FILOSOFÍA DE LAS ARTES MARCIALES
«La sociedad que
separa a sus intelectuales de sus guerreros, hará que cobardes tomen las
decisiones y tontos luchen en las guerras» (Tucídides,
400. a.C)
Marcial significa relativo a la guerra; las artes marciales, por tanto, son una manifestación en movimiento de la lucha. Es el único arte violento y esto lo hace excepcional. Sin embargo, es limitante considerar que la única base de estas artes es la violencia. La agresividad es solo la punta del iceberg: debajo encontramos miles de años de vidas marcadas por un viaje de autoconocimiento y mejora, tanto física como espiritual.
Algunos ejemplos: el pancracio (pankration) —una forma de lo que ahora se conocería como wresling— existió en los juegos olímpicos de Grecia; el Kalari Payat nació hace 2000 años en India; el Bokator camboyano tiene otros dos mil años de vida, etc.
Hoy muchos acuden a los gimnasios a aprender a defenderse o
a ponerse en forma, pero acaban encontrando mucho más de lo que creían:
comunidad, amigos, retos, crecimiento personal… Gracias a entregarse a
dificultades a las que necesariamente les expondrán las artes marciales quizá
descubran rasgos personales más ocultos, como la disciplina, el compromiso
o la pasión. Pero ¿cómo va a aportar tanto la violencia? Estas son las
preguntas que a uno le pueden surgir cuando ve desde fuera el mundo de la
lucha. Sin embargo, mi respuesta —tanto como atleta, como persona y con el
apoyo de múltiples fuentes y años de historia— es que este mundo va mucho
más allá. La intención de este artículo es demostrar la escondida profundidad
que podemos encontrar en las artes marciales.
Las artes marciales ¿son aficiones, un tipo de entrenamiento
o deportes? ¿O son caminos de crecimiento espiritual? Para quien practica el
combate con avidez y rigurosa continuidad, reducir la definición es simplificar
demasiado. No es solo algo que uno hace, sino que le representa y forma gran
parte de su vida. La misma literatura sobre el tema presenta ambigüedades. Para
el escritor Dave Lowry la lucha es sinónimo de expresión cultural y desarrollo
del carácter. Para la familia Gracie, fundadores de una vertiente del jiu-jitsu
brasileño (grappling), el significado se sitúa en la eficiencia de
combate. Para Bruce Lee, es la compresión y el crecimiento espiritual.
La respuesta, como se ve, es muy subjetiva: cada
personalidad tiene una percepción distinta de las artes marciales y de su
utilidad. En el artículo “La filosofía aristotélica de las artes marciales”,
Charles Hackney se pregunta si todas esas definiciones pueden ser entendidas
teniendo en cuenta todos esos aparentemente irreconciliables puntos de vista.
Apoyándose en el marco conceptual de Alasdair MacIntyre
sobre la ética de la virtud, Hackney argumenta que «convertirse en un luchador
efectivo, pasarlo bien, hacer amigos, crecer espiritualmente y convertirse en
una persona de buen carácter moral no solo es compatible, sino que son procesos
que se apoyan mutuamente».
Dentro de este marco de la virtud tenemos tres niveles
interconectados: existe un telos, un fin último para cada cosa (y
para los seres humanos: ser racionales); eudaimonia, el ser humano
se procura una buena vida; y areté, virtud, excelencia, «aquellas
cualidades cuya posesión permitirán a un individuo lograr la eudaimonia y cuya
falta frustrará su movimiento hacia ese telos», según MacIntyre.
Los tres conceptos se sostienen mutuamente. El propósito
solo es posible en referencia a las virtudes de quien sostenga esa meta; la
virtud solo es comprensible dentro de un proyecto de vida buena, y esta a su
vez es la vida encaminada al propósito mediante la virtud.
En su mencionada obra, MacIntyre asegura que la virtud debe
existir en consonancia con el contexto social. En palabras de Hackney: «Somos
criaturas sociales, y así las virtudes se cultivan en acciones fundadas
socialmente». Su argumento principal es que la práctica de la lucha es una
forma de vida eudaimónica o vida buena porque permite la práctica de la virtud.
¿Y que conforma la práctica de las artes marciales? Hackney
define práctica como algo inherentemente social: «Cuando alguien entra en una
práctica» —afirma— «entra en relaciones con otros miembros de dicha práctica.
Al hacerlo, el neófito se somete a los estándares de los miembros acerca de la
naturaleza de la práctica, la meta (telos) de la práctica y los
estándares de valor que definen la excelencia en la práctica»
Cuando uno entra a un gimnasio de cualquier arte marcial,
entabla relaciones con todos los miembros que lo componen, que son básicamente
el maestro y los compañeros. Estos son los que fundamentan los estándares —y
el telos— y por ello la calidad del ambiente y del posible
crecimiento personal depende del gimnasio. He podido observar esto comparando
varios gimnasios en los que he estado, donde se respiran aires distintos: uno
tiene un ambiente más calmado, otro más «militar», aquel otro se centra más en
las relaciones y un ambiente familiar, otro es más negocio. A este respecto, la
influencia del maestro o entrenador es decisiva; ha de crear el ambiente
adecuado.
