1/10/19

Lo que no puede ser no puede ser y, además, es impossible


CRECER O DECRECER: That is the question 


Según la Wikipedia, “el crecimiento económico es el aumento de la renta o valor de bienes y servicios finales producidos por una economía (generalmente un país o una región) en un determinado período. A grandes rasgos, el crecimiento económico se refiere al incremento de ciertos indicadores, como la producción de bienes y servicios, el mayor consumo de energía, el ahorro, la inversión, una balanza comercial favorable, el aumento de consumo de calorías per cápita, etc. El mejoramiento de estos indicadores debería llevar teóricamente a un alza en los estándares de vida de la población.” [1]

También según la Wikipedia, “El decrecimiento es una corriente de pensamiento político, económico y social favorable a la disminución regular controlada de la producción económica con el objetivo de establecer una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, pero también entre los propios seres humanos. Rechaza el objetivo de crecimiento económico en sí del liberalismo. [2]


Este artículo de Pedro Prieto, Vicepresidente de la Asociación para el Estudio de los Recursos Energéticos (AEREN) y miembro del panel internacional de la ASPO (The Association For the Study of Peak Oil and Gas), es una reflexión crítica sobre los retos energéticos que afronta nuestro planeta en esta segunda década del siglo XXI a causa del cada vez más cercano declive en la producción de combustibles fósiles. Parece axiomático que bajo el envoltorio financiero de la crisis económica actual se esconde agazapado un monstruo mucho más feroz que el de las irrestituibles deudas soberanas de prácticamente todos los Estados del mundo: el de la crisis energética. 

Sin la energía necesaria para mantener en marcha la máquina insaciable del capitalismo será imposible seguir creciendo y, pese a ello, son muy pocas –y poco escuchadas– las voces que se alzan para inyectar sentido común en las mentes de los líderes políticos que, como ciegos, cada día nos acercan más al precipicio de un utópico crecimiento, ignorando –¿o quizá ocultando?– que decrecer ha dejado de ser una opción para convertirse en algo ya tan ineludible como respirar o morir.

Prieto toma aquí como excusa una polémica, a propósito del decrecimiento, que en fechas recientes tuvo lugar en el sitio web www.rebelion.org entre un economista socialdemócrata y un ecologista. Por supuesto, el artículo que sigue a continuación no necesita de dicho contexto y puede leerse de forma independiente. Quienes no obstante deseen acceder a la polémica pueden hacerlo en estos enlaces:

1) Sobre el concepto del decrecimiento (Juan Torres López)

He seguido con interés el debate que mantuvieron Juan Torres López y Toño Hernández en las páginas de Rebelión a propósito del concepto de  decrecimiento y, dado que discrepo con algunas de las propuestas de ambos, me permito aportar un enfoque ligeramente matizado en las líneas que siguen.

Para empezar, tengo por cierto que, según cómo se plantee, el concepto de decrecimiento puede adolecer de inconsistencias. Por otra parte, a pesar de que siento simpatía por aquellos que de buena fe tratan de seguir “creciendo” en este mundo finito, coincido con Torres López y Hernández en que ese tipo de “crecimiento” también adolece de inconsistencias.

En primer lugar, creo obligado fijar unos principios para el planteamiento de mis puntos de vista.

Sobre si es posible crecer más o en qué forma y cómo puede hacerse, lo plantearé desde un punto de vista físico, porque los términos económicos al uso me resultan cada vez más extraños, ininteligibles y, las más de las veces, incoherentes, dicho esto con todos los respetos por quienes de buena fe, como es el caso de Juan Torres López o Vicenç Navarro, escriben profusamente sobre el tema con la intención de enseñar a los mortales no economistas –desde la perspectiva económica moderna– qué es lo que está pasando en este mundo.

Mi elección del punto de vista físico no es casual: cuando mido algo en el mundo real lo hago por medio de patrones inalterables, como el sistema de pesas y medidas. Un kilo, un litro, un metro, un grado centígrado, un vatio, un caballo de vapor son cosas que uno puede medir, valorar y comparar con carácter universal.

Sin embargo, el precio de una compañía como Telefónica o Exxon puede variar su valor bursátil hasta un 5 o un 8%… ¡en un solo día!, y ello tanto hacia arriba como hacia abajo sin que sus bienes tangibles, medibles, físicos, hayan cambiado un ápice en ese breve período de tiempo. La intangibilidad bursátil y el aumento gradual de los vaivenes a que asistimos desde hace tiempo han hecho que algunos pongamos en duda lo que nos dicen personas por otra parte muy fiables cuando nos explican el mundo y estas variaciones a través de “la realidad del capitalismo de nuestros días”.

