La semana
pasada comenzamos
el séptimo y último menú: ‘Si el Gran Hermano somos nosotros,
estamos vendidos’. Partiendo del clásico 1984, de George Orwell,
iniciamos una reflexión sobre el actual estado de vigilancia al que
nos someten corporaciones y gobiernos. Esta semana, continuamos
introduciendo un elemento como el del Big Data, el alimento que
engorda al Gran Hermano. Continuamos el debate en n/vuestra
web.
Antes de que
Orwell escribiese 1984, Aldous Huxley noveló Un mundo feliz, el del
capitalismo digital. Retrata nuestra visión de la tecnología,
porque vamos “puestos” de soma: la droga legal que convertía en
paraíso el infierno que imaginó (¿describió?) Huxley. En el
nuestro, estamos enganchados a la tecnología y al consumo. O al
consumo de tecnología que incita a consumir más. Las corporaciones
digitales se presentan como solución a cualquier tipo de necesidad.
Incluidas las existenciales, como el amor o la amistad.
La industria
tecnológica dice que nos monitorea para darnos “mejor servicio”.
Esto solo cuela si creemos que las corporaciones y la sociedad tienen
intereses idénticos. Y que la publicidad es igual de fiable y
creíble que la información. Dos afirmaciones que, una vez releídas
(o a la primera), resultan mentiras patentes.
Tragarse la
patraña del mundo feliz digital supone, en definitiva, zamparse tres
sapos. ¡Uno!: trabajamos en nuestro tiempo de ocio sin cobrar.
¡Dos!: generamos beneficios empresariales de los que no
participamos. ¡Y va el tercer batracio!: quedamos más desnudos y
desprotegidos que el anfibio que nos tragamos. Mientras usamos sus
herramientas, las corporaciones se hacen más ricas y opacas.
Mientras saquean nuestra biografía, nos dejan indefensos.
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Facebook
es una compañía que procesa datos y gestiona —de forma magistral,
según cualquier estándar técnico— un gráfico muy complejo, […
de…] millones de nodos. Para quien no está dentro, los nodos
pueden parecer personas, lectores o consumidores. Y los datos pueden
parecerle noticias, relatos, fotografías o anuncios. Pero para
Facebook solo hay datos, solo abstracciones matemáticas de un
gráfico teórico (Nicholas Carr).
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Formamos parte
de un gráfico con nodos (no personas) de datos (no contenidos) que
se procesan para producir más información al nodo central, que es
Facebook. La verdadera mansión del Gran Hermano es la Red con
mayúsculas. Los que están en el negocio son muy explícitos. Llaman
granjas de datos (data farms) a las comunidades digitales. Por tanto,
los gestores (community managers) trabajan de pastores. Nos estabulan
en las redes para ordenar, clasificar y ordeñar nuestros datos.
Un
puñado de empresas fabrica la inmensa mayoría de aparatos
(hardware) y programas, plataformas o aplicaciones (software). Las
corporaciones GAFAM (siglas de Google, Apple, Facebook, Amazon y
Microsoft) ocupaban en 2018 las
cinco primeras posiciones en
valor bursátil. Google representa a los buscadores. Facebook a las
redes sociales. Amazon domina el comercio digital. Apple, los
dispositivos. Pocas más tienen su envergadura, a excepción de los
gigantes tecnológicos que han emergido en China. En el top 10
encontramos a Alibaba (principal competidor de Amazon en el comercio
electrónico mundial) y a Tencent (redes sociales, mensajería
instantánea, videojuegos, etc) en el séptimo y octavo puesto,
respectivamente. Junto a Baidu, el motor de búsqueda predominante y
por ello conocido como el ‘Google chino’ forman las BAT, una
triada que pretender competir con las GAFAM por la hegemonía
tecnológica del mundo.
Su calidad
técnica y servicios son incuestionables. Pero su modelo de negocio
-similares, a grandes rasgos, tanto el de las empresas
estadounidenses como de las chinas- podría acabar con nuestra
libertad. Son responsables de que todos nos vigilemos a todos. Usando
las aplicaciones y los dispositivos más extendidos nos convertimos
en réplicas de Gran Hermano. Nos vigilamos a nosotros mismos y a
nuestros círculos, dejando huellas digitales sin cesar. Incluyendo
las pulsaciones cardiacas que el reloj digital registra y que pueden
formar parte del dossier que revisarán las empresas de seguros antes
de concedernos una póliza. Desvelamos identidades, conductas,
pensamientos, deseos, intenciones… en todos los planos vitales y en
todo momento. Ocurre de forma inevitable, y no siempre para mal.
