En
un mundo en el que es más fácil ser insultado que escuchado
cuando manifestamos nuestras ideas, en el que los paseos
nocturnos por calles desiertas dejan de ser solaz del alma para
convertirse en desasosiego y temor, en el que es más fácil vender a
bajo precio la propia capacidad que administrarla uno mismo, en
el que las mayorías no cualificadas imponen sus criterios al genio
individual, en un mundo así, lo más fácil es esconderse. Lo
más fácil es callar.
El
miedo a ser señalado por mil dedos, tocado con el sambenito
acusador, arrojado al abismo del recelo como eterno sospechoso, mata.
Y asistimos a la putrefacción de nuestro espíritu y nuestra
dignidad con esa moderna indiferencia aprendida viendo los «reality
shows». Cuando, en uno de los escasos momentos de lucidez que nos
regala el destino, recuperamos la consciencia de lo que nos está
ocurriendo es, casi siempre, desolador. Por un instante somos capaces
de observarnos tirados en medio de nuestras vidas, desnudos de sueños
y sin hambre de mañana. Sólo el anhelo por recuperar nuestra
dignidad puede permitirnos resurgir, cual Ave Fénix, del supurado
políticamente correcto en que nos hemos convertido.
Y
eso de la dignidad, ¿qué es?
Por
lo general, el origen la idea de la dignidad humana se atribuye
a Cicerón De
Officiis.
En ella Cicerón define las obligaciones del ser humano, que se
corresponden con las cuatro “personae”
que lo configuran, a saber: origen, dotación física y talento. Para
los problemas relacionados con las obligaciones de conducta, sobre
todo como un ser humano y en contraposición a los animales, Cicerón
usó repetidamente la palabra latina dignitas.
Sólo
aquellos que son capaces de comportarse adecuadamente según su
personae,
presentan un comportamiento digno. Según esto, para Cicerón la
dignidad como ser humano significa: el hombre debe comportarse
racionalmente, que según su concepto de moral no es otra cosa que
despreciar cualquier placer físico y en su lugar realizar una vida
de “moderación, autodominio y sobriedad.”
La
tradición filosófica occidental se desarrolló más tarde en
función de la visión cristiano-judía: aparece la asociación
cristiana de la dignidad humana al hombre como imagen de Dios y su
capacidad de creación. La patrística recoge el “modo”
estoico del concepto ciceroniano y pasa a hablar de los derechos
conferidos por Dios a la dignidad humana. Esta comprensión de la
dignidad humana se extiende a través de la historia de la teología
cristiana hasta hoy. Esto ayuda a explicar por qué a los políticos
y juristas cristianos que participaron en la elaboración de las
modernas constituciones les resultó tan sencillo aceptar una mención
a la dignidad humana en los títulos principales de las diferentes
Leyes Fundamentales, así como en los documentos pertinentes de la
ONU.
La
razón por la que no es posible basar la comprensión de la dignidad
humana en la tradición cristiana del hombre como imagen de Dios es,
por supuesto, que el significado ético de la dignidad humana debe
ser independiente de cualquier convicción religiosa. Respetar la
dignidad del hombre no es un acto inmanente a la religión, como lo
serían santificar el domingo o no comer carne de cerdo.
Y
ahí es cuando aparece Immanuel
Kant. El
filósofo de Könisberg, en sus obras Fundamentación
de la metafísica de las costumbres y Principios
metafísicos del Derecho utiliza,
como soporte de la dignidad de la persona humana el argumento según
el cual…
“…Los
seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la
naturaleza, tienen, cuando se trata de seres irracionales, un valor
puramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en
cambio, los seres racionales se llaman personas porque su naturaleza
los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no
puede ser usado como medio y, por tanto, limita, en este sentido,
todo capricho (y es objeto de respeto). Estos no son pues, meros
fines subjetivos, cuya existencia, como efectos de nuestra acción,
tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es,
realidades cuya existencia es en sí misma, un fin…”.
La
dignidad significa para Kant, tal y como expresa en
la Metafísica
de las costumbres, que
la persona humana no tiene precio, sino dignidad
“Aquello
que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo,
eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor
intrínseco, esto es, dignidad.”
Y
para redondear, Kant nos dice:
“…supongo
que admitís que existe una naturaleza humana, y que esta naturaleza
humana es la misma en todos los hombres. Supongo que admitís también
que el hombre es un ser dotado de inteligencia, y que, en tanto tal,
obra comprendiendo lo que hace, teniendo por lo tanto el poder de
determinarse por sí mismo a los fines que persigue. Por otra parte,
por tener una naturaleza, por estar constituido de una forma
determinada, el hombre tiene evidentemente fines que responden a su
constitución natural y que son los mismos para todos…”
El
ser humano, para ser digno, necesita ser libre, necesita poder hacer
uso de su vida y su libertad para poder trabajar. Necesita el fruto
íntegro de su trabajo para poder intercambiarlo con otros humanos
dignos, y así poder aspirar a tener una casa mejor, un coche mejor,
una escuela mejor, una sanidad mejor, una policía mejor. Las casas,
los coches, las escuelas, los hospitales, los estados no son dignos o
indignos. Son suficientes o insuficientes para satisfacer las
necesidades de cada uno de nosotros, que sí somos dignos, y por ello
intocables.
Yo
les invito a recuperar su dignidad. Intenten un «volcado» de
sí mismos en cualquier hoja de papel y hagan con ella aviones de
papel. Cientos, miles. Al principio, incluso lanzarlos supondrá un
esfuerzo gigantesco. Luego vendrá lo más difícil: acertar con el
leve hueco que aún comunica nuestro yo más íntimo con el exterior.
El ventanuco. Busque la luz, esa misma que le ha permitido la
acomodada visión de sí mismo y la manufactura en penumbra de los
primeros avioncitos. Siga su haz, le llevará a su propia ventana.
Ahora lance sus aviones hasta que alguno logre escapar. No lo dude, a
partir de ese momento su universo habrá cambiado. Irreversiblemente.
Otros
lanzadores de aviones de papel como usted, estaremos esperando ávidos
los suyos. Los recogeremos con la misma reverencia que deseamos para
los nuestros y volveremos a lanzarlos. Miles, millones de aviones de
papel reclamando dignidad, libertad, soberanía sobre la propia
voluntad, hegemonía responsable sobre el universo propio. Auto
reivindicándose.
Recordaremos
entonces que somos nosotros quienes hemos de decidir quién nos
representa, quién nos gobierna, cómo nos gobierna, para qué nos
gobierna. Y no cada cuatro años: todos los días. Recordaremos que
somos nosotros los responsables primeros de nuestra propiedad
privada, de nuestro entorno, de nuestras vidas, de las vidas de
nuestros hijos, de nuestros vecinos.
Empiece
ya. Después de todo, ¿quién no sabe hacer aviones de papel?
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