Pondré un ejemplo: el concepto de la “prima de riesgo país” y la forma en que la economía convencional trata este asunto adolecen de una absoluta falta de rigor. Se fija un valor 100 para bonos del Estado alemán y el resto de países, al menos los de la Unión Europea, tienen que pagar lo que se ha dado en llamar un “diferencial” sobre ese valor; obviamente, esos países suelen situarse varios puntos porcentuales por encima.

Según este principio, la economía convencional supone que el valor alemán es inalterable, mientras que los demás países están sujetos a fluctuación y a pérdida o ganancia de confianza.

Al parecer, las fábricas, los bancos, las empresas de servicios o los sistemas bancario y financiero de Alemania son como la barra de platino iridiado que se conserva en el Museo de pesas y medidas de París y que definió por primera vez al metro como unidad de longitud. Eso sí que es una falta grave de rigor y seguramente nos sucede porque desde la desaparición de un patrón universal, como fue el oro, hemos perdido el norte de las referencias económicas.

La energía como factor de crecimiento

En el sistema escolar de mi juventud (ni siquiera había que llegar al grado universitario), se nos explicaba que la energía es la capacidad de realizar trabajo. Se trata de un principio físico, medible, inalterable y que responde perfectamente a las leyes de la termodinámica que, según Einstein (y algo sabía de esto), eran las leyes más incontestables del universo.

Y si a su vez consideramos que el trabajo es la esencia de la actividad económica, de la creación de bienes y de la prestación de servicios, es evidente que la actividad económica estará ligada, por obligación, a la disponibilidad de energía para llevar a cabo dicho trabajo.

Aunque la economía clásica utiliza muchos parámetros (de hecho, cada vez más) para medir la actividad económica, la forma más conocida para medirla es el Producto Interior Bruto o PIB. Creo entender que tanto Torres López como Hernández están de acuerdo en que el PIB no es necesariamente lo que determina, al menos de forma directa y comprobada, mayor bienestar o felicidad o seguridad para la especie humana. Se ha criticado a la izquierda por referirse también a este parámetro, pero no tanto a la economía clásica por seguir metiéndonoslo a diario con un embudo.

Por todo lo anterior, creo que puede establecerse una correlación según la cual la actividad económica sólo puede aumentar si al mismo tiempo aumenta la cantidad de energía puesta a disposición de la sociedad, sobre todo cuando se utilizan baremos de medida mundiales, no regionales, que podrían falsear los resultados.

A partir del hombre de Cromagnon (homo sapiens-sapiens, por fijar un límite), la energía que éste utilizaba provino durante unos dos millones de años de la biosfera, un medio prácticamente bidimensional que comprende la capa fértil de la Tierra y las láminas de agua superficiales. En esos dos millones de años, ninguno de nuestros antepasados tuvo grandes problemas con los conceptos de sostenibilidad/sustentabilidad o con el crecimiento o el decrecimiento.

Predominaba entonces (y parece que en determinados ámbitos todavía predomina) el mandato bíblico del “creced y multiplicaos” y para los pocos millones de individuos de la especie humana la Naturaleza era, por un lado, una amenaza a la que vencer y dominar y, por el otro, una fuente infinita de recursos nutritivos.

De eso se deducía que cuanta más proliferación humana y más actividad hubiese, mejor iba todo. De cualquier forma, era una suerte de imitación y cumplimiento del impulso animal y vegetal de patrón exponencial de reproducción, también inherente a los humanos como animales mamíferos vertebrados superiores. Hasta aquí no hay nada que objetar, porque la experiencia les mostraba que la Naturaleza se encargaba de equilibrar los crecimientos exponenciales de plantas o animales que sobrepasaban las posibilidades de los recursos del entorno que eran capaces de habitar.

Así transcurrieron esos dos millones de años, con algún salto en los consumos, como cuando los humanos descubrieron el fuego hace aproximadamente medio millón de años y se apropiaron por primera vez de energía exosomática, que los griegos tan bien reflejaron con el mito de Prometeo; o como cuando, hace unos 7 o 9.000 años, inventaron la agricultura y empezaron a domesticar animales en su propio provecho.

