Ana
cumplió el mes pasado 42 años. Desde que tuvo su primer empleo, ha
gastado todo su dinero en viajar. “Antes de tener una relación
seria o pensar en crear mi propia familia, quiero conocer el mundo”,
se había prometido. Y ha cumplido su promesa durante las últimas
dos décadas.
Desde
hace tres años tiene una relación formal con un hombres más joven
que ella. Han intentando ser padres, pero sin éxito. Varios abortos
y dificultades de todo tipo se oponen a sus deseos. A Ana le han
dicho que sus óvulos son de mala calidad. Sus
42 años tienen la culpa.
Ahora que los viajes son vagos recuerdos, se pregunta si tal vez
debió privarse de alguno para haber sido mamá cuando aún estaba a
tiempo. Y siempre se responde lo mismo: “Ojalá”. Pero no hay
vuelta atrás.
Por
su parte, Alberto, otro personaje que comparte generación con Ana,
no ejerce de turista. Su afición, además de la ropa, son
las Harley-Davidson.
Ha disfrutado de varios modelos, pero la mejor de todas es su última
adquisición: la Softail
Slim,
cuyo precio, 21.500 euros, pagó si rechistar.
Alberto
vive solo en un coqueto apartamento de soltero. Y aunque tiene
bastantes amigos, desde que cumplió los 43 siente una inquietante
soledad. Cuando le preguntan qué piensa hacer al respecto, responde
que lleva tanto tiempo viviendo solo que se siente incapaz de
compartir su espacio con alguien que no sea él mismo. “Acabaría
fatal. La soledad me ha convertido en un terrible maniático”.
Luego, se queda pensativo.
Un
cambio radical
La
mentalidad del hombre occidental de hace tan sólo unas pocas décadas
se ha vuelto tan lejana para nosotros como lo era para nuestros
abuelos la del hombre guerrero de 2.000 años atrás. Hemos asimilado
la gran verdad de la posmodernidad: “sólo
se vive una vez”.
Y, por lo tanto, cada segundo de nuestra existencia alcanza un valor
incalculable.
Empujadas
por esta sensación de velocidad y provisionalidad, las sociedades
desarrolladas han sufrido una profunda transformación que va más
allá de la revolución
tecnológica y
la globalización.
En tan sólo medio siglo, las líneas maestras que conforman nuestra
mentalidad se han desvinculado casi por completo de las que regían
en generaciones anteriores.
La
antigua ética
del trabajo,
donde lo importante era cumplir con las obligaciones familiares,
sacrificarse por los hijos y, acaso, aspirar al Paraíso y ser
considerados “ciudadanos ejemplares”, ha sido reemplazada por
otra donde la autosatisfacción se
ha convertido en el nuevo tirano de nuestras decisiones.
La
cultura de la autosatisfacción
No
se trata de que haya decaído el amor por el dinero. Hoy, igual que
antes, las personas aspiran a mejorar su situación económica
siempre que sea posible, incluso cuando no lo es. Pero esa necesidad
de mejora material ya no tiene como principal objeto cumplir con
pesadas obligaciones, sino que todos nuestros esfuerzos se han
reorientado hacia la autorrealización.
Los
individuos ya no se conforman con realizar una actividad que les
permita vivir, a ser posible, holgadamente; mucho menos entregar el
fruto de su esfuerzo a terceros. Ahora buscan satisfacer sus propios
deseos, renunciando a todo compromiso. Tampoco se trata sencillamente
de realizar una actividad afín a sus gustos, lo que antes se
entendía como vocación.
Es diferente. Allí donde esté y haga lo que haga, el hombre
posmoderno exige poder desarrollar su propio yo. Ya
no hace cosas sino que quiere ser cosas.
Es la cultura de la autosatisfacción.
Amar
lo que se hace
Cuando Soichiro
Honda,
fundador de Honda Motors, afirmaba que la clave del éxito es amar
lo que se hace,
estaba expresando una mentalidad muy distinta a la que hoy parece
dominar al hombre occidental. La suya era una visión donde el
protagonista no era en realidad el individuo sino lo que hacía;
donde el reconocimiento personal no era una fatua finalidad, sino que
se obtenía en base a lo que se legaba a los demás.
