CRECER O DECRECER: That is the question
Según
la Wikipedia, “el crecimiento económico es el aumento de la renta
o valor de bienes y servicios finales producidos por una economía
(generalmente un país o una región) en un determinado período. A
grandes rasgos, el crecimiento económico se refiere al incremento de
ciertos indicadores, como la producción de bienes y servicios, el
mayor consumo de energía, el ahorro, la inversión, una balanza
comercial favorable, el aumento de consumo de calorías per cápita,
etc. El mejoramiento de estos indicadores debería llevar
teóricamente a un alza en los estándares de vida de la población.”
[1]
También
según la Wikipedia, “El decrecimiento es una corriente de
pensamiento político, económico y social favorable a la disminución
regular controlada de la producción económica con el objetivo de
establecer una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la
naturaleza, pero también entre los propios seres humanos. Rechaza el
objetivo de crecimiento económico en sí del liberalismo. [2]
Este
artículo de Pedro Prieto, Vicepresidente de la Asociación para el
Estudio de los Recursos Energéticos (AEREN) y miembro del panel
internacional de la ASPO (The Association For the Study of Peak Oil
and Gas), es una reflexión crítica sobre los retos energéticos que
afronta nuestro planeta en esta segunda década del siglo XXI a causa
del cada vez más cercano declive en la producción de combustibles
fósiles. Parece axiomático que bajo el envoltorio financiero de la
crisis económica actual se esconde agazapado un monstruo mucho más
feroz que el de las irrestituibles deudas soberanas de prácticamente
todos los Estados del mundo: el de la crisis energética.
Sin la
energía necesaria para mantener en marcha la máquina insaciable del
capitalismo será imposible seguir creciendo y, pese a ello, son muy
pocas –y poco escuchadas– las voces que se alzan para inyectar
sentido común en las mentes de los líderes políticos que, como
ciegos, cada día nos acercan más al precipicio de un utópico
crecimiento, ignorando –¿o quizá ocultando?– que decrecer ha
dejado de ser una opción para convertirse en algo ya tan ineludible
como respirar o morir.
Prieto
toma aquí como excusa una polémica, a propósito del decrecimiento,
que en fechas recientes tuvo lugar en el sitio web www.rebelion.org entre
un economista socialdemócrata y un ecologista. Por supuesto, el
artículo que sigue a continuación no necesita de dicho contexto y
puede leerse de forma independiente. Quienes no obstante deseen
acceder a la polémica pueden hacerlo en estos enlaces:
He
seguido con interés el debate que mantuvieron Juan Torres López y
Toño Hernández en las páginas de Rebelión a
propósito del concepto de decrecimiento y, dado que
discrepo con algunas de las propuestas de ambos, me permito aportar
un enfoque ligeramente matizado en las líneas que siguen.
Para
empezar, tengo por cierto que, según cómo se plantee, el concepto
de decrecimiento puede adolecer de inconsistencias.
Por otra parte, a pesar de que siento simpatía por aquellos que de
buena fe tratan de seguir “creciendo” en este mundo finito,
coincido con Torres López y Hernández en que ese tipo de
“crecimiento” también adolece de inconsistencias.
En
primer lugar, creo obligado fijar unos principios para el
planteamiento de mis puntos de vista.
Sobre
si es posible crecer más o en qué forma y cómo puede hacerse, lo
plantearé desde un punto de vista físico, porque los términos
económicos al uso me resultan cada vez más extraños,
ininteligibles y, las más de las veces, incoherentes, dicho esto con
todos los respetos por quienes de buena fe, como es el caso de Juan
Torres López o Vicenç Navarro, escriben profusamente sobre el tema
con la intención de enseñar a los mortales no economistas –desde
la perspectiva económica moderna– qué es lo que está pasando en
este mundo.
Mi
elección del punto de vista físico no es casual: cuando mido algo
en el mundo real lo hago por medio de patrones inalterables, como el
sistema de pesas y medidas. Un kilo, un litro, un metro, un grado
centígrado, un vatio, un caballo de vapor son cosas que uno puede
medir, valorar y comparar con carácter universal.
Sin
embargo, el precio de una compañía como Telefónica o Exxon puede
variar su valor bursátil hasta un 5 o un 8%… ¡en un solo día!, y
ello tanto hacia arriba como hacia abajo sin que sus bienes
tangibles, medibles, físicos, hayan cambiado un ápice en ese breve
período de tiempo. La intangibilidad bursátil y el aumento gradual
de los vaivenes a que asistimos desde hace tiempo han hecho que
algunos pongamos en duda lo que nos dicen personas por otra parte muy
fiables cuando nos explican el mundo y estas variaciones a través de
“la realidad del capitalismo de nuestros días”.
