LECCIONES DEL
CORONAVIRUS A LA ESPECIE HUMANA
Contemplamos a un diminuto virus desde lo
alto del antropocentrismo, de Occidente, del neoliberalismo y de la
globalización; pero tal vez podamos aprender algo de él.
En los últimos 6.000 años, pero sobre todo
en los pasados 200 y, más concretamente, a partir de los años 50, las
sociedades humanas han ido tomando altura. Mucha altura. Desde arriba,
contemplamos a un diminuto virus y, tal vez, podamos aprender algo de él.
DESDE LO ALTO DEL ANTROPOCENTRISMO
El ser humano primigenio era un predador
que también podía ser cazado por otros predadores. Pero gracias a su increíble
capacidad de coordinación y su desarrollo tecnológico ha conquistado la cúspide
de la cadena trófica concibiéndose como invulnerable y todopoderoso.
Sin embargo, la vida surgió desde los seres
vivos más minúsculos y sigue basándose en ellos. No en los superpredadores. El
reino de lo pequeño es el que permite que exista la vida en el planeta. Sin las
bacterias no habría suelo fértil y muchas otras cosas.
De manera más general, sin ellas no sería posible la reutilización de los elementos (carbono, nitrógeno, fósforo, etc.) en grados de reciclaje inimaginables por la tecnología humana (del orden del 99,5-99,8%). No olvidemos que vivimos en un planeta en el que no entra materia nueva, que tenemos que apañarnos con lo que hay.
De manera más general, sin ellas no sería posible la reutilización de los elementos (carbono, nitrógeno, fósforo, etc.) en grados de reciclaje inimaginables por la tecnología humana (del orden del 99,5-99,8%). No olvidemos que vivimos en un planeta en el que no entra materia nueva, que tenemos que apañarnos con lo que hay.
El coronavirus puede servir para hacernos
recordar que lo minúsculo es determinante en la Tierra. Y que, en la trama de
la vida, realmente somos prescindibles.
DESDE LO ALTO DEL SISTEMA AGROINDUSTRIAL
Para nuestro control de todos los seres
vivos, el sistema agroindustrial resulta determinante. La domesticación de
algunas especies animales y vegetales, y la transformación de los ecosistemas
para que puedan medrar estas y no otras.
Desde el principio de la agricultura y la
ganadería, esto ha provocado que distintos virus hayan saltado de otros
animales a los seres humanos: de las vacas, el sarampión y la tuberculosis; de
los cerdos, la tosferina; o de los patos, la gripe. Esto no ha dejado de ser
así en las últimas décadas. Es más, es algo que se ha acelerado conforme se
incrementaba la destrucción de distintos ecosistemas. Como refleja Sonia Shah: “Desde 1940, han aparecido o reaparecido centenares de
microbios patógenos en regiones en las que, en algunos casos, nunca antes
habían sido advertidos. Es el caso del VIH, del ébola en el oeste de África o
del zika en el continente americano. La mayoría de ellos (60%) son de origen
animal. Algunos provienen de animales domésticos o de ganado, pero
principalmente (más de dos terceras partes) proceden de animales salvajes”.
Este parece ser el caso del coronavirus, que puede tener como huésped original
a los murciélagos.
Por otra parte, el sistema agroindustrial
también es uno de los factores directores del cambio climático, como sabemos.
Un reciente estudio muestra cómo el cambio climático ayuda a la
transmisión de virus entre distintas especies de mamíferos. De este modo, en un
mundo donde la disrupción ecosistémica es la norma, el ser humano no solo tiene
cada vez menos defensas (por ejemplo, pierde potenciales principios farmacológicos,
pues la mayoría de ellos provienen de otros seres vivos), sino que sufre
amenazas crecientes. El desequilibrio ecosistémico es en todas las escalas,
también la microbiana, y afecta de lleno a los seres humanos. Un ejemplo es el
coronavirus.
DESDE LO ALTO DE OCCIDENTE
Entremos en las sociedades humanas, porque
en ellas también se han producido escaladas de unas formas determinadas de
organización social. La forma de vida occidental ha arrasado con todas las
demás. Se ha convertido en la hegemónica, lo que ha supuesto una importante
homogeneización social. Un ejemplo es la primacía de lo urbano, de lo moderno,
de lo tecnológico. Una primacía que ha ido igualando los espacios de
sociabilidad humana en todo el planeta pero que tiene, indudablemente, su epicentro
en las regiones centrales.
