Hace
meses, el escritor Manuel Vilas tuiteaba: “Ayer fui en la Greyhound
[compañía de autobuses] desde Chicago a Iowa. En la
Greyhound viajan los pobres. Nunca he entendido por qué no existe la
izquierda política en USA. Hay
millones de pobres en el país más rico del mundo, ¿qué vota esa
gente?”.
A
pesar de que sea algo intuitivo, no basta con tener pocos recursos
para votar a partidos que propongan el reparto de la riqueza. No sólo
hay que poder participar en el proceso electoral, cosa que en EE.UU.
no es tan sencilla, sino querer hacerlo y, además, votando las
propuestas que propongan el reparto de la riqueza, en el caso de que
las haya. Es decir, hay que tener conciencia
de la propia situación material y, sobre todo, reconocer esta como
factor básico de la propia existencia por encima de otras
cuestiones.
También, creer que es factible un horizonte de mejora a través de
la participación en el proceso político. Para esto último, es
necesario que haya organizaciones que consideren este punto como
sustancial y desarrollen un programa concreto de reparto de la
riqueza, más allá de generalidades. Muchos factores.
Como
sostenía el sociólogo Richard Sennett, la
insatisfacción de los trabajadores no conduce a la rebelión;
la resistencia a la injusticia no provoca una revolución. Si así
fuera, los gobiernos tendrían esos problemas encabezando su lista de
prioridades.
El
tuit remite a uno de los conceptos más repetidos de la última
década: “Somos
el 99%”.
Leerlo proporciona la
agradable sensación de imaginarse que uno es importante, que puede
transformar las cosas, que pertenece a algo con capacidad para
cambiar la historia o, al menos, para dar miedo,
un concepto también usado. Es falso. Al menos, tanto como otras
frases de autoayuda. Miles de nadadores no forman una isla.
En
el concepto del 99%, no sólo deberían estar las personas que viajan
en Greyhound, sino también las que lo hacen en tren, en su coche o
incluso, en avión o en barco. Incluso, en su barco. En general,
pertenecen a esta división toda
la gente que vive de su trabajo, independientemente de su salario.
Es obvio decir que todas ellas no se reconocen como miembros del
mismo grupo. La división socioeconómica no es un factor decisivo en
las decisiones políticas ni tampoco es mayoritariamente reconocido
en la elaboración de la propia identidad. Por lo tanto, tiene una
articulación política complicada.
Quizá,
el problema de los proyectos transformadores no está en el objeto
directo, sino en el sujeto. ¿Quiénes somos? El mundo que nos rodea
está marcado por la fragmentación y el cambio. Las
herramientas para enfrentarse a él son, según nos han dicho,
flexibilidad y adaptación. Es decir, la migración emocional
constante.
Rehuir las definiciones cerradas y vinculadas a esos elementos tan
concretos como el trabajo o la situación socioeconómica. Evitar
lo perdurable, lo fijo, lo sólido. No pienses quién eres, sino
quién querrías ser. No es una imposición externa, sino una manera
de sobrevivir.
Una
panadería de Boston
En La
corrosión del carácter,
Richard Sennett explica dos visitas a una panadería de Boston. En la
primera, a
mediados del XX, predominaba lo que podríamos llamar identidad
tradicional, tanto la material (oficio, salario, vivienda, etc.) como
la emocional (procedencia o religión).
Los miembros del grupo de trabajadores se definían a sí mismo como
panaderos. Incluso lo eran fuera del horario de trabajo, ya que las
organizaciones laborales no sólo los defendían en caso de una
reivindicación. También abarcaban otras cuestiones como sus
pensiones o las becas para sus hijos. Ser panadero era formar parte
de una red.
Evidentemente,
ayudaba a esa cohesión el hecho de que el grupo era muy homogéneo
en cuanto a características (edad, género, tipo de familia,
estudios, vivienda, etc.) y rutinas (hora de levantarse, la comida
que hay en la mesa, la ropa con la que uno se viste, etc.). También
compartían país de origen y religión. Todo ello construía, más
que una identidad fuerte, una narrativa personal sólida. El quién
soy era una pregunta innecesaria porque se respondía en cada momento
a través del sentido otorgado a la práctica cotidiana. La realidad
concreta se dota de coherencia a través de relaciones culturales y
simbólicas, ritos y tradiciones, afectos y compromisos, que
transitan entre el yo y el nosotros. El
ser social determina la conciencia.
En
la segunda visita, a
finales del XX, el grupo de trabajadores ya no se definía por el
oficio.
