SEA BUENO. ES OBLIGATORIO
La
diversidad de conceptos éticos que nos han regalado los últimos
miles de años no debe llevarnos a engaño. La
mayoría son incapaces de prescindir, en mayor o menor medida, de
ideas fuerza procedentes de la metafísica o la religión.
Por lo general, y hasta principios el siglo XIX, la ética siempre se
construye en referencia a una razón enraizada en principios
teo-metafísicos, a lo que los antiguos llamaban “logos” o
“nuus”. El Hombre toma parte de la deidad, de forma que, si se
cultiva, termina por comprender y representar las leyes del “Ser
Supremo”.
La consecuencia es que durante muchos siglos se
identificase “Razón”
(actuar de forma razonable) con las buenas costumbres morales, se
considerase la “educación en la razón” como mandamiento moral.
Ocurre que la delimitación de lo que era “razonable” o no en el
seno de una sociedad determinada, terminaba por depender siempre de
quién tenía las riendas del poder.
Nuestra
evolución está enmarcada en la lucha continua entre “el bien”
y “el mal”, está
dirigida por arrebatos de voluntad y libre albedrío y es una
sucesión de errores y aciertos, de aprendidos y desaprendidos que
nos ha traído hasta lo que somos hoy. Para más INRI, la mayoría de
los conceptos de “bien”
y “mal”
ente los que se debatía nuestro quehacer diario no han permanecido
idénticos en todo ese tiempo.
El
caso es que, hasta hace muy poco, el proceso de selección de lo
bueno y lo malo era mayoritariamente un proceso experiencial: las
personas hacían cosas, estas tenían consecuencias y se juzgaban
como buenas o malas. De ahí nacía una costumbre y de la costumbre
una norma. Digo que esto era mayoritariamente así porque no olvido
la injerencia de las creencias en el diseño de lo “normativo”.
Nos guste o no, nuestras supersticiones, basadas en lo que
desconocemos, y nuestros miedos, fundamentados en nuestro afán
de supervivencia, han sido manejados con éxito por chamanes,
sacerdotes, potentados, reyes y reyezuelos para introducir poco a
poco estructuras de poder con capacidad de imponer un determinado
sistema normativo y de ideas.
Todo
rey y todo profeta han sabido utilizar en su favor las deficiencias
de sus súbditos/fieles para lograr sus propósitos personales. Y no
podemos olvidar entonces que sus propósitos personales siempre
encarnan y plasman el
bien.
Esta es una constante que no ha variado, curiosamente, desde que
hemos bajado de los árboles. ¿Se imaginan a un Adolf Hitler ganando
unas elecciones con la consigna “vamos
a exterminar a 6 millones de judíos”?
Obviamente no, la consigna era “somos
los mejores, y no debemos soportar la pobreza infecciosa que nos
llega de fuera”.
La consigna era “vamos
a construir juntos un nuevo mundo en el que los germanos seamos
felices”.
Cosas “buenas”. Objetivos basados en la experiencia de la mayoría
de los alemanes, en aquel entonces con la derrota de la primera
guerra mundial en las retinas y el paro y el hambre en las barrigas.
Cualquier cambio en esa situación tenía que ser, debía ser
“bueno”.
En
los últimos decenios asistimos a un cambio de paradigma. De
un cuerpo normativo mayoritariamente experiencial estamos pasando a
un cuerpo normativo mayoritariamente preventivo, educativo y
terapéutico. Ya
no basta con limitar las acciones que se saben “malas”, es
necesario prevenir también todas aquellas acciones que creemos
podrían llegar a serlo. Ya no basta con definir las reglas del
espacio público para evitar conflictos, es necesario intervenir
también en el espacio privado de cada uno de nosotros, ignorantes
como somos de lo que es “el bien”
o “el mal”.
A la arrogancia denunciada por Hayek:
Para
que el hombre no haga más mal que bien en sus esfuerzos por mejorar
el orden social, deberá aprender que aquí, como en todos los demás
campos donde prevalece la complejidad esencial organizada, no puede
adquirir todo el conocimiento que permitirá el dominio de los
acontecimientos.