Podemos vigilar
a quien nos gobierna y contrata distribuyendo bases de datos sobre
sus abusos. Trabajamos con registros informáticos que podemos
viralizar. Y si supiéramos devolverles con la misma moneda, los que
nos vigilan temblarían. Hacerse visible en las redes conlleva
volverse más vulnerable. Pero quien menos poder tiene está más
indefenso. Las corporaciones cierran el código y abren “puertas
traseras” para asegurar su fuente de negocio: los metadatos. La
leche, la carne y la lana que damos las ovejas digitales. Y que se
convierten en Big Data (grandes datos): el botín de Gran Hermano.
Los metadatos no
son los contenidos que compartimos. Es la información que se adjunta
a nuestros mensajes. Si fuesen cartas postales, se almacenarían los
remitentes y destinatarios, la fecha, hora y lugar de franqueo. Queda
registrado todo lo que figura en la estampilla de la oficina de
correos… y muchísima más información. No es necesario abrir las
cartas. Se clasifican en perfiles con metadatos parecidos. Y, llegado
el caso, se examinan los mensajes, ordenados en grupos de
consumidores de todo tipo… o de disidentes políticos, quizás
“terroristas”.
Regalamos
metadatos sin cesar. Son el rastro inevitable que dejamos al usar un
dispositivo. No importa cuál. Si estamos conectados a la Red, lo
sincronizamos. O se sincroniza al descargar y actualizar las
aplicaciones. Aun estando desconectado, el móvil registra los
lugares por los que nos movemos y con qué intervalos. Al conectarlo
de nuevo envía esa información. Revela si somos sedentarios o
activos, ansiosos o unos pachorros. Rasgos que sirven para enviarnos
propaganda “a nuestra medida”.
“Aceptamos”
las condiciones de uso sin leerlas. Y entramos en nuevas aplicaciones
desde nuestra cuenta en las redes, porque obtenemos una gratificación
inmediata. Creemos que es gratis. Pero el precio es el trasvase
continuo de nuestra privacidad e intimidad a base de datos
comerciales. Cuanto más compartimos y comentamos, cuantos más
seguidores tenemos, cuanto más cargamos con el móvil y más lo
usamos, más cebamos al Gran Hermano.
Aparte de los
metadatos, cedemos los derechos sobre los contenidos que colgamos en
la Red o guardamos en “la nube”. La industria esquilma, vampiriza
y privatiza la comunicación interpersonal. Los textos, fotos y
vídeos dejan de ser nuestros, para usarse con cualquier propósito.
En cualquier caso, diferente del original. Sería insólito que, tras
triunfar con nuestros selfies en Instagram, nos contratasen para
hacer una campaña publicitaria. Ese es el cebo: la fantasía que
anima a los más exhibicionistas.
El rol asignado
al usuario digital es pasivo: se le rastrea y escanea para diseñar y
difundir publicidad que otros hacen. Eso sí, aportamos oro puro para
el marketing: información fiable y exhaustiva. No son respuestas a
un cuestionario, que podemos falsear. Saben quién ve porno y de qué
clase, a qué horas y en qué sitios… Sin tapar la cámara,
descubren más “cosas”. Revelamos datos sobre usos y costumbres,
deseos que resulta imposible anticipar en un cuestionario. Y también
recordar.
Al quedar
registrada automáticamente, nuestra actividad digital cuenta un
pasado que hemos olvidado. El navegador y la cuenta de correo tienen
una memoria infalible. Puede comprobarse fácilmente. Hagamos un
listado de las web que vimos hoy, los mails y mensajes de WhatsApp
enviados. Luego repasemos el historial de navegación y los buzones
de mensajes. Pensemos qué sabemos de nosotros y qué sabe la
industria pasado un mes… o desde que abrimos la primera cuenta de
correo.
Las aplicaciones
registran números de teléfono, el IP o identificativo del aparato,
los correos, los usuarios y las contraseñas. Por eso Google “regala”
cuentas de Gmail con gran capacidad. Esa capacidad se corresponde con
la de la compañía para leer los correos con algoritmos. Las
fórmulas matemáticas identifican, por ejemplo, dónde viajaremos
para enviarnos publicidad sobre ese destino y otros semejantes… o
no. Así saben si estamos dispuestos a cambiar de rumbo. Y nos
inundan de spam, basura publicitaria. Anuncios que, por cierto, se
pueden evitar usando bloqueadores porque consumen una barbaridad de
tráfico de datos y batería. Lo malo es que muchas webs impiden
visitarlas si, por ejemplo, activas Adblock.
Google alardea
de ofrecer garantías de privacidad. Pero si no dices lo contrario
—¿quién lo ha hecho?—, guarda el recorrido que realizas cada
día, gracias a la ubicación que proporcionan los móviles con
sistema Android. Los teléfonos “inteligentes” registran un
diario detallado e íntimo, preciso y actualizado de nuestras vidas.