Eran gente que desconocía el proceso de elaboración de los
productos o los materiales que se empleaban y solo sabían hacer
funcionar las máquinas, una habilidad mínima, un conocimiento
superficial, que les podía facilitar el cambio si la empresa tenía
problemas o encontraban algo mejor. Hacían
pan, pero ya no eran panaderos.
Carecían de organizaciones laborales o políticas. Era también un
grupo heterogéneo en cuanto a sus características, rutinas, origen,
religión o expectativas. Tenían horarios, salarios y
responsabilidades diversas. No
había nadie igual a nadie.
Eran personas en tránsito, de paso, sin una narrativa personal
sólida. El quién era una pregunta pertinente porque no se respondía
en cada momento a través del sentido otorgado a la práctica
cotidiana.
La
comparación entre ambos mundos provoca varias tentaciones.
Una de ellas es la mitificación.
Se puede idealizar el mundo de la primera visita y obviar todos sus
problemas. Para conseguir los avances sociales, esos grupos más
homogéneos también necesitaban tener conciencia de la propia
situación material y, a través de la articulación política,
reconocerla como el principal factor, cosa que no siempre sucedía,
ya que esas sociedades, por su homogeneidad, eran más permeables a
las exaltaciones de las identidades emocionales. También, esos
grupos defendían su propia pervivencia silenciando
o marginando cualquier diferencia. Es
un mundo al que no podemos volver y al que no deberíamos querer
hacerlo.
Es más habitual la idealización de la nueva realidad a través de
sistemas de marketing que las reutilizan o de toda la cháchara de
autoayuda que, subvirtiendo el lenguaje, insiste en que la libertad
es la ausencia de recursos o vínculos o que no poder planificar el
futuro es una gran oportunidad.
Otra
tentación es centrarse en la apariencia. Es decir, pensar que la
articulación de organizaciones políticas o laborales es
incompatible con la heterogeneidad. O que la heterogeneidad es la
responsable de la desaparición de las organizaciones políticas o
laborales. O que ambas cuestiones son la fuente de la precariedad por
la lucha que mantienen en la que tendremos que optar por un
modelo. ¿Y
si las cosas no se pueden situar en esa estructura clara de causa y
consecuencia porque todo está relacionado?
Lucha
por la vida
La
segunda panadería nos ofrece un modelo laboral que reconocemos y que
podemos resumir en la precariedad: no existen unas normas claras y
predecibles. Nada a largo plazo. Trabajar
bien o acumular años no es garantía de permanecer en la empresa, ya
que las decisiones suelen externalizarse y suelen estar justificadas
en cuestiones abstractas, como “reestructuración de objetivos”,
“ausencia de competitividad” o el concepto estrella, la
globalización.
Esta ausencia de normas claras, de civilización, crea una estructura
competitiva, un darwinismo laboral. Las
tareas, los horarios o los sueldos son flexibles y dificultan no sólo
la creación de espacios comunes, sino ese auto-reconocimiento. No
existe un vínculo sólido ni vertical ni horizontal. No hay nadie
igual a nadie. Marca personal. Todos compiten.
Para
Sennett, ese marco de competición, flexibilidad y fugacidad hace
casi imposible una narración estructurada de la propia vida. No
se trata tanto de una biografía, una crónica de los acontecimientos
vitales, sino la forma que tenemos de dar forma al avance del tiempo
y explicarnos qué queremos, de dónde venimos y dónde querríamos o
podríamos llegar.
Es decir, quiénes somos. Ese
marco laboral (competición, flexibilidad o fugacidad; evitar lo
fijo, lo sólido) se extiende a las relaciones personales y afecta a
las nuevas generaciones.
El legado, parte fundamental de la narrativa personal, se debilita o
desaparece.
El
relato vital es un collage, una colección de accidentes, de
cosas encontradas e improvisadas que debemos poder desechar en
cualquier momento si las circunstancias nos obligan.
Es importante ver cómo ese marco penetra en las personas hasta
recomponer la esfera íntima que también asimila esos conceptos
(competición, flexibilidad o fugacidad). No
hay nada a largo plazo. Las
redes físicas y emocionales desaparecen.
Narraciones como Feliz
final,
de Isaac Rosa, o Sorry
We Missed You,
de Ken Loach lo explican.
No
es algo nuevo, sino un modelo. El filósofo Karl Polanyi explica
en La
gran transformación cómo
la revolución industrial pudo disponer de abundante mano
de obra sumisa a través del desarraigo cultural.