Se
suma la superstición, base y fundamento de todos los principios
de superioridad moral autoasignada. Circunstancia esta que nos
acompaña desde la aparición del primer “sumo sacerdote” como
asesor del jefe de la tribu, por cierto. En una sociedad como la
nuestra, enormemente compleja y global, los instintos de
supervivencia nos arrojan al abismo de la búsqueda incesante de
“gentes de bien que piensan como yo” sintiéndonos en
nuestra caída acompañados y protegidos por esa masa de “gente”
con la que nos identificamos.
No
es que “la gente” no tenga criterio o que todos seamos unos
ignorantes (que, por cierto, sí lo somos, en casi todo), ocurre
que milenios de condicionamiento en lo social (lo que en general
no es “malo”) nos impiden distinguir entre lo que es bueno para
mí -opción perfectamente legítima- y lo que es bueno para todos
-algo que, sinceramente, no existe, pues cada uno tiene su propio
concepto de “lo bueno”-. Perdidos en esa falta de resolución
hemos optado por la adopción de unas creencias que no nos incomodan,
que nos hacen sentir
bien.
Y lo lógico es que TODOS participen de mi felicidad.
Convertimos
así “lo que creemos bueno” en obligatorio.
Es
el camino equivocado, en el que serán asaltados innumerables genios
desconocidos, que se verán privados de las herramientas que
necesitan para innovar y crear valor añadido. Es el camino más
corto a la decadencia más absoluta, porque en la redundancia de
creencias nunca se encuentran la verdad, el progreso y la felicidad.
Es
el camino a través del cual el individuo queda situado en una
especie de comunidad fantasma, agrupado bajo un concepto
ético-administrativo vacío de significado en el que pasa a ser
denominado “ciudadano” y del que no se espera nada más que el
cumplimiento de sus funciones como “contribuyente”, “votante”
… o “recluta” si fuera necesario.
Si
la productividad de un “ciudadano” llegase a sobrepasar la media
establecida arbitrariamente por los administradores, lejos de recibir
reconocimiento y agradecimiento por parte de sus “conciudadanos”
o administradores, se expone a la envidia y la reprobación …. y a
un aumento de la presión fiscal sobre su productividad. Mayor
presión fiscal cuyos resultados se utilizan para financiar un
gigantesco aparato estatal diseñado para controlar y regular su
existencia, su forma de vida y … su productividad.
En
realidad, no estamos hablando de procesos de socialización, hablamos
de procesos de socialismo. Procesos en los que mediante la progresiva
eliminación de derechos individuales en favor de privilegios
para los clientes de los administradores de “lo bueno”
y la
persecución de la excelencia mediante la fiscalización del éxito
productivo conducen inexorablemente al empobrecimiento económico y
moral de todos.
Los mendigos son mal vistos, porque ya reciben suficiente ayuda
social. Los emprendedores son sospechosos de abusar de sus empleados,
siempre. Los ricos son la causa de la desigualdad y la pobreza. Los
grupos disidentes son difamados. Quien pretende ayudar fuera de las
estructuras estatales será considerado delincuente.
Bajo
la máscara de la protección del clima, los animales, los
consumidores, los trabajadores, los homosexuales o cualquier otra
minoría que haya logrado el sello de “víctima”
y con el folletín de unos supuestos derechos humanos en la mano, los
diseñadores sociales, esa élite que nos gobierna, han logrado
cuotas insospechadas de poder. Especialmente en las escuelas.
Como
en todos los sistemas basados en la indoctrinación de sus
ciudadanos, estamos asistiendo a la pérdida de rendimiento y
creatividad. El esfuerzo y la excelencia ya no son requisitos para el
éxito escolar. La universidad ya no es el vivero de ideas
nuevas que fue en su día, sino el “safe space” desde el que se
postulan y defienden las doctrinas de las élites del momento,
censurando sin decoro todo lo que suene a disidencia.
Cada
vez nos parecemos más a los elefantes del circo: adiestrados para
gustar y buscar el aplauso haciendo aquello que no nos es natural.
https://disidentia.com/sea-bueno-es-obligatorio/
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