ALERGIA A LA ADVERSIDAD
Cuando era pequeña escuchaba a mis abuelos hablar de sus
propios padres, mis bisabuelos. Me contaban historias de guerra, de una España
pobre y sencilla en la que los medios sanitarios y educativos eran muy
precarios. Con naturalidad, mi abuela paterna contaba que había tenido
no-sé-cuántos hermanos, de los que habían sobrevivido tres. Lógico: la
mortalidad infantil en España se ha reducido en más de seis veces en el último
siglo.
Cuando he sido madre, he sido consciente de lo duro que
debió ser tener hijos hace cien años. No sabías si ibas a morir en el parto, si
el niño venía con problemas o si moriría por alguna enfermedad postnatal. Al
fin y al cabo, la penicilina, por ejemplo, no fue descubierta hasta 1928.
Hace menos de un siglo, el hombre convivía con la muerte, la enfermedad y la escasez de recursos para sobrevivir. En 1921 la esperanza de vida estaba en los 41 años y, ahora, en 2021, en los 82. La gestión de expectativas, por tanto, era muy distinta a la de ahora: hace décadas se llevaba en el subconsciente que te podías morir en cualquier momento. Se vivía con la carga de tener que ganar dinero para alimentar a los tuyos y que cada nuevo día era un reto al que enfrentarse.
Vida y muerte eran parte de la misma
realidad, por lo que la relación con esta última era más cotidiana. Esa forma
de concebir el mundo se reflejaba en conversaciones, actitudes y maneras de
vestir y, por supuesto, en la literatura. La belleza de lo efímero, la
conciencia del tempus fugit, la
levedad del ser. Las fotografías de nuestros antepasados son
retratos de viejóvenes de edades indeterminadas,
pertenecientes a una generación en la que a los veinte años estabas en el
ecuador de tu vida.
NO CREEMOS QUE HAYA MALDAD, A TODO TENEMOS QUE BUSCARLE
UNA EXPLICACIÓN. ESCAPAMOS DE LO NEGATIVO JUSTIFICÁNDOLO, CUANDO EL MAL, LA
MUERTE Y LA ENFERMEDAD FORMAN PARTE DE LA VIDA, EN UN EQUILIBRIO ETERNO QUE
PERMITE VALORAR LAS VIRTUDES POR CONTRAPOSICIÓN A LOS DEFECTOS
Es obvio que la sociedad actual vive más y en mejores
condiciones de salud. La duración de la vida ha retrasado la vejez y ha
extendido más allá de lo deseable la juventud. Nunca la adolescencia había sido
tan larga cómo lo es ahora: en un extremo arrancamos a los niños de la infancia
demasiado pronto y, en el otro, mantenemos la eterna juventud de adultescentes que
superan la treintena viviendo con sus padres.
Nuestra sociedad hipersexualiza a los niños (y especialmente
a las niñas) sin ser siquiera conscientes de ello. No solo les preguntamos
desde antes de cambiar los dientes si tienen ya novio/a -algo que se viene
haciendo desde siempre- sino que celebramos sus cumpleaños en centros de
belleza donde maquillan y peinan a pequeñas impúberes, les compramos bikinis
con foam de relleno sin tener siquiera senos y les regalamos
juguetes estereotipados de súper héroes hipermusculados y muñecas de labios
imposibles. El proceso de maduración acelerada conlleva cambiar la calle, los
patines y las bicicletas por Smartphones con datos.
En el otro extremo, nuestros jóvenes siguen viviendo en casa
de sus padres hasta edades en los que estos están más para ser cuidados que
para cuidar. A unas expectativas económicas difíciles con empleos precarios, a
una necesidad de extensa formación para alcanzar un desarrollo profesional y a
un encarecimiento general de la vivienda, se une la tendencia a vender un
modelo de consumo a corto plazo que persigue disfrutar el presente y renunciar
a las obligaciones que conllevan formar una familia y un hogar.
A medida que nos hemos ido convirtiendo en una sociedad más
rica desde el punto de vista económico, nuestras ambiciones vitales han
evolucionado, no siempre en la mejor dirección. Mi generación, por ejemplo, ha
crecido creyendo que todo se consigue con esfuerzo y que la felicidad está en
encontrar pareja, comprarse una casa y un coche, tener hijos y prosperar
económicamente. Nadie nos ha educado para los fracasos, mucho más habituales
que los éxitos, que también forman parte inevitable de la vida. Nadie nos ha
preparado para el desamor: el divorcio se sigue considerando un fracaso, la
desviación de lo “normal”, aunque en realidad acaben en ruptura más de la mitad
de los matrimonios (supongo que el porcentaje es semejante en caso de parejas
de hecho).
Nadie nos dispone para la infertilidad, pese a que un 17% de
las parejas que desean tener hijos no pueden biológicamente concebir. Nadie nos
advierte de la discapacidad infantil, aunque haya en España 50.000 menores de 6
años que padecen algún tipo de limitación. Nadie nos avisa del fracaso
profesional, si bien cerca de un 15% de personas en edad laboral no tienen
empleo, porcentaje que aumenta hasta casi un 31% entre los menores de 25 años.
Y, por supuesto, no nos educan para la enfermedad, la muerte y los defectos
físicos.
