Economías
turismodependientes, ecosistemas sobreexplotados y precariedad
laboral. Es el precio de un modelo turístico de grandes complejos,
operadores internacionales y paquetes "todo incluído".
La
Organización Mundial del Turismo (OMT) determina que el sector
turístico es la fuente primordial de ingresos en 46 países de los
50 menos adelantados globalmente, según su terminología, con
potencial considerable para promover el empleo. Además se supone que
es una alternativa al sector primario y secundario tradicionales, así
como que alivia la pobreza.
A
los gobiernos les interesa su aportación favorable a la balanza de
pagos (con entrada de divisas), también que genera renta y empleo
directo e indirecto por su “efecto arrastre” en otros sectores
(comercio, hostelería, transporte, etc.), aportando a las arcas del
Estado vía impuestos. Pero su repercusión en la economía real no
es tan halagüeña, aunque el turismo sea un elemento de peso en el
Programa Internacional de Desarrollo.
El
sector turístico no es tan estable como parece: depende de factores
políticos y climáticos, de fenómenos naturales, de los precios de
la energía, de los cambios de gustos, del desarrollo tecnológico y
de las infraestructuras.
También
crea a veces contracciones
o expansiones bruscas
de la actividad económica próxima, y no un desarrollo estable y
sostenible, sino dependiente del mercado, al maximizar el beneficio
con la subsiguiente orientación de la inversión a escala allí
donde se prevé más afluencia o concentración turística.
En
general, a nivel nacional y autonómico, se favorecen los
megaproyectos para epatar a la opinión pública y al electorado con
cifras de ocupación laboral. Pero, según advierten muchos expertos,
a menudo los niveles salariales son mínimos, los capitales
extranjeros tributan poco y la concentración sectorial hace que un
alto porcentaje del precio del paquete turístico se quede en la
compañía aérea y en la multinacional turística en detrimento de
la riqueza local, donde se
sobreexplotan los ecosistemas con
infraestructuras, con gran afluencia de gente, etc.
Con
ello se pierde calidad del entorno, se abaratan los destinos, o se
desvían a otros sustituibles donde reproducir este esquema intensivo
especulativo del capital de inversión, sin políticas públicas
coherentes que promuevan un equilibrio.
Según
la OMT, a nivel global, las llegadas de turistas internacionales
alcanzaron los 1.400 millones este pasado mes de enero. Se estima que
llegarán a ser 1.800 millones en 2030, sin contar con los millones
que viajan al año en su propio país. Está claro que se deben de
gestionar adecuadamente estos impactos que se van haciendo cada vez
más evidentes con fenómenos como la turismofobia,
la gentrificación,
las denuncias
de las kellys,
etc.
Existen
impactos ocultos de los tour-operadores en
los que a menudo no reparamos ni las personas consumidoras, ni las
administraciones.
Estos
agentes son mayoristas
de operaciones internacionales ubicados,
en general, en países emisores de turistas, y que conocen sus gustos
y necesidades. Generan economías de escala para varios países y
segmentos del mercado. Asimismo, establecen acuerdos con compañías
áreas y hoteles para diversificar mercados y destinos, disminuyendo
la estacionalidad de sus actividades para poder así manejar mejor
los precios internos, reducir tasas impositivas, etc.
En
realidad, son monopsonios (o monopolios de compra) que pueden
perjudicar los destinos y, frecuentemente, son responsables de
imponer un mismo tipo de explotación intensiva, a menudo con ofertas
“Todo incluido”, ya sea en Yucatán (México) o Magaluff
(Mallorca).
Como
la promoción y el marketing está en sus manos, y venden el paquete
completo (viaje, alojamiento, manutención) al 40-79% del precio
final, los ingresos por el turismo en países receptores quedan casi
siempre en las arcas de las multinacionales que lo
promueven, favoreciendo
turismos masivos baratos y
menos respetuosos frente al familiar, un dislate en la economía
local que deja menos dinero y da más costes sociales, ambientales,
de seguridad y cívicos.
El
turismo masivo crea externalidades negativas por todo el planeta,
desde el Machu Picchu (Perú), hasta la isla Skye (Escocia), pasando
por Barcelona o Venecia. Por ejemplo, las costas mejicanas, de 11.000
kilómetros, acogen a un tercio de su población nacional y miles de
turistas al año, lo que ha provocado que hayan desaparecido el 60%
de los bosques costeros y manglares (un 2,5% más cada año, más de
cuatro hectáreas al día). La desaparición de cada uno de estos
espacios naturales supone pérdidas en capital natural de 8.000 a
15.000 millones de dólares y significa, además, la pérdida de la
protección natural contra la erosión, los huracanes o las
tormentas. También en las costas españolas vivimos algo similar en
nuestra escala y contexto.