Sin duda aquellos fueron saltos cuantitativos en el aumento del consumo y también en una cierta mejora del bienestar material de la especie, todos ellos a costa de una mayor capacidad de transformación (en definitiva, de un deterioro) de la Naturaleza que, sin embargo, todavía estaba lejos de mostrarnos sus límites planetarios.

En este punto, quizá convenga añadir que existen revisiones antropológicas y sociológicas de los conceptos de “evolución” y “progreso”, según las cuales el inicio de los cultivos de plantas y de la domesticación de animales por parte de los humanos quizá no se debiesen tanto a su inteligencia superior como al agotamiento de las fuentes tradicionales de suministro que aquellos cazadores-recolectores tenían a su alcance.

En cualquier caso, ha sido apenas en los últimos 150 años cuando el mundo ha sufrido la transformación más radical de su historia: primero con la llegada de los motores de vapor y, más tarde, con los de explosión en sus dos grandes versiones (Otto y Diesel). La máquina de vapor inicialmente funcionaba con madera y muy pronto pasó a hacerlo con carbón, cuando el ritmo de explotación de los bosques se hizo insostenible en la Inglaterra del siglo XIX.

Esto provocó la primera explotación masiva de los recursos energéticos del subsuelo. Por primera vez en su historia, los humanos empezaron a utilizar masivamente recursos energéticos de la litosfera.

Hoy en día las máquinas multiplican la capacidad de realizar trabajo del propio metabolismo de los seres humanos hasta extremos que dañan aceleradamente la propia base del recurso que les permite vivir: la biosfera.

En la actualidad, la sociedad humana se mueve, con los desajustes y desequilibrios en el reparto de los recursos que todos conocemos, con prácticamente un 82% de los aportes energéticos que obtiene de la litosfera. Es preciso destacar que se trata de fuentes energéticas limitadas, finitas.

El 18% restante, que proviene de la biosfera, está constituido por los saltos hidroeléctricos, que en algunos continentes, como el europeo, están agotados en un 85% de las grandes cuencas fluviales, así como en el uso tradicional de la biomasa (madera, leña, residuos agrícolas, bostas de vaca, etc.), que todavía para muchos países pobres representan un 30% de su uso energético total, mientras que para otros más avanzados apenas suponen el 3%. En el ámbito mundial, la biomasa constituye aproximadamente un 10% de la energía primaria que el mundo consume, pero no deberíamos esperar aumentos en los aportes de esta fuente bidimensional, porque ya hemos hecho desaparecer el 50% de los bosques originales del planeta y el ritmo de destrucción neta de los mismos (deforestación, menor crecimiento natural e insuficiente reforestación artificial) se sitúa en un 1% anual.

Llegados a este punto, añadiré que quienes estamos preocupados por los aportes energéticos en este mundo solemos citar al célebre economista Kenneth Boulding, de la American Economic Association y de la American Association for the Advancement of Sciences: “Quien crea que el crecimiento exponencial puede continuar para siempre en un mundo finito es un loco o un economista”.

La energía y los economistas de la Tierra plana

En la economía clásica todo tiene un valor de mercado, incluida la energía que hoy mueve a la sociedad mundial. Pero muchos economistas de esos que en biofísica denominamos “de la Tierra plana” (es decir, aquellos que entienden que el crecimiento no tiene límites, por lo menos visibles o inmediatos, de la misma manera que los navegantes anteriores a Colón pensaban que la Tierra era plana y siempre había un “más allá”) no son conscientes de la terrible asimetría que supone la relación entre la energía y todos los bienes y servicios que la energía disponible facilita a la sociedad.

Pondré un ejemplo didáctico: supongamos que un automóvil cuesta 20.000 euros y que el litro de la gasolina que utiliza su motor cuesta 1 euro. Parece lógico llegar a la conclusión de que ese automóvil y 20.000 litros de gasolina son equivalentes.

Sin embargo, la energía no es un bien de consumo más, por mucho que la economía clásica así lo considere y que la ciudadanía se haya acostumbrado a que así sea. Muy al contrario, la energía es el requisito previo e imprescindible para que se puedan dar todos los demás bienes y prestar todos los demás servicios, pero no al revés.

Éste es un aspecto crucial que parece incomprensible para muchos economistas de la Tierra plana, un aspecto que sí tienen claro los economistas biofísicos, como José Manuel Naredo, a quien por fortuna ni Torres López ni Hernández discuten, o Joan Martínez Alier, otra figura de reconocido prestigio mundial en la economía del sentido común vinculada a las realidades físicas o, más recientemente, Oscar Carpintero, por citar sólo a tres. 

