LA RELIGIÓN DEL PROGRESO
La idea de
progreso (y en particular del progreso tecnológico al que se refiere
el tema que estamos tratando) ha conquistado nuestras mentes, bueno,
no todas, hay una aldea de irreductibles filósofos que no parecen
dispuestos a profesar esta fe en el progreso, ni a apoyar
incondicionalmente el tecno-optimismo imperante.
Aunque el
progreso haya adquirido el carácter incuestionable de un dogma
religioso, estamos dispuestos a discutirlo y es saludable que
opongamos un poco de tecnopesimismo ante tanto triunfalismo porque:
– En
primer lugar el progreso científico entre otras cosas nos ha
enseñado que ninguna teoría es incuestionable y cualquiera de ellas
debe ser revisada y examinada continuamente a la luz de los hechos y
los fenómenos del universo que observamos al contrario de lo que
sucede con los dogmas religiosos y las creencias y opiniones
pseudocientíficas.
– En
segundo lugar si abrazamos ciegamente la idea de que el progreso es
inevitable y no se puede criticar quedaremos inermes, indefensos, sin
posibilidad alguna de modificar su rumbo ni intervenir en él,
resignados a asumir un progreso determinado por unas leyes
ineluctables que no nos tiene en cuenta y que sucede a pesar de
nosotros.
Queremos
conocer qué piensan algunos filósofos poco conocidos, olvidados,
extraños que se han dedicado aquello que más nos enorgullece a los
filósofos: llevar la contraria.
Esta idea que
adoptó la cultura occidental al mismo tiempo que adoptaba el
cristianismo consiste en considerar la historia humana como un avance
inexorable según un plan previsto (por Dios según Agustín de
Hipona) hacia el establecimiento definitivo del Reino de Dios en el
final de la historia. En el siglo ilustrado, el S. XVIII, esta
influyente idea ya secularizada (despojada de su protagonista divino
y de sus referencias religiosas) recibió un impulso entusiasta
debido a los descubrimientos y los ingenios de los fueron capaces
aupados por el poder de su inteligencia los que vivieron en esa
época. La historia se dirigía hacia su cumplimiento perfecto con
tal de que diseñáramos cada vida individual y nuestra vida
colectiva conforme a la razón.
Ya por entonces
no todos se mostraron dispuestos a aceptar esta visión tan
optimista, incluso destacados ilustrados como el propio Diderot o
J.J. Rousseau cuestionaron el progreso de la civilización, que en
nombre de ciertas ventajas como la comodidad, el intercambio social o
el beneficio económico sacrificaba la bondad e inocencia del ser
humano individual.
Un poco más
adelante en un país que acababa de independizarse, nacía H.
D. Thoreau (1817-1862),
un filósofo y activista norteamericano que como “quería vivir
deliberadamente” decidió apartarse durante varios años de la
civilización y trasladarse a una cabaña en un bosque al lado del
Lago Walden con el fin de alcanzar la autarquía con la que habían
soñado siempre los filósofos desde la Antigüedad. La autarquía
supone recuperar el dominio sobre uno mismo después de reducir las
necesidades autoimpuestas y renunciar a las ambiciones sociales para
dedicarse a nuestra verdadera vocación la observación de la
naturaleza y el contacto asiduo con ella, la lectura que es
conversación inteligente con otros seres humanos vivos o muertos, el
trato libre y desinteresado entre iguales y la reflexión solitaria.
Una vida austera y sublime. Thoreau es el primero que se atreve a
poner en entredicho el proyecto civilizatorio que había emprendido
su país, que conllevaba dar la espalda a la naturaleza a la que el
ser humano pertenecía. Después otros como él escogieron el camino
de la desobediencia hacia esta forma de vida y hacia el estado que la
propiciaba.
Sin embargo es
en el s. XX cuando el mito del progreso (así suele llamarse a esta
idea supuestamente indiscutible) empieza a cuestionarse
seriamente. Walter
Benjamin (1892-1940),
el malogrado filósofo nacido en Polonia, alemán de adopción, en el
período de entreguerras enuncia su famosa tesis o idea sobre el
Ángel de la Historia inspirada en el cuadro Angelus Novus que le
compró a su autor, Paul Klee, que representa a un ángel en cuyos
ojos se ve reflejado el horror que ha dejado tras de sí la historia,
una tierra quemada, llena de víctimas inocentes, en su camino
inexorable hacia el futuro…
“Hay
un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un
ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene
paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las
alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la
Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros
percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe
única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien
quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo
despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda
en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas.
Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da
la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo.
Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”.
TESIS IX
Ese huracán es
el que se llevó por delante su vida y la del pueblo al que
pertenecía porque Benjamin era judío. Él no tuvo la suerte de
poder salir de Europa antes de la II Guerra Mundial; otros
compatriotas y compañeros de estudios, judíos como él, sí
pudieron exiliarse en EE. UU, todos ellos habían formado parte en
Alemania del Instituto de Investigación Social, que después pasó a
llamarse la
Escuela de Francfort ,cuyos
miembros se dedicaron entre otras cosas a elaborar una teoría
crítica que cuestionaba el progreso que había llevado a cabo la
humanidad desde la Ilustración puesto que afectaba principalmente a
los medios técnicos, a los instrumentos y medios que utilizamos para
optimizar los procesos de producción, lo que ellos llamaban a la
razón instrumental. Esta tipo de razón desconectada de los fines
que la sociedad debe proponer como más deseables sólo puede
conducir a la barbarie de un mundo tecnificado en el que los
verdaderos proyectos e intereses del ser humano no sean tenidos en
cuenta.
Otro antropólogo
polaco pero alemán de adopción que se vio obligado a emigrar
a EE.UU. es Günter
Anders (1902-1992),
quién horrorizado por la bomba atómica al final de la II Guerra
Mundial y el riesgo de destrucción nuclear durante la Guerra Fría
posterior describió el desnivel
prometeico que
padece la humanidad. Es capaz de hacer y producir mucho más y mejor
que lo que es capaz de sentir y valorar moralmente. Hay una
asincronía (falta de sincronización) entre nuestra capacidad
tecnológica (el fuego y el conocimiento técnico que robó Prometeo
a los dioses por culpa del descuido de su hermano Epimeteo) y nuestra
capacidad para sentir lo que los otros sienten y ser conscientes de
las consecuencias de nuestros actos. En ese sentido se refería a la
banalización de la tecnología del mismo modo que la que había sido
su esposa, Hanna Arendt, advertía de la banalización del mal
durante el nazismo. La
sección “Los guardianes de la moral” del programa de la Cadena
SER “A vivir que son dos días”, es capaz de explicarlo con
sentido del humor.
El propio Anders
fue más lejos y criticó la cínica separación entre medios y fines
que defienden los que ingenuamente consideran la neutralidad de la
tecnología. Esta, según el antropólogo, nos transforma, nos cambia
sólo por el hecho de usarla. Anders ya adivinaba en su libro La
obsolescencia del hombre (1956)
la importancia de los nuevos medios como la televisión y la radio,
que iban a transformar nuestra vida de manera perdurable sin que nos
diéramos cuenta.
Cincuenta años
después el profesor Nicholas Carr vuelve a enunciar el mismo
diagnóstico en Superficiales.
¿Qué está haciendo Internet con nuestra mentes? No
es conveniente como hacen “los instrumentalistas” minimizar la
capacidad de la tecnología para modificar nuestras mentes a nivel
celular y macrocelular gracias a la neuroplasticidad de nuestro
cerebro.
Desde otra
vertiente que no es la de la neurociencia o la psicología sino desde
la filosofía, Pierre
Rabhi, defiende
la sobriedad, incluso el decrecimiento como forma de vida y la
renuncia al pensamiento “mineral” de Occidente que consiste en la
explotación técnica de la naturaleza con el único propósito del
lucro, abandonar la proliferación de aparatos tecnológico y medios
que favorecen el frenesí de la vida actual y la inmediatez de la
información pero no son capaces de aumentar el verdadero
conocimiento. En definitiva Rabhi parece un auténtico admirador y
seguidor de Thoreau, del que empezábamos hablando en este texto.
Ya sabemos todo
lo que está en juego. Más si cabe ahora, que nos enfrentamos a un
reto increíble hasta hace no mucho: el despliegue imparable de
las máquinas
inteligentes,
la llamada Inteligencia Artificial, que es uno de los más
fascinantes e inquietantes productos tecnológicos que hemos creado
los humanos. Pero de este asunto ya nos hemos ocupado, ¿verdad?
Guillermo
García Domingo - Filosofía
en el Instituto
No hay comentarios:
Publicar un comentario