Aprenderíamos mucho si pudiésemos acceder a él. No lo permiten: lo
escribimos nosotros, pero es de su propiedad.
Las redes nos
convierten en dianas y canales comerciales de gran valor; también en
objetivos específicos y conductos publicitarios muy creíbles. El
marketing online se dirige a grupos de consumidores concretos. Están
definidos por perfiles con infinidad de rasgos. Las empresas
comprueban qué mensajes impactan más en quiénes. Registran
nuestras reacciones y, lo que es más importante, lo que hacemos con
la información y lo que gastamos. Finalmente, personalizan los
anuncios para que sean más efectivos. Y logran serlo porque, además
de los datos, utilizan nuestra credibilidad.
Nadie se cree la
publicidad. Hasta los aborígenes saben que miente exagerando las
bondades de lo que promociona. Pero el boca a boca —ahora pantalla
a pantalla— resulta tremendamente creíble. Los amigos y conocidos
no reciben nuestros mensajes a la defensiva o con recelo. Suponen que
no les engañamos. Si lo hacemos, pueden retirarnos el afecto y hasta
el saludo. Compartimos gustos. Confían en nuestro criterio y en que
no les vamos a manipular.
Utilizándonos
como mineros de datos y canales propagandistas, las redes se ahorran
hacer estudios de mercado y venden campañas muy caras. ¿Alguien da
menos a cambio de tanto beneficio? En 2015, Max
Schrems y
otros 25.000 europeos exigieron
a Facebook 500
euros cada uno, por lo que aportaban a la empresa. Era un gesto de
ciudadanía digital, consciente de la riqueza que creaba. Pero
también de impotencia. No recibieron ni un patacón.
Las
empresas digitales aseguran que no venden nuestros datos. Puede que
sea estrictamente cierto. No es que los vendan, es que
los intercambian
entre ellos.
Los comparten a cambio de otros datos y así se forman un perfil aún
más completo de cada uno de nosotros. Además, muchas forman parte
del mismo grupo. Mark Zuckerberg posee Facebook, Instagram y
WhatsApp. De modo que Facebook y WhatsApp le proporcionaban datos
para diseñar anuncios personalizados. Y contactos para difundirlos
en campañas ajustadas a la diana publicitaria. Instagram le sirve a
Zuckerberg para personalizar gráficamente más los anuncios.
En enero
de 2017 un
tribunal de Berlín aseguraba que WhatsApp “recauda y almacena
datos en parte ilegalmente y los comparte con Facebook”. La
sentencia apenas les obligó a suspender “temporalmente” esa
práctica. Meses después, la Unión Europea impuso una multa a
Zuckerberg por esas prácticas, pero apenas suponía el 1% de sus
beneficios. Enredados día y noche, falta sitio para tomar aliento. Y
buscamos espacios de comunicación limpios, sin contaminación
publicitaria. Necesitamos el anonimato, para que no manipulen lo que
compartimos y aprovechen nuestra información, sin control ni
remuneración alguna. Y queremos privacidad: estar y hablar con
quienes decidimos. O quedarnos solos, aunque sea un rato. Algunas
redes de mensajería (WhatsApp o Telegram) renuncian a incluir
publicidad y encriptan los mensajes. Afirman que custodian los
codifican con una clave. O que los borran, como Snapchat. Eso dicen.
El
anonimato y la privacidad industriales son engañifas. Primero, la
encriptación no viene de defecto, aunque así lo pidiesen la ONU y
una ONG de la talla de Amnistía
Internacional.
El usuario debe activarla. Una vez más, ¿quién lo hace? Y otra
pregunta, ¿vienen también los cinturones del coche desactivados?
Encriptarse antes de navegar en la Red equivale a ponerse el cinturón
antes de arrancar. Y, segunda vía para engañarnos, aunque uno se
encripte no sirve de nada. Algo así como que los airbags no
funcionasen. Aunque lo nieguen, todas las redes y aparatos ofrecen
“puertas traseras” por las que entrar. En resumen, aunque nadie
hackee las aplicaciones, las empresas obtienen y comercian con
nuestros datos de forma alegal o ilegal. Esquivando o incumpliendo la
ley, nos ponen de perfil.
Para que no nos
escandalicemos con estas prácticas corporativas nos embaucan con la
publicidad. Tratan de normalizarlas y relativizarlas Es más, lo
enmarcan como algo positivo. Lo que para un ciudadano es una
vulneración de sus derechos a la privacidad y a la intimidad, para
un cliente o consumidor es la comodidad y la sencillez de no tener ni
que pensar por uno mismo en que quiere, el algoritmo lo hace por tí.
Vean este vídeo de El Corte Inglés, en el que se bromea con esta
posibilidad, y compruébenlo ustedes mismos.
VER VIDEO |
Víctor
Sampedro – Público.es
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