La disponibilidad de energía predetermina la posibilidad de realizar trabajo y, por lo tanto, predetermina la actividad económica. Esto no es algo reversible ni simétrico, por más que algunos economistas se empeñen en que para que la energía surja y quede a nuestra disposición sólo hace falta fijar un precio de mercado lo suficientemente alto como para que el mercado la provea.

Es muy habitual que los economistas –y no sólo los denominados neoclásicos– asuman, supongan o crean que la economía mundial se mueve con dinero en vez de con energía, lo cual hace que algunos científicos consideren que han perdido el contacto con la realidad.

Si la energía de que dispongo es exclusivamente la que tenía el homo sapiens-sapiens, es decir, la que podía ingresar de la ingesta de alimentos, mi capacidad de transformación de la Naturaleza y de creación de bienes y prestación de servicios se reduce a la de mi aparato musculoesquelético, es decir, a la de una máquina de apenas unos 100 vatios de potencia.

Si además utilizo la energía exosomática del fuego, podré realizar transformaciones algo mayores y aumentar la actividad. Si sobre ella añado la domesticación de animales puestos a mi servicio y la obtención de alimentos de forma más fácil mediante el cultivo, alcanzaré mayor capacidad de transformación de la Naturaleza en lo tocante a la producción de bienes o prestación de servicios.

Hoy consumimos unas 20 veces más energía que a principios del siglo XX. La población humana se ha multiplicado desde entonces por un factor algo superior a 6, lo cual quiere decir que los 7.000 millones de seres humanos actuales consumimos, en promedio, unas 3 veces más energía per cápita que el ser humano de principios del siglo XX.

Esta ingente capacidad de movilización humana es posible porque el 82% de la energía se extrae de fuentes no renovables de la tercera dimensión, de la litosfera. No es por factores monetarios o financieros. Se trata de fuentes de energía que están sujetas al agotamiento. Incluso la parte correspondiente al 10% de la energía primaria mundial, que proviene de la biomasa y se supone renovable, tiene también un elevado porcentaje de agotamiento y no renovabilidad, porque se explota a mayor ritmo que el de reposición natural. Por ejemplo, si un bosque se poda a una velocidad inferior a la del crecimiento de sus ramas, el recurso es renovable; si en cambio se expolia a una velocidad superior, el bosque desaparece y deja de ser un recurso renovable. Podría decirse que es cosa de Perogrullo, pero algunos economistas no parecen entenderlo.

Por si fuera poco, las últimas mediciones indican que ese consumo de energía que propicia una transformación tan brutal de los recursos naturales para la obtención de bienes y para la prestación de servicios ya sobrepasa entre un 40 y un 50% lo que se ha dado en llamar la capacidad de carga del planeta; esto es, la capacidad que tiene la biosfera de regenerarse a su ritmo natural de reemplazo para seguir manteniendo la base de recursos vitales que dan vida a este mundo. Por su parte la litosfera, si es que se regenera, lo hace a ritmos geológicos, que quedan fuera de nuestra escala.

Por todo lo anterior, creo que el debate entre Juan Torres López y Toño Hernández sobre las interpretaciones que se dan a los conceptos de decrecimiento o de crecimiento es un ejercicio algo retórico, ya que una vez más se los saca de su contexto natural y se olvida el concepto clave de la ecuación, la energía.

Es obvio que el crecimiento no es algo malo y, como bien dice Torres López, es mucho más convincente y agradable como concepto que el decrecimiento. Pero la Naturaleza ha dispuesto que todo ser vivo crezca, llegue a un pico o cenit vital y luego venga su declive, su decrepitud progresiva, su envejecimiento y su muerte. El hecho de que los individuos estén sometidos a ese ciclo es lo que permite que las especies se sostengan de forma estable. Nunca antes de nuestra civilización actual se había ignorado, despreciado o ninguneado hasta tal punto este principio inmutable, inexorable y natural.

Nunca tantos seres humanos nos habíamos equivocado tanto al olvidar que los crecimientos infinitos no existen en el mundo finito. Ningún ser vivo puede crecer de manera indefinida. Lo hace hasta que agota el medio del que vive, y, luego, se colapsa. O bien lo hace siguiendo los ciclos o ecuaciones de Lotka-Volterra de relación entre predador y presa, en los que la especie del predador crece hasta que se agota la base de su recurso y entonces decae hasta que el ciclo se vuelve a repetir si es que la especie predada –o la predadora– no terminan de extinguirse.