Pondré
un ejemplo: el concepto de la “prima de riesgo país” y la forma
en que la economía convencional trata este asunto adolecen de una
absoluta falta de rigor. Se fija un valor 100 para bonos del Estado
alemán y el resto de países, al menos los de la Unión Europea,
tienen que pagar lo que se ha dado en llamar un “diferencial”
sobre ese valor; obviamente, esos países suelen situarse varios
puntos porcentuales por encima.
Según
este principio, la economía convencional supone que el valor alemán
es inalterable, mientras que los demás países están sujetos a
fluctuación y a pérdida o ganancia de confianza.
Al
parecer, las fábricas, los bancos, las empresas de servicios o los
sistemas bancario y financiero de Alemania son como la barra de
platino iridiado que se conserva en el Museo de pesas y medidas de
París y que definió por primera vez al metro como unidad de
longitud. Eso sí que es una falta grave de rigor y seguramente nos
sucede porque desde la desaparición de un patrón universal, como
fue el oro, hemos perdido el norte de las referencias económicas.
La
energía como factor de crecimiento
En
el sistema escolar de mi juventud (ni siquiera había que llegar al
grado universitario), se nos explicaba que la energía es
la capacidad de realizar trabajo. Se trata de un principio
físico, medible, inalterable y que responde perfectamente a las
leyes de la termodinámica que, según Einstein (y algo sabía de
esto), eran las leyes más incontestables del universo.
Y
si a su vez consideramos que el trabajo es la esencia de la actividad
económica, de la creación de bienes y de la prestación de
servicios, es evidente que la actividad económica estará ligada,
por obligación, a la disponibilidad de energía para llevar a cabo
dicho trabajo.
Aunque
la economía clásica utiliza muchos parámetros (de hecho, cada vez
más) para medir la actividad económica, la forma más conocida para
medirla es el Producto Interior Bruto o PIB. Creo entender que tanto
Torres López como Hernández están de acuerdo en que el PIB no es
necesariamente lo que determina, al menos de forma directa y
comprobada, mayor bienestar o felicidad o seguridad para la especie
humana. Se ha criticado a la izquierda por referirse también a este
parámetro, pero no tanto a la economía clásica por seguir
metiéndonoslo a diario con un embudo.
Por
todo lo anterior, creo que puede establecerse una correlación según
la cual la actividad económica sólo puede aumentar si al mismo
tiempo aumenta la cantidad de energía puesta a disposición de la
sociedad, sobre todo cuando se utilizan baremos de medida mundiales,
no regionales, que podrían falsear los resultados.
A
partir del hombre de Cromagnon (homo sapiens-sapiens, por
fijar un límite), la energía que éste utilizaba provino durante
unos dos millones de años de la biosfera, un medio prácticamente
bidimensional que comprende la capa fértil de la Tierra y las
láminas de agua superficiales. En esos dos millones de años,
ninguno de nuestros antepasados tuvo grandes problemas con los
conceptos de sostenibilidad/sustentabilidad o con el crecimiento o el
decrecimiento.
Predominaba
entonces (y parece que en determinados ámbitos todavía predomina)
el mandato bíblico del “creced y multiplicaos” y para los pocos
millones de individuos de la especie humana la Naturaleza era, por un
lado, una amenaza a la que vencer y dominar y, por el otro, una
fuente infinita de recursos nutritivos.
De
eso se deducía que cuanta más proliferación humana y más
actividad hubiese, mejor iba todo. De cualquier forma, era una suerte
de imitación y cumplimiento del impulso animal y vegetal de patrón
exponencial de reproducción, también inherente a los humanos como
animales mamíferos vertebrados superiores. Hasta aquí no hay nada
que objetar, porque la experiencia les mostraba que la Naturaleza se
encargaba de equilibrar los crecimientos exponenciales de plantas o
animales que sobrepasaban las posibilidades de los recursos del
entorno que eran capaces de habitar.
Así
transcurrieron esos dos millones de años, con algún salto en los
consumos, como cuando los humanos descubrieron el fuego hace
aproximadamente medio millón de años y se apropiaron por primera
vez de energía exosomática, que los griegos tan bien reflejaron con
el mito de Prometeo; o como cuando, hace unos 7 o 9.000 años,
inventaron la agricultura y empezaron a domesticar animales en su
propio provecho.
Sin duda aquellos fueron saltos cuantitativos en el aumento del consumo y también en una cierta mejora del bienestar material de la especie, todos ellos a costa de una mayor capacidad de transformación (en definitiva, de un deterioro) de la Naturaleza que, sin embargo, todavía estaba lejos de mostrarnos sus límites planetarios.
