‘MILLENNIALS’: DUEÑOS DE LA NADA
¿Vale la pena
construir un discurso para aquellos que no tienen la función de escuchar?
Cada
generación que ha despuntado a lo largo de la historia, ha tenido un objetivo
político y social o, simplemente, la intención de ocupar el poder. Y cada una
ha tenido derecho a cometer sus propios errores. Desde los estudiantes del mayo
francés —cuando los adoquines se convirtieron en un arma cargada de futuro
contra los cristales de las boutiques parisinas bajo el lema: “Seamos
realistas, pidamos lo imposible”— hasta los baby boomers —los nacidos tras la
Segunda Guerra Mundial—, todos encarnaron un salto cualitativo y social frente
a sus mayores. Ahora, en estos tiempos, hay dos mundos: el que existía antes de
Internet y del software y el que surgió después.
Es muy
difícil explicar la disrupción que se ha producido entre los centros del poder
y la representación política. Pero resulta más difícil entender un mundo en el
que, uno tras otro, se producen grandes movimientos sociales —aparentemente por
cansancio, fracaso e incapacidad de los modelos establecidos— que terminan
aparcados en fórmulas alternativas que no constituyen en sí mismas una
solución, sino una condena.
Los
millennials (nacidos entre 1980 y 2000) vienen pisando fuerte. No hay empresa,
organización o político que no dedique sus esfuerzos a alcanzar, convencer o
movilizar a estos hijos de la revolución tecnológica. Todos tienen como
objetivo conquistarles. Sin embargo, no existe constancia de que ellos hayan
nacido y crecido con los valores del civismo y la responsabilidad. Hasta este
momento, salvo en sus preferencias tecnológicas, no se identifican con ninguna
aspiración política o social. Su falta de vinculación con el pasado y su
indiferencia, en cierto sentido, hacia el mundo real son los rasgos que mejor
los definen. En ese sentido, es probable que el eslabón perdido de esta crisis
mundial generalizada resida en el hecho de que son una generación que tiene
todos los derechos, pero ninguna obligación.
Me
encantaría conocer una sola idea millennial que no fuera un filtro de Instagram
o una aplicación para el teléfono móvil. Una sola idea que trascienda y que se
origine en su nombre. Porque, cuando uno observa la relación de muchos con el
mundo que les rodea, parecen más bien un software de última generación que
seres humanos que llegaron al mundo gracias a sus madres.
Aquellos
millennials que viven sumergidos en la realidad virtual no tienen un programa,
no tienen proyectos y solo tienen un objetivo: vivir con el simple hecho de
existir. Al parecer, lo único que les importa es el número de likes,
comentarios y seguidores en sus redes sociales solo porque están ahí y porque
quieren vivir del hecho de haber nacido.
El problema
es que, si gran parte de esta generación que está tomando el relevo no tiene
responsabilidades, ni obligaciones y tampoco un proyecto definido, tal vez eso
explique la llegada de mandatarios como Donald Trump o la enorme abstención
electoral en México. Ojalá la alta participación de los menores de 35 años en
las recientes elecciones británicas signifique un cambio de tendencia de esa
profunda indiferencia social.
Al final las
preguntas son muchas. ¿Vale la pena construir un discurso para aquellos que no
tienen en su ADN la función de escuchar? ¿Vale la pena dar un paso más en la
antropología y encontrar el eslabón perdido entre el millennial y el ser
humano? ¿Vale la pena conocer la última aportación tecnológica y vivir
queriendo influir con ella en un mundo que históricamente se ha regido por las
ideas, la evolución y los cambios?
Si los
millennials no quieren nada y ellos son el futuro, entonces el futuro está en
medio de la nada. Por eso los demás, los que no pertenecemos a esa generación,
los que no estamos dispuestos a ser responsables del fracaso que representa que
una parte significativa de estos jóvenes no quieran nada en el mundo real,
debemos tener el valor de pedirles que, si quieren pertenecer a la condición
humana, empiecen por usar sus ideas y sus herramientas tecnológicas, que
aprendan a hablar de frente y cierren el circuito del autismo. Pero, además,
que sepan que el resto del mundo no está obligado a mantenerlos simplemente
porque vivieron y fueron parte de la transición con la que llegó este siglo del
conocimiento.
ANTONIO
NAVALÓN
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