El
secreto genera poder.
“Nada
hay ignominioso si redunda en beneficio de la Patria”.
Este
lema atribuido a Nicolás Maquivelo (1469-1527) ilustra la fórmula a
la que los Estados suelen acogerse para justificar las transgresiones
de la Moral y de la Ley en las que sus prácticas acostumbran
incurrir. Si echamos la vista atrás, la magnitud de la estela de
muerte y sufrimiento que la aplicación de aquel lema dejó a su paso
por la Historia universal nos lleva a preguntarnos cómo pudo surgir
tan atroz horror.
Tan
solo dos ejemplos. Pensemos en los 20 millones de víctimas causadas
por el enfrentamiento de cuatro años entre las patrias, francesa y
alemana, durante la Primera Guerra Mundial. O en Hiroshima y
Nagasaki, entre la patria del Sol Naciente y la del Tío Sam: 150.000
muertes instantáneas en apenas dos tardes de agosto de 1945. Pues
bien. Todo aquel horror fue posible gracias a un conjunto de factores
entre los que, por sobre otros, destaca el secreto. Concretamente, al
secreto de Estado.
La
diplomacia secreta llevó al matadero a millones de europeos sin
conocer a dónde les guiaban los enjuagues político-militares de sus
mandatarios. Uno de cada diez soldados de unidades donde alguno de
ellos se negaba a combatir era pasado por las armas por su propio
ejército francés, británico, alemán, austríaco o ruso. En cuanto
a los experimentos desplegados en los laboratorios atómicos de Los
Álamos en el desierto de Nuevo México, quedó sellado en el secreto
lo que allí atrozmente se perpetraba.
Ni
la diplomacia secreta ni los experimentos de Nuevo México fueron
accesibles al público que sufriría sus consecuencias. Quedaron
clasificados como alto secreto. La clasificación de la información
sobre la carrera de armamentos nucleares, la militarización del
espacio mediante la llamada Guerra de las Galaxias o sobre la
diplomacia de las grandes potencias, prosigue a un ritmo desaforado.
Aún
hoy, existen más de 400 millones de páginas web clasificadas como
Alto Secreto por un colectivo —dotado de esa facultad— no
superior a las 4.000 personas. La mera lectura de lo que contienen
esas páginas llevaría al menos 90 años de dedicación plena. De su
contenido, ni sabemos ni sabremos nada. Los Estados se reservan para
sí todo cuanto ocultan. Y lo que esconden suele transgredir la
moralidad y las leyes en las que, paradójicamente, los Estados
depositan la legitimidad de su mandato.
El
Estado es una construcción social. Implica un espacio territorial y
un tiempo histórico. Convive con otros Estados. Y recela siempre de
los demás. Su origen más perfeccionado se atribuye a la capa social
en auge, luego dominante, que al final de la Edad Media impuso su
dictado político desde el poder económico previamente acumulado: la
burguesía. Para ello deberán consumarse dos revoluciones en
Inglaterra, otra en Norteamérica y una más en Francia.
Con
el fin del Antiguo Régimen, la clase que controla el Estado persigue
mostrarlo como guardián de los intereses privados y de los públicos,
simultáneamente. Su apariencia revela el propósito de exhibirlo
como armonizador de tensiones sociales y creador de cohesión social.
De
los componentes del Estado destacarán un ethos y
un cratos, una
eticidad derivada de su socialidad y un poder que surgirá de su
fuerza. La relación entre una y otro determina la tonalidad vital
que el Estado adquiere. Si se escora hacia la mera fuerza, el Estado
adoptará prácticas autoritarias que suelen guiarle a la tiranía.
Si se rige por la ética a secas, podrá adquirir un cariz
doctrinario, que puede implicar un dirigismo ideológico asimismo
inaceptable. Ambas formas restringen la libertad en proporción
diferente. Solo su ecuación musculada generará, supuestamente,
armonía política.
Por
ello, para equilibrar la ecuación entre Moralidad y Poder,
entre ethos y
cratos, se
dotará al Estado de una legalidad, un bastidor legal que fiscalice
sus actos, toda vez que consiga acreditarse como legítimo; es decir,
siempre que muestre la capacidad de suscitar el consenso y la
adhesión de la sociedad en la que fue construido como tal Estado.
Todos
los cambios de régimen político, desde las reformas a las
revoluciones, los movimientos políticos más profundos, se ven
caracterizados por la rotura de la armonía entre legalidad y
legitimidad. Pensemos en la Transición de la dictadura franquista a
la democracia. La supuesta legalidad del franquismo fue desbordada
por una legitimidad “anti-legal” de nuevo cuño, surgida de las
fábricas, las aulas y los barrios. O alcemos la vista al noreste de
nuestro país y veremos allí otro ejemplo patente de tal rotura.