Sin duda aquellos fueron saltos cuantitativos en el aumento del consumo y también en una cierta mejora del bienestar material de la especie, todos ellos a costa de una mayor capacidad de transformación (en definitiva, de un deterioro) de la Naturaleza que, sin embargo, todavía estaba lejos de mostrarnos sus límites planetarios.
En
este punto, quizá convenga añadir que existen revisiones
antropológicas y sociológicas de los conceptos de “evolución”
y “progreso”, según las cuales el inicio de los cultivos de
plantas y de la domesticación de animales por parte de los humanos
quizá no se debiesen tanto a su inteligencia superior como al
agotamiento de las fuentes tradicionales de suministro que aquellos
cazadores-recolectores tenían a su alcance.
En
cualquier caso, ha sido apenas en los últimos 150 años cuando el
mundo ha sufrido la transformación más radical de su historia:
primero con la llegada de los motores de vapor y, más tarde, con los
de explosión en sus dos grandes versiones (Otto y Diesel). La
máquina de vapor inicialmente funcionaba con madera y muy pronto
pasó a hacerlo con carbón, cuando el ritmo de explotación de los
bosques se hizo insostenible en la Inglaterra del siglo XIX.
Esto
provocó la primera explotación masiva de los recursos energéticos
del subsuelo. Por primera vez en su historia, los humanos empezaron a
utilizar masivamente recursos energéticos de la litosfera.
Hoy
en día las máquinas multiplican la capacidad de realizar trabajo
del propio metabolismo de los seres humanos hasta extremos que dañan
aceleradamente la propia base del recurso que les permite vivir: la
biosfera.
En
la actualidad, la sociedad humana se mueve, con los desajustes y
desequilibrios en el reparto de los recursos que todos conocemos, con
prácticamente un 82% de los aportes energéticos que obtiene de la
litosfera. Es preciso destacar que se trata de fuentes
energéticas limitadas, finitas.
El
18% restante, que proviene de la biosfera, está constituido por los
saltos hidroeléctricos, que en algunos continentes, como el europeo,
están agotados en un 85% de las grandes cuencas fluviales, así como
en el uso tradicional de la biomasa (madera, leña, residuos
agrícolas, bostas de vaca, etc.), que todavía para muchos países
pobres representan un 30% de su uso energético total, mientras que
para otros más avanzados apenas suponen el 3%. En el ámbito
mundial, la biomasa constituye aproximadamente un 10% de la energía
primaria que el mundo consume, pero no deberíamos esperar aumentos
en los aportes de esta fuente bidimensional, porque ya hemos hecho
desaparecer el 50% de los bosques originales del planeta y el ritmo
de destrucción neta de los mismos (deforestación, menor crecimiento
natural e insuficiente reforestación artificial) se sitúa en un 1%
anual.
Llegados
a este punto, añadiré que quienes estamos preocupados por los
aportes energéticos en este mundo solemos citar al célebre
economista Kenneth Boulding, de la American Economic Association y de
la American Association for the Advancement of Sciences: “Quien
crea que el crecimiento exponencial puede continuar para siempre en
un mundo finito es un loco o un economista”.
La
energía y los economistas de la Tierra plana
En
la economía clásica todo tiene un valor de mercado, incluida la
energía que hoy mueve a la sociedad mundial. Pero muchos economistas
de esos que en biofísica denominamos “de la Tierra plana” (es
decir, aquellos que entienden que el crecimiento no tiene límites,
por lo menos visibles o inmediatos, de la misma manera que los
navegantes anteriores a Colón pensaban que la Tierra era plana y
siempre había un “más allá”) no son conscientes de la terrible
asimetría que supone la relación entre la energía y todos los
bienes y servicios que la energía disponible facilita a la sociedad.
Pondré
un ejemplo didáctico: supongamos que un automóvil cuesta 20.000
euros y que el litro de la gasolina que utiliza su motor cuesta 1
euro. Parece lógico llegar a la conclusión de que ese automóvil y
20.000 litros de gasolina son equivalentes.
Sin
embargo, la energía no es un bien de consumo más, por mucho que la
economía clásica así lo considere y que la ciudadanía se haya
acostumbrado a que así sea. Muy al contrario, la energía es el
requisito previo e imprescindible para que se puedan dar todos los
demás bienes y prestar todos los demás servicios, pero
no al revés.
Éste
es un aspecto crucial que parece incomprensible para muchos
economistas de la Tierra plana, un aspecto que sí tienen claro los
economistas biofísicos, como José Manuel Naredo, a quien por
fortuna ni Torres López ni Hernández discuten, o Joan Martínez
Alier, otra figura de reconocido prestigio mundial en la economía
del sentido común vinculada a las realidades físicas o, más
recientemente, Oscar Carpintero, por citar sólo a tres.