En
la Rivera Maya (estado caribeño de Quintana Roo), antes virgen y de
alto valor ambiental, en la actualidad existen más de 35.000
habitaciones de grandes empresas hoteleras españolas. El “Todo
incluido” destruye el entorno por su gestión, ofrece precariedad
laboral y como aporte neto local solo implica los ingresos de la
venta de los terrenos, los servicios y el 2% del impuesto de
hospedaje, porque frecuentemente las compañías incluso importan
alimentos de multinacionales en detrimento de los de cercanía. Algo
que también nos resulta familiar aquí.
Cancún
nació como destino prefabricado donde las construcciones no iban a
superar las cuatro plantas y las 16.000 habitaciones, pero ahora
existen 30.000 y hasta edificios de once plantas. Desde luego,
tampoco es un hecho ajeno a nuestras latitudes. Muchas veces estas
situaciones traen graves problemas de abastecimiento y recursos
(agua, residuos) en zonas ambientalmente frágiles. La finalidad de
este tipo de explotación no es tanto el turismo sino la
construcción, usar los recursos fácilmente y expeditivamente.
Y
para turismo insostenible, de los 700 millones de turistas de 2005,
la Organización Internacional del Trabajo calculó que el 20%
viajaba con fines sexuales y el 3% con tendencias pedófilas, es
decir, 4,2 millones de viajeros.
El
turismo sostenible es el que se desarrolla de acuerdo con la
sostenibilidad no sólo económica, sino también social y
medioambiental, es decir, un tipo de turismo que no sólo persigue el
lucro. La palabra clave es respeto,
tanto a la comunidad visitada, como a sus tradiciones sociales y
culturales, o a su medio ambiente.
Suelen
ser proyectos locales, para grupos pequeños y medianos, donde se
contratan servicios y guías autóctonos.
Cada aspecto del viaje puede tener un efecto positivo o negativo en
función de cómo se planifique y desarrolle, de la actitud del que
viaja, de la actividad y de la situación del destino.
Conviene
tener presente que es preferible favorecer el tren y el barco frente
al avión y el transporte por carretera (más contaminantes), así
como los desplazamientos a pie o en bicicleta una vez en destino.
Se
llama Slow
Travel a
disfrutar de la travesía sin jornadas maratonianas ni agobios para
abarcarlo todo, estar al menos una semana en cada sitio y hacer
viajes más largos a menos lugares. Ser, en definitiva, menos
turistas y más viajeros, zambullirnos en la cultura visitada,
alojarnos en hoteles familiares o en casas rurales y realizar un
consumo local. Es factible, más barato de lo que creemos y todo un
planazo.
El Código
ético del turismo consciente,
o del viajero responsable, propone una mentalidad abierta: escuchar,
observar, descubrir, experimentar, reflexionar sobre otras formas de
vida, informarse sobre la geografía, la cultura, la historia, las
creencias, manejar un mínimo de la lengua local, ser un buen
invitado, hospedarse y comer en establecimientos autóctonos, comprar
bienes auténticos renovables, conocer y contribuir a proyectos que
empleen dignamente a los nativos, que apoyen políticas de ahorro
(agua, energía, reciclado, residuos, etc.).
Además
incluye interactuar con los locales sin ostentar riqueza, no
favorecer que los menores pidan limosnas, no hacer promesas que no se
vayan a cumplir y pedir permiso antes de fotografiar personas o
monumentos. No parece muy complicado, es puro sentido común.
El
reino budista de Bután (Himalaya), con una superficie forestal del
72%, es un ejemplo paradigmático de preservación cultural y del
entorno. Pero, pese a que triunfa en el “Índice
de la Felicidad Bruta”
en varias variables (psicológicas, comunitaria, ecología, buena
gobernanza, uso del tiempo), y posee una política que limita los
turistas al año y las visitas a ciertos parajes, mantiene un respeto
a los derechos humanos cuestionable en su trato hacia las mujeres
(como ocurre en muchos otros destinos).
Por
eso, sobre todo, se impone reflexionar acerca de a dónde va a parar
nuestro dinero y lo que vamos a premiar o favorecer con nuestro
consumo, procurando que el máximo posible de nuestra inversión vaya
a la economía real que visitamos, a sus habitantes, a sus negocios y
a sus proyectos respetuosos. Bon
voyage!
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