Campesinos expulsados por los cercamientos, pobres perseguidos por
las reformas legales o artesanos superados por el nuevo modelo eran
fácilmente digeribles. En sus palabras, “la causa de la
degradación no es la explotación económica, como suele suponerse,
sino la desintegración del ambiente cultural de la víctima.
Naturalmente, el proceso económico podría proveer el vehículo de
la destrucción y casi invariablemente la inferioridad económica
hará que el débil se rinda, pero la causa inmediata de tal
rendición no es por esa razón económica, sino que reside en el
daño letal causado a las instituciones donde está incorporada su
existencia social”.
Estamos
en otra transformación. No servirá de nada recuperar temporalmente
las viejas instituciones si no entendemos que la
clave es la desintegración del ambiente cultural.
No es una cuestión del modelo laboral, sino del modelo de
sociedad. No
se trata de horarios, sino del concepto del tiempo. El
neoliberalismo no es un modelo económico, sino una ideología, un
sistema de relaciones, un modo de estar en el mundo.
No
somos nada
La
premodernidad y la posmodernidad ofrecen modelos lenitivos de
adaptación. Las viejas narraciones, desideologizadas a través del
espectáculo, aparecen como una estructura coherente y conocida con
unas normas más claras y predecibles, desde la facilidad de
pertenencia a la asimilación de un calendario de ritos y
tradiciones. Hay una apelación
nostálgica a un orden roto cuya restauración imposible proporciona
un horizonte que no existe en
la vida laboral ni en la vida personal.
El
conservadurismo cultural es una comunidad simbólica idealizada, dice
Sennett, pero también cabría decir lo mismo del progresismo o de
elaboraciones posmodernas que buscan hacer categoría de la propia
experiencia personal. El victimismo,
por ejemplo, elabora una narración particular con un criterio moral
severo a través de la propia experiencia, verdadera o no, del
sufrimiento. No dialoga. Solo
espera adhesiones.
Todos
los modelos de adaptación deben ser transversales y facilitar la
inclusión de las diversas marcas personales que utilizan los
símbolos, viejos y nuevos, para construirse. Soy así, pero a mi
manera. La única ideología es la competición. La
clave es ser diferente.
La división socioeconómica lo impugnaría; por eso, es
rechazada. La
división socioeconómica muestra una realidad desagradable que
tratamos de ocultar con el capital social o cultural, con esa
distinción que nos separa de los demás.
La
división socioeconómica nos recuerda que la mayoría estamos en la
parte amplia de la campana de Gauss, que somos
iguales a todas las personas con las que compartimos vagón de tren,
andén de metro o atasco.
El modelo ideológico no lo admite. Nada a largo plazo, sin vínculos.
No hay nadie igual a nadie. En el concepto del 99%, no sólo deberían
estar las personas que viven en pisos sociales, sino los habitantes
de los barrios del centro que trabajan en la panadería de Sennett a
la espera de encontrar un trabajo de lo que han estudiado o los
habitantes de los adosados dúplex con piscina y jardín. Es obvio
decir que todas ellas no se reconocen como miembros del mismo grupo.
Cada uno busca sus soluciones o sus lenitivos. Pedir
un "glovo" o un "uber" proporciona un momentáneo alivio social, lo mismo
que colocar el cartel de la alarma, criticar a taxistas o estibadores
o elegir un colegio especial para los niños.
No
se puede debatir qué hacer sin saber quién. Tan inútil es
mitificar a los viejos panaderos como pensar que es sencillo coagular
a grupos sociales con un nombre y un logo, como hace la compañía
para la que trabajan. En ocasiones, es
complicado distinguir las nuevas formas de la política de la
responsabilidad social corporativa de las empresas.
La construcción de espacios comunes, instituciones donde incorporar
la existencia social y una estructura que facilite la narrativa
personal e impida la sensación de vulnerabilidad es más importante
que los movimientos políticos concretos. La clave de cualquier
cambio no es ganar, sino abandonar la competición. Es rara la
actividad donde no se compite, donde no sea importante ganar.
No
somos el 99%, sino millones de porcentajes insignificantes luchando
entre sí.
No somos distintos de los campesinos, artesanos o mendigos del XVIII,
superados por el nuevo modelo. Podemos
crearnos la ilusión de estar dentro, pero nos devorará cuando
quiera, cuando sea necesario.
Lo hará en nombre de la competitividad o la productividad, pero
también podría hacerlo en nombre de la sostenibilidad. No lo vamos
a saber controlar.
No
podemos ser el 99% porque no somos nada.
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