La disponibilidad de energía predetermina la
posibilidad de realizar trabajo y, por lo tanto, predetermina la
actividad económica. Esto no es algo reversible ni simétrico, por
más que algunos economistas se empeñen en que para que la energía
surja y quede a nuestra disposición sólo hace falta fijar un precio
de mercado lo suficientemente alto como para que el mercado la
provea.
Es
muy habitual que los economistas –y no sólo los denominados
neoclásicos– asuman, supongan o crean que la economía mundial se
mueve con dinero en vez de con energía, lo cual hace que algunos
científicos consideren que han perdido el contacto con la realidad.
Si
la energía de que dispongo es exclusivamente la que tenía el homo
sapiens-sapiens, es decir, la que podía ingresar de la ingesta
de alimentos, mi capacidad de transformación de la Naturaleza y de
creación de bienes y prestación de servicios se reduce a la de mi
aparato musculoesquelético, es decir, a la de una máquina de apenas
unos 100 vatios de potencia.
Si
además utilizo la energía exosomática del fuego, podré realizar
transformaciones algo mayores y aumentar la actividad. Si sobre ella
añado la domesticación de animales puestos a mi servicio y la
obtención de alimentos de forma más fácil mediante el cultivo,
alcanzaré mayor capacidad de transformación de la Naturaleza en lo
tocante a la producción de bienes o prestación de servicios.
Hoy
consumimos unas 20 veces más energía que a principios del siglo XX.
La población humana se ha multiplicado desde entonces por un factor
algo superior a 6, lo cual quiere decir que los 7.000 millones de
seres humanos actuales consumimos, en promedio, unas 3 veces más
energía per cápita que el ser humano de principios del siglo XX.
Esta
ingente capacidad de movilización humana es posible porque el 82% de
la energía se extrae de fuentes no renovables de la tercera
dimensión, de la litosfera. No es por factores
monetarios o financieros. Se trata de fuentes de energía que
están sujetas al agotamiento. Incluso la parte correspondiente al
10% de la energía primaria mundial, que proviene de la biomasa y se
supone renovable, tiene también un elevado porcentaje de agotamiento
y no renovabilidad, porque se explota a mayor ritmo que el de
reposición natural. Por ejemplo, si un bosque se poda a una
velocidad inferior a la del crecimiento de sus ramas, el recurso es
renovable; si en cambio se expolia a una velocidad superior, el
bosque desaparece y deja de ser un recurso renovable. Podría decirse
que es cosa de Perogrullo, pero algunos economistas no parecen
entenderlo.
Por
si fuera poco, las últimas mediciones indican que ese consumo de
energía que propicia una transformación tan brutal de los recursos
naturales para la obtención de bienes y para la prestación de
servicios ya sobrepasa entre un 40 y un 50% lo que se ha dado en
llamar la capacidad de carga del planeta; esto es, la capacidad que
tiene la biosfera de regenerarse a su ritmo natural de reemplazo para
seguir manteniendo la base de recursos vitales que dan vida a este
mundo. Por su parte la litosfera, si es que se regenera, lo hace a
ritmos geológicos, que quedan fuera de nuestra escala.
Por
todo lo anterior, creo que el debate entre Juan Torres López y Toño
Hernández sobre las interpretaciones que se dan a los conceptos de
decrecimiento o de crecimiento es un ejercicio algo retórico, ya que
una vez más se los saca de su contexto natural y se olvida el
concepto clave de la ecuación, la energía.
Es
obvio que el crecimiento no es algo malo y, como bien dice Torres
López, es mucho más convincente y agradable como concepto que el
decrecimiento. Pero la Naturaleza ha dispuesto que todo ser vivo
crezca, llegue a un pico o cenit vital y luego venga su declive, su
decrepitud progresiva, su envejecimiento y su muerte. El hecho de que
los individuos estén sometidos a ese ciclo es lo que permite que las
especies se sostengan de forma estable. Nunca antes de nuestra
civilización actual se había ignorado, despreciado o ninguneado
hasta tal punto este principio inmutable, inexorable y natural.
Nunca
tantos seres humanos nos habíamos equivocado tanto al olvidar
que los
crecimientos infinitos no existen en el mundo finito.
Ningún ser vivo puede crecer de manera indefinida. Lo hace hasta que
agota el medio del que vive, y, luego, se colapsa. O bien lo hace
siguiendo los ciclos o ecuaciones de Lotka-Volterra de
relación entre predador y presa, en los que la especie del predador
crece hasta que se agota la base de su recurso y entonces decae hasta
que el ciclo se vuelve a repetir si es que la especie predada –o la
predadora– no terminan de extinguirse.
