24/11/21

Cuando se sugieren muchos remedios para un mal, quiere decir que no se puede curar

ALERGIA A LA ADVERSIDAD

Cuando era pequeña escuchaba a mis abuelos hablar de sus propios padres, mis bisabuelos. Me contaban historias de guerra, de una España pobre y sencilla en la que los medios sanitarios y educativos eran muy precarios. Con naturalidad, mi abuela paterna contaba que había tenido no-sé-cuántos hermanos, de los que habían sobrevivido tres. Lógico: la mortalidad infantil en España se ha reducido en más de seis veces en el último siglo.

Cuando he sido madre, he sido consciente de lo duro que debió ser tener hijos hace cien años. No sabías si ibas a morir en el parto, si el niño venía con problemas o si moriría por alguna enfermedad postnatal. Al fin y al cabo, la penicilina, por ejemplo, no fue descubierta hasta 1928.

Hace menos de un siglo, el hombre convivía con la muerte, la enfermedad y la escasez de recursos para sobrevivir. En 1921 la esperanza de vida estaba en los 41 años y, ahora, en 2021, en los 82. La gestión de expectativas, por tanto, era muy distinta a la de ahora: hace décadas se llevaba en el subconsciente que te podías morir en cualquier momento. Se vivía con la carga de tener que ganar dinero para alimentar a los tuyos y que cada nuevo día era un reto al que enfrentarse. 

Vida y muerte eran parte de la misma realidad, por lo que la relación con esta última era más cotidiana. Esa forma de concebir el mundo se reflejaba en conversaciones, actitudes y maneras de vestir y, por supuesto, en la literatura. La belleza de lo efímero, la conciencia del tempus fugit, la levedad del ser. Las fotografías de nuestros antepasados son retratos de  viejóvenes de edades indeterminadas, pertenecientes a una generación en la que a los veinte años estabas en el ecuador de tu vida.

NO CREEMOS QUE HAYA MALDAD, A TODO TENEMOS QUE BUSCARLE UNA EXPLICACIÓN. ESCAPAMOS DE LO NEGATIVO JUSTIFICÁNDOLO, CUANDO EL MAL, LA MUERTE Y LA ENFERMEDAD FORMAN PARTE DE LA VIDA, EN UN EQUILIBRIO ETERNO QUE PERMITE VALORAR LAS VIRTUDES POR CONTRAPOSICIÓN A LOS DEFECTOS

Es obvio que la sociedad actual vive más y en mejores condiciones de salud. La duración de la vida ha retrasado la vejez y ha extendido más allá de lo deseable la juventud. Nunca la adolescencia había sido tan larga cómo lo es ahora: en un extremo arrancamos a los niños de la infancia demasiado pronto y, en el otro, mantenemos la eterna juventud de adultescentes que superan la treintena viviendo con sus padres.

Nuestra sociedad hipersexualiza a los niños (y especialmente a las niñas) sin ser siquiera conscientes de ello. No solo les preguntamos desde antes de cambiar los dientes si tienen ya novio/a -algo que se viene haciendo desde siempre- sino que celebramos sus cumpleaños en centros de belleza donde maquillan y peinan a pequeñas impúberes, les compramos bikinis con foam de relleno sin tener siquiera senos y les regalamos juguetes estereotipados de súper héroes hipermusculados y muñecas de labios imposibles. El proceso de maduración acelerada conlleva cambiar la calle, los patines y las bicicletas por Smartphones con datos.

En el otro extremo, nuestros jóvenes siguen viviendo en casa de sus padres hasta edades en los que estos están más para ser cuidados que para cuidar. A unas expectativas económicas difíciles con empleos precarios, a una necesidad de extensa formación para alcanzar un desarrollo profesional y a un encarecimiento general de la vivienda, se une la tendencia a vender un modelo de consumo a corto plazo que persigue disfrutar el presente y renunciar a las obligaciones que conllevan formar una familia y un hogar.

A medida que nos hemos ido convirtiendo en una sociedad más rica desde el punto de vista económico, nuestras ambiciones vitales han evolucionado, no siempre en la mejor dirección. Mi generación, por ejemplo, ha crecido creyendo que todo se consigue con esfuerzo y que la felicidad está en encontrar pareja, comprarse una casa y un coche, tener hijos y prosperar económicamente. Nadie nos ha educado para los fracasos, mucho más habituales que los éxitos, que también forman parte inevitable de la vida. Nadie nos ha preparado para el desamor: el divorcio se sigue considerando un fracaso, la desviación de lo “normal”, aunque en realidad acaben en ruptura más de la mitad de los matrimonios (supongo que el porcentaje es semejante en caso de parejas de hecho).

Nadie nos dispone para la infertilidad, pese a que un 17% de las parejas que desean tener hijos no pueden biológicamente concebir. Nadie nos advierte de la discapacidad infantil, aunque haya en España 50.000 menores de 6 años que padecen algún tipo de limitación. Nadie nos avisa del fracaso profesional, si bien cerca de un 15% de personas en edad laboral no tienen empleo, porcentaje que aumenta hasta casi un 31% entre los menores de 25 años. Y, por supuesto, no nos educan para la enfermedad, la muerte y los defectos físicos.

