asociaciones sin ánimo de lucro y que se financian con donaciones llevan a cabo
chequeos de salud a las personas abandonadas por el sistema, aunque ni de lejos
cubren la demanda ni pueden hacer frente a todas las necesidades.
Clientes, no pacientes
Bajo toda la deriva neoliberal hacia la privatización más
absoluta que perjudica a la mayoría de la sociedad hay que añadir, además, la
propia consideración ética de si es posible ser paciente y cliente a la vez. Al
igual que ocurre con la educación, otro derecho básico, no debería existir
ningún conflicto de intereses, algo imposible en una empresa privada. Por si
fuera poco, especialmente en el tema de la salud hay que tener en cuenta que
nadie puede controlar si está sano o enfermo, es decir, esa empresa a la que
uno paga puede abandonarle en cualquier momento porque el contrato no cubre un
tratamiento específico o incluso puede renovar las condiciones y dejar de
cubrirlo si no le sale rentable.
Por todo esto, es imperativo defender una sanidad pública y
universal que no deje a nadie atrás, que no dependa de la capacidad económica y
que tenga recursos suficientes. Con la sanidad pública saturada completamente
con la pandemia, tras años de desmantelamiento, no se trata de que la juventud
y las personas mileuristas —que precisamente saldrían muy mal paradas ante una
privatización total— se dirijan a la sanidad privada, sino que debe haber una
respuesta social conjunta en defensa de una sanidad pública de calidad en
detrimento del negocio y el lucro privado con un derecho humano.
Por lo tanto, la sociedad debe presionar para que se
destinen recursos públicos con el fin de recuperar la sanidad que solíamos
tener y luchar contra la oleada de neoliberalismo que solo llevaría a la
destrucción del tejido social y el desamparo de quienes no tengan recursos
económicos. Hablando de las cifras que hablamos, estas personas desamparadas
serían muchas más de las que a priori se pueda pensar. Para
hacernos una idea, solo una consulta con un especialista en Estados Unidos
puede costar entre 200 y 500 dólares.
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