Podemos ignorar esto y seguir pensando que crecer sin tasa (o incluso como algunos buenistas proponen, hacerlo de forma moderada, para aguantar más) es algo bonito… pero no es realista.
Decrecer
o morir
El
decrecimiento ha dejado de ser una opción o una alternativa y
empieza a ser una circunstancia inexorable. Los síntomas de
llegada al cenit de los principales combustibles fósiles que
alimentan la actividad humana (la economía bien entendida, en suma)
son cada vez más evidentes. Y al cenit de la producción o el flujo
de un combustible finito sólo puede seguir un declive productivo
irreversible.
Desde el año 2006, el petróleo convencional ha llegado a su cenit y la suma de todos los denominados “combustibles líquidos” (una equívoca expresión utilizada en fechas recientes por la Agencia Internacional de la Energía o AIE) se ha mantenido en un angustioso bumpy plateau, es decir, en una ondulante meseta productiva de unos 85 millones de barriles diarios.
Llegados
a este punto, creo que vale la pena recordar aquí el concepto de
Tasa de Retorno Energético o TRE (en inglés, Energy Return
on Energy Invested o ERoEI), que es el cociente entre la cantidad
de energía neta que queda a disposición de la sociedad y la que hay
que consumir en el proceso de obtenerla).
Ese cociente no ha cesado de disminuir desde hace décadas, por la lógica elemental de que se empezó por extraer petróleo de los yacimientos más grandes, de más fácil acceso, más superficiales y de mejor calidad de crudo. Una vez agotados éstos, para extraer la misma cantidad de petróleo se va necesitando cada vez más energía (nótese que digo “más energía”, no “más dinero” como dirían los economistas de la Tierra plana) a medida que hay que desplazarse a campos petrolíferos más lejanos, más profundos, más pequeños, de peor calidad, más inseguros o más inaccesibles.
Ese cociente no ha cesado de disminuir desde hace décadas, por la lógica elemental de que se empezó por extraer petróleo de los yacimientos más grandes, de más fácil acceso, más superficiales y de mejor calidad de crudo. Una vez agotados éstos, para extraer la misma cantidad de petróleo se va necesitando cada vez más energía (nótese que digo “más energía”, no “más dinero” como dirían los economistas de la Tierra plana) a medida que hay que desplazarse a campos petrolíferos más lejanos, más profundos, más pequeños, de peor calidad, más inseguros o más inaccesibles.
Esto
supone una disminución de la energía neta disponible para
la sociedad mundial, ya que el complemento compensatorio se reemplaza
con fuentes de energía de mucho menor rendimiento neto o “no
convencionales”, es decir, con petróleos de aguas ultraprofundas,
de esquistos o pizarras bituminosas, de zonas polares o de líquidos
provenientes del gas natural o de la exasperante utilización masiva
de biocombustibles provenientes de cultivos que en muchos casos
compiten con la alimentación humana para nutrir los estómagos de
las máquinas.
Si
consideramos que el petróleo mueve el 95% del transporte mundial,
resulta muy inquietante que apenas algún economista haya sido capaz
de intuir siquiera la posibilidad de una mínima relación entre este
estancamiento del aporte energético global y neto a la sociedad
mundial y la crisis económica y financiera también global que se
desató en 2008, justo pocos meses después de que los “mercados”
estableciesen el precio del petróleo en 148 dólares por barril.
Como si la energía y la economía fuesen conjuntos absolutamente
ajenos entre sí…
El
petróleo, por ser el combustible más potente, manejable y versátil,
además del de mayor volumen de toda la cesta energética mundial,
tiene una relación todavía más directa con la actividad económica
que el resto de la energía primaria.
En
consecuencia, por mucho que las masas desinformadas prefieran las
mentiras piadosas a las verdades como puños, en la actualidad ya no
se trata de “preferir” el crecimiento al decrecimiento ni de
elegir entre la “verdad incómoda” del decrecimiento o la
“mentira reconfortante” del crecimiento, sino de analizar y
orientar los posibles e inexorables caminos que se abren ante nosotros para decrecer, porque como bien decía
Margarita Mediavilla en su excelente artículo “Decrecer
bien o decrecer mal”,
el decrecimiento es un hecho, no una opción.
O
decrecemos voluntariamente y de la forma más organizada posible
hasta niveles que permitan una vida verdaderamente sostenible sobre
el planeta (que no tiene por qué ser indigna, pero desde luego va a
ser mucho menos intensa que la actual en la capacidad de transformar
el medio) o la Naturaleza se encargará de hacerlo por nosotros de
forma mucho más dolorosa para la Humanidad.