El coronavirus pone en solfa esa primacía.
La infección comenzó en el mundo urbano. En uno de sus territorios de mayor
desarrollo y, desde ahí, se está expandiendo a sus equivalentes marcando casi a
la perfección cuales son las venas por las que corre la globalización. En todo
caso, también es determinante que en el Hemisferio norte es invierno (o como se
soliera llamar a esta estación antes del cambio climático).
El virus se expande de manera sencilla
porque hemos cercenado la diversidad humana en una “aldea global”. En la
historia de la vida, la aparición de formas más complejas no ha conllevado la
desaparición de las formas más simples, sino que se ha producido una
reacomodación simbiótica (desde la perspectiva macro). Esto ha permitido a los
sistemas tener más resiliencia. Sin embargo, en las sociedades dominadoras —y
más en el capitalismo—, el incremento de complejidad ha destruido las formas
menos complejas, perdiéndose diversidad cultural, económica y política.
DESDE LO ALTO DEL NEOLIBERALISMO
El capitalismo ha llegado a su paroxismo
con la globalización y con el neoliberalismo, aunque en realidad son dos caras
del mismo proceso.
Una de las expresiones de la victoria del
neoliberalismo es el desmantelamiento de lo público. Tantos años de desmontaje
de la sanidad pública para que ahora, de manera dramática, descubramos que es
lo único que tiene alguna posibilidad de parar el coronavirus y, a la vez, el
sistema más vulnerable a la infección, ese por el que se cierras escuelas,
ciudades y países para que no colapse. Mientras, la sanidad privada está
escudada tras sus cláusulas de no atención en caso de pandemias.
La segunda es el desmantelamiento de lo
común. Más dramático que el desmoronamiento de lo público ha sido el de lo
común. El de las redes de apoyo mutuo sociales que permiten procesos de
autoorganización. Es la victoria del sálvese quien pueda. Del individualismo
absoluto. La epidemia del coronavirus muestra lo absurdo de esa estrategia. Las
sociedades humanas están basadas en la hipercooperación (asimétrica, muy
asimétrica).
No hay posibilidad de que nadie se salve en
solitario porque dependemos del trabajo de muchísimas otras personas. Nos
creemos individuos porque ocultamos las relaciones de cooperación forzada (podemos
llamarlas explotación) que sostienen nuestra “individualidad”. Pero el
coronavirus llega más lejos. El aislamiento para no expandir el contagio es,
probablemente, el torpedo a la línea de flotación de lo que somos como especie
más importante de la situación que estamos viviendo.
DESDE LO ALTO DE LA GLOBALIZACIÓN
El sistema socioeconómico actual tiene
elementos de resiliencia importantes. Uno es que la alta conectividad aumenta
la capacidad de responder rápido ante los desafíos. Por ejemplo, si falla la
cosecha en una región, el suministro alimentario se puede garantizar desde otro
lugar del planeta —si es que interesa— y lo mismo se podría decir de una parte
sustancial del sistema industrial.
Sin embargo, la conectividad también
incrementa la vulnerabilidad del sistema, ya que, a partir de un umbral, no se
pueden afrontar los desafíos y el colapso de distintas partes afecta al
conjunto. El sistema funciona como un todo interdependiente y no como partes
aisladas que puedan sobrevivir solas.
A partir de un elemento cualquiera, como
el colapso por saturación de los servicios de emergencia, esta carencia se
transmite al conjunto. En este sentido, demasiadas interconexiones entre
sistemas inestables pueden producir por sí mismas una cascada de fallos sistémicos.
Además, una mayor conectividad implica que hay más nodos en los que se puede
desencadenar el colapso.
Pero el capitalismo global no solo está
interconectado, sino que es una red con unos pocos nodos centrales. El colapso
de alguno de ellos sería casi imposible de subsanar y se transmitiría al resto
del sistema. Algunos ejemplos son:
i) Todo el entramado económico depende de
la creación de dinero (crédito) por los bancos, en concreto de aquellos que son
“demasiado grandes para caer”. Además, el sistema bancario se ha hecho más
opaco y, por lo tanto, más vulnerable con la primacía del mercado en la sombra.
ii) La producción en cadenas globales
dominadas por unas pocas multinacionales hace que la economía dependa del
mercado mundial. Estas cadenas funcionan just in time (con poco almacenaje), son fuertemente
dependientes del crédito, de la energía barata y de muchos materiales
distintos.
iii) Las ciudades son espacios de alta
vulnerabilidad por su dependencia de todo tipo de recursos externos que solo
pueden adquirir gracias a grandes cantidades de energía concentrada y a un
sistema económico que permita la succión de riqueza. Pero, a su vez, son un
agente clave de todo el entramado tecnológico, social y económico.