Por otro lado, entrenar con personas diferentes requiere
flexibilidad: aquí hablamos sobre todo del sparring —que es la
simulación controlada de la pelea real, ahí es donde uno puede de veras
practicar las técnicas que va adquiriendo. Cada situación pedirá de la
aplicación de algún principio marcial para el éxito en el sparring.
Cualquiera que entre en un dojo de artes marciales, más
pronto que tarde encontrará adversidades. Tanto en sparring,
competición, o simplemente pegándole a las manoplas, la pasta de la que uno
está hecho sale a relucir. ¿Qué haces cuando te falta el aire? ¿Cómo respondes
cuando te golpean? ¿Contraatacas, te bloqueas, huyes? ¿Cómo actúas cuando te
falta fuerza? ¿Cómo solucionas los problemas que se te plantean cuando luchas
contra alguien mejor que tú? En estas y muchas más tesituras nos pone la
práctica marcial. Es una analogía de la vida misma; ¿qué harás frente a lo
inevitable? ¿Huirás de tus emociones, de tus miedos? ¿O harás algo a partir de
ellos? Aquí es donde puedes descubrir esa pasta, cuando la adversidad da paso
al autoconocimiento; donde podemos ver hasta dónde podemos llegar, física y
mentalmente.
Combatir es luchar continuamente contra uno mismo; el
proceso hasta entrar en el cuadrilátero y acabar la pelea es muy arduo mental y
físicamente. En primer lugar, los nervios, expectativas y dudas empiezan a
atacarte; abundan las montañas y valles emocionales. Cuando llegamos al ring,
el corazón late a lo que parece tres mil pulsaciones por minuto, la adrenalina
del momento empieza a hacer efecto, estás lanzando golpes, te golpean, no te
duele nada, oyes gritos del público —no sabes a quien de los dos le gritan,
porque no escuchas nada—, empiezas a cansarte, no sabes cómo los pulmones
oxigenan tu cuerpo. Ya estás en el cien por ciento, el momento ha llegado, y
estás reventado. Pero sigues adelante, no paras, el cuerpo parece limitante y
el corazón y el cerebro hacen el resto; uno fluye y no piensa en nada más que
en realizar su trabajo y superar a su oponente. Y entonces se revela quién
eres.
Al implicarnos en una práctica —ya sea la lectura o la
lucha— obtenemos una serie de beneficios que MacIntyre describe como «bienes».
En las artes marciales son muchos esos bienes, tanto externos, como internos;
los bienes externos son la autodefensa, ponerse en buena forma y disfrutar por
la tarde de un buen entrenamiento; los bienes internos van mucho más allá. Los
estoicos sostenían que la filosofía no es únicamente abstracciones, sino que
también es la virtud y el comportamiento concreto que surgen en consecuencia.
Al ponernos en situaciones de máximo estrés —especialmente en sparring y
en competición—, nos permiten poner a pruebas nuestras virtudes. Permiten
entrenar la capacidad de gestionar el estrés, la asertividad, priorizar los
propios fines, el coraje, (caerás a la lona y habrás de levantarte una y mil
veces), la frustración de perder o estar perdiendo (mientras te golpean, lo
cual añade una humillación primitiva extra), la disciplina que necesitas para
continuar creciendo… También se aprende a mostrar respeto por el rival, algo
que no está de moda y no suele verse en el «deporte rey», el fútbol.
«Si definimos las artes marciales como prácticas eudaimónicas —escribe Hackney— entonces vemos que la clase de virtudes que permiten a una
persona ser un excelente artista marcial (coraje, autocontrol, humildad, etc.)
son las mismas virtudes que facilitan el desarrollo individual hacia un ser
humano más maduro». Aquí está la esencia de las artes marciales. Las virtudes
que se fomentan en el gimnasio y en el ring, a pesar de ser de naturaleza
violenta, son las que también nos convienen allá fuera, como individuos, en
comunidad, en familia y en la sociedad. De ahí que Hackney considere este
entrenamiento como una práctica eudaimónica. Un artista marcial necesita tener
coraje, disciplina para cultivar su habilidad, autocontrol para no pasarse de
intensidad de golpeo, humildad para poder ser sometido a instrucción. En suma,
continúa Hackney, «esta madurez virtuosa facilita el funcionamiento en el contexto
general de la sociedad», y «una persona valerosa, autocontrolada y humilde
tiene una mayor capacidad para convertirse en un buen ciudadano, un buen vecino
y amigo».
Las artes marciales son, en definitiva, una práctica eudamónica que
se lleva a cabo en espacios seguros. Es tanto una actividad agradable por sí
misma como un cultivo de la excelencia en la práctica que nos acerca a la
madurez. Comentar y filosofar acerca de la virtud, el bien, la ética, cómo ser
mejores humanos y demás temas abstractos siempre aprovecha; pero llevar a la
realidad toda esa serie de juicios morales hace que cobren una especial
importancia: nos construye. Y esto es lo que pasa en el gimnasio y en la
competición. ¿Crees que tienes corazón y fortaleza, que puedes llegar a desarrollar
principios firmes? Se verá en el ring. La violencia es sin duda una situación
muy estresante, una poderosa fuente de adversidades; pero es por eso mismo que
es una vía de crecimiento y construcción del carácter cuando la hacemos arte.
Juan Macías, estudiante de 21 años.
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