Cuando
Torres López dice:
Simplemente
discrepo del concepto de decrecimiento que utilizan para definir
tales estrategias porque creo que carece de rigor, que no puede
hacerse operativo, porque creo que no responde a la realidad del
capitalismo de nuestros días y porque, por esas razones, me parece
que solo puede servir para estimular una creencia o simples acciones
testimonialitas pero no para combatir eficazmente el capitalismo.
creo
que quien carece de rigor es él. En el mundo físico, cuyas leyes
están por encima de las leyes económicas, sólo se crece en
actividad y capacidad de producción de bienes y prestación de
servicios si existe la disponibilidad energética para
hacerlo. El hecho de que en los últimos 150 años haya habido
importantes crecimientos sostenidos, que se han basado en la
explotación creciente de los combustibles fósiles y cuyos datos son
tan públicos como rigurosos, no implica en absoluto que esto pueda
seguir así de forma indefinida.
Es
más, no sólo se acumulan las pruebas de que el petróleo está ya
en su cenit o pico de producción mundial, sino que también empieza
a estar claro que el gas natural será el siguiente en llegar a su
cenit dentro de una o dos décadas y que un poco más adelante le
tocará el turno al carbón. Sobre todo en lo que respecta a los
aportes energéticos netos reales, que son cada vez
menores a medida que hay que ir a explotar recursos de menor
contenido energético y calidad, más lejanos, más profundos y de
yacimientos cada vez más pequeños e impuros.
¿Nos
salvarán las energías llamadas renovables o la nuclear?
Hay
quienes tienen la esperanza de que las energías renovables o la
nuclear puedan compensar con sus propios aportes la progresiva
disminución de energía fósil en tiempo real, es decir, aumentando
sus flujos en proporción inversa a la mengua de combustibles
fósiles.
No
me extenderé mucho en este aspecto. Señalaré solamente que el
mundo consumió en 2005 unos 509 Exajulios de energía. Expresados en
valores energéticos comprensibles para el lector, esos 509 Exajulios
equivalen a unas 15.000 centrales nucleares de 1 Gigavatio o a unos
12.000 millones de toneladas de petróleo equivalente.
Lo
curioso es que pocos son conscientes de que, de toda esa gigantesca
cantidad, apenas 59 Exajulios (es decir, un 10,6%) fueron el aporte
energético eléctrico a la sociedad mundial. Eso significa, ni más
ni menos, que nuestra sociedad industrial y capitalista actual en su
conjunto es fundamentalmente no eléctrica. Y como las
energías renovables modernas y la nuclear sólo producen
electricidad, el cambio de las infraestructuras mundiales desde
la energía fósil a la eléctrica sería una tarea titánica cuya
existencia sólo es posible en las pizarras de algunos ilusionistas.
Pero,
además, lo cierto es que las reservas probadas de uranio dan para
unos 60 años de consumo en las 440 centrales nucleares que operan en
la actualidad (y eso si nos olvidamos de la inolvidable Fukushima y
de las que todavía siguen detenidas en Japón como consecuencia del
terremoto y el tsunami posterior). Si consideramos que una central
nuclear suele tardar unos diez años en generar el primer vatio desde
que se planifica hasta que empieza a funcionar, la tarea de construir
varios miles de centrales nucleares es algo insensato, porque antes
de tener a punto los primeros centenares se habrían agotado todas
las reservas mundiales existentes de uranio... por no hablar de que
su cenit mundial de producción será muy anterior al agotamiento
total, como hemos visto que sucede con el petróleo.
Con
respecto a la posibilidad de que las modernas energías renovables
(eólica y solar, fundamentalmente) cumplan la tarea, por mucha buena
voluntad que tengamos y por mucho informe que alguna organización
ecologista haya publicado, la realidad es que los 200.000 MW de
potencia eólica que había instalada en el planeta a finales de 2010
produjeron un 1,8% de la electricidad que el mundo consumió ese año.
A
esto se le añade el agravante de que entre el año 2009 y el 2010 el
consumo eléctrico mundial aumentó un 5,9%. Si se considera que toda
la capacidad mundial de producción de aerogeneradores llegó a
suministrar en 2010 unos 40.000 MW, las matemáticas indican que sólo
para cubrir el aumento del consumo eléctrico mundial de 2010 habría
que haber multiplicado por 15 la producción mundial de
aerogeneradores.
Si,
además, lo que se pretende –en el poco tiempo de que ya
disponemos– es sustituir la generación eléctrica de origen fósil
o nuclear por la eólica, sería necesario aumentar esa capacidad
fabril entre 50 y 100 veces. Y aún así, lo único que se estaría
resolviendo –en las pocas décadas de que ya tampoco disponemos–
es el problema del suministro eléctrico (que, recuérdese, fueron
sólo unos 54 de un total de 509 Exajulios). Por supuesto, si lo que
se pretende es resolver el problema del aporte de la energía
fósil en todos los ámbitos las escalas se
multiplican hasta lo utópico.