Nos falta convivir con el sufrimiento como lo hacían
nuestros mayores para apreciar lo bueno que la vida nos brinda. Tengo la
sensación de que se nos mantiene en falsas asepsias educativas, debilitando
nuestra capacidad de reaccionar ante la adversidad, privándonos de herramientas
para sobreponernos a los golpes del destino. Crecemos en la creencia de que lo
normal es estar bien, lo cual nos frustra día a día al comparar nuestra vida
con ese ideal aprendido pero inexistente. Somos como los bebés primogénitos
actuales, que contraen enfermedades por el exceso de esterilización de
chupetes, biberones y juguetes de sus primerizos padres, muy distintos de
aquellos niños de los sesenta y setenta, que enfermábamos sin dramas y sin
acudir a urgencias pediátricas ante cualquier signo de malestar.
La intolerancia a la frustración, la continua insatisfacción
por no llegar a cumplir las expectativas que tenemos programadas, crea
ciudadanos descontentos que acaban centrándose en el yo, en el
consumo desmedido, en la complacencia rápida, breve e intensa. Ciudadanos que
se atiborran de ansiolíticos, drogas y relaciones de plástico, haciendo girar
la rueda de hámster sin parar, como ya dijera en mi anterior artículo Esto es muy grave.
La distorsión entre la realidad cotidiana y la imagen mental
acerca de lo que es “la realidad cotidiana”, nos perturba. Somos en cierta
manera esclavos de una mentira colectiva alimentada por la cultura de la
imagen, de mostrar a los demás lo falsamente felices que somos, lo
engañosamente jóvenes que nos presentamos tras el botox y lo fingidamente
atractivos que parecemos bajo filtros fotográficos. El culto a la belleza, a la
juventud, al atractivo sexual, al dinero y al consumo desmedido nos sirve de
objetivo inalcanzable hacia esa imposible felicidad que creíamos tan asequible
cuando éramos pequeños.
Culpamos a los otros de nuestros fracasos, en una suerte de
infantil desresponsabilización de lo que nos pasa. Es lógico: resulta más
llevadero sentirse víctima y mostrarse al exterior como tal, que aceptar que
nos hemos equivocado, que somos idiotas por no aceptarlo y que debemos tomar el
timón de nuestras vidas, adaptándonos a los cambios y aceptando a quienes se
salen del estándar.
El otro día vi con mis hijos Cruella, la
nueva película de la factoría Disney. Una película con una estética pop
fantástica, un argumento que atrapa y unas actrices que se meten en el papel
hasta apropiárselo. Comentando lo buena que me había parecido con un compañero
-muy aficionado a leer entre líneas en las películas infantiles-, me envió un
artículo en Vanity Fair escrito por Juan Sanguino: El
revisionismo de ´Cruella’ o cómo Disney se ha convertido en un narrador
paternalista, donde se da una visión del film completamente distinta a
lo que a simple vista aparenta. El análisis, que invito a leer, se resume en la
siguiente frase «en el Disney actual nadie es malo de verdad, pero
desde luego las mujeres menos todavía».
Pese a la elevada cantidad de anestesia que corre por las
venas de esta sociedad alérgica a la adversidad, aún necesitamos más
barbitúricos que nos permitan justificar el mal. Nos negamos a asumir que haya
gente que puede hacer cosas terribles por el mero placer de hacerlas o por ser
esa su forma de comunicarse con sus semejantes, por patológica que sea. No
creemos que haya maldad, a todo tenemos que buscarle una explicación. Escapamos
de lo negativo justificándolo, cuando el mal, la muerte y la enfermedad forman
parte de la vida, en un equilibrio eterno que permite valorar las virtudes por
contraposición a los defectos.
Quizá debamos esforzarnos por aceptar lo adverso. No somos
guapos ni especiales, ni falta que nos hace. No todo sucede por algo, los
accidentes, los fenómenos atmosféricos, la multiplicación patológica de
células, el deterioro cognitivo, la discapacidad, el mal y el dolor existen,
sin causa aparente para ello en la mayoría de los casos. El azar y el caos
pueden torcernos la vida y cuanto antes se acepte, mejor preparados nos
encontrarán.
En este orden de cosas, asumir que ningún Estado, por
poderoso que sea, puede impedir que existan crímenes inexplicables, es
fundamental. El derecho penal no sirve para nada más que para castigar
conductas gravemente asociales, no para educar. El derecho penal jamás evitará
que un progenitor, contraviniendo el orden natural, mate a sus hijos y se
suicide después. El Estado no puede impedir que una mujer sea agredida
sexualmente y asesinada después, ni que un anciano sea abandonado en su
vivienda y muera de deshidratación.
La ley sirve para castigar estas conductas y poco más ya que
el efecto disuasorio de la pena no funciona en determinado tipo de delitos
donde las emociones y los impulsos marcan la acción del delincuente. De hecho,
cuando interviene el derecho penal, el acto dañino ya se ha producido, el
Estado aparece cuando el delito ya se ha consumado. Por eso, ningún código
penal podrá evitar el mal, aunque la sociedad esté obligada a reaccionar frente
a él. Dejemos de aplaudir reformas penales, de culpar a los sucesivos gobiernos
y parlamentos de los actos execrables y comencemos por nosotros mismos en
conducirnos con educación y respeto.
Como decía Antón Pavlovich Chejov «cuando se
sugieren muchos remedios para un solo mal, quiere decir que no se puede curar». Pues
eso.
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