El
Estado, todo Estado, tiene unos intereses permanentes por sobrevivir
en el espacio y en el tiempo, más allá de tal o cual Gobierno. Sus
intereses e intenciones —que nadie más que los decisores, sus
consejeros áulicos y sus agentes secretos deben conocer— se
aglutinan en torno a lo que se conoce como Razón de Estado. Éste
sobrevive a costa de conservar o ampliar su territorio y se perpetúa
en la escena histórica manteniendo su entidad y satisfaciendo,
presuntamente, las necesidades sociales para las que fue edificado.
Tal es su designio. Si no lo cumple, existe la probabilidad de que
tarde o temprano se desintegrará.
Comoquiera
que la consecución de tales fines ha de ceñirse a los límites
legales y morales, democráticos, que la propia imagen del Estado
dice reflejar y ya que el logro de tan ambiciosos objetivos no se
consigue, usualmente, por medios atenidos a la mera legalidad -puesto
que su designio coexiste con designios estatales antagónicos y
afronta fuerzas y presiones de todo tipo- el Estado pugna por romper
esos valladares y, con demasiada frecuencia, opta por transgredir la
Moral y la Ley, más su propia democraticidad. La Razón de Estado,
en su despliegue, situará pues al Poder por encima de la Moral. Por
ello, optará por cegar sus transgresiones mediante el secreto, cuya
gestión, junto con la administración de la razón de Estado,
encomienda a los servicios secretos, hoy denominados servicios de
Inteligencia.
La
función primordial de estas organizaciones, secretamente
seleccionadas y que desarrollan su actividad, espionaje,
contraespionaje o acción encubierta, bajo la secrecía, consiste en
obtener, contrastar y evaluar cueste lo que cueste, información
necesaria para la supervivencia estatal, información que depositan
en manos de quienes deciden con autoridad política. Atenerse a las
leyes, estatales e internacionales, no suele satisfacer las demandas
que sobre aquellos el Estado ejerce.
EL
SECRETO GENERA PODER
Como
sustantivo y como adjetivo, el secreto y su práctica componen un
mismo significante cuyo significado permanece vacío. El secreto
aloja una negatividad cuyo potencial crece a medida que perdura.
Genera poder. Los servicios secretos, gestores de la Razón de
Estado, al administrar la información de alcance estatal, se erigen
pues en contrapoder y llegan incluso a fijar la agenda social y
política de un país, porque trazan asimismo el ámbito y alcance
del secreto, aquellas esferas de la realidad que han de permanecer
veladas: lo que puede y lo que no puede saberse. ¿Quiénes son,
dónde están, qué semblante muestran?: es secreto.
De
antiguo data la desconfianza del poder político hacia el
conocimiento público de sus intereses e intenciones. Se piensa que
si la ecclesia, la
asamblea, la ciudadanía reunida en el foro público de Atenas,
conociera al completo las intenciones e intereses de la Polis, los
enemigos no tardarían en averiguarlos y pondrían en peligro su
pervivencia y su integridad. Por eso, en el caso del secreto de
Estado, éste invoca siempre razones de seguridad para recurrir a él.
Y se basa, para justificarlo, en que asume la defensa de la sociedad
y la seguridad toda.
Mas
no todo lo que encubre el secreto es materia de seguridad. Porque más
allá de su instrumentalidad con miras a la necesaria defensa de la
sociedad y de su libertad, el secreto juega otro papel primordial. Su
práctica impide ver cómo es en realidad el semblante del Estado:
ahorra al Estado la costosa tarea de definirse y mostrarse como en
realidad es. Porque el Estado no suele ser quien dice ser. Su
actividad no es habitualmente limpia, ni transparente, ni ética, en
numerosos escenarios sobre los que la aplica por razones muy
distintas a la seguridad. Tal es el motivo por el que recurre al
secreto, gestionado por los servicios de Inteligencia, que velan,
sellan y sepultan la posibilidad de descubrir lo innombrable: que el
Estado, ni siquiera el que se pregona como democrático, satisface
los intereses de toda la sociedad.
Casi
siempre, el Estado tributa a una sola clase, dominante, que es capaz
de imponer su designio a las clases subalternas apropiándose del
Estado. Y con su práctica, el Estado perpetúa la desigualdad
económica, social pues y política también. De este modo, la
práctica del secreto estatal presupone la existencia de un Estado
secreto, que oculta sus intereses e intenciones frente a otros
Estados. Pero, sobre todo, oculta su verdadero semblante.
A
espaldas de toda representación, a diferencia del Estado
democrático, compañías transnacionales arañan la soberanía
estatal, se la arrebatan e imitan sus métodos, sin ápice alguno de
democraticidad. En consecuencia, y de no torcerse políticamente ese
designio por acción ajena, podrá asegurarse que vimos, vemos y,
presumiblemente, veremos perpetuarse en el tiempo cómo el Estado
invoca la fórmula maquiaveliana: “Nada hay ignominioso si redunda
en beneficio de la Patria”.
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