A
nadie se le oculta que estos sistemas renovables, por más deseables
que sean, han sido instalados fundamentalmente en países muy
desarrollados (el 67% en Europa o en América del Norte) y el 28% en
países emergentes, todos ellos con políticas de primas y
subvenciones.
Tales
primas y subvenciones son posibles en las sociedades con excedentes
dinerarios y, por lo tanto, energéticos (por supuesto,
fundamentalmente de origen fósil), lo cual hace muy dudoso que, si
estas sociedades empiezan a declinar por falta de los combustibles
que ahora las alimentan, vayan a poder seguir destinando los ingentes
recursos mencionados a esos reemplazos.
Por
último, tampoco los partidarios de estas energías se han visto
jamás ante la tesitura de tener que analizar el impacto de estos
desarrollos elefantiásicos desde una visión de arriba abajo
(top-down). Hasta ahora se han contentado con hacerla de abajo
arriba (bottom-up), es decir, se instala un anemómetro en un
campo y si produce x energía, se multiplica x por el número de
aerogeneradores y eso es lo que se espera obtener de dicho campo.
En
una reciente publicación de la prestigiosa revista Energy
Policy,
titulado “Global
wind power potential: Physical and technological limits”
[El potencial global de la energía eólica: límites físicos y
tecnológicos], los profesores Carlos de Castro, Margarita
Mediavilla, Luis Javier de Miguel y Fernando Frechoso, investigadores
de la Universidad de Valladolid, concluyen que el límite técnico
superior a escala mundial que se podría llegar a captar de forma
eólica sería del orden de 1 TW, totalmente insuficiente para pensar
en cubrir las fauces de ese ominoso Oil-i-Gator:
la llamada “brecha creciente” que van a ir dejando los
combustibles fósiles.
Y
en cuanto a la energía solar, a la que se concede un mayor grado de
potencial teórico, sin lugar a dudas la situación es similar en los
aspectos analizados para la energía eólica: el 75% de todas las
instalaciones mundiales se han llevado a cabo en Europa y el 15% en
USA y Japón, es decir, en sociedades (hasta ahora) muy excedentarias
en poder económico y financiero (y, por lo tanto, en excedente
energético) que podían permitirse destinar sus excedentes a estos
menesteres. Y, aún así, en 2010 apenas produjeron el 0,28% de la
electricidad mundial. Sus menos de 20.000 MW de capacidad fabril
anual deberían multiplicarse como los panes y los peces para poder
obrar un milagro.
Lo
peor es que, por poner un ejemplo concreto, ni los gobiernos griego,
portugués, irlandés, español o italiano, que han impulsado
considerablemente estas energías en Europa, parecen estar en
condiciones de seguir haciéndolo tras la aparición de los primeros
síntomas de agotamiento o llegada al cenit económico (y energético)
de sus sociedades, alimentadas principal y básicamente por energía
fósil. Otro de los detalles que está siendo sorprendentemente
ignorado por la mayor parte de la economía convencional, es que son
precisamente esos países europeos con mayor crisis los que sufren
las mayores dependencias energéticas, especialmente de petróleo, de
toda la UE.
Y,
por supuesto, también la energía solar adolece del grave problema
de que hasta ahora nadie ha hecho estudios de “arriba abajo” para
ver si estos sistemas también tienen límites técnicos y ecológicos
inferiores a los que se les supone. Los primeros estudios en borrador
parecen apuntar a límites considerables, incluso si el orden de su
magnitud es superior al de los eólicos.
Sus
rendimientos netos, algo que debería preocupar a todo científico o
economista antes de lanzarse al vacío de una producción masiva,
parecen dejar mucho que desear, aunque los estudios publicados hasta
la fecha indiquen que tienen Tasas de Retorno Energético (TRE) de
entre 8 y 20. Los estudios que está acabando quien esto suscribe,
revisados por varios profesores de distintos países expertos en la
materia, incluyen los costes energéticos de los entornos sociales
–imprescindibles para que estos sistemas se puedan producir y
mantener– e indican una TRE por debajo de 3. Esa Tasa de Retorno
Energético no podría sostener a una sociedad con una intensidad de
consumo como la actual, aunque no hubiese otros límites técnicos o
ecológicos.
Lo
que no puede ser no puede ser y, además, es impossible
Es
evidente, sin ningún género de dudas y sin tener que decirlo con
cierta vergüenza, que abogar por el decrecimiento es abogar por la
disminución de la magnitud energética que predetermina la
producción, el consumo o ambas cosas a la vez.
Es
cierto que algunos partidarios del decrecimiento no se han
planteado qué volumen de decrecimiento proponen para alcanzar sus
objetivos. Además, hay que plantearse el lapso temporal para
llevarlo a cabo, porque el tiempo se acaba inexorablemente.