Nos falta convivir con el sufrimiento como lo hacían nuestros mayores para apreciar lo bueno que la vida nos brinda. Tengo la sensación de que se nos mantiene en falsas asepsias educativas, debilitando nuestra capacidad de reaccionar ante la adversidad, privándonos de herramientas para sobreponernos a los golpes del destino. Crecemos en la creencia de que lo normal es estar bien, lo cual nos frustra día a día al comparar nuestra vida con ese ideal aprendido pero inexistente. Somos como los bebés primogénitos actuales, que contraen enfermedades por el exceso de esterilización de chupetes, biberones y juguetes de sus primerizos padres, muy distintos de aquellos niños de los sesenta y setenta, que enfermábamos sin dramas y sin acudir a urgencias pediátricas ante cualquier signo de malestar.

La intolerancia a la frustración, la continua insatisfacción por no llegar a cumplir las expectativas que tenemos programadas, crea ciudadanos descontentos que acaban centrándose en el yo, en el consumo desmedido, en la complacencia rápida, breve e intensa. Ciudadanos que se atiborran de ansiolíticos, drogas y relaciones de plástico, haciendo girar la rueda de hámster sin parar, como ya dijera en mi anterior artículo Esto es muy grave.

La distorsión entre la realidad cotidiana y la imagen mental acerca de lo que es “la realidad cotidiana”, nos perturba. Somos en cierta manera esclavos de una mentira colectiva alimentada por la cultura de la imagen, de mostrar a los demás lo falsamente felices que somos, lo engañosamente jóvenes que nos presentamos tras el botox y lo fingidamente atractivos que parecemos bajo filtros fotográficos. El culto a la belleza, a la juventud, al atractivo sexual, al dinero y al consumo desmedido nos sirve de objetivo inalcanzable hacia esa imposible felicidad que creíamos tan asequible cuando éramos pequeños.

Culpamos a los otros de nuestros fracasos, en una suerte de infantil desresponsabilización de lo que nos pasa. Es lógico: resulta más llevadero sentirse víctima y mostrarse al exterior como tal, que aceptar que nos hemos equivocado, que somos idiotas por no aceptarlo y que debemos tomar el timón de nuestras vidas, adaptándonos a los cambios y aceptando a quienes se salen del estándar.

El otro día vi con mis hijos Cruella, la nueva película de la factoría Disney. Una película con una estética pop fantástica, un argumento que atrapa y unas actrices que se meten en el papel hasta apropiárselo. Comentando lo buena que me había parecido con un compañero -muy aficionado a leer entre líneas en las películas infantiles-, me envió un artículo en Vanity Fair escrito por Juan Sanguino: El revisionismo de ´Cruella’ o cómo Disney se ha convertido en un narrador paternalista, donde se da una visión del film completamente distinta a lo que a simple vista aparenta. El análisis, que invito a leer, se resume en la siguiente frase «en el Disney actual nadie es malo de verdad, pero desde luego las mujeres menos todavía».

Pese a la elevada cantidad de anestesia que corre por las venas de esta sociedad alérgica a la adversidad, aún necesitamos más barbitúricos que nos permitan justificar el mal. Nos negamos a asumir que haya gente que puede hacer cosas terribles por el mero placer de hacerlas o por ser esa su forma de comunicarse con sus semejantes, por patológica que sea. No creemos que haya maldad, a todo tenemos que buscarle una explicación. Escapamos de lo negativo justificándolo, cuando el mal, la muerte y la enfermedad forman parte de la vida, en un equilibrio eterno que permite valorar las virtudes por contraposición a los defectos.

Quizá debamos esforzarnos por aceptar lo adverso. No somos guapos ni especiales, ni falta que nos hace. No todo sucede por algo, los accidentes, los fenómenos atmosféricos, la multiplicación patológica de células, el deterioro cognitivo, la discapacidad, el mal y el dolor existen, sin causa aparente para ello en la mayoría de los casos. El azar y el caos pueden torcernos la vida y cuanto antes se acepte, mejor preparados nos encontrarán.

En este orden de cosas, asumir que ningún Estado, por poderoso que sea, puede impedir que existan crímenes inexplicables, es fundamental. El derecho penal no sirve para nada más que para castigar conductas gravemente asociales, no para educar. El derecho penal jamás evitará que un progenitor, contraviniendo el orden natural, mate a sus hijos y se suicide después. El Estado no puede impedir que una mujer sea agredida sexualmente y asesinada después, ni que un anciano sea abandonado en su vivienda y muera de deshidratación.

La ley sirve para castigar estas conductas y poco más ya que el efecto disuasorio de la pena no funciona en determinado tipo de delitos donde las emociones y los impulsos marcan la acción del delincuente. De hecho, cuando interviene el derecho penal, el acto dañino ya se ha producido, el Estado aparece cuando el delito ya se ha consumado. Por eso, ningún código penal podrá evitar el mal, aunque la sociedad esté obligada a reaccionar frente a él. Dejemos de aplaudir reformas penales, de culpar a los sucesivos gobiernos y parlamentos de los actos execrables y comencemos por nosotros mismos en conducirnos con educación y respeto.

Como decía Antón Pavlovich Chejov «cuando se sugieren muchos remedios para un solo mal, quiere decir que no se puede curar». Pues eso.

NATALIA VELILLA

https://disidentia.com/alergia-a-la-adversidad/  

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