Podemos ignorar esto y seguir pensando que crecer sin tasa (o incluso como algunos buenistas proponen, hacerlo de forma moderada, para aguantar más) es algo bonito… pero no es realista.

Decrecer o morir

El decrecimiento ha dejado de ser una opción o una alternativa y empieza a ser una circunstancia inexorable. Los síntomas de llegada al cenit de los principales combustibles fósiles que alimentan la actividad humana (la economía bien entendida, en suma) son cada vez más evidentes. Y al cenit de la producción o el flujo de un combustible finito sólo puede seguir un declive productivo irreversible.


Desde el año 2006, el petróleo convencional ha llegado a su cenit y la suma de todos los denominados “combustibles líquidos” (una equívoca expresión utilizada en fechas recientes por la Agencia Internacional de la Energía o AIE) se ha mantenido en un angustioso bumpy plateau, es decir, en una ondulante meseta productiva de unos 85 millones de barriles diarios.

Llegados a este punto, creo que vale la pena recordar aquí el concepto de Tasa de Retorno Energético o TRE (en inglés, Energy Return on Energy Invested o ERoEI), que es el cociente entre la cantidad de energía neta que queda a disposición de la sociedad y la que hay que consumir en el proceso de obtenerla).

Ese cociente no ha cesado de disminuir desde hace décadas, por la lógica elemental de que se empezó por extraer petróleo de los yacimientos más grandes, de más fácil acceso, más superficiales y de mejor calidad de crudo. Una vez agotados éstos, para extraer la misma cantidad de petróleo se va necesitando cada vez más energía (nótese que digo “más energía”, no “más dinero” como dirían los economistas de la Tierra plana) a medida que hay que desplazarse a campos petrolíferos más lejanos, más profundos, más pequeños, de peor calidad, más inseguros o más inaccesibles.

Esto supone una disminución de la energía neta disponible para la sociedad mundial, ya que el complemento compensatorio se reemplaza con fuentes de energía de mucho menor rendimiento neto o “no convencionales”, es decir, con petróleos de aguas ultraprofundas, de esquistos o pizarras bituminosas, de zonas polares o de líquidos provenientes del gas natural o de la exasperante utilización masiva de biocombustibles provenientes de cultivos que en muchos casos compiten con la alimentación humana para nutrir los estómagos de las máquinas.

Si consideramos que el petróleo mueve el 95% del transporte mundial, resulta muy inquietante que apenas algún economista haya sido capaz de intuir siquiera la posibilidad de una mínima relación entre este estancamiento del aporte energético global y neto a la sociedad mundial y la crisis económica y financiera también global que se desató en 2008, justo pocos meses después de que los “mercados” estableciesen el precio del petróleo en 148 dólares por barril. Como si la energía y la economía fuesen conjuntos absolutamente ajenos entre sí…

El petróleo, por ser el combustible más potente, manejable y versátil, además del de mayor volumen de toda la cesta energética mundial, tiene una relación todavía más directa con la actividad económica que el resto de la energía primaria.

En consecuencia, por mucho que las masas desinformadas prefieran las mentiras piadosas a las verdades como puños, en la actualidad ya no se trata de “preferir” el crecimiento al decrecimiento ni de elegir entre la “verdad incómoda” del decrecimiento o la “mentira reconfortante” del crecimiento, sino de analizar y orientar los posibles e inexorables caminos que se abren ante nosotros para decrecer, porque como bien decía Margarita Mediavilla en su excelente artículo “Decrecer bien o decrecer mal”, el decrecimiento es un hecho, no una opción.

O decrecemos voluntariamente y de la forma más organizada posible hasta niveles que permitan una vida verdaderamente sostenible sobre el planeta (que no tiene por qué ser indigna, pero desde luego va a ser mucho menos intensa que la actual en la capacidad de transformar el medio) o la Naturaleza se encargará de hacerlo por nosotros de forma mucho más dolorosa para la Humanidad.