Es
cierto que muchos grupos ecologistas han perdido demasiado
tiempo hablando de “desarrollo sostenible”, algo que
es físicamente imposible. Y lo peor es que, además, el
mundo industrial, empresarial y financiero no ha dudado en apropiarse
del concepto para sus propios fines.
Es
cierto que todavía hay grupos ecologistas que siguen
insistiendo en que con las llamadas energías renovables, que en
realidad son sistemas no renovables capaces de
captar parte de los flujos de energía renovable del planeta, podemos
seguir la senda de la llamada sostenibilidad en estos niveles
insostenibles.
Pero
no es menos cierto que los economistas que abogan por
crecimientos sostenidos y moderados también adolecen de una extrema
ausencia de rigor, pues olvidan o ignoran una máxima incuestionable
que el vulgo atribuye al legendario torero Rafael Gómez Ortega,
apodado “El Gallo” (1882-1960): “Lo que no puede ser no puede
ser y, además, es imposible”.
En
la economía actual o convencional, los economistas consideran que
crecer un 9% anual, como hace China, es la prueba de una economía
floreciente; que crecer un 3% anual no sólo es lo normal sino que,
por alguna razón que desconozco, es la frontera mínima para empezar
a “crear empleo” (la obsesión de vincular el empleo al
crecimiento, cuando existe constancia histórica de sociedades
humanas sin crecimiento económico perceptible durante largos
periodos de tiempo y, sin embargo, con niveles de empleo
generalizados). Y, por último, el simple hecho de no crecer lleva a
cualquier partido político a la derrota electoral en esta democracia
representativa que impera en Occidente.
Proyecciones
para un futuro incierto
Con
tales premisas, cabe plantear lo siguiente:
Supongamos
que se acepta que el crecimiento de una economía nacional, como la
española, sea de un moderado 3% anual (que siempre es acumulativo) y
proyectemos luego matemáticamente ese 3% a lo largo del tiempo: al
cabo de 25 años la actividad económica actual se habrá duplicado;
al cabo de 50 se habrá cuadruplicado y al cabo de 100 se habrá
multiplicado por 16.
Estas
cifras hacen que surjan las siguientes preguntas: ¿Podrá España
producir en 2110 16 veces más autovías que hoy; 16 veces más
líneas de alta velocidad; 16 veces más túneles, obras públicas o
edificios que hoy? Si hoy en día tenemos capacidad fabril para cerca
de 3 millones de vehículos privados al año, ¿podremos permitirnos
la fabricación de 50 millones de vehículos privados anuales, aunque
sean eléctricos? ¿Botellines o latas de cerveza, aunque sean
reciclables? Y así con cualquier actividad económica productiva o
de servicios. ¿Podremos acoger a 800 millones de turistas al año,
16 veces más de los 50 que ahora acogemos? ¿Podremos tener 16 veces
más sucursales bancarias?
Se
reconozca o no, el modelo actual está agotado. Punto y final.
Finiquito. No es aceptable la vaguedad con que se despacha esta grave
contradicción del crecimiento exponencial posible vendiendo
entelequias de actividad económica intangible para suplir esta
monstruosa capacidad de transformación del mundo físico que hemos
alcanzado con conceptos etéreos que, supuestamente,
ni alteran ni manchan la naturaleza y que, también supuestamente,
permitirán que la máquina siga funcionando. El mundo no funciona
así.
Y
en cuanto al volumen de decrecimiento, si existe un mínimo de
seriedad y compromiso hay que ir más allá de la vaguedad del “hay
que hacerlo”. En un artículo que publiqué recientemente, titulado
“Un
mensaje a los indignados occidentales”,
expuse con la ayuda de datos del mundo físico cuál es el volumen de
decrecimiento que sería necesario para alcanzar un mundo sostenible
y sugerí por dónde empezar: lógicamente por los que más consumen.
Sin duda los datos son muy preocupantes, pero a veces es mejor decir
la verdad de una vez por todas que seguir instalados en el sopor del
sueño del crecimiento infinito.
Por
otra parte, los economistas anclados en el crecimiento también
tienen la obligación de hacer examen de conciencia. Ya está bien de
abogar por crecimientos más o menos limitados sin explicar las
consecuencias a largo plazo y mirando únicamente las hipnóticas
pantallas giratorias de la bolsa de valores, los indicadores
bursátiles, los Presupuestos Generales del Estado o la mera
satisfacción del placer, del confort o de la comodidad de sus
conciudadanos a toda costa.
Pedro
Pérez Prieto - Tlaxcala
Presentación
del editor (Manuel Talens)
Notas:
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