Soichiro,
que vivió intensamente la posguerra de un Japón arrasado, estaba
obsesionado con la movilidad. Aspiraba a crear vehículos muy
asequibles que, sin embargo, proporcionaran al modesto comprador
experiencias propias de productos más caros. Quería que sus
utilitarios fueran confortables, tuvieran motores económicos pero
briosos y proporcionaran satisfacciones que no se correspondían con
un utilitario convencional. Pero lo que le animaba en este empeño no
era su imagen ocupando el Salón de la Fama, sino que sus logros
resultaran en alguna medida útiles. Esa era su finalidad.
Como
otros personajes de su tiempo, Soichiro
no quería Ser sino Hacer.
Hoy, sin embargo, queremos ser, incluso sin hacer nada.
La
ley del deseo
En
efecto, en la actualidad prima la ley del deseo, el culto
al Yo.
Lo importante no es ya lo que el individuo hace, sus logros y sus
méritos, sino sus aspiraciones, que se sienta satisfecho, a gusto
consigo mismo.
Esta
promoción de la satisfacción personal, que se inicia en las más
altas instancias, se derrama de arriba abajo, afectando a infinidad
de sujetos que, a su vez, desarrollan una percepción de sí mismos
que no se corresponde con sus logros sino con supuestos derechos.
Así, quién más, quién menos, todos exigen que el entorno sea un
espejo mágico que les devuelva, lo merezcan o no, una imagen
idealizada de sí mismos.
Ocurre,
sin embargo, que cuando no cumplimos nuestros deseos y no nos vemos
reflejados en los demás como esperamos, sentimos una profunda
frustración. Las vivencias, desacuerdos, conflictos, adversidades…,
todas las contingencias que nuestros ancestros asumían como
cotidianas y normales, las interiorizamos como traumas
existenciales,
incluso como agresiones que necesitan de un culpable al que
responsabilizar y con quien ajustar cuentas.
La
omnipresente infantilización
Esta
sustitución del “hacer” por la necesidad de “ser”, de la que
proceden muchos conflictos actuales y también el surgimiento
del Estado
terapéutico,
es la gran paradoja de la modernidad.
Resulta
que el progreso ha catapultado a las sociedades hacia una era de
bienestar y seguridad como nunca antes habíamos conocido, pero no
nos ha hecho mejores y más resistentes, sino que ha
supuesto la regresión a un yo primitivo,
la emergencia de un ser infantilizado que, como un niño, no puede
racionalizar lo que le sucede porque carece de la madurez suficiente
para aceptar que, contrariamente a lo que hoy le enseñan pedagogos y
políticos, el
mundo no empieza y termina en él.
Con
todo, lo peor es que la renuncia al yo adulto, al que se construye
mediante la autosuperación, la conciliación y el compromiso, en
favor de ese yo infantil, intransigente y rencoroso, no sólo
convierte la política, que debería ser algo elevado, en una
actividad ruin destinada a satisfacer necesidades igualmente ruines,
también transforma las más elevadas causas en medios para la
consecución de fines particulares y hace inviables los proyectos que
necesiten de altas dosis de altruismo y de la renuncia al
reconocimiento individual.
Elegir,
después de todo
Nadie
se libra de la infantilización.
Todos, en alguna medida, estamos contaminados. El infantilismo
ha calado tan profundamente que, incluso, esa búsqueda desesperada
de reconocimiento muchas veces se traviste de denuncia. Y no sólo
afecta a quienes viven ignorantes, también termina por apoderarse de
los que parecen advertirnos del problema.
Así,
quienes se erigen en sabios no nos salvaguardan del peligro, sino
que, en realidad, sus denuncias son fuegos fatuos para que se les
reconozca como es debido. Y es que en estos tiempos locos, hasta los
“hombres justos” se rinden a las exigencias del ego con bastante
facilidad.
El
problema del erudito que cae en el mismo vicio que denuncia es fácil
de entender: también
él es hijo de la posmodernidad.
Y una cosa es teorizar sobre la autosuperación y el altruismo, y
otra muy distinta practicarlos hasta la extenuación cuando
nunca se ha adquirido la costumbre.
Sea
como fuere, siempre se puede elegir. Amar lo que se hace y amarse a
uno mismo por encima de todas las cosas son
opciones incompatibles.
Debemos, pues, optar entre una de las dos. Porque de esa elección, y
no del reflejo idealizado de nuestro yo, dependerá qué tipo de
personas seamos realmente… y, sobre todo, si haremos en esta vida,
que sólo se vive una vez, algo que valga la pena.
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