DERRUMBES
El desplome del puente Morandi como metáfora del colapso
Esa mañana de hace exactamente tres años, llovía a cántaros
sobre la autopista A10, en la periferia de Génova. No era un chaparrón
veraniego, de esos refrescantes que dan ganas de salir desnudo, como a
ducharse, los brazos abiertos y el aroma a electrones en el aire. Era más bien
una tormenta tropical, una lluvia casi agresiva, exótica y extraña como un
monzón, algo inusual en Europa hasta hace poco, cuando el clima era todavía
estable y previsible…
Las gotas caían en ráfagas sobre los parabrisas, y no había escobillas que pudieran lidiar con tanta vehemencia. En tales circunstancias, el conductor se ve obligado a ralentizar la marcha de su vehículo, que de repente deja de ser esa máquina tan familiar y eficaz en la que pasamos tantas horas de nuestra vida, un exoesqueleto moderno que nos brinda velocidad y virilidad. Bajo la tormenta, la conducción se vuelve incómoda, pues la escasez de visibilidad y el traicionero asfalto mojado nos exigen la máxima concentración; de alguna forma, nos sugieren lo antinatural que es desplazarse a las velocidades que solemos considerar normales.
Esa mañana el tráfico era relativamente intenso: muchas
familias se iban de vacaciones, otras volvían. Un grupo de jóvenes raveros franceses
se iban a un technival. Los demás estaban de camino al trabajo o
trabajando, en el caso de los camioneros. Conductores y acompañantes
escudriñaban la carretera a través de la espesa cortina de lluvia, temerosos de
verse involucrados en un accidente, pero nadie podía imaginarse que la calzada
entera pudiese desaparecer bajo sus neumáticos. Eso era simplemente
inimaginable. Y sin embargo sucedió.
Muchos corazones dejaron de latir a las 11:36, cuando en un
estruendo apocalíptico un tramo de 210 metros del viaducto conocido como Puente
Morandi se desmoronó y, con él, un par de camiones y más de treinta coches. Al
menos dos personas, increíblemente, sobrevivieron a los cuarenta y cinco metros
de caída libre, incólumes. Un transportista logró pegar un frenazo y parar su
camioneta pocos metros antes del vacío. Un joven fue rescatado vivo tras pasar
cuatro horas colgando del cinturón de seguridad de su furgoneta, que había
quedado enganchada a veinte metros del suelo. Los demás no tuvieron la misma
suerte, ni los que estaban circulando allí arriba, ni los pocos que estaban
trabajando justo debajo. Todas las víctimas se encontraban en el momento y el
lugar equivocados, y probablemente fallecieron sin ni siquiera entender qué
demonios estaba pasando, ni mucho menos por qué.
Personalmente quedé muy impresionado por la noticia: además
de conocer el lugar por haber usado esa carretera en varias ocasiones, siempre
fui de esos que cada vez que pasan sobre un puente de cierta envergadura se
preguntan si va a aguantar… al igual que si embarco en un avión contemplo la
posibilidad de que se pueda precipitar. Y esto no por falta de confianza en la
ingeniería, sino por cierta conciencia atávica que me insta a no subestimar la
fuerza de la gravedad. La humanidad tecno-industrial ha conseguido logros tan
grandes, en el trascurso de apenas un par de siglos, que nos vemos tentados a
asumir como pan de cada día hechos extraordinarios como volar, o desplazarnos
por autovías a más de cien kilómetros por hora.
En cambio, cuando miro desde abajo grandes infraestructuras
como viaductos o represas (incluso los más anónimos, como el puente de la C15
sobre el Anoia, que se puede apreciar desde Ca
la Fou) siempre noto un vértigo raro, que llamaría el vértigo del
hormigón. Las pirámides de los Egipcios o de los Maya, por altas que
fueran, nunca desafiaron una ley tan fundamental como la gravitación. Solo el hombre
extractivista, gracias a la piel de zapa de
los combustibles fósiles, pudo eludir las leyes de la naturaleza y jactarse de
ser inmune a ellas. Pero ¿a qué precio? Y, sobre todo, ¿por cuánto tiempo?
El Puente Morandi fue construido en los años sesenta, una
época de gran crecimiento económico, inmensa confianza en la ingeniería y en el
cemento. La industria automotriz era la más importante de Italia, y cuando en
1967 se inauguraba el imponente viaducto (más de un kilómetro de largo y con
pilares de noventa metros de altos) en sus carriles se adelantaban relucientes
vehículos Fiat, Alfa Romeo, Innocenti, Autobianchi y Lancia. El puente era
el trait d’union entre el centro de Génova y los nuevos
barrios populares, áreas industriales, el aeropuerto, pero sobre todo era una
infraestructura estratégica porque conectaba la nueva A10 con la A7, creando un
eje de viabilidad entre el norte de Italia y el sur de Francia. Sin embargo, el
famoso diseñador Riccardo Morandi, premiado con dos licenciaturas honoris
causa, no había tenido en cuenta un factor de gran importancia: el
crecimiento exponencial de la sociedad industrial. No solo en términos
demográficos, sino también en términos de consumo per capita.
Por supuesto el puente estaba diseñado para sostener un gran
tráfico de automóviles, pero no el peso de la globalización. No estaba previsto
que el puerto de Génova, por mucho que fuera de capital importancia en el
Mediterráneo durante siglos, se convirtiese en el puerto industrial más grande
de la península itálica, con treinta kilómetros de muelles operativos y un
volumen comercial de 51,6 millones de toneladas; no estaba previsto que todos
los contenedores que salieran de ese puerto por carretera pasarían por el
viaducto. En la Italia de los años sesenta, en plena carrera hacia la
motorización masiva, circulaban 1,9 millones de vehículos, contra los 51,7
millones del 2018. Además, la mayoría de los utilitarios pesaban alrededor de
media tonelada, contra la tonelada y media de los SUV de moda hoy en día.
El aumento exponencial de la carga de trabajo, junto con el
envejecimiento de los materiales y un diseño atrevido, hacía dudar de la
fiabilidad estructural del viaducto ya en los años noventa. En 1992 se ejecutaron
refuerzos en la cumbre del pilar que cedió, pues ya se le había diagnosticado
una importante corrosión. Sin embargo en los años sucesivos la manutención del
viaducto fue negligente y superficial, frenada por el incremento de la
burocracia y los recortes presupuestarios de la empresa que gestionaba la
autopista. Más de un ingeniero profetizó el colapso del puente y abogó por su
demolición y reconstrucción ex novo, pero al igual que los
científicos del IPCC, sus voces no fueron más escuchadas que la de Casandra. El colapso era
previsible, pero los coches seguían circulando por ese tramo porque simplemente
no se puede parar el business as usual.
Tres años después, un nuevo viaducto sustituye al Puente
Morandi y el tráfico vuelve apresurado por la calzada, mientras los conductores
tratan de convencerse de que aquí no ha pasado nada. Hombres y
mujeres, familias que van o vuelven de sus cortas vacaciones o profesionales
del transporte por carretera, pisan el acelerador mientras algún periodista
comenta por radio los innumerables incendios descontrolados y las temperaturas
record de este mes de agosto.
En cambio, desde todos los puntos de vista, la tragedia del
Puente Morandi fue un contundente memento mori para la
sociedad motorizada, una inquietante metáfora de la precariedad de nuestras
hazañas tecnológicas, un toque de atención para una civilización descarrilada y
aberrante, basada en el paradigma del crecimiento a ultranza.
Ilha das Flores, 14 de agosto 2021
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