El colapso de esta maraña interconectada no
tendrá una única causa, sino que se producirá por la incapacidad del sistema de
solventar una multiplicación de desafíos en distintos planos en una situación
de falta de resiliencia. El colapso se da en situaciones de altos niveles de
estrés en distintos planos del sistema. Igual que sucede con el coronavirus:
las personas que mueren por la infección lo hacen porque ya tenían un cuadro de
patologías previas.
Pero el Covid-19, más allá de una metáfora
de la vulnerabilidad de los sistemas con múltiples desafíos, es un desafío más
a este sistema, como argumenta Nafeez Ahmed. El capitalismo global ya estaba en crisis antes de la
pandemia de coronavirus —se puede leer a Michael Roberts—, pero las medidas de salud pública que se están tomando
la refuerzan.
Primero, al reducir de manera importante el
número de personas trabajando para la reproducción del capital.
Segundo, disminuyendo el número de personas
que dan salida a los bienes y servicios producidos (el turismo es un ejemplo
claro).
Tercero, porque la propia producción se ve
comprometida por cortarse las cadenas de producción (falta de actividad en unos
lugares, falta de transporte en otros).
Más allá de estos elementos generales
indispensables para la reproducción del capital, hay elementos concretos en la
actual coyuntura que son centrales.
Las crisis capitalistas conllevan un
incremento de competencia entre los entes económicos respaldados por sus
Estados que puede ser fatal. Por ejemplo, en el campo energético, donde ya hay
una situación de crisis profunda fruto de haber alcanzado el pico del petróleo
convencional y de acercarse todos los demás, la lucha se ha recrudecido. Arabia
Saudí ha hecho que se desplomen los precios del crudo (ya bajos por la crisis
económica). Con esto trata de torcer la mano de Rusia, pero quien más puede
sufrir por todo esto es EE UU.
De los tres gigantes de extracción de
hidrocarburos, el último es, con diferencia, quien tiene los costes de
extracción más altos y, por lo tanto, quien va a sufrir más por unos precios
del crudo por los suelos. Y la cuestión no es solo de la industria petrolera
estadounidense, sino de su industria financiera, no en vano la primera está
sostenida por inversiones gigantescas de la segunda. Y decir que hay problemas
con las finanzas de EEUU es decir en realidad que están comprometidas las del
mundo. Recordemos el crac del 2007/2008.
La cuestión no es solo de una crisis del
sistema económico, sino también de la organización política, del Estado. El
Estado tiene cada vez menos capacidad de hacer frente a crisis de amplio
espectro. El coronavirus significa una desafío que pone al límite (ya veremos
si supera) al sistema de salud. Ahora entendemos en Europa la construcción en
Wuhan de un hospital gigantesco a marchas forzadas.
Pero la cuestión no es solo del sistema de
salud. También está el control social. Hasta ahora, el miedo al contagio y la
responsabilidad cívica han permitido implantar medidas muy duras de control
social. Lo que hemos visto en China no tiene precedentes, al menos en las
últimas décadas. Pero en Europa se está tomando un camino similar (con las
adaptaciones político-culturales pertinentes). ¿Hasta cuándo será eso posible?
Por ejemplo, si la mezcla entre desescolarización infantil y cierre de empresas
se prolonga, ¿cuánto tardaremos en ver estallidos de las poblaciones más
vulnerables? No imaginemos estallidos organizados, sino más bien estallidos
desorganizados en forma de pillajes de supermercados. Unos estallidos que
podrían reactivar la expansión del coronavirus, añadiendo de paso más
complejidad a todo.
Ante estos estallidos, podemos prever una
respuesta muy virulenta —el adjetivo viene que ni pintado— de la pujante
extrema derecha, que pueda acrecentar la guerra que tiene declarada a los
grupos sociales más vulnerables. Esto podría complicar mucho más la
desestabilización sistémica si no logra tener éxito.