Cuando Torres López dice:
Simplemente discrepo del concepto de decrecimiento que utilizan para definir tales estrategias porque creo que carece de rigor, que no puede hacerse operativo, porque creo que no responde a la realidad del capitalismo de nuestros días y porque, por esas razones, me parece que solo puede servir para estimular una creencia o simples acciones testimonialitas pero no para combatir eficazmente el capitalismo.

creo que quien carece de rigor es él. En el mundo físico, cuyas leyes están por encima de las leyes económicas, sólo se crece en actividad y capacidad de producción de bienes y prestación de servicios si existe la disponibilidad energética para hacerlo. El hecho de que en los últimos 150 años haya habido importantes crecimientos sostenidos, que se han basado en la explotación creciente de los combustibles fósiles y cuyos datos son tan públicos como rigurosos, no implica en absoluto que esto pueda seguir así de forma indefinida.

Es más, no sólo se acumulan las pruebas de que el petróleo está ya en su cenit o pico de producción mundial, sino que también empieza a estar claro que el gas natural será el siguiente en llegar a su cenit dentro de una o dos décadas y que un poco más adelante le tocará el turno al carbón. Sobre todo en lo que respecta a los aportes energéticos netos reales, que son cada vez menores a medida que hay que ir a explotar recursos de menor contenido energético y calidad, más lejanos, más profundos y de yacimientos cada vez más pequeños e impuros.

¿Nos salvarán las energías llamadas renovables o la nuclear?

Hay quienes tienen la esperanza de que las energías renovables o la nuclear puedan compensar con sus propios aportes la progresiva disminución de energía fósil en tiempo real, es decir, aumentando sus flujos en proporción inversa a la mengua de combustibles fósiles.

No me extenderé mucho en este aspecto. Señalaré solamente que el mundo consumió en 2005 unos 509 Exajulios de energía. Expresados en valores energéticos comprensibles para el lector, esos 509 Exajulios equivalen a unas 15.000 centrales nucleares de 1 Gigavatio o a unos 12.000 millones de toneladas de petróleo equivalente.

Lo curioso es que pocos son conscientes de que, de toda esa gigantesca cantidad, apenas 59 Exajulios (es decir, un 10,6%) fueron el aporte energético eléctrico a la sociedad mundial. Eso significa, ni más ni menos, que nuestra sociedad industrial y capitalista actual en su conjunto es fundamentalmente no eléctrica. Y como las energías renovables modernas y la nuclear sólo producen electricidad, el cambio de las infraestructuras mundiales desde la energía fósil a la eléctrica sería una tarea titánica cuya existencia sólo es posible en las pizarras de algunos ilusionistas.

Pero, además, lo cierto es que las reservas probadas de uranio dan para unos 60 años de consumo en las 440 centrales nucleares que operan en la actualidad (y eso si nos olvidamos de la inolvidable Fukushima y de las que todavía siguen detenidas en Japón como consecuencia del terremoto y el tsunami posterior). Si consideramos que una central nuclear suele tardar unos diez años en generar el primer vatio desde que se planifica hasta que empieza a funcionar, la tarea de construir varios miles de centrales nucleares es algo insensato, porque antes de tener a punto los primeros centenares se habrían agotado todas las reservas mundiales existentes de uranio... por no hablar de que su cenit mundial de producción será muy anterior al agotamiento total, como hemos visto que sucede con el petróleo.

Con respecto a la posibilidad de que las modernas energías renovables (eólica y solar, fundamentalmente) cumplan la tarea, por mucha buena voluntad que tengamos y por mucho informe que alguna organización ecologista haya publicado, la realidad es que los 200.000 MW de potencia eólica que había instalada en el planeta a finales de 2010 produjeron un 1,8% de la electricidad que el mundo consumió ese año.

A esto se le añade el agravante de que entre el año 2009 y el 2010 el consumo eléctrico mundial aumentó un 5,9%. Si se considera que toda la capacidad mundial de producción de aerogeneradores llegó a suministrar en 2010 unos 40.000 MW, las matemáticas indican que sólo para cubrir el aumento del consumo eléctrico mundial de 2010 habría que haber multiplicado por 15 la producción mundial de aerogeneradores.

Si, además, lo que se pretende –en el poco tiempo de que ya disponemos– es sustituir la generación eléctrica de origen fósil o nuclear por la eólica, sería necesario aumentar esa capacidad fabril entre 50 y 100 veces. Y aún así, lo único que se estaría resolviendo –en las pocas décadas de que ya tampoco disponemos– es el problema del suministro eléctrico (que, recuérdese, fueron sólo unos 54 de un total de 509 Exajulios). Por supuesto, si lo que se pretende es resolver el problema del aporte de la energía fósil en todos los ámbitos las escalas se multiplican hasta lo utópico.