Tiremos de más hilos. Sin lugar a dudas, el
Estado intentará responder a todos estos desafíos. Pondrá dinero para sostener
las industrias petroleras, pondrá dinero para sostener los fondos
especulativos, pondrá dinero para reprimir a la población, pondrá dinero para
amortiguar el golpe en las clases más protestonas… Hasta que deje de poder
hacerlo. Esto puede ser más rápido que tarde en una situación de agotamiento de
las medidas tomadas frente a la crisis del 2007/2008, que aquí no hay espacio
de desarrollar.
Estos son solo algunos ejemplos, podríamos
pensar en más. El resumen es que el coronavirus no es el factor que va a
provocar el colapso de nuestro orden social, pero puede ser el que lo
desencadene en un contexto de múltiples vulnerabilidades del sistema (crisis
energética, climática, material, de biodiversidad, de desigualdades,
agotamiento de los espacios de inversión, deslegitimación del Estado, etc.). Y
si no es el coronavirus, será otra la gota que colme el vaso.
DESDE LO ALTO DE LA TECNOLOGÍA
En el imaginario social está la idea de
que, pase lo que pase, el ser humano será capaz de resolverlo gracias a la
tecnología. No lo decimos así, pero creemos que la tecnología nos permite ser
omniscientes y omnipotentes.
Sin embargo, esto no es cierto. La
tecnología tiene múltiples límites. Uno central —pero ni mucho menos único— es
que para su desarrollo necesita grandes cantidades de materia y energía, justo
dos de los elementos centrales que están fallando en la crisis múltiple que
estamos viviendo. En el pasado, los cambios climáticos y las pandemias fueron
factores determinantes en la evolución poblacional humana. Si en la historia
reciente esto no ha sido así, se ha debido a que hemos tenido a nuestra
disposición grandes cantidades de energía que, transformada en tecnología, nos
ha permitido sortear estos desafíos. Esta disponibilidad energética —y por ello
tecnológica— abundante va a dejar de ser una realidad para siempre.
Pero, más allá de eso, la tecnología no
genera soluciones inmediatas. En el caso de las investigaciones médicas,
diseñar una vacuna en casos óptimos puede llevar 12-18 meses. Y diseñar una
vacuna no quiere decir tenerla disponible de manera universal, pues después
habría que resolver los problemas de rentabilidad, financiación, fabricación y
distribución, que no son nimios. Igual puede ser demasiado tarde para sortear
una crisis sistémica. Cuando las sociedades se enfrentan a múltiples vulnerabilidades,
el tiempo cuenta, y mucho.
Por todo ello, uno de los principales
aprendizajes que podríamos adquirir del coronavirus es que los seres humanos
somos vulnerables, vivimos en cuerpos que se pueden morir sin que podamos
evitarlo.
TOMANDO TIERRA
En conclusión, igual lo que podemos
aprender del coronavirus es que necesitamos tomar tierra. Bajar de las alturas
del capitalismo hipertecnológico hasta entendernos como parte de la trama de la
vida. Desterrar el antropocentrismo.
Desde una mirada ecocéntrica, para el
conjunto de la vida, para Gaia —de la que no somos más que un simple organismo
más—, el coronavirus es una excelente noticia. Está significando un parón en la
actividad económica que implica un freno a la destrucción ambiental, la primera
de todas la distorsión climática.
No nos engañemos, este tipo de frenazos en
seco son los únicos que, a día de hoy, pueden evitar un cambio climático
desbocado, que sería una catástrofe para el conjunto de la vida inimaginable.
Este es el resultado de un trabajo reciente, en el que hemos mostrado cuáles podrían ser esas
transiciones para la economía española. Lo único que permitiría tener opciones
de sortear el desastre climático sería abordar rápidamente la triada
decrecimiento-ruralización-localización con objeto de reintegrarnos de forma
armónica en los ecosistemas. Ese es el camino que nos enseña el coronavirus.
El microorganismo también nos dice que para
que esa reconversión se produzca con algo de garantía para las mayorías
sociales son imprescindibles fuertes repartos del trabajo y de la riqueza.
Uno de los organismos que componen Gaia,
debido a una mutación, se ha convertido en una pandemia que está poniéndola en
serio riesgo. El coronavirus de Gaia son el antropocentrismo, el capitalismo o
la tecnolatría.
Por ello, hay que desterrarlos de forma urgente y tomando las
medidas draconianas que sean necesarias.
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