A nadie se le oculta que estos sistemas renovables, por más deseables que sean, han sido instalados fundamentalmente en países muy desarrollados (el 67% en Europa o en América del Norte) y el 28% en países emergentes, todos ellos con políticas de primas y subvenciones.

Tales primas y subvenciones son posibles en las sociedades con excedentes dinerarios y, por lo tanto, energéticos (por supuesto, fundamentalmente de origen fósil), lo cual hace muy dudoso que, si estas sociedades empiezan a declinar por falta de los combustibles que ahora las alimentan, vayan a poder seguir destinando los ingentes recursos mencionados a esos reemplazos.
Por último, tampoco los partidarios de estas energías se han visto jamás ante la tesitura de tener que analizar el impacto de estos desarrollos elefantiásicos desde una visión de arriba abajo (top-down). Hasta ahora se han contentado con hacerla de abajo arriba (bottom-up), es decir, se instala un anemómetro en un campo y si produce x energía, se multiplica x por el número de aerogeneradores y eso es lo que se espera obtener de dicho campo.

En una reciente publicación de la prestigiosa revista Energy Policy, titulado “Global wind power potential: Physical and technological limits” [El potencial global de la energía eólica: límites físicos y tecnológicos], los profesores Carlos de Castro, Margarita Mediavilla, Luis Javier de Miguel y Fernando Frechoso, investigadores de la Universidad de Valladolid, concluyen que el límite técnico superior a escala mundial que se podría llegar a captar de forma eólica sería del orden de 1 TW, totalmente insuficiente para pensar en cubrir las fauces de ese ominoso Oil-i-Gator: la llamada “brecha creciente” que van a ir dejando los combustibles fósiles.

Y en cuanto a la energía solar, a la que se concede un mayor grado de potencial teórico, sin lugar a dudas la situación es similar en los aspectos analizados para la energía eólica: el 75% de todas las instalaciones mundiales se han llevado a cabo en Europa y el 15% en USA y Japón, es decir, en sociedades (hasta ahora) muy excedentarias en poder económico y financiero (y, por lo tanto, en excedente energético) que podían permitirse destinar sus excedentes a estos menesteres. Y, aún así, en 2010 apenas produjeron el 0,28% de la electricidad mundial. Sus menos de 20.000 MW de capacidad fabril anual deberían multiplicarse como los panes y los peces para poder obrar un milagro.

Lo peor es que, por poner un ejemplo concreto, ni los gobiernos griego, portugués, irlandés, español o italiano, que han impulsado considerablemente estas energías en Europa, parecen estar en condiciones de seguir haciéndolo tras la aparición de los primeros síntomas de agotamiento o llegada al cenit económico (y energético) de sus sociedades, alimentadas principal y básicamente por energía fósil. Otro de los detalles que está siendo sorprendentemente ignorado por la mayor parte de la economía convencional, es que son precisamente esos países europeos con mayor crisis los que sufren las mayores dependencias energéticas, especialmente de petróleo, de toda la UE.

Y, por supuesto, también la energía solar adolece del grave problema de que hasta ahora nadie ha hecho estudios de “arriba abajo” para ver si estos sistemas también tienen límites técnicos y ecológicos inferiores a los que se les supone. Los primeros estudios en borrador parecen apuntar a límites considerables, incluso si el orden de su magnitud es superior al de los eólicos.

Sus rendimientos netos, algo que debería preocupar a todo científico o economista antes de lanzarse al vacío de una producción masiva, parecen dejar mucho que desear, aunque los estudios publicados hasta la fecha indiquen que tienen Tasas de Retorno Energético (TRE) de entre 8 y 20. Los estudios que está acabando quien esto suscribe, revisados por varios profesores de distintos países expertos en la materia, incluyen los costes energéticos de los entornos sociales –imprescindibles para que estos sistemas se puedan producir y mantener– e indican una TRE por debajo de 3. Esa Tasa de Retorno Energético no podría sostener a una sociedad con una intensidad de consumo como la actual, aunque no hubiese otros límites técnicos o ecológicos.

Lo que no puede ser no puede ser y, además, es impossible

Es evidente, sin ningún género de dudas y sin tener que decirlo con cierta vergüenza, que abogar por el decrecimiento es abogar por la disminución de la magnitud energética que predetermina la producción, el consumo o ambas cosas a la vez.

Es cierto que algunos partidarios del decrecimiento no se han planteado qué volumen de decrecimiento proponen para alcanzar sus objetivos. Además, hay que plantearse el lapso temporal para llevarlo a cabo, porque el tiempo se acaba inexorablemente.

Es cierto que muchos grupos ecologistas han perdido demasiado tiempo hablando de “desarrollo sostenible”, algo que es físicamente imposible. Y lo peor es que, además, el mundo industrial, empresarial y financiero no ha dudado en apropiarse del concepto para sus propios fines.

Es cierto que todavía hay grupos ecologistas que siguen insistiendo en que con las llamadas energías renovables, que en realidad son sistemas no renovables capaces de captar parte de los flujos de energía renovable del planeta, podemos seguir la senda de la llamada sostenibilidad en estos niveles insostenibles.

Pero no es menos cierto que los economistas que abogan por crecimientos sostenidos y moderados también adolecen de una extrema ausencia de rigor, pues olvidan o ignoran una máxima incuestionable que el vulgo atribuye al legendario torero Rafael Gómez Ortega, apodado “El Gallo” (1882-1960): “Lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible”.

En la economía actual o convencional, los economistas consideran que crecer un 9% anual, como hace China, es la prueba de una economía floreciente; que crecer un 3% anual no sólo es lo normal sino que, por alguna razón que desconozco, es la frontera mínima para empezar a “crear empleo” (la obsesión de vincular el empleo al crecimiento, cuando existe constancia histórica de sociedades humanas sin crecimiento económico perceptible durante largos periodos de tiempo y, sin embargo, con niveles de empleo generalizados). Y, por último, el simple hecho de no crecer lleva a cualquier partido político a la derrota electoral en esta democracia representativa que impera en Occidente.

Proyecciones para un futuro incierto

Con tales premisas, cabe plantear lo siguiente:
Supongamos que se acepta que el crecimiento de una economía nacional, como la española, sea de un moderado 3% anual (que siempre es acumulativo) y proyectemos luego matemáticamente ese 3% a lo largo del tiempo: al cabo de 25 años la actividad económica actual se habrá duplicado; al cabo de 50 se habrá cuadruplicado y al cabo de 100 se habrá multiplicado por 16.

Estas cifras hacen que surjan las siguientes preguntas: ¿Podrá España producir en 2110 16 veces más autovías que hoy; 16 veces más líneas de alta velocidad; 16 veces más túneles, obras públicas o edificios que hoy? Si hoy en día tenemos capacidad fabril para cerca de 3 millones de vehículos privados al año, ¿podremos permitirnos la fabricación de 50 millones de vehículos privados anuales, aunque sean eléctricos? ¿Botellines o latas de cerveza, aunque sean reciclables? Y así con cualquier actividad económica productiva o de servicios. ¿Podremos acoger a 800 millones de turistas al año, 16 veces más de los 50 que ahora acogemos? ¿Podremos tener 16 veces más sucursales bancarias?

Se reconozca o no, el modelo actual está agotado. Punto y final. Finiquito. No es aceptable la vaguedad con que se despacha esta grave contradicción del crecimiento exponencial posible vendiendo entelequias de actividad económica intangible para suplir esta monstruosa capacidad de transformación del mundo físico que hemos alcanzado con conceptos etéreos que, supuestamente, ni alteran ni manchan la naturaleza y que, también supuestamente, permitirán que la máquina siga funcionando. El mundo no funciona así.

Y en cuanto al volumen de decrecimiento, si existe un mínimo de seriedad y compromiso hay que ir más allá de la vaguedad del “hay que hacerlo”. En un artículo que publiqué recientemente, titulado “Un mensaje a los indignados occidentales”, expuse con la ayuda de datos del mundo físico cuál es el volumen de decrecimiento que sería necesario para alcanzar un mundo sostenible y sugerí por dónde empezar: lógicamente por los que más consumen. Sin duda los datos son muy preocupantes, pero a veces es mejor decir la verdad de una vez por todas que seguir instalados en el sopor del sueño del crecimiento infinito.

Por otra parte, los economistas anclados en el crecimiento también tienen la obligación de hacer examen de conciencia. Ya está bien de abogar por crecimientos más o menos limitados sin explicar las consecuencias a largo plazo y mirando únicamente las hipnóticas pantallas giratorias de la bolsa de valores, los indicadores bursátiles, los Presupuestos Generales del Estado o la mera satisfacción del placer, del confort o de la comodidad de sus conciudadanos a toda costa.

Pedro Pérez Prieto - Tlaxcala

Presentación del editor (Manuel Talens)

Notas:

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